Libro XXXIII
Maniqueos y católicos ante Mt 8,5—13 y Lc 7,1—10
Abrahán, Isaac y Jacob pudieron salvarse, mas por la misericordia de Dios
1. Fausto: —Está escrito en el evangelio: Muchos vendrán de oriente y de occidente y se sentarán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos1. Según esto, ¿por qué vosotros no admitís a los patriarcas?
—¡Lejos de nosotros el mirar con malos ojos a algún mortal, a quien quizá Dios, poniendo en él sus ojos misericordiosos, ha sacado de la perdición para conducirlo a la salvación. Pero nosotros suponemos que fue obra de la clemencia de quien se compadeció de él, no mérito personal de quien no puede negarse que su vida fue reprobable. Por eso, suponemos que los padres de los judíos, esto es, Abrahán, Isaac y Jacob se hallan también en el reino de los cielos, en el lugar en que nunca habían creído ni esperado, como aparece casi claramente en sus escritos. Eso, en el caso de que el testimonio sobre ellos que aducís sea ciertamente de Cristo, y no obstante que llevaron una vida muy licenciosa, como indica Moisés, su descendiente, o quien sea el autor del relato, que lleva por nombre «Génesis», que nos escribió sus biografías merecedoras de todo nuestro aborrecimiento y náusea. Pero siempre que conste, a su vez, por confesión vuestra, que llegaron, si es que llegaron, a lo que está escrito de ellos, tras ser liberados, después de largo tiempo, de la terrible y punitiva cárcel de los infiernos, donde recibían el castigo merecido por su vida.
En efecto, el mismo nuestro Señor liberó de la cruz a cierto atracador y le dijo que aquel mismo día estaría con él en el paraíso de su Padre2; mas no por eso alguien le ha de mirar con malos ojos o puede ser tan inhumano que le desagrade tan gran muestra de benignidad. Sin embargo, no diremos que debamos aprobar las vidas y costumbres de los atracadores porque Jesús otorgó el perdón a aquél o porque perdonó sus errores a los publicanos y meretrices y les dijo que incluso precederían en el reino de los cielos a quienes se comportasen orgullosamente3. El mismo absolvió a cierta mujer sorprendida en injusticia y en adulterio a la que acusaban los judíos, pero mandándole que ya no volviera a pecar4. Por tanto, si hizo algo parecido con Abrahán, Isaac y Jacob, ¡gracias a él! Enseña que actúa de esa manera con las almas el que hace salir su sol sobre buenos y malos y llover sobre justos e injustos5.
Pero en vuestro modo de ver hay una cosa que me incomoda: ¿por qué pensáis que sólo los padres judíos y no también los patriarcas de los gentiles han experimentado alguna vez esta gracia de nuestro Libertador, sobre todo teniendo en cuenta que la Iglesia cristiana la componen más hijos de ellos, que descendientes de Abrahán, Isaac y Jacob? Alegas que ellos adoraron a ídolos, mientras éstos al Dios omnipotente, y que por eso Jesús sólo se preocupó de ellos. Entonces, ¿el culto del Dios omnipotente conduce a los infiernos y quien tributó culto al Padre necesita del auxilio del Hijo? Pero, ¡allá tú! Admitamos de momento, digo, que fueron llevados al cielo, no porque lo mereciesen, sino porque la clemencia divina vence al poder de los pecados.
La escena de la curación del hijo del centurión no es auténtica
2. Pero las variantes entre los autores nos deja en la duda y en la incertidumbre sobre si aquellas palabras las pronunció Cristo. En efecto, dos evangelistas, Mateo y Lucas, relatan por igual lo referente a cierto centurión cuyo siervo estaba enfermo y a quien parece que se refieren las palabras de Jesús de que no había hallado en Israel fe tan grande como la que había hallado en aquel gentil, aunque fuese además pagano. Él había dicho que no era digno de que Jesús entrase bajo su techo, por lo que se limitó a suplicarle que lo mandase de palabra y su criado quedaría sano. Sólo Mateo añade que Jesús continuó diciendo: En verdad os digo que muchos vendrán de oriente y de occidente y se sentarán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos, mientras que a los hijos del reino los arrojarán a las tinieblas exteriores6. Al hablar de los muchos que habían de venir, se refería a los paganos, en consideración al centurión, que era también gentil, en quien había hallado fe tan grande; y con «los hijos del reino» se refería a los judíos en quienes no había hallado fe alguna.
