LAS DOS ALMAS

Traduccción: Pío de Luis, OSA

Tomado de las Revisiones I 14 (15)

1. Después de este libro (La utilidad de la fe) escribí contra los maniqueos, siendo aún presbítero, la obra Las dos almas. Según ellos, de las dos una es parte de Dios y la otra procede de la raza de las tinieblas, que no ha sido creada por El y que le es coeterna. Conforme a sus delirios, ambas almas, una buena y otra mala, se hallan en todo hombre. Afirman que el alma mala es propia de la carne, carne que, a su entender, pertenece también a la raza de las tinieblas; la buena, en cambio, procede de la parte adventicia de Dios, que luchó contra la misma raza de las tinieblas, en consecuencia de lo cual se mezclaron. Todo lo bueno que hay en el hombre lo atribuyen a dicha alma buena y, al revés, todo lo malo al alma mala.

2. En ese libro escribí: No hay vida alguna que por el mismo hecho de ser vida y precisamente en cuanto es vida, no pertenezca a la fuente y principio supremos de la vida (n.1). Estas mis palabras han de entenderse en el sentido de la relación criatura—creador; no se ha de pensar que la vida procede de Dios como si fuese una parte suya.

3. Dije también: El pecado no reside en ningún otro lugar sino en la voluntad (n.12). Los pelagianos pueden pensar que tal afirmación favorece a su punto de vista, pensando en los niños. En efecto, ellos niegan que posean el pecado original, que pueda perdonárseles en el bautismo, amparándose en que aún no usan del albedrío de la voluntad. ¡Como si el pecado que afirmamos que contraen de Adán ya desde su origen, es decir, en cuanto implicados en su culpa, y que los mantiene sujetos al castigo, pudiera haber existido alguna vez sino por la voluntad. Fue cometido voluntariamente cuando tuvo lugar la transgresión del mandato divino. También puede considerarse falsa la afirmación: el pecado no reside en ningún otro lugar sino en la voluntad en virtud de las palabras del Apóstol: Si, pues, hago lo que no quiero, ya no lo obro yo, sino el pecado que habita en mí1. Es tan cierto que este pecado no reside en la voluntad que hasta dice: Hago lo que no quiero. ¿Cómo, pues, el pecado no reside en ningún otro lugar sino en la voluntad? Mas este pecado del que con tales palabras habló el Apóstol recibe el nombre de pecado porque es fruto y castigo de un pecado. En efecto, el texto lo refiere a la concupiscencia de la carne2, como lo revela a continuación al decir: Sé que el bien no habita en mí, es decir, en mi carne, pues aunque el quererlo se encuentra en mí, no el realizarlo en plenitud3.

La realización plena del bien consiste en que ni siquiera exista en el hombre la concupiscencia del pecado. Cuando vive santamente, la voluntad no da su asentimiento a esta concupiscencia, no obstante, el bien no se da en plenitud, porque (el hombre) aún vive dentro de la concupiscencia, aunque su voluntad le oponga resistencia. El bautismo aniquila lo que de culpa tiene tal concupiscencia, pero permanece la debilidad, contra la que lucha con el máximo esfuerzo todo bautizado que progresa en el bien, hasta que sea curado. El pecado que no reside en lugar alguno, sino en la voluntad ha de entenderse ante todo del que es resultado de una justa condena —tal pecado, en efecto, entró en el mundo por un solo hombre4—, aunque incluso el pecado por el que se consiente a la concupiscencia del pecado no se comete sino por la voluntad. Por eso dije también en otro lugar: Pues no se peca sino voluntariamente (n.14).

4. En otro pasaje definí a la voluntad con estas palabras: La voluntad es un movimiento del alma, exento de toda coacción, dirigido a no perder o a conseguir algo (n.14). Esta definición mira a distinguir al que quiere del que no quiere; y de esta manera la mirada se traspasa a los primeros que existieron en el paraíso, causantes del mal para el género humano, al pecar sin sufrir coacción de parte de nadie5, es decir, al pecar por su libre voluntad, pues obraron con pleno conocimiento contra lo mandado y el tentador les indujo, no les forzó a ello. Se puede decir, pues, sin ser incongruentes, que pecó sin querer quien pecó en la ignorancia, aunque haya hecho queriendo lo que hizo en la ignorancia. En consecuencia, ni en este caso puede haber pecado sin voluntad. Así, la voluntad fue, conforme a nuestra definición, un movimiento del alma, exento de toda coacción, dirigido a no perder o a conseguir algo. A nadie se le ha considerado coaccionado a hacer algo que no hubiese hecho si no hubiese querido. Lo hizo, pues, porque quiso, aunque, no obstante haber obrado voluntariamente, no pecó al no saber que era pecado lo que hacía. Por tanto, ni siquiera tal pecado pudo existir sin voluntad, aunque se trata de la voluntad referida al hecho, no al pecado; hecho que, sin embargo, era pecado, en cuanto que se hizo algo que no debía haberse hecho. En cambio, quien peca a sabiendas, si puede ofrecer resistencia, sin pecar, a quien le fuerza al pecado y no la ofrece, peca en verdad voluntariamente, porque quien puede resistir no se ve forzado a ceder. Por el contrario, cuando alguien no puede resistir voluntariamente a la apetencia que le coacciona y, en consecuencia, obra contra los preceptos de la justicia, nos hallamos ya ante un pecado que es, además, castigo del pecado. En conclusión, es totalmente verdadero que no puede haber pecado sin voluntad.

5. De igual manera definí el pecado con estas palabras: Pecado es la voluntad de retener o conseguir algo que la justicia prohíbe y de lo que hay libertad para abstenerse (n.15). La definición es verdadera porque se refiere únicamente a lo que es pecado, excluyendo el castigo del pecado. En efecto, cuando el pecado se entiende en sentido doble, en cuanto pecado propiamente y en cuanto pena del pecado, ¿cuál es el poder de la voluntad sometida a la apetencia que la domina, si no suplica ayuda, en el caso de que sea piadosa? Es libre en la medida en que está liberada, y en esa misma medida se le llama voluntad. En caso contrario, se le ha de llamar con mayor propiedad a toda ella apetencia antes que voluntad. Apetencia que no es, como piensan los insensatos maniqueos, una adición proveniente de una naturaleza extraña, sino un vicio de la nuestra, que sólo lo sana la gracia del Salvador6. Si alguien dice que la misma apetencia no es otra cosa que la voluntad, aunque viciosa y al servicio del pecado, no hay que replicarle ni hemos de hacer un problema de palabras, cuando la realidad está clara. Queda mostrado también, pues, que no hay pecado sin voluntad, ya en el momento de la obra, ya en su origen.

6. Escribí también: Ya podía haber investigado si el género de almas malas había tenido alguna voluntad mala antes de su mezcla con el género de las almas buenas. Si no la tenía se hallaba sin pecado y era inocente y, en consecuencia, no era mala (n.16). Preguntan (los pelagianos): «¿Por qué, pues, afirmáis el pecado en los niños, cuya voluntad no consideráis culpable?» Les respondemos que ellos no son culpables por efecto de su voluntad, sino en virtud de su origen. Considerado en su origen, ¿qué es todo hombre terreno sino Adán? Y Adán poseía ciertamente voluntad, y al haber pecado mediante esa voluntad, el pecado entró en el mundo7.

7. Dije igualmente: las almas en ningún modo pueden ser malas por naturaleza (n.17). Si alguien me pregunta cómo entiendo las palabras del Apóstol: También nosotros fuimos por naturaleza hijos de la ira como los demás8, le respondo que al hablar de naturaleza quise que se entendiera aquella a la que se le da el nombre con propiedad, es decir, aquella en que fuimos creados sin vicio alguno. A ésta la llamamos naturaleza en a tención a su origen, origen que ciertamente tiene un vicio que es contra la naturaleza.

8. Dije también: Considerar a alguien como culpable de pecado porque no hizo lo que no pudo hacer es la cima de la maldad y de la locura (n.17). Preguntan (los pelagianos): «¿Por qué entonces se considera culpables a los niños?» Les respondo: En virtud de su origen están atados por la culpabilidad de quien no hizo lo que pudo hacer, es decir, cumplir el mandato de Dios9.

9. Asimismo escribí: Hagan aquellas almas lo que hagan, si lo hacen en virtud de su naturaleza y no por propia voluntad, es decir, si carecen del movimiento del alma tanto para hacerlo como para no hacerlo; si finalmente no se les concede poder alguno para abstenerse de su obrar, no podemos admitir pecado en ellas (n.17). La cuestión, referida a los niños, no plantea problema alguno porque su culpabilidad les viene de proceder de quien pecó voluntariamente, cuando no carecía del libre movimiento del alma, tanto para hacerlo como para no hacerlo, y tenía el sumo poder para abstenerse de obrar el mal. Esto no lo afirman los maniqueos de la raza de las tinieblas que introducen inventándose fábulas, y defienden con ahínco que siempre fue mala, nunca buena.

