Tema: Traducción e interpretación de la escritura.
Agustín a Jerónimo, señor amadísimo, hermano digno de ser respetado y abrazado con el culto sincerísimo de la caridad, y copresbítero.
Hipona: Año 392.
1. Nadie se dio a conocer a otro por su semblante tanto como a mí se me ha mostrado tranquila, placentera y liberal la ocupación de tus estudios en el Señor. Aunque deseo con ardor conocerte, echo de menos poca cosa de ti, a saber, la presencia corporal. Y aun confieso que esa misma presencia me ha quedado impresa en parte con el relato de Alipio, el cual es ahora beatísimo obispo, y era ya digno del episcopado cuando te visitó y yo le recibí a su vuelta. Cuando él te veíaahí, yo mismo te veía también por sus ojos. Quien nos conozca a ambos, diría que somos dos, más que por el alma, por sólo el cuerpo; tales son nuestra concordia e intimidad leal, aunque él me supera en méritos. Y supuesto que ya me amas, primero por la comunión espiritual que nos estrecha en unidad y después por la mediación de Alipio, no seré imprudente si me considero harto conocido para recomendar a tu fraternidad al hermano Profuturo. Espero que será en verdad profuturo, o adelantado, por obra de mis esfuerzos y de tu ayuda, aunque él es tal que es posible que sea yo recomendable para ti por él, más bien que él por mí. Quizá debí escribirte antes, pero no debía contentarme con el estilo de las cartas oficiosas, pues ardo de impaciencia por cambiar impresiones contigo acerca de los comunes estudios que mantenemos en nuestro Señor Jesucristo. El cual se ha dignado prestarme gran servicio y ayuda por el camino que él me inspiró, y no poco mediante tu caridad.
2. Te pido, y te lo pide conmigo la entera comunidad estudiosa de las Iglesias africanas, que te animes a emplear tu esmero y trabajo en traducir a aquellos autores griegos que se distinguieron en la exposición de nuestras Escrituras. Puedes hacer que los conozcamos también nosotros, y especialmente a ese a quien tanto citas (Orígenes). En cambio, no quisiera yo que te ocupases en verter al latín las santas Escrituras canónicas, a no ser al modo que empleaste en la traducción de Job. Así aparecerá, por los signos que utilizas, la diferencia que hay entre tu traducción y la de los Setenta, cuya autoridad es indiscutible. Nunca podré exagerar bastante mi admiración si en los originales hebreos se encuentra algo que hayan omitido tantos traductores peritísimos en aquella lengua. No me atrevo a decidir por mi cuenta si los Setenta coincidieron unánimemente en su obra, mejor que si se tratase de un solo hombre, por acuerdo de cotejo y consejo, o por otra mayor coincidencia de inspiración. Pero creo que todos reconocen su preeminente autoridad en este oficio de traducir. Lo que más me impresiona es que, después de ellos, otros han traducido, ateniéndose rabiosamente, como se dice, al estilo y norma de las palabras y expresiones hebreas; pero no sólo no coinciden entre sí, sino que omiten bastantes cosas, que más tarde tenemos nosotros que descubrir y exponer. O las Escrituras son oscuras o son claras: si son oscuras, creemos que también tú puedes equivocarte en ellas; y si son claras, no creemos que ellos pudieran equivocarse al traducirlas. Te suplico, por tu caridad, que me satisfagas sobre este punto, manifestándome tus motivos.
3. He leído asimismo ciertos escritos que se dicen tuyos sobre las cartas de San Pablo. Al exponer la carta a los Gálatas, llegas a tocar aquel pasaje en que San Pedro es disuadido de su pernicioso disimulo. Y lamento, hermano, no poco, que te hayas arrogado la protección de la mentira, si eres tú y no otro quien redactó ese escrito. Lo he de lamentar hasta que sean rebatidas, si es que pueden serlo, las razones que a mí me determinan. Opino que es deletéreo creer que en los Libros santos se contiene mentira alguna, es decir, que aquellos autores por cuyo medio nos fue otorgada la Escritura hayan dicho alguna mentira en sus libros. Una cosa es preguntarse si un hombre bueno puede en algunas circunstancias mentir, y otra cosa muy distinta es preguntarse si pudo mentir un escritor de la Sagrada Escritura. Mejor dicho, no es otra cuestión, sino que no hay cuestión. Porque, una vez admitida una mentira por exigencias del oficio apostólico en tan alta cumbre de autoridad, no quedará defendida partícula alguna de los Libros. Por la misma regla deletérea podrá siempre recurrirse a la intención y obligación del ministerio del autor mentiroso, según a cada cual se le antoje, cuando un pasaje resulte arduo para las costumbres o increíble para la fe.
