Traducción: Miguel F. Lanero, o.s.a y Enrique Aguiarte Bendímez, o.a.r.
1. Este salmo es breve; con lo cual dará satisfacción a los ánimos de los oyentes, y no será pesado a los estómagos que están de ayuno. Aliméntese con él nuestra alma, de la que el salmista dice tenerla triste; triste, creo yo, por algún ayuno que estaba realizando, o por algún hambre que padecía. Porque el ayuno es algo voluntario, mientras que el hambre es impuesta por la necesidad. Pasa hambre la Iglesia, pasa hambre el cuerpo de Cristo, y también ese hombre difundido por doquier, cuya cabeza está en lo alto, y cuyos miembros están aquí abajo. Su voz —que en todos los salmos canta o gime, que se alegra en la esperanza o suspira por ver la realidad— debe sernos muy conocida y familiar, como nuestra propia voz. No hay, pues, por qué demorarnos más en declararos quién es el que habla: siéntase cada uno incorporado a Cristo, y su voz estará sonando aquí.
2. [v.1] Todos sabéis bien quiénes van avanzando, quiénes suspiran con gemidos por la ciudad celeste, quiénes conocen que están como peregrinos, quiénes se mantienen en el camino, quiénes han fijado como un ancla su esperanza en el deseo de aquella firmísima tierra; porque sabéis que esta clase de hombres, esta buena semilla, este trigo de Cristo gime en medio de la cizaña; y esto hasta que llegue el tiempo de la cosecha, el fin del mundo, como nos explica la Verdad, que es infalible1. Gimiendo, pues, entre la cizaña, es decir, entre los hombres malvados, entre los falsos y seductores, o bien entre los agitados por la ira, o los envenenados traidores; al ver que convive con ellos como en un mismo campo en todo el mundo, que recibe la misma lluvia, el mismo viento, que todos se nutren juntos entre las adversidades, que disfrutan juntos estos dones comunes de Dios, que tanto a malos como a buenos se los concede aquel que hace salir el sol sobre buenos y malos, y derrama la lluvia sobre justos e injustos2; viendo a la descendencia de Abrahán, la estirpe santa, cuántas cosas tiene ahora en común con los malvados, de quienes un día será separado: cómo nace lo mismo, comparte la misma suerte del género humano, tiene el mismo cuerpo mortal, que a su servicio está la luz, las fuentes, los frutos, las prosperidades y las adversidades de este siglo, tanto el hambre como la abundancia, la paz como la guerra, la salud como las pestes. Viendo cuántas cosas tiene en común con los malos, con quienes, a pesar de todo, su causa nada tiene que ver con ellos, prorrumpe en esta exclamación: Júzgame, oh Dios, y separa mi causa de la gente que no es santa. Júzgame, dice, oh Dios; no temo tu juicio, porque conozco tu misericordia. Júzgame, oh Dios, y separa mi causa de la gente que no es santa. Ahora, mientras dura esta peregrinación, aún no separas el lugar que me corresponde, ya que vivo mezclado con la cizaña hasta el tiempo de la cosecha; todavía no separas mi lluvia, ni mi luz; pero separa mi causa. Haya diferencia entre quien en ti cree, y entre aquel que no cree en ti. Es igual la debilidad, pero desigual la conciencia; uno mismo es el trabajo, pero es distinto el deseo. Perecerá el deseo de los impíos; y el deseo de los justos, de no venir de quien ha prometido con certeza, deberíamos dudar. El término de nuestro deseo reside en el que ha prometido. Se dará a sí mismo, ya que a sí mismo se dio; se dará a los inmortales como inmortal, ya que a sí mismo se dio a los mortales siendo mortal. Hazme justicia, oh Dios, y separa mi causa de la gente que no es santa. Líbrame del hombre malvado y traidor; es decir: de la gente que no es santa. Del hombre, de cierta clase de hombres, ya que habrá un hombre y otro hombre, y de entre estos dos, uno será tomado y el otro dejado3.