10. Alguien podría preguntar en qué sentido dije: Incluso si hay almascosa incierta de momento entregadas a actividades corporales, no por el pecado, sino por naturaleza, y, aunque sean inferiores, nos tocan a nosotros por alguna afinidad interna, no es justo que las consideremos malas por el hecho de que seamos malos nosotros al seguirlas a ellas y amar lo corpóreo (n.20), puesto que esto lo dije refiriéndome a aquellos otros de quienes había comenzado a hablar más claramente con estas palabras: Además, incluso si se les concediese que nos sentimos solicitados a acciones deshonestas por un alma de género inferior, no se deduce de ahí que tales almas sean malas por naturaleza o las otras el sumo bien (n.20). Al respecto continué la discusión hasta el punto donde dije: Incluso si hay almas —cosa incierta de momento entregadas a actividades corporales, no por él pecado, sino por naturaleza, etc. Puede, pues, preguntarse por qué dije: Cosa incierta de momento, siendo así que no debí haber dudado en absoluto de que no existen tales almas. Me expresé de tal manera porque he topado con quienes dicen que el diablo y sus ángeles son buenos en su género y que existen en la naturaleza en que Dios los creó, en su propio rango, tales cuales son, pero que para nosotros son un mal si nos dejamos embaucar y seducir por ellos, o algo que nos aporta honor y gloria si, por el contrario, nos guardamos de ellos y los vencemos. Quienes esto afirman creen que son válidos los testimonios de las Escrituras que aducen para probarlo: ya aquel tomado del libro de Job, en que se describe al diablo: Este es el comienzo de la obra que el Señor realizó para diversión de sus ángeles10; ya el otro del salmo ciento tres: Este dragón que hiciste para jugar con él11. Esta cuestión que hay que afrontar y resolver, pero no contra los maniqueos que no piensan tal cosa, sino contra otros que lo defienden, no la quise examinar y darle solución entonces para no hacer el libro más largo de lo que quería. Veía, en efecto, que aunque se concediera esto, se debía e incluso se podía dejar convictos a los maniqueos que introducen con su demente error una naturaleza del mal coeterna al sumo bien. Así pues, dije: Cosa incierta de momento, no porque yo dudase de ello, sino porque esta cuestión no había sido resuelta entre aquellos a los que había encontrado pensando así y yo. Cuestión que resolví, conforme a las Escrituras, con cuanta claridad pude, en otros libros míos muy posteriores, que comentaban al Génesis en su sentido literal.

11. En otro lugar escribí: En consecuencia, al amar lo corporal pecamos porque la justicia nos manda amar lo espiritual y la naturaleza nos capacita para ello; entonces somos, dentro de nuestro género, buenos y felices en sumo grado (n.20). Aquí puede preguntar alguien por qué he dicho que la naturaleza, y no la gracia, nos capacita para ello. Pero allí traía entre manos una cuestión sobre la naturaleza contra los maniqueos. Ciertamente la gracia hace que esa naturaleza pueda, por medio de aquel que vino a buscar y a sanar lo que estaba perdido12, lo que viciada no puede. También entonces tuve presente esa gracia al orar por quienes eran mis amigos y aún se hallaban sujetos al mortífero error, con estas palabras: Dios grande, Dios todopoderoso, Dios de toda bondad, a quien la fe y la inteligencia reconocen como inmutable e inviolable, Unidad trina que venera la Iglesia católica, yo que he experimentado tu misericordia para conmigo, te ruego suplicante que no permitas se separen de mí, en tu culto, aquellos hombres con los que viví en compañía y perfecto acuerdo desde mi niñez (n.24). Así pues, al orar ya admitía en la fe que la gracia de Dios no sólo ayuda a los conversos13 para que avancen y se perfeccionen en el camino hacia Dios —respecto a lo cual aún se puede afirmar que tal gracia se les da en recompensa por su conversión—, sino también que es obra de la misma gracia de Dios el que se conviertan, a quien oré por quienes estaban muy lejos de Él y oré para que se convirtieran a Él14.

12. Este libro comienza así: Opitulante Dei misericordia.

Todas las almas tienen su origen en Dios

1. Devuelto, por fin, con el auxilio de la misericordia divina, al gremio de la Católica, después de haber roto y abandonado los lazos de los maniqueos, al menos ahora me resulta grato considerar y lamentar mi miseria de entonces. Fueron muchas las cosas que debí haber hecho para evitar que con tanta facilidad y en tan pocos días fuesen arrojadas de mi alma las semillas de la verdadera religión, que saludablemente me habían sido infundidas desde la infancia, y luego extraídas por el error o engaño de unos hombres engañados y engañadores. En efecto, antes que nada debí haber reflexionado cauta y esmeradamente, con un espíritu en actitud de súplica y piedad frente a Dios, sobre aquellos dos géneros de almas, a los que los maniqueos atribuyeron naturalezas distintas y propias, hasta el punto de afirmar que una es de la misma sustancia de Dios, y, respecto a la otra, no querer ni siquiera admitir que Dios es su creador. Entonces quizá, como fruto de mi esfuerzo, se me hubiese manifestado que no hay vida alguna que, por el mismo hecho de ser vida y precisamente en cuanto es vida, no pertenezca a la fuente y principio supremo de la vida. Fuente y principio que no podemos confesar que sea otro distinto del supremo, único y verdadero Dios. Por lo cual, las almas a las que los maniqueos llaman malas o bien carecen de vida y, en consecuencia, no son almas y ni quieren o dejan de querer, ni apetecen o rehúyen cosa alguna; o bien, si viven, mostrando así ser almas, y hacen algo como lo que ellos creen, en ningún modo pueden vivir si no es por la vida. Y si me hubiese constado, como es verdad, que Cristo había dicho: Yo soy la vida15, no habría tenido motivo para no confesar que las almas, dado que no pueden ser tales sino por la vida, habían sido creadas y hechas por Cristo, es decir, por la Vida.

El alma procede de Dios con más razón que la luz solar

2. Quizá en aquella época mi pensamiento carecía de fuerzas para echar sobre sí y soportar la cuestión sobre la vida como tal y la participación en ella, cuestión que es en verdad difícil y que requiere mucho tiempo de serena discusión entre gente muy docta. Pero quizá hubiese sido capaz de advertir algo que se manifiesta con absoluta claridad a todo hombre que reflexiona profundamente sin haber tomado antes partido, es decir, que todo lo que afirmamos saber o conocer lo hemos aprendido o por el sentido corporal o por la inteligencia. Incluso el vulgo cuenta cinco sentidos corporales: la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto. ¿Quién, a no ser un ingrato e impío, no me concederá que la inteligencia aventaja y destaca sobre todos ellos?

Establecido y bien asentado esto, se sigue que todo lo que se percibe por el tacto, la vista o cualquier otro sentido corporal es inferior a lo que alcanzamos por la inteligencia, en la misma medida en que admitimos que los sentidos son inferiores a la inteligencia. En consecuencia, dado que la vida y, por ello, el alma no pueden percibirse por ningún sentido corporal, sino únicamente mediante la inteligencia, y, por otra parte, los mismos maniqueos afirman que este sol y esta luna y toda luz que se percibe con estos ojos mortales ha de atribuirse al Dios verdadero y bueno, constituye el sumo de la demencia pregonar que pertenece a Dios lo que vemos mediante el cuerpo, y, en cambio, pensar que se ha de privar y despojar de la autoría de Dios a lo que percibimos no ya con el alma, sino con lo más alto de la misma: la mente y la inteligencia, esto es, la vida, sea la que sea, pero siempre vida. En efecto, si invocado Dios, me hubiese preguntado a mí mismo qué es vivir, aunque se trata de una realidad cerrada a todo sentido corporal y absolutamente incorpórea, ¿no podría haberme dado la respuesta? ¿O acaso no confiesan también ellos que esas almas a las que detestan no sólo viven, sino que hasta viven sin morir nunca? En verdad, lo que dijo Cristo: Dejad que los muertos entierren a sus muertos16, no lo dijo refiriéndose a los que carecían totalmente de vida, sino a los pecadores. El pecado es la única muerte del alma inmortal, según escribe Pablo: La viuda que vive entre deleites está muerta17. Afirmó al mismo tiempo que estaba muerta y que vivía. Por lo cual ya no me habría fijado en cuan desvirtuada es la vida del alma pecadora, sino sólo en el hecho de que vive. Al no poder percibir esto más que por la inteligencia, pienso que me hubiese venido a la mente que cualquier alma ha de preferirse a la luz que experimentamos por estos ojos, en la misma medida en que preferimos la inteligencia a los ojos mismos.