En cambio Lucas también juzgó que debía incluir en su evangelio esta obra de Cristo, entre otras maravillosas, como insustituible y digna de ser recordada, pero no hace allí mención alguna de Abrahán, de Isaac y de Jacob. Y si alguien dice que lo pasó por alto porque ya quedaba suficientemente señalado en Mateo, ¿por qué menciona lo acontecido con el centurión y su siervo, que igualmente nos había hecho conocer ya con detalle la solicitud de Mateo? N os hallamos ante una interpolación. En efecto, respecto a la súplica a Jesús para que fuese, Mateo afirma que el mismo centurión fue personalmente a él para pedirle la curación, mientras que Lucas no dice que fuera él personalmente sino que envió a los ancianos de los Judíos, quienes, para que no lo desdeñase en cuanto gentil —pues también estos reconocen que Jesús es plenamente judío— se le presentaron a persuadirle, indicándole que el centurión merecía que le otorgase lo que pedía porque amaba a su pueblo y les había edificado una sinagoga7. ¡Como si al Hijo de Dios le importase algo el que los judíos hubiesen merecido que el centurión les hubiese levantado la sinagoga! Sin embargo, Lucas no calló del todo dicho texto, pienso que considerando la posibilidad de que fuese cierto. Pero lo cambia de lugar y lo ensarta en otro contexto muy diferente, es decir, allí donde Jesús dice a sus discípulos: Esforzaos por entrar por la puerta estrecha, pues muchos vendrán buscando entrar y no podrán. Mas cuando haya entrado el dueño de la casa, dijo, y haya cerrado la puerta, quedaréis plantados a la puerta y comenzaréis a llamar diciendo: Señor, ábrenos. Él os responderá: No os conozco. Entonces empezaréis a decir: Hemos comido y bebido contigo y has enseñado en nuestra plazas y sinagogas. El volverá a decir: No sé de donde sois. Apartaos todos de mí, obradores de iniquidad. Allí habrá llanto y crujir de dientes, cuando veáis que Abrahán, Isaac y Jacob y todos los profetas entran en el reino de Dios, mientras que vosotros sois expulsados fuera. y llegarán de oriente y de occidente, del sur y del norte y se sentarán a la mesa en el reino de Dios8.
En este contexto, tampoco Mateo pasó por alto anotar la exclusión del reino de Dios de muchos, es decir, de quienes se conformaron con llevar únicamente el nombre de Cristo, pero no realizaron las obras que él9. Pero no hizo allí absolutamente ninguna mención de Abrahán, Isaac y Jacob. A su vez, también Lucas escribió sobre el centurión y su siervo, pero, de igual manera, tampoco él hace la más mínima mención allí de Abrahán, Isaac y Jacob, de modo que, como no se puede saber con certeza dónde se pronunciaron esas palabras, nada prohíbe creer que no fueron pronunciadas.