3. [v.2] Y ya que, hasta el tiempo de la cosecha, no hay más remedio que soportar con paciencia una cierta inseparada separación —si así la podemos llamar, puesto que están juntos y aún no han sido separados—, no obstante, quienes son cizaña siguen siendo cizaña, y los que son trigo, siguen siendo trigo, con lo cual ya están separados. Ahora bien, como para vivir así es necesaria la fortaleza, debemos pedírsela al que nos mandó que seamos fuertes, y si él no nos hace fuertes, no llegaremos a ser lo que nos mandó con estas palabras: El que persevere hasta el final, ese se salvará4; y para que el alma no se debilite, creyéndose con arrogancia fuerte por sí misma, añadió: Puesto que tú eres mi Dios, fortaleza mía, ¿por qué me has rechazado, y por qué voy andando triste, mientras mi enemigo me hostiga? Aquí busca la causa de su tristeza. ¿Por qué, dice, voy andando triste, mientras mi enemigo me hostiga? Ando triste, el enemigo me hostiga a diario con tentaciones, incitándome a lo que está mal que amemos, o a que temamos lo que no debemos temer; y al luchar el alma contra ambas cosas, aunque no caiga, sí se tambalea, y de ahí le viene la tristeza, y por eso dice a Dios: ¿Por qué? Mejor que se lo pregunte a sí mismo y tendrá la respuesta a ese por qué. En el salmo busca la causa de su tristeza, y dice: ¿Por qué me rechazas, y por qué voy andando triste? Que se lo diga Isaías, que le ilumine la lectura que acabamos de recitar: El espíritu de mí saldrá, y yo soy el autor de todo aliento; por su pecado lo he entristecido un momento, y he apartado mi rostro de él; por eso anda cabizbajo y se ha ido triste por sus caminos5. ¿A qué venía, pues, el preguntar: Por qué me has rechazado, y por qué voy andando triste? Ya lo has oído: Por el pecado. La causa de tu tristeza es el pecado; que la bondad sea la causa de tu alegría. Querías pecar y te negabas a resistir; como si fuera poco el ser tú injusto, pretendías que lo fuera también el que no quisieras que te castigase. Escucha esta voz más clara de otro salmo: Fue bueno para mí que me hallas humillado: así aprenderé tus justificaciones. Con orgullo había aprendido mis maldades: que aprenda, humillado tus justificaciones. ¿Por qué voy andando triste, mientras mi enemigo me hostiga? Te quejas del enemigo; es verdad, te hostiga, pero eres tú el que le has dado la ocasión. Ahora está en tu mano lo que debes hacer. Toma esta decisión: acepta al rey y rechaza al tirano.
4. [v.3] Pero para realizar esto, ¿qué dice, qué suplica, qué ruega? Pon atención. Ruega tú lo que oyes, ruega cuando oyes; hagamos nuestra esta voz: Envía tu luz y tu verdad; ellas me guiaron y me condujeron a tu monte santo y a tu tienda. Ellas son tu luz y tu verdad; aunque son dos palabras, es una misma realidad. ¿Qué otra cosa es la luz divina, sino la verdad divina? ¿O qué es la verdad de Dios sino la luz de Dios? Y las dos son el único Cristo. Yo soy la luz del mundo; el que cree en mí, no caminará en tinieblas6. Yo soy el camino, la verdad y la vida7. Él es la luz, él es la verdad. Que venga, pues, y nos libere, separando ya nuestra causa de la gente que no es santa; que nos libere del hombre malvado y engañoso; que separe el trigo de la cizaña; porque será él quien envíe a sus ángeles en el tiempo de la cosecha, para que se lleven del reino de Dios todos los escándalos y los arrojen al fuego ardiente, mientras el trigo lo recogerán en el granero8. Enviará su luz y su verdad; porque son ellas las que nos han guiado y conducido hacia su monte santo, hacia su tienda. Tenemos la prenda, el premio lo esperamos. Su monte santo es su Iglesia santa. Ese monte que, según la visión de Daniel, creció de una pequeña piedra, y destrozó los reinos de la tierra; y tanto, tanto creció, que se extendió por toda la superficie de la tierra9. En este monte afirma ser escuchado el que dice: Con mi voz grité al Señor y me escuchó desde su monte santo10. Todo el que ora fuera de este monte, no espere ser escuchado en orden a la vida eterna. A muchos se les escucha para muchas cosas. Pero no se congratulen por haber sido escuchados. Fueron escuchados los demonios para ser enviados a los puercos11. Ansiemos nosotros ser escuchados en relación con la vida eterna, por el deseo con que decimos: Envía tu luz y tu verdad. Esa luz la busca el ojo del corazón: Dichosos los limpios de corazón, dice, porque verán a Dios12. Ahora estamos en su monte, es decir, en su Iglesia y en su tienda. La tienda es propia de los peregrinos, la casa, de los moradores estables; la tienda de los peregrinos lo es también de los soldados. Cuando oigas, pues, hablar de la tienda, piensa en la guerra, ponte en guardia contra el enemigo. Y la casa ¿cuál será? Dichosos los que viven en tu casa, te alabarán por los siglos de los siglos13.
