Tema: Supresión de los banquetes en los lugares santos.
Carta de un presbítero de Hipona (Agustín) a Alipio, obispo de Tagaste, sobre el día del nacimiento de Leoncio, en otro tiempo obispo de Hipona.
Hipona: Mediados del año 395.
1. Sobre el encargo, que no podemos descuidar, nada cierto puedo comunicarte de momento, en ausencia del hermano Macario, cuya venida se anuncia para muy pronto. Lo que con la ayuda de Dios pueda hacerse, se hará. Aunque los ciudadanos, hermanos nuestros, que estaban aquí pueden certificarte de mi preocupación por ellos. Dios ha proporcionado otro asunto digno de esta correspondencia epistolar, con la que mutuamente nos consolamos. Creo que a merecer el éxito obtenido nos ha ayudado tu solicitud, que te obliga a orar por mí.
2. Voy a narrar a tu caridad lo acaecido, para que con nosotros des gracias a Dios por el beneficio otorgado, ya que oraste por nosotros para recibirlo. Después de tu partida me anunciaron que ciertos individuos se habían alborotado, protestando que no podían tolerar la supresión de esa solemnidad que ellos llaman letitia. Tratan en vano de enmascarar el nombre de borrachera. Recordarás que ya anunciaban su protesta cuando tú estabas aquí presente. Pero por oculta disposición de Dios omnipotente se dio una coincidencia singular: el miércoles me tocaba explicar aquel capítulo del Evangelio que dice:
No tiréis lo santo a los perros, ni arrojéis vuestras perlas a los pies de los puercos1. Hube de hablar, pues, de perros y puercos, procurando obligar a los rebeldes a avergonzarse de sus costumbres e impertinentes ladridos contra los preceptos de Dios; hablé también de su entrega al placer carnal. La conclusión tendía a hacerles ver cuan vergonzoso era ejecutar dentro de las paredes de la iglesia, o bajo el nombre de religión lo que no podrían hacer durante mucho tiempo dentro de sus casas sin verse forzosamente separados de lo santo y de las perlas eclesiásticas.
3. Estas advertencias las recibieron con agrado, pero como la asistencia fue escasa, no se resolvía con ellas asunto tan importante. Además, cuando los que estuvieron presentes en la homilía las fueron propalando fuera, cada cual según su atención y capacidad, hallaron numerosos contradictores. Al amanecer el primer día de cuaresma, asistió gran concurso a la hora de la homilía. Se leyó aquel pasaje del Evangelio en que el Señor, después de arrojar del templo a los vendedores de animales y de derribar las mesas de cambio, dijo que habían convertido la casa de su Padre, lugar de oración, en una cueva de ladrones2. Llamé su atención, planteando el problema de la embriaguez. Yo mismo leí todo el capítulo y añadí un debate para mostrar con cuánto mayor motivo e ira hubiese desterrado nuestro Señor del templo los convites y embriagueces, siempre torpes, cuando así desterró el comercio lícito de los que vendían las víctimas, en aquel tiempo necesarias para los sacrificios tradicionales. Terminé preguntando qué les parecía más semejante a una cueva de ladrones, si el vender lo necesario o beber más de lo debido.
4. Y como yo traía preparadas algunas citas para presentarlas, añadí a continuación que el Israel carnal nunca celebró festines, ni desenfrenados ni siquiera sobrios, en aquel templo en que no se ofrecían el cuerpo y la sangre del Señor. Hice constar que los judíos nunca aparecen en la historia embriagados bajo el nombre de religión, sino en el solo caso de la celebración de una fiesta a un ídolo fabricado por ellos3. Diciendo esto, abrí el códice y leí todo el capítulo. Añadí con todo el sentimiento posible que el Apóstol, al diferenciar al pueblo cristiano de la obstinación judaica, dice que su carta va escrita, no en tablas de piedra, sino en las tablas vivas del corazón4, pues por aquellos que en el caso mencionado prevaricaron, Moisés quebró las tablas de piedra5. ¿No deberíamos despedazar el corazón de los que pertenecen al Nuevo Testamento y que para celebrar la gloria de los santos quieren exhibir solemnemente lo que el pueblo del Viejo Testamento celebró una sola vez y ante un ídolo?
