Tema: Controversia Donatista
Agustín, presbítero de la iglesia católica, saluda en el señor a Maximino, señor amadísimo y honorable hermano.
Hipona: Año 392.
1. Antes de tocar el asunto que me mueve a escribirte esta carta, voy a explicar con brevedad el título de la misma para que no cause extrañeza ni a ti ni a otro alguno. Te llamo «señor», porque está escrito: Habéis sido llamados a la libertad, hermanos; únicamente no la convirtáis en ocasión para la carne, sino servíos recíprocamente por caridad1. Puesto que estoy a tu servicio por caridad, aunque sólo sea en este ministerio de escribir, con razón te llamo «señor», en atención al único y verdadero Señor, que nos dio ese precepto. Te llamo «amadísimo», y bien sabe el Señor, no sólo que te amo, sino que te amo como a mí mismo, ya que sé muy bien que te deseo los bienes que apetezco para mí. Al añadir «honorable», no lo hago para enaltecer tu episcopado, ya que para mí no eres obispo. No tomes esto como ofensa; tómalo como aquella sincera palabra que siempre debe estar en nuestros labios: sí, sí; no, no2. No ignoras que cuantos nos conocen saben que ni tú eres obispo mío ni yo soy presbítero tuyo. Te llamo de buen grado «honorable» porque la norma es ésta: sé que eres hombre, que el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios3 y colocado en honor dentro del orden y derecho naturales; basta que mantenga ese honor el hombre, entendiendo lo que debe entender, pues se halla escrito: El hombre, colocado en honor, no entendió; fue comparado a los jumentos insensatos y asimilado a ellos4. ¿Cómo no iba yo a llamarte «honorable», en cuanto eres hombre, en especial no atreviéndome a desesperar de tu salvación mientras vivas en este mundo? Si te digo «hermano», no te pasará inadvertido que tenemos un precepto de llamar hermanos aun a aquellos que rehúsan ser hermanos nuestros5. Y justamente eso tiene un gran valor para el asunto que motiva esta carta que dirijo a tu fraternidad. Y explicado ya por qué puse tal entrada a esta mi epístola, escucha con sosiego lo que sigue.
2. Cuando denuncié con toda la energía que pude esa costumbre lamentable y deplorable de los que en este país, aun gloriándose del nombre cristiano, no vacilan en rebautizar a los cristianos, no faltaron abogados tuyos que me decían que tú no lo hacías. Al principio no lo creí, lo confieso. Luego pensé que pudiera muy bien el temor de Dios haber penetrado en un alma que piensa en la vida futura para apartarla de ese notorio crimen, y entonces me complací en creer que en una tal disposición no querías estar demasiado lejos de la Iglesia católica. Hasta buscaba la ocasión de hablar contigo, para suprimir, si era posible, la pequeña distancia que nos separaba. Cuando he aquí que me anuncian que hace muy pocos días habías rebautizado a nuestro diácono de Mutugena. Sentí mucho la desventurada caída de él y tu crimen inopinado, hermano. Porque sé cual es la Iglesia católica. Todas las gentes son herencia de Cristo, y los términos de la tierra son su posesión6. También lo sabéis vosotros, y si no lo sabéis, informaos: con toda facilidad pueden saberlo los que quieran. Es en absoluto un pecado rebautizar a un hereje si ha recibido ya ese signo de santidad que nos ha transmitido la disciplina cristiana. Rebautizar a un católico será, pues, un crimen enorme. Negándome a dar crédito a la noticia, puesto que tenía buen concepto de ti, partí a Mutugena. No pude ver al infeliz diácono, pero sus padres me comunicaron que le habías hecho diácono tuyo. Y todavía son tan buenas mis disposiciones para con tu intención, que no creo que lo hayas rebautizado.
3. Por lo tanto, hermano, te suplico por la divinidad y humanidad de nuestro Señor Jesucristo, que te dignes comunicarme lo sucedido. Contéstame en la idea de que he de leer en la iglesia a mis hermanos tu informe. De antemano te lo prevengo, no sea que, si hago lo que tú no esperabas, se ofenda tu caridad, y delante de nuestros comunes amigos te quejes con justicia de mí. No veo qué dificultad puedes hallar en contestarme. Si rebautizas, nada debes temer de tus partidarios, al confesar que haces lo que ellos mismos te obligarían a hacer aunque no quisieras. Si defiendes que se debe rebautizar con cuantos documentos puedas, no sólo no se encolerizarán contra ti, sino que te alabarán por ello. Y si no rebautizas, haz uso de la libertad cristiana, hermano Maximino. Mantenla, te ruego. Contemplando a Cristo, no te arredre reprensión de hombre alguno ni temas su poder. El honor de este siglo pasa. Pasa la ambición. Ni ábsides escalonados, ni cátedras tapizadas, ni cuadrillas de monjas entusiastas y bullangueras servirán de defensa en el futuro tribunal de Cristo, cuando empiece a acusar la conciencia y a juzgar el arbitro de la conciencia. Lo que aquí da honores, allí dará agobios; lo que acá alivia, allá abruma. Quizá pueda ser defendido con tranquila conciencia todo este beneficio temporal que ahora ofrecen en honor nuestro para utilidad de la Iglesia, pero eso no defenderá a la mala conciencia.