5. [v.4] Llegados ya a la tienda, y colocados en su monte santo, ¿cuál es nuestra esperanza? Entraré al altar de Dios. Por cierto que hay un altar sublime, invisible, al cual no se acerca el injusto. A ese altar sólo se acerca el que se acerca seguro a su santo monte; allí encontrará su vida, el que distingue su causa en este monte. Entraré al altar de Dios. Desde su monte santo, desde su tienda, desde su santa Iglesia, me acercaré al sublime altar de Dios. ¿Qué sacrificio hay en él? El mismo que entra es tomado como holocausto. Entraré al altar de Dios. ¿Qué quiere decir con lo de al altar de Dios? Al Dios que alegra mi juventud. Juventud significa algo nuevo; como si dijera: Al Dios que alegra mi novedad. Alegra mi novedad el que entristeció mi vejez. Ahora ando triste en la vejez, pero después permaneceré gozando de la novedad. Te alabaré con la cítara, Dios, Dios mío. ¿Qué es alabarlo con la cítara, y alabarlo con el salterio? Porque no siempre es con la cítara, ni tampoco con el salterio. Estos dos instrumentos musicales tienen entre sí unas diferentes características, dignas de consideración y de retenerlas en la memoria. Ambos instrumentos se llevan y se tocan con las manos, y significan ciertas obras corporales nuestras. Bueno es saber tocar el salterio, y bueno el tocar la cítara. Pero el salterio se llama así porque en su parte superior tiene una concavidad de madera que sustenta las cuerdas sonoras; la cítara, en cambio, tiene esa misma concavidad de madera resonante en la parte inferior. Debemos distinguir en nuestras obras cuáles pertenecen al salterio y cuáles a la cítara, aunque las dos le sean agradables a Dios y dulces a sus oídos. Porque cuando, movidos por los preceptos divinos, realizamos algo, cumpliendo sus mandatos y obedeciendo a sus preceptos; cuando esto lo hacemos sin sufrimiento, ahí suena el salterio. Así obran también los ángeles; ellos no padecen nada. Pero cuando tenemos algún sufrimiento, sea de tentaciones o de escándalos en esta tierra, dado que nuestro sufrimiento es sólo de la parte inferior, es decir, por el hecho de ser mortales, y de que debemos nuestro sufrimiento de alguna manera a nuestro primer origen, y además porque soportamos muchas cosas de parte de quienes no son de arriba, entonces se trata de la cítara. El suave sonido viene de la parte inferior: sufrimos y cantamos, o más bien cantamos y tocamos la cítara. Cuando decía el Apóstol que evangelizaba y predicaba la Buena Noticia por el mundo entero, por mandato de Dios, puesto que ese Evangelio no lo había recibido de los hombres, ni por hombre alguno, sino de Jesucristo14, sonaban las cuerdas arriba. Pero cuando decía: Estamos orgullosos de las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia, la paciencia probación, y la probación15 la esperanza, ahí sonaba la cítara en su parte inferior, y no obstante sonaba con dulzura. En efecto, toda paciencia es agradable a Dios. Pero si por esas tribulaciones desfalleces, has roto la cítara. ¿Por qué, pues, dice ahora: te alabaré con la cítara? Por lo que antes había dicho: ¿Por qué voy andando triste, mientras me hostiga el enemigo? Algo estaba sufriendo proveniente de los padecimientos inferiores, y con todo deseaba agradar a Dios e intentaba darle gracias, manteniéndose fuerte en los padecimientos; y puesto que no podía estar sin sufrir, a Dios le debía la paciencia. Te alabaré con la cítara, Dios, Dios mío.
