HOMILÍAS SOBRE LA PRIMERA CARTA
DE SAN JUAN A LOS PARTOS

HOMILÍA NOVENA (1 JN 4,17-21)

Traducción: Pío de Luis, OSA

Razón de reemprender el comentario.
Enlaza con lo último tratado

1. Recuerda vuestra Caridad que nos falta por comentar y exponer la última parte de la carta del apóstol Juan, en cuanto Dios nos lo conceda. Soy, pues, consciente de la deuda contraída; vosotros, por vuestra parte, no debéis olvidar el exigirla. Pues la misma caridad, recomendada por encima de todo y de un modo casi exclusivo, hace de mí el más fiel de los deudores y de vosotros los más dulces acreedores. He hablado de dulcísimos acreedores porque, donde falta la caridad, el acreedor es amargo; en cambio, donde hay caridad hasta el que exige es dulce, y, aunque aquel a quien se le exige asume para sí una cierta fatiga, la misma caridad la hace casi nula y llevadera. ¿No vemos incluso en los animales mudos e irracionales en que no se da el amor espiritual, sino sólo el carnal y natural, que las crías reclaman con gran ardor la leche de las ubres de sus madres? Y aunque al mamar le golpeen las ubres, es mejor esto para las madres que si la cría no mama ni le exige lo que le debe por derechos de amor. Con frecuencia vemos cómo también los terneros ya mayorcitos golpean la ubre de las vacas con su cabeza y con tanta fuerza que casi levantan los cuerpos de las madres, las cuales, sin embargo, no los repelen a coces; antes bien, si les falta la cría que mame, con sus mugidos los llaman a la ubre.

Así, pues, si existe en mí aquel amor espiritual, a propósito del cual dice el Apóstol: Me hice pequeño en medio de vosotros, como una nodriza que cuida con cariño a sus hijos1, os amo precisamente cuando exigís. No amo a los perezosos, pues temo por los indolentes.

Interrumpí el comentario del texto de esta carta porque, con ocasión de algunas fechas festivas, se interpusieron ciertas lecturas propias de esos días del año, que necesariamente hubo que leer y comentar. Es, pues, el momento de reiniciar el comentario donde fue interrumpido. Escuche con atención vuestra Santidad lo que resta. Ignoro si hay forma mejor de encarecer la caridad que diciendo: Dios es amor.Breve, pero gran alabanza; breve en palabras, grande en lo que ofrece a la inteligencia. ¡Qué pronto se dice: Dios es amor! También esto es breve; en cifras, una sola frase; en peso, ¡cuán grande es! Dios es amor y quien -dice-permanece en el amor, permanece en Dios y Dios permanece en él2. Sea Dios morada para ti y sé tú morada para Él; permanece en Dios y que Dios permanezca en ti. Dios permanece en ti para contenerte; tú permaneces en Dios para no caer, puesto que de la misma caridad dice así el Apóstol: La caridad nunca cae3. ¿Cómo va a caer aquel a quien contiene Dios?

Criterio para conocer si se ha alcanzado la plenitud de la caridad

2. En esto consiste la plenitud del amor en nosotros: en que tengamos confianza en el día del juicio, pues como Él es, así somos nosotros en este mundo4. Indica cómo puede conocer cada uno en qué medida ha avanzado en él la caridad o, mejor, cuánto ha avanzado él en la caridad. En efecto, si la caridad es Dios, Dios no avanza ni retrocede. Se dice que avanza en ti la caridad, porque avanzas tú en ella. Pregúntate, por tanto, cuánto has avanzado en la caridad; advierte lo que te responde el corazón para conocer la medida de tu avance. Pues Juan prometió mostrarnos el criterio para conocer dicho avance y dijo: En esto consiste la plenitud del amor en nosotros. Pregunta ¿en qué? En que tengamos confianza en el día del juicio.La caridad ha alcanzado su plenitud en aquel que tiene confianza en el día del juicio. ¿Qué significa tener confianza en el día del juicio? No temer que llegue. Hay hombres que no creen en él; ésos no pueden tener confianza en un día que no creen que vaya a llegar. Dejemos de lado a éstos. ¡Ojalá los resucite Dios a la vida! ¿Para qué hablar de los muertos? No creen que vaya a llegar el día del juicio, ni lo temen, ni desean aquello en que no creen.

