CARTA 22

Traducción: Lope Cilleruelo, OSA

Tema: La reforma de las costumbres cristianas.

Agustín, presbítero, al obispo Aurelio

Hipona: Año 392.

1. Largo tiempo vacilé sobre el modo de contestar a la carta de tu santidad, y no me decidía, pues todo lo superaba el afecto de mi alma, que si por su propia espontaneidad bullía, la lectura de tu carta lo enardeció con mucho mayor entusiasmo. Pero me encomendé a Dios para que, según mis fuerzas, me ayudase a consignar lo que fuera conveniente a nuestro común anhelo en el Señor y en la preocupación eclesiástica, teniendo en cuenta tu posición elevada y mi colaboración. En primer lugar, el que creas que te ayudan mis oraciones, no sólo no lo niego, sino que lo admito de buen grado. De ese modo, si el Señor no me escucha por las mías, me escuchará sin duda por las tuyas. No puedo expresar con palabras lo agradecido que te quedo por haber dejado en nuestra comunidad a Alipio, para que sirva de ejemplo a estos hermanos que anhelan renunciar a las preocupaciones de este mundo.

¡Que Dios te lo pague en provecho de tu alma! Toda la comunidad de los hermanos, que ha comenzado a organizarse, te queda por ese favor tan reconocida, pues a pesar de la larga distancia de lugar que nos separa, te has preocupado de nosotros como si estuvieses presente en espíritu. Por ello nos entregamos a la oración con el mayor empeño, para que el Señor se digne sostener contigo la grey a ti confiada, y nunca te abandone. Sea El tu colaborador en las tareas, valiéndose de tu episcopado para prestar misericordia a su Iglesia1. Estos varones espirituales le interpelan con lágrimas y gemidos para que la otorgue.

2. Has de saber, pues, señor beatísimo y digno de ser venerado con plena caridad, que no desesperamos, sino que esperamos con ahínco que nuestro Dios y Señor, por la autoridad de la jerarquía que ostentas y que suponemos impuesta no a tu carne, sino a tu espíritu, que muchas fealdades carnales y enfermedades que la Iglesia africana en muchos miembros padece y en pocos lo lamenta, por la pesada espada de los concilios y por tu autoridad pueden curarse. Porque, cuando el Apóstol en un solo texto cita brevemente tres clases detestables y vitandas de vicios, de los que arranca la cosecha de innumerables pecados, uno de ellos, el que cita en segundo lugar, es castigado con dureza en la Iglesia; en cambio, los otros dos, es decir, el primero y el último, parecen tolerables a la gente, y así poco a poco puede suceder que ya no se reputen como vicios. Dice, pues, el Vaso de elección: no en comilonas y embriagueces, no en fornicaciones ni impurezas, no en disputas y envidias, sino revestíos del Señor Jesucristo y no utilicéis el cuidado carnal en las concupiscencias2.

3. Dos de esos vicios, la fornicación y la impureza, son considerados como crimen tan grave, que nadie es considerado digno, no sólo del ministerio eclesiástico, sino tampoco de la comunión en los sacramentos si se mancilla con ese pecado. Eso es totalmente justo, pero ¿por qué sólo en ese punto? Las comilonas y embriagueces son consideradas tan concedidas y lícitas, que se celebran, aun en honor de los santos mártires, no sólo en sus días festivos (¿quién no ve que eso es deplorable, sí no lo contempla con ojos carnales?), sino cada día. Si esa corrupción fuese sólo vergonzosa, pero no sacrílega, pensaríamos tolerarla con todas las fuerzas de la paciencia. Sin embargo, ¿dónde queda el texto en que el mismo Apóstol, después de enumerar una lista de vicios, entre los cuales cita a los borrachos, concluye diciendo: con los tales, ni comer pan?3 Toleremos esto en el lujo y corrupción doméstica, y en aquellos banquetes que se celebran dentro de las paredes domésticas, y recibamos con tales sujetos el cuerpo de Cristo, aunque se nos prohíbe hasta comer pan con ellos. Destiérrese por lo menos esa vergüenza de las tumbas de los cuerpos santos, del lugar de los sacramentos, de las casas de oración. ¿Quién se atreve a prohibir lo privado cuando, repetido en los lugares santos, es llamado honor de los mártires?