5. Devolví el códice del Éxodo y desenmascaré, cuanto el tiempo lo permitía, el pecado de la embriaguez. Abrí las cartas de San Pablo e hice constar entre qué pecados la menciona, leyendo aquel pasaje: si algún hermano es condenado como fornicario, idólatra, avaro, maldiciente, borracho o ladrón, con el tal ni probar bocado6. Les expuse gimiendo cuánto peligro hay en participar de la mesa de los que se embriagan en sus casas. A continuación leí lo que se dice no lejos del pasaje anterior: No os engañéis: ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los maldicientes, ni los ladrones, poseerán el reino de Dios. Y de éstos fuisteis vosotros, pero habéis sido lavados y justificados en el nombre del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios7. Terminada esta lectura, les pregunté con qué cara podían escuchar ese habéis sido lavados los que mantienen semejante e impura concupiscencia en el corazón, es decir, en el templo interior de Dios, siendo así que para ella está cerrado el reino. Luego pasé a aquel otro capítulo que dice: Cuando os juntáis, no es ya para celebrar la cena del Señor, pues cada uno toma de antemano la suya para consumirla; uno pasa hambre, y otro se embriaga. ¿Por ventura no tenéis casas para comer y beber, o despreciáis la iglesia de Dios?8 Recitado el pasaje, advertí que en la iglesia no se deben celebrar ni siquiera convites honestos y sobrios. El Apóstol no dijo: «¿por ventura no tenéis casas para embriagaros?», como si la embriaguez fuese lo único que se prohíbe dentro de la iglesia. Dijo para comer y beber, y eso pueden hacerlo honestamente los que tienen casas en que poder nutrirse con oportunos alimentos; pero han de hacerlo siempre fuera de la iglesia. Y con todo, en las angustias de estos tiempos revueltos y costumbres perdidas, habíamos llegado a tales términos, que podíamos desear para ciertos cristianos, no ya los festines moderados, sino aun el reino de la crápula, con tal de que se embriagasen dentro de su casa.
6. Cité el capítulo del Evangelio que el día anterior había expuesto, y trata de los seudoprofetas, diciendo: por sus frutos los conoceréis9. Les recordé que en este pasaje se llama frutos a las obras. Les pregunté entre qué frutos habíamos de poner la embriaguez, y les cité aquel pasaje a los Gálatas: manifiestas son las obras de la carne, que son: las fornicaciones, inmundicias, lujurias, idolatría, hechicerías, enemistades, contiendas, emulaciones, animosidades, disensiones, herejías, envidias, comilonas y otras semejantes; os vuelvo a repetir lo que os dije: que los que tal hacen no poseerán el reino de Dios10. Después de esas palabras volví a preguntar si serán conocidos los cristianos por el fruto de la embriaguez, puesto que el Señor mandó que los reconozcamos por los frutos. Hice todavía que se leyese este otro pasaje: mas los frutos del espíritu son la caridad, el gozo, la paz, la benignidad, bondad, fe, mansedumbre y continencia11. Les obligué a considerar cuan vergonzoso y lamentable era que no sólo viviesen de los frutos de la carne privadamente, sino que deseasen quitarle su honor a la iglesia, y llenar todo el amplio espacio de esta gran basílica de turbas de tragones y borrachos, contando con una supuesta autorización. En cambio, se negaban a presentar a Dios los dones y a celebrar las fiestas de los santos, ante todo, con los dones que provienen de los frutos del espíritu, a los que eran invitados por la autoridad de las divinas Escrituras y por mis gemidos.