Los maniqueos afirman también que esta luz procede del Padre de Cristo. ¿Puedo dudar yo, entonces, de que procede de él cualquier alma? Pero yo, ni aun en aquella mi ignorancia ni en aquella mi edad hubiese dudado lo más mínimo de que procedía de él no sólo el alma, sino incluso cualquier cuerpo, con sólo que hubiese pensado con piedad y prudencia qué es la forma y qué un ser formado, qué la belleza y qué un ser revestido de belleza y finalmente cuál de estas cosas es la causa de la otra.

El alma mala de los maniqueos es mejor que la luz

3. De momento paso por alto lo referente al cuerpo. Mis lamentos se centran en el alma, en su movimiento espontáneo y vital, en su actividad, en su vida, en su inmortalidad; lamento además haber creído, miserable en extremo, que alguna realidad puede poseer todos estos bienes prescindiendo de la bondad de Dios; lamento igualmente el haber sido negligente en considerar cuan grandes eran. Pienso que por ello debo gemir y llorar. Si hubiese meditado en ello, si hubiese reflexionado, les hubiese pasado a los maniqueos el problema, les hubiese hecho ver cuál es la fuerza de la inteligencia, cómo no existe en el hombre nada que podamos poner en comparación con la excelencia de la misma. Una vez que esos hombres, si es que son hombres, me lo hubiesen concedido, les habría preguntado si para estos ojos el ver y el entender se identifican. Después que me lo hubiesen negado habría deducido en primer lugar que el acto de entender de la mente ha de ser antepuesto al sentido de la vista; luego habría añadido que ineludiblemente se ha de juzgar como mejor lo que percibimos con un «instrumento» mejor. ¿Quién no me concedería esto? Así pues, habría pasado a preguntar si a esa alma que llaman mala se la percibe con estos ojos o se la capta con la mente. Confesarían que con la mente. De acuerdo ya entre nosotros en la firmeza de estas premisas, les habría mostrado lo que de ellas se deriva, a saber, que el alma que detestan es mejor que esta luz que veneran, puesto que a aquélla se la conoce mediante la intelección de la mente y a ésta mediante el sentido corporal.

En este momento quizá se viesen en apuros y rehusasen seguir a la razón como guía. ¡Tan grande es la fuerza de las opiniones inveteradas y de la falsedad durante largo tiempo defendida y creída! Pero a aquellos hombres en apuros, yo les habría insistido aún más sin aspereza, sin infantilismos y sin terquedad; les habría repetido lo ya concedido, mostrándoles cómo es inevitable concederlo. Les habría exhortado a que reflexionasen juntos y viesen con certeza lo que deberían elegir: o negar que la inteligencia ha de preferirse a los ojos carnales, o juzgar falso que es más excelente lo que se conoce con la parte superior del alma que lo que se percibe por el débil sentido corporal; o bien rehusar admitir que aquellas almas que consideran ajenas a Dios sólo pueden ser conocidas por la inteligencia, es decir, por la parte superior del alma; o también negar que el sol y la luna no los conocemos más que por estos ojos. Si hubiesen advertido que no podían negar ninguno de estos puntos sin caer en el absurdo y la desvergüenza, los habría convencido de que no les convenía dudar de que esta luz que proclaman digna de culto es de inferior rango que aquel alma de la que exhortan a huir.

El alma de una mosca, superior a la luz sensible

4. Y si, llegados aquí, en el máximo de su turbación me hubiesen preguntado si pensaba que también el alma de una mosca es superior a esta luz, les habría respondido que así es. No me habría asustado la consideración de que la mosca es un ser pequeño; antes bien, me habría afirmado en mi posición el hecho de que posee vida. En efecto, se ha de preguntar qué es lo que da vigor a esos miembros tan minúsculos, qué es lo que mueve en su justa proporción sus patas cuando corre, o qué es lo que modera y hace vibrar sus pequeñas alas cuando vuela. Sea lo que sea, para los que reflexionan como se debe destaca como algo grande en una cosa pequeña, hasta ser preferido a cualquier fulgor que deslumbra los ojos.

Nadie duda, es verdad, que, sea lo que sea, es algo inteligible que por las leyes divinas sobresale por encima de todo lo sensible y, por tanto, también por encima de esta luz. ¿Qué es, pues —pregunto—, lo que percibimos con el pensamiento, si no percibimos que una cosa es comprender con la mente y otra sentir mediante el cuerpo, y que aquello está separado de esto por una sublimidad incomparable y que, por tanto, no es posible no preferir lo inteligible a lo sensible, puesto que la misma inteligencia es antepuesta con diferencia a los sentidos?

Hasta las almas malas son mejores que esta luz

5. A partir de aquí, quizá hubiese conocido también lo que se deriva como consecuencia evidente. Dado que a la injusticia, la inmoderación y los demás vicios del alma no se los percibe por los sentidos, sino por la inteligencia, a pesar de que los detestamos y los consideramos condenables, se sigue que, por ser realidades inteligibles, incluso ellos pueden ser antepuestos a esta luz, no obstante que en su género sea objeto de alabanza. Al alma que se somete rectamente a Dios se le hace ver en primer lugar que no todo lo que alabamos lo hemos de anteponer a todo lo que reprobamos. En efecto, no porque alabe al plomo en el máximo grado de su pureza ya por eso lo valoro en más que al oro en el que hay algo que acrisolar. Cada realidad ha de ser considerada dentro de su género. Desapruebo al jurisconsulto que desconoce numerosas leyes, pero, no obstante, le prefiero al más hábil zapatero, hasta el punto de pensar que no se puede ni establecer la comparación. Con todo, en el último alabo su gran pericia en el propio arte; a aquél, en cambio, le reprocho el que no cumpla como debe su profesión.

De todo esto debería haber descubierto que a esta luz que es perfecta en su género propio se la alaba con razón; no obstante, puesto que pertenece al número de las realidades sensibles, categoría que necesariamente ha de ceder ante la de las realidades inteligibles, se la debe considerar como inferior a las almas injustas e inmoderadas, puesto que son inteligibles. Y ello no obstante que las consideremos con toda justicia dignas de condenación. En ellas, en efecto, buscamos lo que las acerca a Dios, no lo que las hace preferibles a esta luz. En consecuencia, no habría contradicho a quien pretendiese que esta luz procede de Dios, pero habría afirmado que era preciso confesar, con mayor razón, que las almas, incluso las llenas de vicios, no en cuanto viciosas, sino en cuanto son almas, tienen a Dios como creador.

Los mismos vicios son superiores a esta luz sensible

6. Llegados a este punto, quizás alguno de ellos, precavido y vigilante y ya más afanoso de saber que terco, me hubiese indicado que la investigación no había que hacerla sobre las almas viciosas, sino sobre los vicios mismos. Puesto que no se los conoce con los sentidos del cuerpo y no obstante se los conoce, no se puede sino aceptar que son realidades inteligibles; y si éstas son superiores a las sensibles, ¿cómo convenir entre nosotros en que se ha de considerar a Dios como autor de la luz si, en cambio, nadie, a no ser un sacrílego, afirmará que Dios es el autor de los vicios? A ese hombre le habría respondido o bien sobre la marcha y de forma improvisada, si Dios me hubiese inspirado la solución de este problema; o bien con una respuesta preparada con anterioridad. Y en el caso de que no hubiese merecido ni una ni otra cosa, habría diferido la cuestión planteada, confesando que el problema propuesto era difícil y arduo de dilucidar. Habría vuelto de nuevo a mi interior, me habría postrado ante Dios, habría gemido desde lo profundo pidiendo que no tuviese que sufrir el quedar anclado en la mitad del camino, hasta donde ya había llegado con argumentos válidos; que no me viese obligado por un problema de dos cabezas o bien a someter y subordinar lo inteligible a lo sensible, o bien a afirmar que Dios es el autor de los vicios, puesto que una y otra cosa constituyen la plenitud de la falsedad y de la impiedad. En ningún modo hubiera podido pensar que él me habría abandonado en tal situación. El, pues, me habría amonestado en los modos inefables que le son propios a que considerase una y otra vez si los vicios del alma, origen de mis afanes, habían de ser contabilizados entre las realidades inteligibles. Teniendo en cuenta la debilidad de mi ojo interior, justa consecuencia de mis pecados, para descubrirlo me hubiese ideado un cierto peldaño que me permitiese ver lo invisible en las mismas realidades visibles. Su conocimiento no sería para nosotros más seguro, pero la costumbre le otorgaría mayor confianza. Y así habría investigado qué es lo que propiamente pertenece al sentido de los ojos. Habría hallado los colores sobre los que domina esta luz. Son realidades que ningún otro sentido percibe. En efecto, aunque los ojos perciben también los movimientos de los cuerpos y las magnitudes y los intervalos y las figuras, no es específico de ellos, pues tales realidades pueden ser experimentadas también por el tacto. De aquí habría deducido que esta luz sobresale por encima de las restantes realidades corpóreas tanto más cuanto más destaca la vista sobre los otros sentidos. Elegida, pues, entre las demás cosas que se perciben por los sentidos, esta luz en que apoyarme y sobre la que colocar aquel peldaño necesario para mi investigación, habría pasado a considerar qué debería hacer luego, y habría dialogado conmigo mismo de la siguiente manera: si este sol que resalta por su gran resplandor y cuya luz es suficiente para el día llegase a menguar poco a poco ante nuestra mirada, a semejanza de la luna, ¿qué otra cosa sentiríamos con los ojos sino la luz aún resplandeciente en menor medida, aunque buscando, sin verla, la luz que existía antes, y acogiendo con la vista la que quedase? En consecuencia, no veríamos aquella mengua, sino la luz que pervive a la mengua. Al no ver, no sentiríamos nada; en efecto, todo lo que sentimos por la vista no puede no ser visto. Por lo cual, si aquella mengua no se la percibiese ni por la vista, ni por algún otro sentido, no podría ser contada entre las realidades sensibles. No hay nada sensible que no pueda ser percibido por los sentidos.