Proceder maniqueo con las Escrituras
3. Y no nos falta tampoco razón cuando aplicamos nuestros oídos a esta clase de Escrituras tan versátiles y cambiantes, aunque nunca sin criterio y discernimiento; antes bien, examinamos todo, comparamos unas cosas con otras y valoramos si Cristo pudo decir eso o no. Pues vuestros antepasados interpolaron en los discursos de nuestro Señor muchas palabras que, puestas bajo su nombre, no se compaginan con lo que creen de él. Sobre todo teniendo en cuenta que, como ya he demostrado frecuentemente, se trata de textos que no fueron escritos por el mismo Cristo ni por sus apóstoles, sino compuestos, mucho tiempo después de su muerte, apoyándose en el «se dice» y pareceres particulares, por no sé qué semijudíos que, además, no concordaban entre sí. Estos, poniéndolo todo bajo el nombre de los apóstoles o de aquellos que parecían seguidores de los apóstoles, mintieron al afirmar que habían escrito sus errores y mentiras inspirándose en ellos. Pero verás. Sobre este pasaje, como he dicho, de momento no vaya entrar en demasiada polémica contigo, puesto que como defensa me basta lo que puse antes y que ni siquiera a vosotros os es lícito negar, a saber: antes de la venida de nuestro Señor, todos los patriarcas y profetas de Israel yacieron en las tinieblas del infierno en conformidad con sus merecimientos. Por lo cual si, liberados por Cristo, fueron devueltos alguna vez a la luz, ¿qué tiene que ver esto con la aversión hacia su vida? Nosotros aborrecemos y rechazamos no lo que fueron, es decir, hombres, sino cómo fueron, esto es, malos; ni lo que son ahora, o sea, hombres purificados, sino los que fueron alguna vez, a saber, impuros. Por eso, este pasaje, independientemente de cómo lo aceptéis vosotros, a nosotros no nos crea dificultad alguna de momento, puesto que, si es verdad, se encarece en él la misericordia y la bondad de Cristo; y, si es falso, el delito pasa a los escritores. En una u otra hipótesis, nosotros quedamos siempre a salvo.
Ciertas cosas sólo han de investigarse en las Escrituras
4. Agustín: ¿Cómo estás a salvo, desdichado? ¿Cómo estás a salvo tú que afirmas que aborreces a los patriarcas porque eran impuros y todavía lloras a un dios impuro? Es cierto; has concedido que, tras la venida del Salvador, a aquellos patriarcas se les otorgó la purificación y se les donó la vida eterna. En cambio vuestro dios yace todavía, incluso después de la venida del salvador, en las tinieblas; todavía está sumergido en toda clase de torpezas; aún se revuelca en toda clase de impureza. En consecuencia, no solo la vida de aquellos hombres era mejor que vuestro dios, sino incluso más dichosa su muerte. Dónde se hallaban los justos que habían salido de esta vida, antes de que Cristo viniese en carne, y si la pasión de Cristo puso en situación mejor a quienes no sólo habían creído en su venida, pasión y resurrección, sino que hasta habían profetizado, como convenía, eso mismo, hay que investigarlo en la Sagrada Escritura, si es que se puede sacar algo en claro. En todo caso no hay que adherirse a las opiniones temerarias de algunos hombres, ni a los extravíos de la herejía tan execrable de quienes están demasiado alejados de la verdad.
En vano se promete Fausto de modo indirecto que después de esta vida se puede otorgar a cualquiera algo para lo que no hizo méritos en esta vida. Es cosa buena para vosotros abandonar ese error mientras vivís aquí y conocer y conservar la verdad de la fe católica. De lo contrario quedará muy lejos lo que se promete el injusto, cuando comience a hacerse realidad aquello con que Dios ha amenazado al injusto.
Abrahán recibe el testimonio del Señor y del Apóstol
5. Ya he respondido no poco —cuanto juzgué oportuno—a ese hombre maldiciente acerca de la vida de los patriarcas. El Señor daba testimonio a favor de ellos, no tras haberlos corregido en su muerte y purificado después de su pasión, cuando advertía a los judíos que si fueran hijos de Abrahán, realizarían las obras de Abrahán; que el mismo Abrahán deseó ver su día y que se había alegrado cuando lo había visto10, y que los ángeles llevaron a aquel pobre atribulado y despreciado por el rico soberbio a su seno11, es decir, a no sé qué lugar retirado, grande y escondido, de apacible felicidad.
¿Qué diré del apóstol Pablo? ¿Acaso considera a Abrahán justificado después de la muerte él que le alaba por haber otorgado fe a Dios antes de ser circuncidado, lo que le fue reputado como justicia?12 Otorgó tal valor a esto que afirma que nos hemos convertido en hijos suyos quienes no descendemos de su carne, únicamente porque seguimos los vestigios de su fe.