4. Aunque fuese África el primero entre todos los países en lanzarse a suprimir esa infamia, sería digno de imitación; pero ya que en la mayor parte de Italia y en todas o casi en todas las demás Iglesias transmarinas, en parte porque nunca se propagó, y en parte porque, tras surgir e incluso perdurar, fue suprimida y borrada por la diligencia y celo de los obispos que pensaban en la vida futura, ¿cómo podemos dudar en corregir una costumbre tan inmoral ante un ejemplo tan extenso? Aquí tenemos nosotros un obispo de aquellas partes, por lo que damos muchas gracias a Dios, aunque es tal su modestia y mansedumbre, y también su prudencia y solicitud en el Señor, que aunque fuese africano, pronto se persuadiría por las Escrituras de que hay que curar la herida que una costumbre licenciosa y mal llamada libre infligió. Pero es tan grande la pestilencia de este mal, que el curarla del todo, a mi parecer, no podrá lograrse sin la autoridad del concilio; o si la medicina hay que comenzarla por una Iglesia particular, parece audacia tratar de cambiar lo que la Iglesia cartaginesa mantiene, como será gran imprudencia pretender conservar lo que la Iglesia cartaginesa proscribió. Y para este pleito, ¿qué otro obispo mejor podríamos desear que aquel que ya condenaba este mal siendo diácono?

5. Mas lo que entonces se deploraba, ahora hay que desterrarlo, no con aspereza, sino, como está escrito, con espíritu de suavidad y mansedumbre4. Me inspira una gran confianza tu carta, índice de una caridad acrisolada. Me atrevo a hablar contigo como conmigo mismo: estos abusos no se atajan, a mi entender, con asperezas, rigores y modos imperiosos. Más bien que mandar, hay que enseñar; más que amenazar hay que amonestar. Con el pueblo hay que proceder así, reservando la severidad para el pecado de los pocos. Si nos vemos en la precisión de amenazar, hagámoslo con dolor, predicando con textos bíblicos el castigo futuro, para que el pueblo tema a Dios en nuestra palabra y no a nosotros por nuestra propia autoridad. De ese modo se impresionarán los varones espirituales y los más próximos a ellos, y con la autoridad de todos éstos y con sus reproches benignos, pero insistentes, cederá el resto del pueblo.

6. Estas embriagueces y festines desenfrenados en los cementerios de los mártires los tiene el pueblo indocto y carnal, no sólo como honores de los mártires, sino también como alivio para los muertos. Por eso parece que podemos desterrar tal vergüenza y torpeza con mayor facilidad si mostramos en la Escritura la prohibición, y si no son suntuosas las oblaciones hechas en favor del espíritu de los muertos, ya que es de suponer que en todo caso les servirán de sufragio; con tal que se concedan a todos aquellos que las pidan sin orgullo y con fervor, y no se vendan. Si alguien desea ofrecer algún dinero con fines religiosos, délo a los pobres sobre la marcha; de ese modo, las memorias de los mártires no parecerán abandonadas, lo que puede engendrar un vivo y cordial dolor, y en la Iglesia se celebrará lo que piadosa y honestamente se celebra. Esto digo de momento sobre los festines y embriagueces.

7. Sobre la competencia y envidia, ¿qué puedo decir yo, cuando estos vicios son más graves, no en el pueblo, sino en nuestro estado? Pero la madre de estos vicios es la soberbia, la avidez de alabanzas humanas, que con frecuencia da también lugar a la hipocresía. Y no es posible resistir si no se infunden el temor y el amor de Dios con abundantes testimonios de los Libros divinos; pero aquel que así obra ha de presentarse a sí mismo como modelo de paciencia y humildad, aceptando menos de lo que le ofrecen, y no aceptando ni rechazando todo lo que brindan los que le honran; juntamente, la alabanza y honor que acepta no ha de ser por él mismo, pues debe vivir enteramente en la presencia de Dios y despreciar las convenciones humanas, sino por aquellos mismos que se lo ofrecen, ya que no podrá servirles si se rebaja con exceso. A eso se aplica lo que se dijo: nadie menosprecie tu juventud5. Eso lo dice el mismo que en otro lugar advirtió: si yo tratara de agradar a los hombres, no sería siervo de Dios6.