6. [v.5] Y de nuevo, dirigiéndose a su alma, como si percibiera el sonido de aquella caja sonora inferior, dice: ¿Por qué estás triste, alma mía, y por qué me turbas? Estoy sufriendo, estoy triste, angustiado, ¿por qué me turbas, oh alma mía? ¿Quién dice esto? ¿A quién lo dice? Lo dice al alma, todos lo vemos; está claro que las palabras se dirigen a ella. ¿Por qué estás triste, alma mía, y por qué me turbas? Ahora buscamos quién es el que habla. ¿Será que el cuerpo habla al alma, siendo así que el cuerpo sin el alma no puede hablar? Más bien parecería que es el alma quien debería hablar al cuerpo, y no al revés. Pero no dijo: ¿Por qué estás triste, cuerpo mío?, sino: ¿Por qué estás triste, alma mía? Si hubiera hablado al cuerpo, probablemente no le habría dicho: ¿Por qué estás triste?, sino: ¿Por qué te dueles? De hecho al dolor del alma le llamamos tristeza, mientras que al malestar corporal podremos llamarle dolor, pero no tristeza. Sin embargo, con frecuencia el alma se entristece por un dolor corporal. Pero lo que nos importa es qué es lo que le duele y qué es lo que le contrista. Porque lo que padece dolor es la carne, el alma se entristece. Y esta voz es bien clara: ¿Por qué estás triste, alma mía? No le habla el alma al cuerpo: ¿Por qué estás triste, cuerpo mío?, ni el cuerpo al alma; sería absurdo que lo inferior dirigiese la palabra a lo superior. Debemos, por tanto, deducir que tenemos algo donde reside la imagen de Dios, y esto es nuestra mente y nuestra razón. Es esa mente la que invocaba la luz y la verdad de Dios. Por ella distinguimos lo justo de lo injusto; ella nos hace discernir lo verdadero de lo falso; es lo que llamamos entendimiento, del cual carecen las bestias. Todo el que descuida su entendimiento y lo pospone a las demás cosas, dejándolo como si no lo tuviese, ese es a quien van dirigidas las palabras del salmo: No seáis irracionales, como caballos y mulos, que carecen de entendimiento16. Es, por tanto, nuestro entendimiento el que habla a nuestra alma. Porque el alma está decaída en las tribulaciones, agotada en las angustias, retraída en las tentaciones, enferma en las fatigas. Y la mente, con la luz de la verdad, la levanta y le dice: ¿Por qué andas triste, alma mía, y por qué me turbas?
7. Fijaos a ver si no está este mismo mensaje en aquel conflicto del que habla el Apóstol, simbolizando en sí mismo a algunos, y quizá a nosotros, cuando decía: En mi hombre interior me complazco en la Ley de Dios, pero percibo otra ley diferente en mis miembros, es decir, ciertos impulsos carnales, y así, luchando, y como desesperado, invoca la gracia de Dios: ¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de ese cuerpo de muerte? La gracia de Dios por Jesucristo nuestro Señor17. También el mismo Señor se dignó prefigurar en sí mismo a los que combaten de este modo, cuando dijo: Mi alma está triste hasta la muerte18. Bien sabía él a lo que había venido. ¿Le aterraría la pasión a quien había dicho: Tengo poder para entregar mi vida, y poder para recuperarla; nadie me la quita, soy yo el que la doy voluntariamente y el que la vuelvo a recuperar de nuevo?19 Pero el que dijo: Mi alma está triste hasta la muerte, estaba aludiendo figurativamente en sí mismo a alguno de sus miembros. De ordinario la mente ya cree con certeza, y sabe con seguridad que el hombre ha de llegar, conforme a su fe, al seno de Abrahán; lo cree, sí, y no obstante cuando le llega a uno el momento de la muerte, siente turbación, por haberse familiarizado de alguna manera con este mundo; aplica el oído a aquella voz interna de Dios, y oye el canto íntimo de la razón. Así es como en el silencio y de lo alto suena algo no a los oídos, sino a la mente; y todo el que llega a oír esa melodía, siente un rechazo ante el ruido corporal, y para él toda esta vida humana es como un estrépito que impide oír ese celestial sonido, sobremanera deleitable, incomparable, inefable. En realidad, cuando esto sucede por alguna perturbación, el hombre sufre violencia, y le dice así al alma: ¿Por qué estás triste, alma mía, y por qué me turbas? ¿O será porque difícilmente se encuentra la vida purificada, cuando el que juzga es aquel que conoce el juicio sobre la suma pureza y limpieza? Porque aunque se lleve una vida laudable en medio de los hombres, hasta el punto de que estos no encuentren nada digno de justa reprensión, al ser examinado con los ojos divinos, y aplicar su regla que pone cada cosa en su justo punto y sin engaño, encuentra Dios algo que reprender en el hombre, algo que los humanos no veían como reprensible, y ni siquiera lo veía en su interior el que ha de ser jugado. Pues bien, con este temor el alma puede turbarse, y a la mente le habla como diciéndole: ¿Por qué estás temerosa por tus pecados, ya que no puedes evitarlos todos? Espera en el Señor, que voy a alabarlo. Estas palabras sanan algunas cosas, y el resto lo purifica una fiel confesión.