Criterios universales de autenticidad de los escritos
6. Pero ¿qué puedo haceros yo a vosotros a quienes la iniquidad hizo tan sordos contra los testimonios de las Escrituras que todo lo que se aduzca de ellas contra vosotros os atrevéis a sostener que no lo dijo el Apóstol, sino que fue escrito por no sé qué falsario bajo su nombre? ¡Hasta tal punto es a todas luces ajena la enseñanza cristiana a la enseñanza de los demonios, que de ningún modo podéis defenderla como doctrina cristiana más que afirmando que están falsificados los escritos de los apóstoles! ¿Qué escritos tendrán alguna vez algún peso de autoridad si no lo tienen los evangélicos, los apostólicos? ¿De qué libro se tendrá certeza respecto a su autor si no se sabe con certeza si son de los apóstoles los escritos que la Iglesia, propagada a partir de los mismos apóstoles y manifestada con tanto relieve en todos los pueblos, dice y conserva como de los apóstoles? ¿Y será cierto que los apóstoles escribieron lo que aducen los herejes, contrarios a esta Iglesia, quienes reciben el nombre de sus inspiradores que existieron mucho después de los apóstoles?
¡Como si en las letras seculares no hubieran existido autores indiscutido s bajo cuyos nombres han aparecido después muchos escritos, que luego fueron rechazados! Estos o no se ajustaban lo más mínimo a los auténticos, o no llegaron a conocerse en la época en que ellos habían escrito y no merecieron que los mismos autores o los más cercanos a ellos los dieran a conocer y los recomendaran a la posteridad.
Dejando de lado a otros, ¿no es cierto que los médicos no han aceptado como autoridad ciertos libros aparecidos bajo el nombre del conocidísimo Hipócrates? De nada les sirvió cierta semejanza de contenido y de expresión, al establecer la comparación con los que constaba eran auténticos de Hipócrates. Incluso contribuyó a rechazar su autenticidad el que fuesen desconocidos en una época en que se conocían sus otros escritos por la simple razón de que eran auténticos. ¿Cómo consta que son de Hipócrates los libros que sirven de criterio para rechazar a los que se presentan de través? ¿Cómo consta —si alguien lo niega, merece más que una refutación, una carcajada— sino porque desde el tiempo de Hipócrates hasta nuestros días, y aún después, los ha recomendado una sucesión ininterrumpida, de modo que dudarlo es de locos? ¿Cómo saben los hombres que ciertos libros son de Platón, de Aristóteles, de Varrón, de Cicerón y otros autores semejantes, sino por la atestación continua de las épocas sucesivas?
Fueron numerosos los que escribieron en cantidad sobre los escritos eclesiásticos, aunque no con autoridad canónica, sino por afán de ayudar o de aprender. ¿Cómo consta que algo es de alguien, sino porque en la época en que cada uno lo escribió lo dio a conocer a los que pudo, lo publicó y, a partir de ahí, llegó a unos y otros por un conocimiento ininterrumpido y, al afianzarse cada vez más, a los posteriores, incluso hasta nuestros días, de manera que si nos preguntan de quién es cada libro no dudamos sobre lo que debemos responder?
Mas, ¿para qué volver a tiempos demasiado lejanos? Los mismos escritos que tenemos entre manos, si alguien negara, algún tiempo después de acabada nuestra vida, que aquél es de Fausto y éste mío, ¿cómo se le convencería? Sólo hay un argumento: quienes ahora lo saben, trasmiten su saber a quienes vendrán mucho después, mediante sucesiones ininterrumpidas. Siendo esto así, ¿a quién, a no ser que al dar su asentimiento a la malicia y falacia de los demonios embaucadores quede trastornado, le ciega tanto el furor que diga que la Iglesia de los apóstoles, tan fiel, tan numerosa concordia fraterna, no mereció que pasaran incólumes a la posteridad los escritos de aquéllos? No en vano han conservado sus cátedras hasta los obispos actuales en sucesión garantizada. Además, esto acontece con toda normalidad respecto a los escritos de cualesquiera hombres, tanto fuera como en el interior de la misma Iglesia.