Centremos ahora nuestra reflexión sobre la virtud. Con toda razón afirmamos que su luz inteligible hace resplandecer al alma. Se llama vicio a cierta mengua de esta luz de la virtud, que no hace perecer al alma, pero la oscurece. En consecuencia, tampoco puede considerarse con razón el vicio del alma entre las realidades inteligibles, del mismo modo que justamente se excluye aquella mengua de luz de las realidades sensibles. Sin embargo, lo que permanece del alma, es decir, el hecho mismo de que vive y es alma, es una realidad tan inteligible como es sensible lo que sigue luciendo en cierta medida en esta luz visible tras la mengua. Con toda razón, pues, se antepone a cualquier realidad sensible el alma en cuanto es alma y participa de la vida, sin lo que en modo alguno podría ser alma. La consecuencia es que constituye el máximo error afirmar que hay algún alma que no procede de Dios, de quien te ufanas que procede el sol y la luna.

7. Supongamos que fuese ya de su agrado denominar sensibles no sólo a todas las cosas que percibimos por los sentidos, sino incluso a aquellas realidades que, aunque no las sintamos, juzgamos de ellas a través del cuerpo, como las tinieblas mediante los ojos y el silencio mediante el oído —aquéllas las conocemos al no ver y éste al no oír—, y a su vez designar como inteligibles no sólo aquellas realidades que vemos si nuestra mente está iluminada, cual la misma sabiduría, sino también aquellas de que nos apartamos, por estar privada la mente de tal iluminación, cual es la insipiencia, a la que podemos llamar adecuadamente tinieblas del alma; en este caso no habría problema de palabras, sino que habría solucionado la dificultad con una sencilla división, e inmediatamente habría mostrado a los que saben prestar atención que, en virtud de la ley divina e incorrupta de la verdad, se anteponen las sustancias inteligibles a las sensibles, pero no las menguas o deficiencias respectivas, aunque queramos llamarlas en el primer caso inteligibles y en el segundo sensibles. Quienes confesaren, pues, que estas luces sensibles y aquellas almas inteligibles son sustancias, sin otra posibilidad se ven obligados a otorgar y conceder el puesto más destacado a las almas; en cambio, las deficiencias de uno y otro género no pueden ser antepuestas las unas a las otras. No son más que privaciones e indican el no—ser, y no tienen más consistencia que las mismas negaciones. En efecto, cuando decimos: «No es oro» y «No es virtud», aunque sea grande la distancia entre el oro y la virtud, no existe ninguna entre las negaciones que le adjuntamos respectivamente. Sin embargo, nadie que esté en sus cabales duda de que es peor la falta de virtud que la falta de oro. ¿Y quién no comprende que esto acontece no por las negaciones en sí, sino por las realidades a las que se adjuntan? Cuanto es superior la virtud al oro, tanto es mayor miseria carecer de virtud que carecer de oro. Por lo cual, como las realidades inteligibles prevalecen sobre las sensibles, con razón toleramos más difícilmente la deficiencia en las inteligibles que en las sensibles. Valoramos en más o en menos no las deficiencias en sí, sino las cosas en las que se dan. De donde resulta que la deficiencia en la vida que es una realidad inteligible es mucho más miserable que la de esta luz sensible, porque es de mucho más valor la vida que se percibe con la inteligencia que esta luz que vemos con los ojos.

8. Estando así las cosas, ¿osará alguien no conceder que procede de Dios todo género de almas, que en verdad no lo son sino por la vida, que tan por encima se halla de esta luz, si atribuye a Dios el sol y la luna y todo lo que resplandece en los astros, e incluso en nuestro fuego y esta luz visible y terrena? Y si dice verdad quien afirma: «en la medida en que brilla procede de Dios», ¿mentiré yo, entonces, Dios grande, si afirmo: «En la medida en que vive, procede de Dios»? Deseo que la ceguera mental y los tormentos de las almas no lleguen a tales niveles que los hombres no comprendan esto. Con todo, independientemente de cuál sea su error y pertinacia, yo pienso que, equipado y armado con tales razones, una vez que les hubiese presentado la realidad así considerada y examinada, y hubiese discutido pacíficamente con ellos, habría temido que ninguno de ellos me mereciese algún interés, si intentase anteponer o al menos comparar ya la inteligencia ya aquellas realidades que se perciben por la inteligencia, aunque no en su mengua, a lo corpóreo o a las realidades que pertenecen igualmente al sentido por lo que al conocimiento respecta. Establecido esto, ¿cuándo él o cualquier otro se habría atrevido a negarme que las almas, todo lo malas que se quiera, precisamente por ser almas están incluidas en el número de las realidades inteligibles y que no se les comprende a través de su mengua? Porque las almas no serían tales sino por el hecho de vivir. Aunque se comprendiese que eran viciosas por alguna deficiencia, se advertiría que lo son por carencia de virtud, pero no por deficiencia en su ser alma, puesto que es por la vida por lo que son almas. Y no puede darse que la presencia de la vida sea la causa de la deficiencia, dado que la deficiencia de algo está en proporción con la medida en que le abandona la vida.

Cómo el pecador procede y no procede de Dios

9. Así pues, cuando hubiese resultado manifiesto que ninguna alma puede ser separada del creador del que no se separa a esta luz, cualquier cosa que me hubiesen propuesto ya no la habría aceptado; antes bien, les habría exhortado a que prefiriesen seguir conmigo a aquellos que afirman que cuanto es, por el hecho de ser y en la medida en que es, procede del único Dios.