8. Mucho es ya no alegrarse de los honores y lisonjas humanos, desechando cualquiera pompa vana, y dirigir enteramente a la utilidad y salvación de los que nos honran lo que se considera necesario aceptar. Porque no en vano se dijo:

Dios quebrantará los huesos de los que pretenden complacer a los hombres7. ¿Hay cosa más frágil, más sin fundamento y fortaleza, simbolizada en los huesos, que un hombre reblandecido por la lengua de los aduladores, cuando sabe que es falso lo que le dicen? No llegaría el dolor algún día a atormentar la entraña del alma si no quebrantase ahora sus huesos el apetito de lisonjas. Estoy seguro de la fortaleza de tu espíritu, y así me digo a mí mismo todo esto que te confío a ti; mas creo que te dignarás meditar conmigo cuan graves y ruinosos son estos males que comparto contigo. No siente la fuerza de este enemigo sino aquel que le declara la guerra, porque si es fácil para cualquiera carecer de lisonjas cuando se le niegan, es difícil no deleitarse por ellas cuando se le ofrecen. Sin embargo, tan elevada debe ser la tensión de la mente hacia Dios, que si no nos alaban con razón, corrijamos a todos aquellos que podamos, para que no piensen que tenemos lo que no tenemos, o que es nuestro lo que es de Dios; para que no alaben aquello que, aunque lo poseamos y en abundancia, no es propiamente laudable, como todos esos bienes que tenemos en común con los brutos o con los impíos. Si verdaderamente somos alabados en atención a Dios, congratulémonos con aquellos a quienes gusta el bien verdadero, y no con nosotros mismos porque agradamos a los hombres; pero siempre que en presencia de Dios seamos tales cuales nos suponen y las alabanzas que se dan con verdad y con razón, no se atribuyan a nosotros, sino a Dios, cuyos son todos los bienes. Estas cosas recito cada día para mí, o mejor, me las recita aquel cuyos son los laudables preceptos que se encuentran en las divinas lecturas, o que son sugeridos interiormente al alma. Lucho duramente con mi adversario y con frecuencia recibo heridas, cuando no puedo reprimir la complacencia ante la lisonja que me tributan.

9. He consignado todo esto, aunque quizá para tu santidad no es necesario (ya porque tengas pensadas cosas más numerosas y útiles en este sentido, ya porque no tienes necesidad de esta medicina), para que te sean conocidas mis debilidades, y así te dignes rogar a Dios por mi debilidad. Te suplico que lo hagas con ahínco, por la misericordia de quien nos dio el precepto de llevar recíprocamente nuestras cargas8. Hay hartas cosas que lamentar en nuestra vida y conducta, pero no quisiera confiártelas por escrito si hay posibilidad de que entre tu corazón y el mío no haya otros intermediarios que mis labios y tus oídos. Quizá el anciano Saturnino, venerable para mí y querido con sincero afecto por todos nosotros, cuya paternidad, benignidad y solicitud para contigo pude advertir cuando nos encontramos, se dignará venir a nosotros, según su mejor conveniencia. Todo lo que yo hable con su santa y espiritual devoción será como si lo tratara con tu benignidad. Te ruego, con un interés imposible de expresar con palabras, que unas a mis preces tu petición y recomendación ante él. Porque los de Hipona temen de un modo impresionante y expresivo mi ausencia para un viaje tan largo; en modo alguno me quieren creer como yo a vosotros. Sobre el campo donado a los hermanos por tu provisión y liberalidad, fuimos informados antes de recibir tu carta por el santo hermano y consiervo nuestro Partenio, de quien oímos muchas otras cosas que deseábamos saber. Dios hará que se realicen también las demás cosas que aún anhelamos.