CARTA 26

Traducción: Lope Cilleruelo, OSA

Tema: Lamentación por el mal camino del joven Licencio.

Agustín a Licencio

Hipona: Año 394.

1. ¿Quién creerá que apenas he hallado ocasión de escribirte? Pero es preciso que Licencio me crea, sin necesidad de oír mis causas y razones. Aunque pudiera, no debo dártelas en atención a esa fe con que me crees. Además, no recibí tu carta por un correo que pudiera llevarte la mía. Pues bien, lo que deseas que yo te pida, lo he pedido en una carta con la claridad que he estimado conveniente; tú verás si lo he conseguido. Si, con todo, no tengo éxito, cuando me entere o cuando tú me lo recuerdes de nuevo, lo haré mejor. Hasta ahora nuestras conversaciones eran quizá como un rumor de las cadenas de esta vida; escucha ahora brevemente mis preocupaciones y anhelos más cordiales acerca de tu esperanza perdurable. Quizá se halle algún modo de abrirte camino hacia Dios.

2. Licencio mío: temo que te envuelvas dañosa y sañudamente en negocios perecederos, por rehusar y temer tanto los lazos de la sabiduría. Porque la sabiduría se adelanta a presionar a los suyos, los adiestra con ciertos ejercicios y fatigas, pero los suelta al fin y se entrega a su abrazo cuando ya son libres. A los que primero educa con ligaduras temporales, los aprisiona luego con lazos eternos. No puede imaginarse vínculo alguno ni más dulce ni más estrecho. Confieso que la primera parte de esa educación resulta un tanto severa, pero no diré que la segunda sea áspera, pues tan dulce es; tampoco es muelle, pues tan vigorosa es. ¿Qué será, sino lo que no puede expresarse, pero puede creerse, esperarse y amarse? Los lazos de este mundo contagian una amargura indudable y una dulzura falsa, un dolor cierto y un placer inseguro, una fatiga ruda y un sosiego tembloroso, una realidad llena de miseria y una esperanza vana de felicidad. ¿Sujetarás a ellos tu cuello, tus manos y tus pies, mientras te aprestas a buscar tales honores y ambiciones? ¿Te apegarás a ellos, cuando no debiste ni acercarte, no diré ya invitado, pero ni arrastrado por la fuerza?

3. Quizá pretendas darme aquí la respuesta del esclavo de Terencio: «¡Hola! ¡Hablas copiosa y sabiamente!»1 permíteme hablar así, antes de que me desahogue. Aunque, mientras yo canto, tú bailes a otra voz, no me ha de pesar. El mero cantar tiene ya su gozo, aunque no ajuste sus movimientos a él aquel para quien se canta con una modulación tan llena de caridad. Ciertas palabras de tu carta me han causado extrañeza, pero no he creído oportuno comentarlas, mientras la preocupación por tu conducta y por tu vida entera me atormenta.

4. Si tu verso fuera incorrecto por el desorden de las cadencias, si no respetase las normas, si hiriese los oídos del lector con medidas sin uniformidad, te ruborizarías seguramente; no dejarías ni desistirías de tu empeño de ordenar, corregir, fijar y uniformar tu verso, repasando y limando con afán y fatiga tu arte métrica. Y cuando tú mismo te perviertes en el desorden, cuando tú mismo no te atienes a las leyes de Dios ni al deseo honesto de los tuyos, cuando tu alma no armoniza con esa misma erudición tuya, ¿piensas que puedes inhibirte y echarlo todo a la espalda? ¡Como si el sonido de tu lengua valiese más que tu conducta, y el herir los divinos oídos con tus costumbres desordenadas fuera menos que ofender a la autoridad de la gramática con tus sílabas desordenadas! Tú cantas:

«¡Oh si la Aurora prístina con faustas cuadrigas
me devolviese los tiempos de tu compañía,
cuando juntos gozábamos el franco retiro
y el cándido volar de los buenos
en el corazón de Italia y en las cordilleras!
Ni el rigor del frío con sus ampos de hielo,
ni el ciclón de los Céfiros, o el aullido de Bóreas,
me impedirían seguirte con solícito pie.
¡Basta que tú lo ordenes!...»