7. Acabado todo esto, devolví el códice y con todo encarecimiento les mandé orar, presa de la angustia a que me reducía el peligro, con toda la fuerza que se dignó el Señor infundirme. Presenté a la vista de todos el peligro común, el de ellos que habían sido confiados a mis cuidados y el mío, pues tenía que dar cuenta de todos al Príncipe de los pastores, por cuya humildad, grandes afrentas, bofetones, salivazos en el rostro, palmadas, corona de espinas, cruz y sangre, les supliqué que, si ellos mismos habían faltado en algo, se compadeciesen de mí. Les recordé la inefable caridad que me profesó el venerable anciano Valerio; no vaciló en imponerme por ellos la peligrosa obligación de exponer la palabra de la Verdad, y les repitió con frecuencia que habían sido escuchadas sus oraciones con mi venida, celebrando que yo no venía a morir con ellos ni a contemplar su muerte, sino a luchar con ellos para alcanzar juntos la eterna vida. Finalmente, les advertí que yo estaba confiado y reposaba en aquel que no sabe mentir e hizo la promesa por boca del profeta, refiriéndose a nuestro Señor Jesucristo: Si sus hijos abandonaren mi ley y no caminaren en mis preceptos; si profanaren mis disposiciones, visitaré con la vara sus crímenes y con el flagelo sus delitos; pero no les sustraeré mi misericordia12. Les dije, pues, que si despreciaban las amonestaciones que les intimé y leí, yo confiaba en Dios que les visitaría con la vara y el látigo y no les permitiría condenarse con este mundo. En esta queja mía obré según los ánimos e ingenio que nuestro Tutor y Gobernador me infundió, en correspondencia con la magnitud del peligro. No fueron mis lágrimas las que provocaron las suyas, pues confieso que, mientras estaba hablando, ellos se adelantaron a llorar y yo no pude contenerme de hacer otro tanto. Después de llorar en común, terminé mi plática con la esperanza plena de la corrección.
8. Al amanecer el día siguiente, cuando ellos solían preparar sus fauces y estómagos, se me anunció que algunos, aun de los que habían asistido a la plática anterior, no cesaban de protestar. Tenía tal fuerza la costumbre pésima en ellos, que, dejándose gobernar por la voz de la misma, decían: «¿Por qué ahora? Los que antes no lo prohibieron, no dejaban por eso de ser cristianos.» Al oír esto, ya no sabía yo de qué argumentos más fuertes echar mano para reducir tanta rebeldía. Estaba determinado, si mantenían su opinión, a leerles aquel pasaje del profeta Ezequiel: Queda absuelto el centinela si reveló el peligro, aunque aquellos a quienes lo anunció no quieran evitarlo13, y luego a sacudir mis vestidos y marcharme. Pero el Señor patentizó que no nos abandona y nos exhorta a que por todos los medios confiemos en El. Una hora antes de subir a la cátedra, entraron a verme aquellos mismos a quienes oí lamentarse de que desterrase la antigua costumbre. Les recibí con blandura y en pocas palabras troqué su pensamiento, llevándolo al recto camino. Cuando llegó el momento de ocupar la cátedra, omití la lectura que traía preparada y que ya no me pareció necesaria, para disertar brevemente sobre otra cuestión, consignando que a los que preguntaban: «¿Por qué ahora?», nada se les podría contestar más breve y verdadero que esto: «¡Siquiera ahora!»
9. No obstante, para que no pareciera que lanzaba una injuria sobre los que antes de nosotros permitieron o no osaron prohibir tan manifiestos pecados al pueblo ignorante, les expuse las circunstancias en que se introdujeron tales abusos en la iglesia. Les hice ver que, después de tantas y tan crueles persecuciones, al retornar la paz, multitud de gentiles quería recibir el nombre cristiano; pero se veía impedida por su costumbre de celebrar las fiestas de los ídolos con festines abundantes y con embriagueces. No podían abstenerse con facilidad de sus torpísimas e inveteradas diversiones. Entonces les pareció a nuestros mayores que se debía transigir con esa debilidad, permitiendo a los neófitos celebrar las fiestas en honor de los santos mártires en sustitución de las que dejaban; el exceso sería igual, pero menor el sacrilegio. Una vez que estuviesen congregados bajo el nombre de Cristo y sometidos a tan alta autoridad, se irían instruyendo en los saludables preceptos de la sobriedad, y ya no se atreverían a resistir, por el honor del Señor, quien se los mandaba observar. Por lo tanto, era hora de que quienes no osaban renegar de su nombre de cristianos, comenzasen a vivir según la voluntad de Cristo, rechazando, como cristianos que eran ya, lo que les fue permitido para que se hiciesen cristianos.