4. Porque supongamos que mentía el apóstol Pablo cuando reprendió al apóstol Pedro, diciéndole: Si tú, siendo judío, vives como gentil y no como judío, ¿por qué obligas a los gentiles a judaizar?1 Resulta entonces que le parecía buena la conducta de Pedro, y, no obstante, dijo y escribió que no le parecía buena, y todo simplemente porque su ministerio le obligaba a aplacar el ánimo de los murmuradores. Y entonces, ¿qué contestaremos, pongo por ejemplo, cuando surjan ciertos malvados, como los prometió el Apóstol, prohibiendo el matrimonio?2 Dirán que todo aquello que afirmó el Apóstol acerca del derecho que garantiza el matrimonio fue una mentira para calmar a los que podían inquietarse por el amor conyugal3; es decir, que no lo dijo porque lo sintiera, sino para templar la animosidad de ellos. No es necesario insistir mucho en este punto. Las mismas alabanzas de Dios podrían también parecer mentiras del oficio, inventadas para que el amor divino se encienda en los espíritus indolentes; y a este tenor nunca habrá autoridad pura y cierta en los sagrados Libros. ¿Por ventura no vemos al Apóstol animado de la máxima preocupación de recomendar la verdad? Si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, vana es nuestra fe: somos hallados testigos falsos de Dios, pues hemos lanzado testimonio contra Dios al decir que resucitó a Cristo, a quien no resucitó4. Supongamos que alguien insinuare al Apóstol: «¿Por qué te espanta tanto esa mentira? Aunque eso que dices sea falso, contribuye mucho a la gloria de Dios». ¿No rechazaría esa loca insinuación con las más fuertes expresiones? ¿No manifestaría las intimidades de su corazón, clamando que el alabar la falsedad de Dios no es menor crimen, sino quizá mayor que el de vituperar su verdad? Hemos de procurar, por lo tanto, que quien se acerque a conocer las divinas Escrituras sea tal y sienta de los Libros santos tan sinceramente, que no ose deleitarse en pasaje alguno recurriendo a mentiras del ministerio; que pase por alto lo que no entienda, antes de preferir su propio parecer a la verdad bíblica. Porque quien recurre a tal engaño, prefiere que le crean a él, y obra así para que no creamos a la autoridad de las divinas Escrituras.
5. Yo podría mostrar, con todas las fuerzas que el Señor me infundiese, que todos aquellos textos que se citan para autorizar la utilidad de la mentira deben entenderse de modo diferente, para que siempre se mantenga incólume la verdad de los textos. Porque, si tales textos no deben ser mentiras, tampoco pueden favorecer a la mentira. Pero esto lo dejo a tu entendimiento; tú has de verlo quizá con mayor facilidad que yo, si aplicas más diligente atención a la lectura. Tal atención te la exige la piedad, la cual te hará ver que la autoridad de las sagradas Escrituras vacila si en ellas cada uno cree lo que quiere y no cree lo que no quiere, por haberse persuadido una vez de que los autores, por quienes nos fueron entregadas, pudieron mentir por oficio al escribir en algún caso. Digo, a no ser que formules ciertas reglas para saber cuándo es necesario mentir y cuándo no. Si supieres hacerlo, no lo pruebes con mentiras ni razones dudosas, por favor. No me juzgues pesado e imprudente por la veracísima misericordia de nuestro Señor. En todo caso, si tu verdad puede favorecer a la mentira, no será culpa, o por lo menos no será una gran culpa este error mío que favorece a la verdad.
6. Muchos otros asuntos desearía tratar y discutir con tu sincerísimo corazón acerca de los estudios cristianos. Pero ninguna carta sería suficiente para satisfacer mi deseo. Celebraré poder hacerlo con mayor extensión por medio del hermano a quien envío para que participe y se nutra de tu provechosa conversación. Quizás a él no se le alcance todo lo que yo quisiera, y lo digo sin ofenderle ni tratar de anteponerme a él en nada. Yo soy más capaz de recibir tu doctrina, pero veo que él está más lleno de ella y por eso me aventaja. A su vuelta (¡quiera Dios otorgarle prosperidad!), yo participaré de su pensamiento, enriquecido por ti. De todos modos, él no podrá colmar el vacío y anhelo que seguiré teniendo de tus opiniones. Así acaecerá que también entonces seré yo el más menesteroso y él será el más rico. El hermano lleva consigo algunos de mis ensayos. Te ruego que, si te dignas leerlos, hagas uso de una sincera y fraterna severidad. Está escrito: Me corregirá el justo con misericordia y me argüirá, mas el aceite del pecador no ungirá mi cabeza5. No puedo entender esto sino diciendo que el reprensor que cura, ama más que el adulador que unge la cabeza. Tampoco puedo leer fácilmente como buen juez lo que yo mismo escribo; soy o más tímido o más ambicioso de lo justo. Veo a veces mis faltas, pero prefiero que me las digan los que son mejores que yo, no sea que, aun al reprenderme a mí mismo, me deje halagar de nuevo, y parezca que pronuncio contra mí una sentencia más meticulosa que justa.