El incrédulo Tomás (Jn 20,24—29)
Habéis oído cómo el Señor alaba más a los que creen sin haber visto que a los que creen porque han visto y hasta han podido tocarle. En efecto, cuando el Señor se apareció a sus discípulos, el apóstol Tomás estaba ausente y, al oír de boca de ellos que Cristo había resucitado, les dijo: Si no meto mi mano en su costado, no creeré2. ¿Qué hubiera pasado, entonces, si el Señor hubiese resucitado sin las cicatrices? ¿O es que no podía haber resucitado su carne sin que quedaran en ella rastros de las heridas? Lo podía; pero, si no hubiese conservado las cicatrices en su cuerpo, no hubiera sanado las heridas en nuestro corazón. Al tocarle, lo reconoció. Le parecía poco verlo con los ojos; quería creer con los dedos. «Ven —le dijo —: mete aquí tus dedos; no suprimí toda huella, sino que dejé algo te lleve a la fe; mira también mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente3». Mas tan pronto como le manifestó aquello sobre lo que aún le quedaba duda, exclamó: ¡Señor mío y Dios mío!4. Tocaba su carne, proclamaba su divinidad. ¿Qué tocó? El cuerpo de Cristo. ¿Acaso el cuerpo de Cristo era la divinidad de Cristo? La divinidad de Cristo era la Palabra; la humanidad, el alma y la carne. Él no podía tocar ni siquiera al alma, pero podía advertir su presencia, puesto que el cuerpo antes muerto, ahora se movía vivo. Aquella Palabra, en cambio, ni se cambia ni se la toca, ni decrece ni acrece, puesto que en el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios5. Esto proclamó Tomás: tocaba la carne e invocaba la Palabra, porque la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros6.