4. Por ende, lo que haces con ánimo tan piadoso y religioso, si es que lo haces, al no iterar el bautismo de la Iglesia católica, si lo apruebas más bien como propio de la única y auténtica madre, que ofrece a todas las gentes, a las no regeneradas, el seno, y a las regeneradas el pecho, como el de la única posesión de Cristo, que se extiende hasta el fin de la tierra, si realmente eso haces7, ¿por qué no levantar la voz exultante y libre? ¿Por qué escondes debajo del celemín el benéfico resplandor de tu lámpara?8 ¿Por qué, rasgadas y depuestas las pieles viejas de la amedrentada servidumbre, y revestido, en cambio, de la confianza cristiana, no te adelantas a decir: «Yo conozco un solo bautismo, consagrado y sellado con el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo: donde encuentre tal fórmula, tengo que aprobar sin remedio; no destruyo lo que reconozco ser del Señor, no echo fuera el pendón de nuestro Rey»? Ni siquiera los que dividieron la túnica de Cristo la rasgaron9; y eso que no creían que había de resucitar, sino que le veían morir. Si los sayones no rasgaron la vestidura del que pendía de la cruz, ¿por qué destruyen los cristianos el sacramento del que está sentado en los cielos? Si yo fuera judío en los tiempos del antiguo Israel, cuando no se podía ser cosa mejor, admitiría la circuncisión. Tanto valía en aquellos tiempos ese signo de la justicia de la fe10, antes de ser anulado por la llegada del Señor, que un ángel hubiese ahogado al hijo de Moisés si su madre, cuchillo en mano, no le hubiese circuncidado, alejando con el sacramento la inminente venganza11. Este sacramento detuvo igualmente el río Jordán volviéndolo hacia su fuente12. Este sacramento lo recibió, al nacer, el mismo Señor, aunque al morir lo inutilizó13. No fueron condenados esos ritos, sino que fueron sustituidos por otros más propios del tiempo. Porque así como la primera venida del Señor suprimió la circuncisión, del mismo modo la segunda venida suprimirá el bautismo. Y así como ahora, después de llegar la libertad de la fe y ser abandonado el yugo de la servidumbre, ningún cristiano circuncida su carne, así también un día, cuando los justos reinen con el Señor y sean condenados los impíos, nadie será bautizado, sino que perdurarán eternamente la circuncisión del corazón y la pureza de la conciencia, que están simbolizadas en estos sacramentos. Supongamos, pues, que yo fuera judío en aquel tiempo y viniese a mí un samaritano, decidido a abandonar el error que el mismo Jesús reprobó cuando dijo: Vosotros adoráis a quien no conocéis, nosotros adoramos a quien conocemos, porque la salvación viene de los judíos14. Si el tal samaritano quisiera hacerse judío después de haberle circuncidado los samaritanos, estaría de más la audacia de la iteración. Todos nos veríamos obligados a aprobar y a no repetir lo que el Señor mandó hacer, aunque se hubiese hecho en la herejía. Porque en la carne del hombre circuncidado no habría ya lugar para repetir el sacramento. Pues mucho menos lugar se da en los que tienen un solo corazón para repetir el bautismo de Cristo. Los que queréis duplicar el bautismo, tenéis que buscar un doble corazón.