Habrían citado contra mí aquellas palabras del Evangelio: Vosotros no oís precisamente porque no sois de Dios; vosotros tenéis por padre al diablo18. También yo habría citado en contra de ellos estas otras: Todas las cosas fueron hechas por él y sin él no se hizo nada19. Y aquel otro texto del Apóstol: Único es Dios, de quien procede todo, y único el Señor Jesucristo, por quien fue hecho todo20; e igualmente estas otras palabras del mismo Apóstol: De quien, por quien y en quien existen todas las cosas; a él la gloria21. Y habría exhortado a esos hombres —si los hubiese hallado siendo hombres — a no presumir de haber encontrado algo, sino más bien a buscar conmigo maestros que nos mostrasen cómo van de acuerdo y en concordia entre sí estos textos que a nosotros nos parecen en oposición mutua. Puesto que dentro de una misma e idéntica autoridad de las Escrituras se afirma en un texto: Todo procede de Dios22, y en otro: Vosotros no sois de Dios23, y no es lícito condenar temerariamente estos libros, ¿quién no vería que era preciso hallar un doctor competente que conociese la solución del problema? Este, si estuviese dotado de una buena capacidad para comprender y fuese —como dice la palabra de Dios— un hombre espiritual, sin duda apoyaría las verdaderas razones, acerca de la naturaleza inteligible y sensible que he expuesto y sobre lo que he disertado, en cuanto he podido; más aún, él mismo los aclararía mucho mejor y de forma más adecuada a la docencia. Respecto a esta cuestión, nada oiríamos de su boca sino la posibilidad de que no haya ningún género de almas que no proceda de Dios y que, no obstante, se diga con razón a los pecadores e infieles: No sois de Dios. Pues quizá también nosotros, implorado el auxilio de Dios, habríamos podido ver fácilmente que una cosa es vivir y otra pecar, y que, aunque a la vida de pecado se la llama muerte24 en comparación con la vida justa, una y otra realidad se pueden hallar en un mismo hombre, que sea a la vez vivo y pecador. Pero el ser vivo procede de Dios, y el ser pecador procede de él mismo. En esta división nos servimos, de entre las dos partes, de aquella que conviene a nuestra afirmación, de forma que cuando queremos indicar la omnipotencia de Dios creador decimos, incluso a los pecadores, que proceden de Dios —y lo decimos también a los que forman parte de alguna especie de ser, lo decimos a los seres animados, a los seres racionales, y lo decimos finalmente, cosa que les cuadra a la perfección, a los seres vivos, puesto que estos seres son por sí mismos dones de Dios—; en cambio, cuando nuestro propósito es dirigir un reproche a los malos, les decimos con razón: No sois de Dios. Lo decimos a los que se apartan de la verdad, a los infieles, a los criminales, a los lujuriosos y a los pecadores, nombre este que incluye a todos los anteriores. ¿Quién dudará, a su vez, de que nada de esto procede de Dios? Y así, ¿qué tiene de extraño el que Cristo, recriminando a los pecadores precisamente el que fuesen pecadores y no creyesen en él, les dijese No sois de Dios, quedando en pie, referida a la otra perspectiva, la afirmación de que todo procede de Dios? Si el no creer a Cristo, si el rechazar su venida y no acogerlo indicase con seguridad qué almas no son de Dios y por ello se hubiese dicho: Vosotros no me oís precisamente porque no sois de Dios25, ¿cómo sería verdadera la frase del apóstol en el célebre comienzo de su evangelio, en la que dice: Vino a los suyos y los suyos no le recibieron?26 ¿Cómo eran suyos si no le recibieron? O ¿cómo no eran suyos por no haberlo recibido? ¿No se debe a que los hombres pecadores por ser hombres pertenecen a Dios y por ser pecadores al diablo? Así pues, quien dijo Los suyos no le recibieron considera la naturaleza, y quien dijo No sois de Dios se fija en la voluntad. El evangelista, en efecto, encarecía las obras de Dios, mientras que Cristo reprobaba los pecados de los hombres.

Los maniqueos y el origen del mal

10. Quizá diga alguien aquí: «¿De dónde proceden los pecados mismos y, en última instancia, el mal? Si tiene su origen en el hombre, ¿de dónde procede el hombre? Si del ángel, ¿de dónde procede el ángel?» Aunque se diga con toda razón y verdad que proceden de Dios, a los ignorantes y menos capacitados para examinar con profundidad las cosas oscuras, les parece que, como por una cierta cadena, se vinculan a Dios los males y los pecados. En este terreno los maniqueos se consideran invencibles, como si el preguntar equivaliese a saber.

¡Ojalá fuera así! ¡Nadie se hallaría que fuese más sabio que yo! Pero ignoro cómo con frecuencia quien propone en las disputas una gran cuestión se asume la función de gran doctor, siendo la mayor parte de las veces más ignorante él que aquél a quien infunde terror, precisamente en aquel punto en que pretende atemorizarle. Los maniqueos piensan que deben ser preferidos a la muchedumbre por el hecho de ser los primeros en preguntar lo que con la misma muchedumbre ignoran. Pero si en aquella época de la que ahora me arrepiento haber tratado con vosotros de modo distinto a como lo estoy haciendo desde hace tiempo, hubiesen objetado eso a las razones por mí presentadas, les había replicado: «De momento —os suplico— reconoced conmigo algo que es muy fácil: si nada puede brillar sin Dios, mucho menos podrá vivir algo sin él; así no permaneceremos en tantas opiniones monstruosas afirmando que no sé qué almas no reciben la vida de Dios. De esta manera quizá acontecerá el que eso que ignoramos unos y otros, es decir, de dónde procede el mal, lo aprendamos alguna vez o al mismo tiempo o en el orden que sea. ¿Qué digo? ¿Puede acontecer que el hombre conozca el mal supremo sin conocer el bien sumo? Nunca, en efecto, conoceríamos las tinieblas, si siempre nos hallásemos en ellas; pero el conocimiento de la luz no permite el desconocimiento de su contrario. El bien supremo es aquello, superior a lo cual no puede existir nada; ahora bien, Dios es un bien y no hay nada superior a él; Dios es, por tanto, el bien supremo. Conozcamos, pues, a Dios y no se nos ocultará lo que buscamos demasiado precipitadamente. ¿Pensáis, en fin, que el conocimiento de Dios es asunto que requiere poco tiempo, y de poco valor? ¿Qué otro premio se nos promete a no ser la vida eterna, que consiste en el conocimiento de Dios? Lo dice el Maestro bueno: Esta es la vida eterna, que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo a quien enviaste27. Aunque el alma es en verdad inmortal, sin embargo, se designa como su muerte la aversión del conocimiento de Dios, a la vez que cuando se convierte a Dios merece alcanzar la vida eterna, siendo el mismo conocimiento esa vida eterna, como ya se dijo. Pero nadie podrá convertirse a Dios si antes no tiene lugar la aversión de este mundo. Personalmente yo lo experimento como tarea ardua y muy difícil; si para vosotros es fácil, es cosa que queda en manos de Dios. Yo quisiera creerlo, pero me retiene el que, aunque este mundo del que se nos manda apartarnos es visible y ha dicho el Apóstol: Lo que se ve es temporal, mientras que lo que no se ve es eterno28, vosotros dais más valor al juicio de estos ojos que al de la mente, vosotros para quienes no hay pluma que brille que no reciba su brillo de Dios, a la vez que pregonáis v creéis que hay otras almas vivas que no reciben su vida de Dios». Estas y otras cosas semejantes les habría dicho, o las habría pensado en mi interior. Suplicando a Dios con todas mis entrañas, como suele decirse, y aplicando mi vista a las Escrituras, en cuanto me hubiese estado permitido, incluso entonces habría podido quizá decir tales cosas o, lo que era suficiente para mi salvación, pensarlas.

Datos autobiográficos

11. Dos cosas que cautivan fácilmente a aquella edad carente de prudencia fueron sobre todo las que hicieron que me perdiese por extraños rodeos. Una de ellas era la amistad que me arrastraba no sé cómo bajo cierta apariencia de bondad, cual lazo sinuoso que daba varias vueltas en torno a mi cuello; la otra consistía en el hecho de que casi siempre alcanzaba una dañina victoria en mis disputas con cristianos ignorantes, pero que se esforzaban por defender su fe con empeño, en la medida de sus posibilidades. Con tan repetidos éxitos el entusiasmo juvenil se acrecentaba y, falto de prudencia, dirigía sus ímpetus hacia el gran mal de la obstinación. Como me había dedicado a tal género de disputas tras haberme hecho oyente maniqueo, les atribuía con sumo agrado a ellos todo lo que al respecto había aprendido ya por mi ingenio, fuese el que fuese, ya por otras lecturas. De esta manera sus discursos renovaban día a día mi ardor por el combate, y el éxito en los combates renovaba a su vez mi amor hacia ellos. De donde resultaba que, de manera un tanto extraña, aprobaba como verdadero cuanto ellos dijesen, no porque supiese que era cierto, sino porque deseaba que lo fuese. Así aconteció que, aunque paso a paso y con cautela, con todo seguí por largo tiempo a unos hombres que prefieren una paja limpia a un alma viviente.

No hay pecado sin voluntad

12. Admitido: en aquella época yo no podía discernir ni distinguir lo sensible de lo inteligible, es decir, lo carnal de lo espiritual. No era propio ni de mi edad, ni de mi formación, ni de ciertas costumbres, ni se debía a merecimiento alguno, pues ello implica no pequeño gozo y felicidad. Pero ¿no habría podido yo captar al menos aquello que la misma naturaleza ha puesto en la razón de todos los hombres, en virtud de las leyes del sumo Dios?