Un caso de presunta contradicción entre Mt y Lc: la curación del hijo del centurión
7. «Pero, dice, se hallan contradicciones entre los escritos de unos y otros». Eso es debido a que, al ser malvados, los leéis con mala intención; al ser necios, no los entendéis, y, al ser ciegos, no los veis. No se requiere nada del otro mundo para hacer un examen esmerado y descubrir la coherencia, grande y saludable, de dichos escritos. Mas era necesario que el afán de litigar no os extraviase y la piedad os ayudase. ¿Quién, leyendo a dos historiadores que escriben de un mismo asunto, ha pensado que han engañado, o se han engañado los dos, o uno de ellos, porque uno dijo lo que otro pasó por alto, o porque uno expresó más concisamente algo, limitándose a conservar la integridad de la sentencia, mientras que el otro lo trató más detalladamente, no limitándose a informar sobre lo hecho, sino también sobre el modo como se hizo? Es lo que hace Fausto, quien, para negar la verdad de los evangelios, quiso agarrarse al hecho de que Mateo dijo algo que Lucas, narrando el mismo acontecimiento, pasó por alto, como si Lucas negase que Cristo hubiera dicho lo que, según Mateo, dijo. Al respecto nunca hubo cuestión alguna, y sólo pueden hacer dicha objeción los totalmente ignorantes y quienes no quieren o no pueden examinar ninguna de estas cosas.
Mateo dijo: Se le acercó un centurión rogándole y diciéndole; Lucas, en cambio, que le envió a los ancianos de los judíos suplicándole también que sanara a su siervo que estaba enfermo y que, cuando se acercó a la casa, envió a otros que le dijeran que no era digno de que Jesús entrase en su casa, ni de presentarse él personalmente ante Jesús. A los fieles, esto les lleva a preguntar; los infieles, en cambio, se sirven de ello para poner objeciones, aunque sólo los poco instruidos o demasiado pendencieros, a no ser que, advertidos, entren en razón. ¿Cómo, pues, según Mateo, se le acercó rogándole y diciéndole: Mi siervo yace paralítico en cama con grandes sufrimientos13Esto nos debe llevar a entender que Mateo se limitó a expresar concisamente la misma sentencia en su verdad e integridad, cuando afirmó que el centurión se había acercado a Jesús, omitiendo indicar si se había acercado por sí mismo o por medio de otros. Asimismo refirió que le había contado lo concerniente a su siervo, pero sin señalar igualmente si lo hizo personalmente o por medio de otros.
¿Qué tiene de particular? ¿No está llena la costumbre humana de expresiones parecidas, como cuando decimos que se acercó mucho a algo alguien de quien no afirmamos todavía que haya llegado? Con mucha frecuencia decimos que el mismo hecho de llegar, al que parece que ya no hay casi nada que se le pueda añadir, se realiza por medio de otros. No es raro decir: «aquel llevó adelante su asunto, llegó al juez», o «llegó a tal o cual poderoso», no obstante que la mayor parte de las veces lo hace por medio de sus amistades, sin haber visto para nada a aquel hasta quien se dice que ha llegado. Por lo cual el vulgo suele designar ya como «los que llegan» a esos hombres, que, movidos por la ambición, logran acceder a la presencia en cierto modo inasequible de los poderosos, ya por sí mismos, ya mediante otros. Entonces ¿qué? ¿Olvidamos cuando leemos el modo como solemos hablar? ¿O es que la Escritura de Dios tenía que hablarnos de modo distinto al que acostumbramos? Así respondería también a los obstinados y revoltosos.