Un tal comienza a creer en el día del juicio; si comienza a creer en él, comienza también a temerlo. Mas, como aún teme, aún no tiene confianza en el día del juicio, la caridad aún no ha alcanzado en él su plenitud. Pero ¿acaso hay que perder la esperanza? Si has visto en él el comienzo, ¿por qué pierdes la esperanza de que llegue a su fin? ¿Qué comienzo veo?, preguntas. El mismo temor. Escucha la Escritura: El comienzo de la sabiduría es el temor del Señor5. Comienza, pues, a temer el día del juicio; que el temor le lleve a corregirse, a ponerse alerta frente a sus enemigos, es decir, frente a sus pecados. Comience a revivir en su interior y a mortificar sus miembros terrenos, según lo que dice el Apóstol: Mortificad vuestros miembros terrestres. Llama miembros terrestres a las aspiraciones malvadas, pues así lo expone a continuación: la avaricia, la impureza6, y todo lo que allí sigue. Sin embargo, en la medida en que el que comienza a temer el juicio mortifica sus miembros terrestres, en esa misma medida aparecen y se robustecen los celestes. Miembros celestes son toda clase de obras buenas. Al apuntarle éstos comienza a desear lo que temía. Temía, en efecto, que viniese Cristo y hallase en él un impío al que condenar. Ahora desea que venga, porque ha de hallar en él un justo a quien coronar. Una vez que haya comenzado ya a desear que venga Cristo, convertida ya en alma casta que suspira por el abrazo del esposo, renuncia al abrazo adúltero e interiormente se vuelve virgen en virtud de la fe misma, la esperanza y la caridad. Ya tiene confianza en el día del juicio; cuando ora y dice: Venga tu reino7, ya no entra en conflicto consigo misma. Pues quien teme que venga el reino de Dios, teme que se le escuche. ¿Cómo puede decirse que ora quien teme que le escuchen? En cambio, quien ora con la confianza que otorga la caridad, desea que llegue ya. A propósito de ese deseo decía el salmista: Y tú, Señor, ¿hasta cuándo? Vuélvete, Señor, y libra mi espíritu8. Gemía porque se difería su partida. Pues hay hombres que se arman de paciencia para morir y hay, por el contrario, otros que se arman de la misma paciencia para vivir.

¿Qué acabo de decir? Quien aún desea esta vida, cuando le llega el día de la muerte, soporta pacientemente la muerte; lucha contra sí mismo, intentando seguir la voluntad de Dios y se esfuerza en hacer lo que elige Dios, no lo que elige su voluntad humana. Y como de su amor a la vida presente surge la lucha con la muerte, se arma de paciencia y fortaleza para morir con ánimo sereno. Éste es el que muere armado de paciencia. Quien, por el contrario, desea morir y estar con Cristo, como dice el Apóstol, se arma de paciencia, no para morir, sino para vivir, pues morir le agrada. Contempla cómo el Apóstol se arma de paciencia para vivir, es decir, recurre a la paciencia, no porque ame la vida, sino porque tiene que tolerarla. Éstas son sus palabras: Morir y estar con Cristo es, con mucho, lo mejor; pero el permanecer en el cuerpo es necesario pensando en vosotros9.

Por tanto, hermanos, esforzaos, trabajad en vuestro interior para llegar a desear el día del juicio. No hay otro criterio para comprobar si la caridad ha alcanzado su plenitud que el comenzar a desear ese día. Se trata de un día que desea quien tiene confianza en él. Tiene confianza aquel cuya conciencia no tiembla, asentada ya en la caridad plena y auténtica.

El motivo de la confianza: imitar a Dios en el amor a los enemigos

3. En esto consiste la plenitud del amor en nosotros: en que tengamos confianza en el día del juicio.¿Qué razón hay para tener confianza? Porque como es Él, así somos también nosotrosen este mundo10. Acabas de oír el fundamento de tu confianza: el que como es Él, así somos también nosotros en este mundo.¿No da la impresión de que dijo algo imposible? ¿Acaso puede el hombre ser como Dios?

Ya os he explicado que no siempre «como» significa igualdad, sino cierta semejanza. ¿Cómo, si no, dices: «Como yo tengo oídos, así los tiene también mi imagen»? ¿Acaso es exactamente así? Y, sin embargo, dices «como». Por tanto, si hemos sido hechos a imagen de Dios, ¿por qué no decir que somos como Dios? Eso no implica afirmar una semejanza que tienda a la igualdad, sino conforme a nuestra medida. ¿De dónde nos viene, pues, la confianza en el día del juicio? De que como es Él, así somos también nosotros en este mundo. Estas palabras debemos referirlas a la caridad misma y comprender su significado.

El Señor dice en el evangelio: Si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen también eso los publicanos?11 ¿Qué quiere, entonces, que hagamos nosotros? Pero yo os digo, amad a vuestros enemigos y orad por quienes os persiguen. Si, pues, nos manda amar a nuestros enemigos, ¿qué ejemplo nos ofrece? El de Dios mismo. Dice, en efecto: Para que seáis hijos de vuestro Padre que está en el cielo.¿Cómo realiza Dios eso mismo que nos manda? Ama a sus enemigos Él que hace salir el sol sobre buenos y malos y hace llover sobre justos e injustos12. Por tanto, si Dios nos invita a la perfección que consiste en amar a nuestros enemigos como Él amó a los suyos, entonces nuestra confianza en el día del juicio radica en que como Él es, así somos también nosotros en este mundo.Esto es, como Él ama a sus enemigos haciendo salir el sol sobre buenos y malos y haciendo que llueva sobre justos e injustos, de idéntica manera nosotros, dado que no podemos ofrecer a nuestros enemigos el sol y la lluvia, les ofrecemos nuestras lágrimas cuando oramos por ellos.