Quisiera saber lo que me responderían los hombres a quienes les preguntase si les parecía que había pecado alguien con cuya mano otro hubiese escrito, mientras él dormía, algo vergonzoso; hombres cualesquiera, con tal que ninguna locura los haya privado del sentido común al género humano, sean los que sean los estudios, o la ignorancia o incluso la rudeza de ingenio que aporten para emitir su juicio. ¿Quién dudará de que todos habrían de negar que tal acto fuese pecado y que habrían de protestar, hasta el punto de quizás enfadarse por haberles considerado sujetos adecuados para hacerles tal pregunta? Ya en paz con ellos, en la medida en que hubiese podido conseguirla, y conquistados de nuevo para mi proyecto, les pediría que no se sintiesen ofendidos si les preguntaba otra cosa idénticamente manifiesta y conocida por todos. Entonces les preguntaría: en el caso de que una persona de gran fuerza hiciese igualmente algo malo, no con la mano de un sujeto dormido, sino con la de uno bien consciente, pero que, sin embargo, tuviese todos los miembros atados y sujetados, ¿sería responsable de pecado alguno, por el hecho de que lo advertía, aunque sin quererlo en absoluto? Y aquí, extrañados todos de que preguntase tales cosas, sin dudar me responderían que tampoco éste habría pecado en absoluto. ¿Por qué así? Porque no puede ser condenado justamente, en el caso de que lo ignorase o no pudiese oponer resistencia, aquel de quien otro se sirvió para hacer algún mal. Y si en aquellos hombres mismos interrogase a la naturaleza humana por qué eso es así, llegaría fácilmente a lo deseado preguntando de esta manera: «Si aquel sujeto dormido supiera ya lo que el otro iba a hacer con su mano e intencionadamente se fuese a dormir habiendo bebido más de la cuenta para no despertar, a fin de poder engañar a otro con un juramento, ¿acaso puede presentarse el sueño como defensa de su inocencia?» ¿Qué sentencia pronunciarían aquellos hombres sino la que le declaraba culpable? Y si el segundo sujeto se dejó atar libremente para engañar de igual manera a otro poniendo por delante tal defensa, ¿de qué le servirían tales cadenas en orden a carecer de pecado? Aunque es verdad que no hubiera podido ofrecer resistencia, al estar sujetado por ellas, igual que el otro dormido ignoraba lo que entonces se realizaba, ¿acaso podemos dudar de que se les declararía culpables de pecado? Concedido esto, habría concluido que el pecado no reside en ningún otro lugar sino en la voluntad. En mi apoyo vendría también el hecho de que la justicia considera pecadores sólo a los que tienen mala voluntad, aunque no hayan podido llevar a cabo lo que deseaban.

13. ¿Podría decirme alguien que al tocar estos temas me centro en cosas oscuras y misteriosas, en las que, debido al reducido número de personas capacitadas para entenderlas, suele originarse la sospecha del fraude o de la ostentación? Dejemos de lado la distinción entre realidades inteligibles y sensibles; que nadie me acuse de que acoso a las almas de ingenio torpe con los aguijones de sutiles disputas. Básteme saber que vivo; básteme saber que quiero vivir. Si el género humano está de acuerdo en esto, nuestra voluntad nos es tan conocida como nuestra vida. Tampoco hemos de temer que al afirmar este conocimiento alguien pueda convencernos de la posibilidad de error; en efecto, nadie puede ser engañado al respecto a no ser que o no viva o no quiera nada. No creo haber traído a la discusión algo oscuro; temo más bien que alguien piense que merezco reproche, puesto que todas estas cosas son claras en extremo. Pero consideremos a dónde nos conducen.

14. Así, pues, no se peca si no es voluntariamente. Ahora bien, nuestra voluntad nos es personalmente conocida, pues yo no sabría qué quiero si ignorase lo que es la voluntad en sí. Se la define de esta manera: «La voluntad es un movimiento del alma, exento de toda coacción, dirigido a no perder o a conseguir algo». ¿Por qué no hubiera podido definirla así entonces? ¿Era, acaso, difícil ver que lo coaccionado es contrario a lo voluntario de igual manera que afirmamos que la izquierda es contraria a la derecha, mas no como lo negro lo es a lo blanco? En verdad la misma cosa no puede ser a la vez blanca y negra; en cambio, una persona puesta en medio de otras dos, respecto a una está a la izquierda y respecto a la otra a la derecha. Un único hombre está al mismo tiempo a un lado y a otro, aunque no con referencia a otro único hombre al mismo tiempo. De idéntica manera una misma alma no puede hallarse al mismo tiempo en situación de coaccionada y voluntaria, pues no puede querer y no quereral mismo tiempo una idéntica cosa. En efecto, cuando alguien hace algo coaccionado, si le preguntas si quiere hacerlo, te dice que no, y si le preguntas también si quiere no hacerlo te responderá que sí. Así la hallarás forzada a hacer algo, pero queriendo no hacerlo; es decir, hallarás que una misma alma se encuentra al mismo tiempo en dos situaciones, pero referidas a dos realidades distintas. ¿Por qué digo esto? Porque si volviera a preguntarle por qué obra a su pesar, me diría que se siente coaccionada. En efecto, todo el que obra a su pesar se siente coaccionado y todo el que está coaccionado, si obra, no obra sino a su pesar.

Sólo queda el caso en el que quien quiere está libre de coacción, aunque él piense que alguien le coacciona. De este modo, todo el que obra voluntariamente carece de coacción y todo el que carece de coacción o bien obra voluntariamente o bien no obra. Esto lo proclama la misma naturaleza humana en todos los hombres a los que no es absurdo interrogar, desde el niño hasta el anciano, desde la escuela elemental hasta la cátedra del sabio. ¿Por qué no habría podido ver yo entonces que en la definición de la voluntad había que poner «exento de toda coacción» que ahora, como con una experiencia mayor, he puesto con toda prudencia? Pero si esto es manifiesto en todas partes y evidente a todos, no en virtud de la ciencia, sino de la misma naturaleza, ¿qué queda que parezca oscuro, a no ser que a alguno tal vez se le oculte que, cuando queremos, queremos algo y que a eso se dirige nuestra alma, y que o lo tenemos o no lo tenemos, y en el caso de tenerlo quisiéramos retenerlo y en el caso de no tenerlo desearíamos adquirirlo? Por lo tanto, todo el que quiere quiere o bien no perder algo o bien conseguir algo. Si todo esto es más claro que la luz, como lo es en verdad y el conocerlo no sólo se me ha concedido a mí, sino a todo el género humano por liberalidad de la misma verdad, ¿por qué no habría podido decir también en aquel tiempo: «La voluntad es un movimiento del alma, exento de toda coacción, dirigido a no perder o a conseguir algo»?

Definición del pecado

15. Me preguntará alguien: «¿De qué te sirve eso contra los maniqueos?» No tengas prisa; permíteme definir antes el pecado, respecto al cual toda mente lee escrito por Dios en sí misma que no puede existir sin voluntad. Luego el pecado es la voluntad de retener o conseguir algo que la justicia prohíbe y de lo que hay libertad para abstenerse. Aunque si no hay libertad tampoco hay voluntad. He preferido que la definición peque por más que por menos. ¿También en este asunto tenía que haber escrutado los libros oscuros para aprender en ellos que no es merecedor de reproche o tormento quien o bien quiere lo que la justicia no prohíbe querer o bien no hace lo que no puede hacer? ¿No cantan esto los pastores en los montes, los poetas en los teatros, los ignorantes en los corrillos, los sabios en las bibliotecas, los maestros en las escuelas, los obispos en los lugares sagrados y el género humano en el orbe de la tierra? Y si nadie es merecedor de reproche o de condena o bien porque no obra contra lo prohibido por la justicia o porque no hace lo que no puede, y, en cambio, todo pecado merece el reproche y la condena, ¿quién dudará de que existe el pecado cuando lo que se quiere contraría a la justicia y hay libertad para no quererlo? Por tanto, no sólo ahora, sino también entonces podría yo haber afirmado que aquella definición, además de verdadera, es muy fácil de entender: «Pecado es la voluntad de retener o conseguir algo que la justicia prohíbe y de lo que hay libertad para abstenerse».

Conclusiones de la definición de pecado

16. Pasemos ahora a ver qué provecho se me hubiese permitido sacar de lo dicho. Ante todo, el no haber deseado nada más, pues habría desaparecido la cuestión. En efecto, todo el que fijando su mirada en los secretos de su conciencia y en las leyes divinas grabadas en lo profundo de su naturaleza y en el interior del alma, donde se manifiestan más claras y más seguras, admite que son verdaderas las dos definiciones, la de la voluntad y la del pecado, condena sin la menor duda, con argumentos irrefutables, aunque muy pocos y sencillos, toda la herejía maniquea.

La reflexión puede tomar este camino: los maniqueos afirman que hay dos géneros de almas: uno bueno que procede de Dios, no porque lo haya hecho de alguna otra materia o de la nada, sino porque es una parte de la mismísima sustancia de Dios; el otro, en cambio, es malo, pues creen y recomiendan creer que no pertenece a Dios por absolutamente ningún título. En consecuencia, pregonan que aquél es el sumo bien y éste el sumo mal y que los dos géneros se hallaban en otro tiempo separados, mientras ahora se hallan mezclados.