Dos modos diversos de narrar un mismo acontecimiento
8. Los que indagan estas cosas, no con ánimo de pelea, sino con serenidad y fe, acérquense a Cristo no con la carne, sino con el corazón; no con la presencia corporal, sino con el poder de la fe, como aquel centurión. Entonces comprenderán mejor lo que dijo Mateo. A ellos se les dice en el Salmo: Acercaos a él y seréis iluminados y vuestro rostro no se avergonzará14. Por esa razón, aquel centurión cuya fe tanto alabó Cristo se había acercado a él más que aquellos otros por los que le hizo llegar sus palabras.
Caso parecido lo tenemos también en lo que dijo el Señor: ¿Quién me ha tocado?, cuando la mujer que padecía flujo de sangre quedó curada al tocar la orla de su vestido. Esto parecía decirles, admirado, a sus discípulos: ¿Quién me ha tocado? y: Alguien me ha tocado, cuando la muchedumbre le apretujaba. Luego le respondieron: La muchedumbre te apretuja, y preguntas: ¿Quién me ha tocado?15 Así pues, igual que ellos le apretujaban, pero ella le tocó, así también aquellos habían sido enviados a Cristo, pero el centurión se acercó más. De idéntica manera Mateo mantuvo un modo de expresión no del todo desusado y apuntó algún significado oculto; Lucas, en cambio, mostró el modo como había acaecido, para obligarnos a advertir cómo expresó Mateo eso mismo.
Me agradaría en verdad que alguna de esas personas hueras, que recriminan erróneamente al evangelio cuestioncillas de este estilo como si fuesen enormes, relatase él mismo algo dos veces, no falsa o engañosamente, sino queriendo comunicar y exponer con exactitud el mismo contenido; que se tomasen por escrito sus palabras y se le leyesen en alta voz. Vería si decía algo de más o de menos; si cambiaba el orden no sólo de las palabras, sino también de los hechos; si no añadía nada por su cuenta, como si otro hubiese dicho algo que no había oído decir, pero que sabía que lo había querido decir y así lo había pensado; o si no había compendiado con mayor concisión la verdad de la sentencia de alguien, cuyo contenido hubiera explicado antes, como más detalladamente. Dígase lo mismo de otras cosas, si es que las hay, que quizá pueda comprenderse con ciertas reglas; por ejemplo: cómo es posible que si dos personas relatan por separado un mismo hecho, o si un mismo escritor hace dos relatos de un único e idéntico hecho, se hallen muchas cosas diversas, pero no opuestas, y muchas distintas, pero no contrarias. Así hallan solución todas las dificultades con las que estos desdichados se atan el cuello, para mantener interiormente el espíritu de su error, y no admitir de fuera el espíritu de la salvación.
Exhortación final
9. —He refutado todas las acusaciones de Fausto, por lo menos las expuestas en sus capitula, a que he dado réplica en esta obra de forma suficiente —así creo— y extensa, en la medida en que el Señor se ha dignado ayudarme. A quienes estáis apresados por error tan nefasto y execrable, esta es mi breve exhortación: si queréis seguir la autoridad de las Escrituras, preferible a cualquier otra, seguid aquella que custodiada, recomendada y encumbrada en todo el orbe de la tierra, desde los tiempos de la presencia del mismo Cristo, a través de la gestión de los apóstoles y las sucesiones garantizadas de los obispos, desde sus sedes ha llegado hasta nuestros días. Allí veréis que se revela lo oscuro y se hace realidad lo prometido en el Antiguo Testamento.
Si, por el contrario, es la razón la que os mueve, pensad primero quiénes sois, cuán poco capacitados estáis para comprender la naturaleza, no digo ya de Dios, sino de vuestra alma; que hay que comprenderla, como vosotros decís que queréis o habéis querido, con una razón totalmente segura, no con una credulidad vacía hasta el extremo. Como esto no lo podéis en absoluto —sin duda alguna, mientras seáis como sois, no lo podréis de ninguna manera—, pensad o creed al menos aquello que está enquistado por naturaleza en toda mente humana, si no está alterada por la depravación de un pensar descarriado, esto es: que la naturaleza y sustancia de Dios es totalmente inmutable, absolutamente incorruptible. Al instante dejaréis de ser maniqueos, para poder ser alguna vez católicos. Amén.