5. Proclama, pues, en alta voz que obras bien si no reiteras el bautismo, y contéstame en ese sentido, no sólo sin reparo, sino con alborozo. No te espanten, hermano, los concilios de los tuyos. Si tu conducta les desagrada, no merecen tenerte. Y si les agrada, espero en la misericordia de Dios, el cual no abandona a los que temen desagradarle a él y se esfuerzan por agradarle, que muy pronto habrá paz entre nosotros y vosotros. Temamos, no sea que por culpa de nuestros honores, carga peligrosa de la que habremos de dar cuenta, e] pueblo infeliz que cree en Cristo tenga alimentos comunes en sus casas y no pueda tener en común la mesa de Cristo. ¿No hemos de lamentar que la mujer y el marido, para jurarse fidelidad en el amor conyugal, se hagan los juramentos en nombre de Cristo, y luego destrocen el mismo Cuerpo de Cristo con una diferente comunión? Si tamaño escándalo, tamaño triunfo del demonio, tamaña ruina de las almas fuesen suprimidos en este país por tu modestia y prudencia, y por el amor que debemos a quien derramó su sangre por nosotros, ¿quién sabrá ponderar la palma que te prepara el Señor? Habría comenzado por ti un ejemplo medicinal, muy fácil de imitar, para que fueran curándose los demás miembros que yacen gangrenados por toda el África. ¡Harto miedo tengo, pues no puedes ver mi corazón, de que pienses que hablo con insolencia, más bien que con caridad! Pero en realidad no hallo otra cosa que hacer sino presentar a tu consideración mis palabras, y mi intención, a Dios.
6. Dejemos a un lado las vanas acusaciones que los contendientes rudos suelen recíprocamente hacerse. No menciones tú los tiempos de Macario, ni mencione yo la crueldad de los circunceliones. Si éstos no dependen de ti, aquéllos no dependen de mí. La era del Señor no está bieldada aún15, y no puede estar sin paja. Oremos nosotros y trabajemos con ahínco para ser grano. Pero yo no puedo ocultar la rebautización de nuestro diácono, ya que sé cuan pernicioso sería para mí el silencio. No pretendo pasar estos tiempos borrascosos en los honores eclesiásticos; pienso que he de dar cuenta de las ovejas a mí confiadas al Príncipe de todos los pastores. Si no querías que yo te escribiese, es menester, hermano, que me perdones en atención a este temor mío. Porque mucho temo que, si me callo y disimulo, otros se dejen también rebautizar por vosotros. Por eso me he determinado, con todas las fuerzas y capacidad que el Señor me dio, a tratar esta causa, de modo que todos los pacíficos que puedan asistir a nuestro debate conozcan cuánto dista la Iglesia católica de las herejías y cismas, cuánto se ha de evitar el daño de la cizaña y de los sarmientos podados de la cepa del Señor. Si aceptas el debate de buen grado, de modo que por mutuo acuerdo se lean en público nuestras cartas, exultaré en indecible regocijo. Pero si no aceptas este medio con ánimo tranquilo, ¿qué he de hacer yo, hermano, sino leer al pueblo católico mis cartas, aunque te pese a ti, para instruirle mejor a él? Si no te dignas enviarme tu respuesta, he tomado la determinación de leer al pueblo esta carta, para que por lo menos los míos se avergüencen de dejarse rebautizar, al comprobar vuestra desconfianza.
7. No lo haré en presencia del soldado, para que ninguno de los vuestros piense que trato de producir mayor alboroto que el requerido por la paz. Lo haré cuando se haya ido el soldado, para que el auditorio entienda que no es mi intención obligar a los hombres a abrazar comunión alguna, sino manifestar la verdad a los que la buscan con ánimo apacible. Nuestros partidarios se abstendrán de aterraros con el poder temporal: absténganse los vuestros de aterrarnos con las partidas de circunceliones. Atengámonos a la realidad, atengámonos a la razón, atengámonos a la autoridad de las divinas Escrituras. Con toda tranquilidad y sosiego, con todas nuestras fuerzas, pidamos, busquemos, llamemos, para que podamos recibir, hallar y para que nos abran16. De este modo podrá acontecer que, favoreciendo el Señor nuestros trabajos y nuestras oraciones, empiece a desterrarse de este país la gran deformidad y malicia de la región africana. Si crees que voy a dar comienzo a mi lectura antes de retirarse los soldados, contéstame después de su retirada. Si trato de leer mi carta en presencia del soldado, la carta misma será prueba de haber olvidado yo la lealtad. Apártelo el Señor de mis costumbres y de mi profesión, la que se ha dignado inspirarme con su yugo.
8. También mi obispo hubiera enviado quizá una carta a tu benevolencia si estuviera presente, o yo te hubiera escrito por su mandato o permisión. Pero, estando él ausente y siendo tan reciente ese rebautismo, que ocurrió o se dice que ocurrió, no he podido dejar que se enfríe mi intervención, dando largas, espoleado con estímulos de acerbo pesar por esa auténtica muerte del hermano. Quizá este pesar mío, con ayuda de la misericordia y providencia del Señor, será compensado y mitigado por la paz. Nuestro Dios y Señor se digne inspirarte un ánimo sereno, amadísimo señor y hermano.