Qué clase de mezcla era ésta y la causa de la misma aún no la había oído yo; con todo, ya podía haber investigado si el género de almas malas había tenido alguna voluntad antes de su mezcla con el género de almas buenas. Si no la tenía, se hallaba sin pecado y era inocente y, en consecuencia, no era mala; si, por el contrario, era mala precisamente porque, aunque careciese de voluntad, al tocar al género de almas buenas, las violaría y corrompería a semejanza del fuego, ¡cuán criminal es creer que la naturaleza del mal tiene tanto poder como para cambiar una parte de Dios, y que aquel bien sumo está sujeto a corrupción y violación! Y si existía la voluntad, existía ciertamente un movimiento del alma, sin coacción alguna, dirigido a no perder o a conseguir algo. Este algo o era un bien o se le consideraba como tal, pues de lo contrario no podía ser apetecido. Pero antes de la mezcla que pregonan, nunca hubo bien alguno en el sumo mal. ¿De dónde le provino, pues, el saber o el creer que era un bien? ¿O no querían nada de lo que existía en él y apetecían aquel bien verdadero que estaba fuera de él? Mas esta voluntad por la que se apetece el sumo y verdadero bien es algo excelente y ha de pregonarse como digna de la máxima alabanza. ¿De dónde proviene, pues, al sumo mal un movimiento del alma merecedor de tanta alabanza? ¿O acaso lo apetecían con la intención de dañar? En primer lugar se traslada el argumento: quien quiere dañar desea privar de algún bien a otro en atención a algún bien propio; por tanto, aquellas almas conocían o creían conocer el bien, cosas que en ningún modo debían existir en el sumo mal. Además, ¿cómo llegaron a conocer la existencia de aquel bien que estaba fuera de ellas y al que tenían intención de dañar? Si la habían percibido con la inteligencia, ¿qué hay más excelente que ella? ¿O hay otra realidad a la que se encamine, con grandes fatigas, la mirada de los buenos, que no sea el percibir con la inteligencia aquel bien supremo y auténtico? ¿Ya entonces podía aquel mal, él solo, sin ayuda de ningún bien, lo que ahora se concede apenas a unos pocos buenos y justos? Si, por el contrario, aquellas almas poseían cuerpos y vieron el bien con los ojos, ¿cuántas lenguas, cuántos corazones, cuántos ingenios bastarán para alabar y ensalzar esos ojos, a los que apenas se les pueden igualar las mentes de los justos? ¿Cuántos bienes hemos hallado en el sumo mal? En efecto, si ver a Dios es un mal, Dios no es un bien; pero Dios es un bien, luego ver a Dios es un bien e ignoro qué se pueda comparar con este bien. ¿De dónde puede resultar que sea un mal el poder ver lo que es un bien ver? Por lo cual quien hizo que ya con aquellos ojos, ya con aquellas mentes (estas almas) pudiesen ver la sustancia divina, ha realizado un gran bien digno de una alabanza inefable. Si, por el contrario, no fue hecho, sino que era tal por sí mismo desde siempre, es difícil hallar algo mejor que este bien.

17. Finalmente, para mostrar que aquellas almas no poseen ninguna de esas cosas dignas de alabanza, que se ven forzados a admitir con sus argumentos, les habría preguntado si Dios condena a algunas almas o no condena a ninguna. Si no condena a ninguna no existe juicio sobre los méritos, ni providencia, y el mundo es gobernado por el azar más que por la razón, o mejor, no es gobernado por nada, pues no hay que atribuir gobierno alguno al azar. Si creer esto es un crimen para todos los que se hallan vinculados a alguna religión, no queda sino admitir que o bien hay condenación para algunas almas o no existe el pecado en absoluto. Pero si no hay pecado, tampoco hay mal alguno, y si los maniqueos lo afirman dan muerte de un solo golpe a su herejía. Ellos están de acuerdo conmigo en que algunas almas son condenadas por la ley y juicio divinos. Mas si estas almas son buenas, ¿qué justicia es ésa? Si son malas, ¿lo son por naturaleza o por su voluntad? Pero las almas en ningún modo pueden ser malas por naturaleza. ¿Cómo lo probamos? Mediante las definiciones que hemos dado antes de la voluntad y del pecado. En efecto, afirmar que las almas son malas y que no han pecado es el colmo de la demencia; afirmar que pecan sin quererlo es el colmo del delirio, y considerar a alguien como culpable de pecado porque no hizo lo que no pudo hacer es la cima de la maldad y de la locura. Hagan aquellas almas lo que hagan, si lo hacen en virtud de su naturaleza y no por propia voluntad, es decir, si carecen del libre movimiento del alma tanto para hacerlo como para no hacerlo; si finalmente no se les concede poder alguno para abstenerse de su obrar, no podemos admitir pecado en ellas. Ahora bien, todos confiesan que las almas malas son condenadas justamente, e injustamente las que no han pecado. Confiesan, pues, que son malas las que pecaron. Pero aquéllas no pecan, como demuestra la razón; en consecuencia, ese no sé qué género de almas malas que introducen los maniqueos no existe.

18. Veamos ahora el otro género de almas, el de las buenas, cuya alabanza llega hasta la afirmación de que se identifica con la misma sustancia divina. ¡Cuánto mejor sería que cada uno conociese el propio rango y mérito y no se dejase llevar por el viento de la soberbia sacrílega, de forma que, a pesar de experimentar tantas veces sus propios cambios, cree que es la sustancia de aquel sumo bien que la razón, guiada por la verdad, confiesa y enseña que es inmutable! Es evidente que las almas no pecan por el hecho de no ser como no pueden ser, razón por la que ya consta que aquellas almas ficticias en ningún modo pecan y, por tanto, no existen. Como admiten que existe el pecado y no hallan a quién atribuirlo, no les queda otra salida que atribuirlo al género de almas buenas y a la sustancia de Dios. Pero les pone en grandes aprietos la autoridad cristiana. Nunca negaron que se otorga el perdón de los pecados a quien se convierte a Dios; nunca han afirmado como en muchos otros casos que alguien haya corrompido las divinas Escrituras interpolando esto. ¿A quién, pues, se perdonan los pecados? Si a aquellas almas malas y extrañas, pueden convertirse en buenas, pueden poseer el reino de Dios con Cristo. Esto lo niegan; pero como no reconocen otro género de almas, sino aquel del que afirman que es de la sustancia de Dios, no les queda sino confesar no que también ellas, sino que sólo ellas pecan. Yo no entro en la discusión de si sólo ellas pecan, lo cierto es que pecan. «Pero se ven forzadas a ello por la mezcla del mal». Si son coaccionadas hasta el punto que carecen de toda capacidad de ofrecer resistencia, no pecan; si tienen capacidad de resistir y consienten con su propia voluntad, ¿por qué no vernos obligados a admitir desde su doctrina tantos bienes en el sumo mal y este mal en el sumo bien, sino porque ni es un mal aquello que introducen al amparo de sólo una sospecha, ni el sumo bien lo que desnaturalizan con su superstición?

La deliberación no prueba la existencia de dos almas

19. Si yo hubiese enseñado o, al menos, hubiese aprendido que los maniqueos deliraban a propósito de estos dos géneros de almas, ¿qué les podía quedar que los hiciese merecedores de ser escuchados o consultados respecto a cuestión alguna? ¿Acaso para oír de ellos que se prueba la existencia de dos géneros de almas por el hecho de que cuando deliberamos el asentimiento oscila ahora hacia una parte y luego hacia otra? ¿Por qué no reconocer que ello es más bien una señal de la existencia de una sola alma que, en virtud de aquella libre voluntad, puede ser llevada y traída de un lado para otro? En efecto, cuando me acontece personalmente, experimento que es mi único yo el que considera ambas posibilidades y elige una de ellas. Pero la mayor parte de las veces, una cosa es agradable, la otra conveniente y, puestos en medio de las dos, fluctuamos. Y no tiene nada de extraño, pues nuestra constitución presente es tal que lo placentero nos solicita por medio de la carne y lo honesto mediante el espíritu. ¿Por qué no me veo obligado a reconocer por ello las dos almas? Es mucho mejor y más fácil el comprender que hay dos géneros de cosas buenas, ninguna de las cuales es ajena a la obra creadora de Dios; un alma única solicitada por sus dos partes diversas, la inferior y la superior o, con expresión también recta, la exterior y la interior. Son las dos clases de realidades de que antes he tratado bajo el nombre de sensibles e inteligibles, a las que denominamos de mejor grado y más habitualmente carnales y espirituales. Pero se nos ha hecho difícil abstenernos de las realidades carnales, no obstante que nuestro pan verdadero es espiritual. Con fatiga comemos ahora nuestro pan, pues no sin sufrimiento nos hemos convertido de inmortales en mortales por el pecado de la transgresión. Por eso acontece que, cuando en nuestro esfuerzo por superarnos, la costumbre contraída en la carne y nuestros pecados comienzan en cierto modo a hacer la guerra contra nosotros y a ponernos en aprietos, algunos necios, movidos por una burda superstición, se imaginan otro género de almas que no procede de Dios.