¡Ay de mí si no te lo ordeno, si no te obligo y fuerzo, si no te suplico y ruego! Pero si has cerrado los oídos a mi voz, ábrelos a la tuya, ábrelos a tu verso! ¡Escúchate a ti mismo, joven duro, cruel y sordo! ¿Cómo conciertas una lengua de oro con un corazón de hierro? ¿Con qué canciones, o mejor dicho, con qué lamentaciones podré llorar bastantemente tus canciones, puesto que en ellas descubro la nobleza de un alma y de un corazón que me huye, y que no puedo inmolar a nuestro Dios? Si esperas que yo lo mande, ¡sé bueno, sé feliz! ¡Como si pudiese amanecer para mí día más venturoso que aquel en que pueda disfrutar de tu ingenio en el Señor! ¡Como si no supieras el hambre y la sed que tengo de ti, y no lo confesaras tú mismo en tu poema! Recuerda el estado de ánimo en que eso escribiste, y dime de nuevo: « ¡Basta que tú lo ordenes! » He aquí mis órdenes: entrégate a mí si sólo necesitas eso; entrégate a mi Señor que es el Señor de todos nosotros, y te ha dotado con ese ingenio. Pues ¿qué soy yo, sino su siervo por Él y tu consiervo bajo Él?

5. O ¿es que Él no lo ordena? Escucha al Evangelio: Estaba en pie Jesús y gritaba2: Venid a mí todos los que estáis fatigados y abrumados, y yo os restauraré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis sosiego para vuestras almas. Porque suave es mi yugo y ligera mi carga3. ¡Oh Licencio! Si no escuchas eso, si no lo admites en tus oídos, ¿esperarás que Agustín mande a su consiervo y no lamente verse obligado a ver que tiene que mandar en vano su Señor? Ni siquiera te manda, sino que te invita y ruega en cierto modo, para aliviarte en tu trabajo. Mas parece que para una cerviz recia y erguida es más agradable el yugo del mundo que el de Cristo. Si alguien nos ha de obligar al trabajo, mira quién obliga y con qué galardón. Ve a la Campania y busca a Paulino. Aprende cómo ese egregio y santo siervo de Dios sacudió sin vacilar el magnífico fausto del siglo de su cerviz, tanto más generosa cuanto más humilde, para ofrecerla al yugo de Cristo, como de hecho la sometió; ahora exulta sosegado y modesto, con el gobernador de su camino. Ve y aprende el caudal de ingenio que ofrece a Cristo en sacrificio de alabanza, empleando en su servicio los bienes que de El recibió, pues todo lo perdería si no lo depositase en aquel que se lo otorgó.

6. ¿Por qué no te decides? ¿Por qué vacilas? ¿Por qué acomodas tus oídos a las imágenes de los deleites mortíferos, y te alejas de nosotros? Ellas mienten, pasan y arrastran a la muerte. ¡Mienten, Licencio! Tú haces votos para que «así quede patente la verdad, así fluya mejor que el Eridano». Nadie dice la verdad sino la Verdad, y Cristo es la Verdad4. Vayamos a Él, para no fatigarnos; para que Él nos alivie, pongamos su yugo sobre nosotros y aprendamos de Él, pues es manso y humilde de corazón, y hallaremos sosiego para nuestras almas. Porque su yugo es suave y su carga ligera5. El diablo busca que tú seas su adorno. Si en la tierra hubieses encontrado un cáliz de oro, lo hubieses donado a la Iglesia de Dios; has recibido de Dios un ingenio espiritualmente áureo, ¡y brindas con él a la concupiscencia! ¡Dentro de él te das a ti mismo a satanás! No lo hagas, te lo suplico. Ahora llegarás a saber con qué desventurado y dolorido corazón te escribo esto y te compadecerás ya de mí, si tanto te has envilecido.