Sí, teme, si te tienes por justo, y si no tienes presentes las palabras de aquel otro salmo: No llames a juicio a tu siervo. ¿Por qué? Porque necesito tu misericordia. Si me juzgas sin misericordia, ¿adónde iré? Porque si llevas cuenta de los delitos, Señor, Señor, ¿quién podrá resistir?20 No llames a juicio a tu siervo, porque ningún hombre vivo será justo en tu presencia21. Luego si ningún hombre será justo en tu presencia, todo el que vive en esta tierra, por muy bueno que sea, ¡pobre de él si Dios entrase en pleito con él! Por medio de otro profeta reprende así a los arrogantes y soberbios: ¿Cómo es que queréis pleitear conmigo? Todos me habéis abandonado, dice el Señor22. No te pongas, pues en pleito con Dios. Procura ser justo, y por mucho que logres serlo, confiésate pecador; confía siempre en la misericordia, y apoyado en esta humilde confesión, dirígete a tu alma que te turba y que se alborota contra ti. ¿Por qué estás triste, alma mía, y por qué me turbas? Quizá querías esperar en ti. No, en ti no lo hagas. ¿Qué hay en ti? ¿Qué eres por ti mismo? Sea tu médico, el que asumió tus heridas por ti. Espera en Dios, dice, que voy a alabarlo. ¿Y qué confesarás en tu alabanza? Salud de mi rostro, Dios mío. Tú eres la salud de mi rostro, tú me has de sanar. Te hablo yo, el enfermo; conozco al médico, no me glorío de estar sano. ¿Qué quiere esto decir? Lo que se dice en otro salmo: Yo dije: Señor, ten misericordia de mí, sana mi alma, porque he pecado contra ti23.
8. Esta súplica, hermanos, es segura; pero estad vigilantes en el bien obrar. Tocad el salterio, obedeciendo los preceptos; tocad la cítara soportando los sufrimientos. Parte tu pan con el hambriento, has oído por boca de Isaías; no pienses que el ayuno es suficiente. El ayuno te mortifica a ti, pero no remedia al prójimo. Tus privaciones serán fructuosas si las distribuyes generosamente con él. Mira cómo has defraudado a tu alma. ¿A quién vas a dar aquello de lo que te privaste? ¿Dónde vas a poner lo que a ti te negaste? ¡A cuántos pobres puede saciar la comida de la que hoy nos hemos privado! Ayuna de modo que, alimentando a un necesitado, tú te sientas saciado porque han sido escuchadas tus oraciones. Dice también Isaías en el mismo pasaje: Mientras estés todavía hablando, te responderé: Aquí estoy; si partes de buen ánimo tu pan con el hambriento24. Porque con frecuencia se hace de mal humor y refunfuñando para librarse de las molestias del mendigo, más bien que para saciar el estómago del hambriento. Pero Dios ama al que da con alegría25. Si das el pan de mal humor, has perdido el pan y el mérito. Hazlo, pues, de buen ánimo; así el que ve lo interior, te dirá mientras todavía estás hablando: Aquí estoy. ¡Qué pronto son escuchadas las oraciones de los que obran el bien! He aquí las obras buenas de los hombres en esta vida: el ayuno, la limosna y la oración. ¿Quieres que tu oración llegue a Dios volando? Ponle estas dos alas: el ayuno y la limosna 18. Que nos encuentre así, para estar seguros, la luz y la verdad de Dios, cuando venga a librarnos de la muerte el que ya vino a sufrir la muerte por nosotros. Amén.