20. Además, incluso si se les concediese que nos sentimos solicitados a acciones deshonestas por un alma de un género inferior, no se deduce de ahí que tales almas sean malas por naturaleza o las otras el sumo bien. Pudiera darse que aquéllas, apeteciendo por su propia voluntad lo que no les era lícito, es decir, pecando, se hubieran convertido de buenas en malas, pudiendo volverse de nuevo buenas, pero que, como acontece mientras permanecen en el pecado, arrastran hacia sí a las otras por cierta persuasión oculta. Luego puede darse que no sean en absoluto malas, sino que, dentro de su género, aunque sea inferior, realizan sin pecado alguno la obra que les es propia; mientras que las que son superiores a las que la justicia suprema, moderadora de todo, otorga una actividad mucho más elevada, si quisieran seguir e imitar a las inferiores, al pecar se vuelven malas, no porque imiten a almas malas, sino porque es un mal imitarlas. Aquéllas obran conforme a lo que les es propio, éstas apetecen lo ajeno; por lo cual aquéllas permanecen en su nivel, éstas se sumergen en lo que les es inferior, como cuando los hombres imitan a las bestias. En efecto, es bello el caminar de un caballo que es cuadrúpedo; pero si un hombre piensa en hacer lo mismo con sus pies y manos, ¿quién no le considerará digno al menos de alimentarse de paja? Con razón, pues, desaprobamos la mayor parte de las veces al que imita algo, no obstante que aceptemos lo que se imita. Pero le desaprobamos no porque no haya logrado la imitación, sino únicamente porque quiso conseguirla. En el caballo valoramos aquel su caminar, pero cuanto más le anteponemos el hombre, tanto más nos sorprende el que éste imite a lo que le es inferior. Centrémonos en los hombres mismos. Un alguacil cumple bien su misión de pregonero; pero ¿no sería propio de un demente el que hiciera eso mismo el juez, aunque fuese con voz más clara y mejor? Fíjate en los astros: Se alaba el resplandor de la luna, se alaba su curso y producen no poco agrado sus fases a quienes las contemplan como se debe; con todo, si el sol quisiera imitarla —supongamos que pueden tener voluntad—, ¿a quién no le desagradaría al máximo y con razón? Igual a estas cosas es lo que quiero que se entienda. Incluso si hay almas —cosa incierta de momento— entregadas a actividades corporales no por pecado, sino por naturaleza y, aunque sean inferiores, nos tocan a nosotros por alguna afinidad interna, no es justo que las consideremos malas por el hecho de que seamos malos nosotros al seguirlas a ellas y amar lo corpóreo. En consecuencia, al amar lo corporal pecamos porque la justicia nos manda amar lo espiritual y la naturaleza nos capacita para ello; entonces somos, dentro de nuestro género, buenos y felices en sumo grado.

21. Por tanto, ¿qué valor probativo tiene el que la deliberación del hombre se fatigue indecisa entre una y otra parte, ya inclinándose hacia el pecado, ya sintiéndose movida a obrar el bien, en orden a vernos obligados a aceptar la existencia de dos géneros de almas, cuya naturaleza proceda en un caso de Dios y en otro no? ¿No es posible conjeturar numerosas otras causas de ese pensamiento pendular? Pero cualquier buen estimador de la realidad advierte que estas cosas son oscuras y que en vano las investigarán las almas cuyos ojos están enfermos. En consecuencia, reconsideremos más bien lo dicho sobre la voluntad y el pecado, lo que —repito—— la suprema justicia no permite ignorar a nadie que tenga uso de razón; lo que, si se nos priva de ello, no hay en qué apoyar el inicio del camino de la virtud ni la evasión de la muerte de los vicios. Todo ello, reconsiderado una y otra vez, muestra de forma suficientemente clara e inteligible que la herejía maniquea es falsa.

La utilidad del arrepentimiento muestra que las almas no son malas por naturaleza

22. Semejante a lo anterior es lo que voy a decir acerca del arrepentimiento. A todos los hombres cuerdos les consta que es provechoso arrepentirse de los pecados. Los mismos maniqueos no sólo lo admiten, sino que hasta lo mandan. ¿Qué necesidad tengo de espigar al respecto los testimonios de las Escrituras divinas, difundidas por doquier? Es también la voz de la naturaleza. El conocimiento de esta realidad no se escapa a ningún hombre, aunque sea necio, y nosotros pereceríamos si no lo tuviésemos grabado en lo más profundo de nuestro ser. Puede haber alguien que diga que él no peca; pero nadie, ni siquiera un bárbaro, se atreverá a decir que, si ha pecado, no deba arrepentirse. Estando así las cosas, pregunto a qué género de almas corresponde el arrepentirse del pecado. Sé con toda certeza que no puede corresponder ni a aquel que no puede hacer mal, ni al otro que no puede hacer el bien. Por lo tanto —sirviéndome de su terminología—, si el alma de las tinieblas se arrepiente del pecado, no procede de la sustancia del sumo mal; si es el alma de la luz la que se arrepiente, no procede de la sustancia del sumo bien. Aquel sentimiento de dolor atestigua que quien se arrepiente obró mal y que pudo haber obrado el bien. «¿Cómo, pues —dirá una—, no hay en mí ningún mal, si he obrado mal? ¿O cómo es justo mi arrepentimiento, si no he obrado mal alguno?» Escucha ahora lo que diría la otra: «¿Cómo no hay en mí ningún bien si existe en mí la buena voluntad? ¿O cómo mi arrepentimiento es tal, si no hay en mí buena voluntad?» Los maniqueos, pues, o bien han de negar el gran provecho del arrepentimiento, eliminándolo no sólo del nombre cristiano, sino también de toda razón humana, incluso la que raya en la imaginación, o han de desistir en su aceptación y enseñanza de que existen esos dos géneros de almas, uno de los cuales carece de todo mal y el otro de todo bien. Pero, si lo hacen, con toda certeza dejan de ser maniqueos, pues la secta entera se fundamenta en la variedad de almas, más que doble, conducente al abismo.

23. Personalmente me basta con saber que los maniqueos se equivocan con la misma certeza que sé que hay que arrepentirse del pecado. No obstante, si los derechos de la amistad me impulsasen ahora a preguntar a uno de mis amigos que aún pensase que merecen ser escuchados: «¿Sabes que es provechoso el que uno se arrepienta de sus pecados?», sin duda juraría saberlo. «Si, pues, te hiciese saber con idéntica certeza que es falsa la herejía maniquea, ¿desearías más?» El me respondería: «¿Qué más puedo desear al respecto?» Hasta aquí todo iría bien. Mas cuando comenzase a mostrarle argumentos ciertos e indiscutibles, que se siguen cual eslabones de diamante —como suele decirse— de aquella proposición, y la hiciese parar en una conclusión que destruye la secta, quizá negará conocer el provecho del arrepentimiento que nadie, sea sabio o ignorante, desconoce y más bien preferirá saber que, cuando dudamos o deliberamos, las dos almas presentes en nosotros prestan su apoyo respectivo a cada uno de los términos de la cuestión.

¡O costumbre de pecar! ¡O castigo, consecuencia del pecado! Vosotros me apartasteis entonces de la consideración de realidades tan manifiestas, pero el daño lo hacíais a quien carecía de sensibilidad; ahora, en cambio, recobrada esa sensibilidad, me herís y atormentáis en personas que me son muy queridas, carentes a su vez de ella.

Oración por sus amigos, antiguos compañeros en el error

24. Os ruego, amadísimos, que prestéis atención a estas cosas. Conozco bien vuestro ingenio. Si sois capaces de concederme la inteligencia y la razón que tiene cualquier hombre, os digo que son cosas mucho más ciertas que las que en la secta creíamos aprender o más bien se nos obligaba a creer.

Dios grande, Dios todopoderoso, Dios de toda bondad, a quien la fe y la inteligencia reconocen como inmutable e inviolable, Unidad trina que venera la Iglesia católica, yo que he experimentado tu misericordia para conmigo, te ruego suplicante que no permitas se separen de mí en tu culto aquellos hombres con los que viví en compañía y perfecto acuerdo desde mi niñez.

Me doy cuenta que, llegado a este momento, se espera sobre todo de mí que indique no sólo cómo habría defendido también entonces las Escrituras católicas, si, como dije, hubiese sido cauto, sino también cómo demuestro ahora que se pueden defender. Pero Dios me ayudará para que lleve a cabo este mi proyecto en otros escritos, pues, a mi parecer, In relativa longitud del presente pide que se le dispense la continuación.