POEMA DE LICENCIO

«La mente se embota y medrosa huye ante la luz hiriente
explorando la escondida senda del profundo Varrón.
No es extraño, ya que se frustra mi afición a leer.
No me tiendes tu mano y solo no me atrevo a volar,
cuando el amor me incitó a columbrar las lacónicas máximas
y a palpar las intenciones hondas del sabio varón,
que distinguió el tono de los números, que percibió el concierto
del cosmos al Tonante, y fijó la órbita de los astros,
envolvió mi corazón en una variada tiniebla
y me infundió la oscuridad en el alma con la violenta realidad.
Buscaba, torpe, sin geometrías, las formas esenciales
y recaí en otros más oscuros problemas:
las causas y los claros senderos de los astros
cuya situación él muestra como entre nubes.
Tan al fondo caí braceando, que ni el mismo enemigo
que nos impide el saber de los celestes misterios,
caería con mayor fuerza en el hondón de los muertos.
Narran los mitos de los antiguos que cuando Proteo
se niega a revelar el futuro a los curiosos,
es jabalí espumante, ola fiera, león rugiente, culebra sibilante,
pero a veces se rinde (a los menudos donativos de las aves).
Mas yo, que sufro mayores y peores angustias,
y reclamo el dulce o moderado pasto del alma,
no descifro a Varrón. ¿Qué socorro, o qué ninfa
invocaré con voz suplicante? ¿Qué río surcaré?
¿No habré de recurrir a ti, a quien el Rector del Olimpo
consignó la pila bautismal e impuso el destino
de alumbrar los raudales ocultos de tu rica elocuencia?
Ven a socorrerme al instante, ¡oh Maestro! Sustenta
mis débiles brazos y rotura mi arada conmigo.
Si los hados no mienten, el tiempo volandero nos lleva
a nuestra ancianidad. Pero a ti nuestro Apolo
te inunda el corazón, te hace propicio a su Padre,
Padre también de los dioses, te revela la bondad de la ley,
la paz armada, y te muestra la doctrina sin velos.
Veinte veces apenas había recorrido su órbita el sol
sobre ti, cuando la razón, que es la gloria del mundo,
más espléndida que los reinos y dulce que el néctar,
recabó y retuvo al vagabundo, sacándolo al medio
desde donde su vista pudiera dominar el mundo.
Sigue avanzando, ¡oh buen maestro! Cuando crece la ciencia,
va su amor descubriendo siempre nuevas lejanías.
Sigue, pues, el sendero por el que te conduce el Hijo de Dios,
allanando altibajos hacia las extensas planicies,
y cuando el Hésperos aleje las preocupaciones diarias
para el día siguiente y bendigas el fuego sagrado,
¡acuérdate de mí! Gentes que tendéis los oídos hambrientos
a las leyes invictas, daos golpes de pecho,
hinojaos en tierra, lamentaos con justa razón
y absteneos del mal. Es el único precepto de Dios.
Lo anuncia el sacerdote. Lo amagan las inminentes plagas.
¡Oh, si la aurora prístina, con sus faustas cuadrigas
me devolviese a los tiempos de tu compañía,
cuando juntos gozábamos el franco retiro
y el candido solaz de los buenos
en el corazón y en las cordilleras de Italia!
Ni el rigor del frío, con sus ampos de hielo,
ni el ciclón del Céfiro, ni el aullido de Bóreas
me impedirían seguirte con solícito pie!
¡Basta que lo ordenaras! Aunque la sangre bañara los miembros,
iría en el verano hacia el Neuros y en el invierno hacia el Danubio.
Aunque el ignoto Garamante cortara los vínculos familiares
y a pesar del río Hypaneyo que sale de los lagos Exampeos
y se precipita espumante en las playas escicias de los Calipidas,
yo iría hasta los Leucos, donde Leucia se tiende hasta el oriente.
Convencido por ti, subiría a las cumbres solitarias
del vasto Casso, y a las crestas de Casir,
que igualan a las de Epidaphno, y desde allí
podría contemplar la plácida aurora, las cuadrigas sueltas,
el día adormilado en medio de la noche.
Porque ninguna fatiga ni miedo me arredra,
pues Dios oye a los justos en sus preces sinceras.
Y aun ahora abandonaría la corte de Rómulo y las colinas de Remo,
los palacios suntuosos y vanas reuniones,
y acudiría al punto con toda mi alma a tu reclamo,
si una boda inminente no me vedara la partida.
Cree en mis males y sincero dolor, ¡oh docto maestro!
Sin ti las velas no garantizan la llegada a puerto