10. Luego les exhorté a imitar a las Iglesias transmarinas: en parte de ellas nunca se habían introducido tales abusos, y en parte habían sido ya abolidos por sus rectores a quienes el pueblo secundó. Y ya que se citaban ejemplos de embriagueces cotidianas en la basílica romana de San Pedro Apóstol, les advertí que, según mis informes, habían sido prohibidas con frecuencia; que el lugar estaba muy lejos de la inspección del obispo; que en una ciudad tan grande como Roma había muchedumbre de mundanos, especialmente de peregrinos que iban llegando, tanto más audaces cuanto más ignorantes de la costumbre. Si queríamos honrar al apóstol Pedro, debíamos escuchar sus preceptos, examinar con la mayor devoción la carta en la que manifiesta su voluntad, y no la basílica en la que tal voluntad no aparece. En seguida tomé el códice para leer: Cristo padeció por vosotros en carne, y vosotros debéis armaros del mismo pensamiento; porque quien padeció en carne, renunció a la carne, para vivir en adelante en la carne, pero no ya según los deseos de los hombres, sino según la voluntad de Dios. Harto tenéis con haber empleado el tiempo pasado según la voluntad de los hombres, caminando en liviandades, apetencias, embriagueces, comilonas y nefandas idolatrías14. Acabado esto, al ver que todos con un solo sentir manifestaban buena voluntad y repudiaban la mala costumbre, les exhorté a que asistiesen por la tarde a la lectura divina y a la salmodia; sería placentero celebrar ese día con mayor pureza y sinceridad que los otros. De este modo aparecería fácilmente quiénes del concurso presente querían seguir a la razón y quiénes al vientre. Terminada la lectura, di fin al sermón.
11. Por la tarde la asistencia fue mucho mayor que por la mañana, y hasta la hora en que habíamos de salir, acompañando al obispo, se alternó la lectura con la salmodia. Al salir nosotros, se leyeron dos salmos. Yo estaba ansioso de dar por terminado día tan arriesgado, pero el anciano obispo me mandó y obligó, contra mi voluntad, a dirigirles todavía la palabra. Fui breve en mi plática para dar gracias a Dios. Estábamos oyendo en la basílica de los herejes el rumor de los acostumbrados convites celebrados por ellos. Allá seguían entregados a la bebida durante el tiempo de nuestras funciones. Hube de hacer constar que la hermosura del día resaltaba por el contraste con la noche; que el color blanco resulta más grato por la proximidad con el negro y que, en todo caso, nuestra reunión para una fiesta espiritual podía resultar quizá menos alegre si se la comparaba con la voracidad carnal de la otra parte. Les exhorté, en consecuencia, a apetecer las espirituales viandas y a gustar cuan suave es el Señor. Refiriéndome a los herejes, dije al pueblo que eran dignos de lástima: cultivan como primordial lo que ha de ser destruido; y puesto que cada uno se hace solidario de aquello que venera, les recordé que el Apóstol increpa a los tales, diciendo: cuyo Dios es el vientre15, pues dice en otro lugar: la vianda para el vientre, y el vientre para las viandas, pero Dios destruirá a uno y a otras16. Debíamos, por lo tanto, atenernos a lo que no será destruido, a lo que se mantendrá muy lejos de la afición carnal en la santidad del espíritu. Después de aducir en este sentido todo lo que el Señor se dignó sugerirme en tal coyuntura, di por terminada la habitual función vespertina, y me retiré con el obispo. Los religiosos entonaron entretanto algunos himnos, y un no pequeño concurso de ambos sexos se quedó con ellos a cantar salmos hasta que el día fue oscureciendo.
12. Te he narrado con la brevedad que he podido lo que sin duda deseabas saber. Ora para que Dios se digne alejar de nuestros afanes todos los trabajos y pesares. En gran parte descanso en vosotros con ferviente solicitud, pues con tanta frecuencia se encarecen los dones de la espiritual Iglesia de Tagaste. Todavía no ha llegado la nave en que vienen los hermanos. En Hasna, donde está de presbítero el hermano Argencio, invadieron nuestra basílica y desmantelaron el altar los circunceliones. Se ha incoado un proceso. Os suplicamos que oréis mucho para que ese proceso, como conviene a la Iglesia católica, se lleve con orden y sirva para amordazar las lenguas de la turbulenta herejía. Escribí una misiva al Asiarca. Persevera en el Señor, ¡oh beatísimo!, y acuérdate de mí. Amén.