y zozobro al garete en el revuelto mar de la vida.
Como los nautas que el furor del Austro y el cierzo del Euro
arrastran, como entre espesas tinieblas, y quedan privados
del piloto por la galerna: se ven arrollados
de pronto los míseros por las olas furiosas.
Ni el puente, ni la proa, ni las velas pueden ya resistir
la tromba; y el estupor paraliza a los entendidos.
Así me azota el viento y me sorbe el remolino de codicias
hacia el mar de la muerte. No está lejos la tierra,
y rumiando entre mí tus limpias palabras,
pienso que más me valiera creerte: ¡malo es el negocio,
seduce y va envolviendo con sus redes al alma!
Olvidando el pasado, en este presente, caro para ti,
no me he desprendido aún de tu sabiduría.
¡Ay de mí! ¿Dónde iré? ¿Cómo podré mostrarte mi alma?
Antes las palomas vendrán a anidar en el Egeo
y las gaviotas, contra su costumbre, colgarán del árbol sus nidos,
la hambrienta leona nutrirá a los becerros mimosos
y la loba famélica amamantará a los tiernos corderos,
y, trocadas las suertes asignadas a ellos en el mundo,
los bueyes pacerán entre los Bacceos, y los saurios en Hircania,
el día, aterrado ante la mesa ensangrentada de Tieste,
volverá alocado a caminar hacia el oriente;
antes las nubes llegarán a ser las fuentes del Nilo,
los gamos volarán por el cielo, cantarán los montes
y aplaudirán los ríos, que yo olvide tus favores, ¡oh maestro!
Lo impide el amor, que mantiene la unión de nuestra virtud.
Aquí, aquí se palpa la amistad sin recelos,
pues no se logró la concordia por fortuna vidriosa
o por oro inconstante, o por un azar veleidoso,
que separa a la gente cuando llega la dificultad.
Nos unió la fatiga de ver nuestro interior leyendo tus libros,
la excelsa doctrina descubierta en tus pensamientos,
y las respuestas contra las opiniones.
Aunque mi musa tema tu autoridad cercana,
y, al cantar sus futesas, esconda la cara,
este vínculo espiritual y lazo mantenido
no lo rompería Alarico, que traspasó los Alpes
y golpeó los muros de las ciudades italianas,
ni podría rebajar un adarme la fuerza de nuestra unión.
Idos lejos, torrentes que bramáis en los desfiladeros
a separar con larga corriente los montes Rifeos de los Arimfeos,
o las ciudades del Caspio de las poblaciones cimerias.
Las regiones de los Meotas, que baña el Helesponto,
separen más aún Europa del Asia. ¿Acaso Dodona
no empuja sus vacadas por ambas riberas, aislando
los molosos de los Talaros y Arañes, sus consanguíneos?
El tratado de paz y amistad entre Sidonios y Griegos
y sacrílegos Frigios, aunque durante un tiempo
tuvieron todos un hospicio común. ¿O, por ventura,
mencionaré las divisiones y luchas fratricidas,
los castigos honestos que imponen los padres,
el furor de las madres o altivez de los hijos?
Incluso en el cielo reina la concorde discordia
y son tantos los ritos como leyes publican los reyes.
Mas nuestro amor es único. No podría yo ponderarlo,
aunque Bóreas me prestase cien voces y cien almas
y en cien bocas resonase una lengua dura y diamantina;
no podría citar los viejos parajes que la naturaleza
primero unió y luego separó,
y que la gloria sustrajo al orbe terreno.
Porque nosotros, además de haber nacido en la misma ciudad
de haber vivido juntos y de ser antiguos consanguíneos,
fuimos enlazados por la fe cristiana. Nos separa
un largo camino y nos divide la inmensa llanura del mar.
Pero el amor supera esos escollos. Desdeña el placer de los ojos
y puede siempre gozarse con el amigo ausente,
pues mana de la profunda entraña y se apacienta allí.
Recibiré entretanto tus escritos, llenos de nobles consejos,
y saludable elocuencia, que igualan a los viejos panales.
Recogiendo la dulce miel, que concebida en lo alto del pensamiento
diste a luz, ella me permitirá verte presente,
si tienes a bien complacerme y me envías los libros,
en que la Música reposa sin inquietud en ti.
Ardo en deseos de leerlos. Que la verdad se muestre
a la luz de la mente y fluya mejor que el Eridano.
Así los contagios del mundo nunca lograrán
penetrar en los campos de nuestro cultivo».