El temor vía de acceso a la caridad

4. Ved ya, pues, qué dice Juan acerca de la confianza misma. ¿Dónde se percibe la plenitud de la caridad? No hay temor en la caridad. ¿Qué decir, pues, de quien empieza a temer el día del juicio? Que, si en él se diese la plenitud de la caridad, no temería. Pues la plenitud de la caridad se traduciría en justicia plena y no habría motivo para temer; más aún, habría motivo para anhelar que pase la iniquidad y llegue el reino de Dios. Por tanto, no hay temor en la caridad. Pero ¿en qué caridad? No en la incipiente. ¿En cuál, entonces? Sino que el amor en su plenitud expulsa el temor13. Comience, en consecuencia, a aparecer el temor, puesto que el inicio de la sabiduría es el temor del Señor14. El temor prepara en cierto modo el lugar a la caridad. Mas una vez que la caridad haya empezado a habitar, expulsa el temor que le ha preparado el lugar. Pues en la medida en que ella crece, decrece él, y en la medida en que ella se hace interior, arroja fuera el temor. A mayor caridad, menor temor; a menor caridad, mayor temor. Si no hay temor alguno, la caridad no tiene vía de acceso. Tenemos la experiencia de que cuando se cose algo, el hilo se introduce por medio de la aguja; primero entra la aguja, pero, si no sale, no pasa el hilo. De idéntica manera el temor es el primero en tomar posesión de la mente, pero no es él el que permanece en ella, porque entró precisamente para posibilitar el acceso a la caridad. Afianzada la seguridad en el espíritu ¡cuán grande es nuestro gozo tanto en el siglo presente como en el futuro! Y en este mismo mundo, ¿quién nos dañará, una vez llenos de caridad? Ved cómo la misma caridad hace exultar al Apóstol. Dice, en efecto: ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación? ¿La angustia? ¿La persecución? ¿El hambre? ¿La desnudez? ¿El peligro? ¿La espada?15 También Pedro dice: ¿Y quién puede dañaros si os afanáis por el bien?16

No hay temor en el amor, sino que el amor en su plenitud expulsa el temor, puesto que el temor lleva consigo el sufrimiento17. Si la conciencia de pecado tortura el corazón, aún no se ha hecho realidad la justificación. Hay un algo que le solicita, que le punza. ¿Qué dice, en consecuencia, el salmista acerca de la plenitud de la justicia? Cambiaste mi llanto en gozo; rompiste mi saco y me ceñiste de alegría, para que te cante a Ti, mi gloria, y no sufra su picor18. ¿Qué quiere decir con las palabras no sufra su picor? Que nada punce mi conciencia. La punza el temor, pero no temas; entra la caridad que sana la herida que produce el temor. Ese temor de Dios hiere como hiere el bisturí del cirujano: elimina la podre, y parece como que agranda la herida. Fijaos: cuando la podre estaba en el cuerpo, la herida era menor, pero peligrosa. El médico le aplica el bisturí: aquella herida dolía menos de lo que duele ahora, cuando el médico la saja. Produce más dolor el curarla que el dejarla como está. Pero la razón por la que se aumenta el dolor con la aplicación del remedio es precisamente ésta: para que, llegando la salud, ya no duela nunca más. Es de desear, pues, que el temor se apodere de tu corazón, para que dé acceso a la caridad; que la cicatriz siga al bisturí del cirujano. Éste es de tal categoría que ni siquiera se notan las cicatrices; tú limítate a ponerte en sus manos. Pues, si careces de temor, no podrás obtener la justificación. Es afirmación sacada de las Escrituras: Quien carece de temor no podrá ser justificado19. Es necesario, por tanto, que entre en primer lugar el temor, a través del cual tenga acceso la caridad. El temor equivale a la medicación, la caridad a la salud. Mas quien teme no ha alcanzado la perfección en el amor. ¿Por qué? Porque el temor lleva consigo el sufrimiento20, como lo lleva la sajadura del médico.

Dos temores: uno casto y otro no

5. La Escritura contiene otra afirmación que parece contraria a esta última, si no hay quien la entienda como es debido. En cierto lugar del salterio se lee: El temor del Señor es casto, permanece por los siglos de los siglos21. El salmista nos habla de cierto temor que es, a la vez, eterno y casto. Y si él nos pone ante los ojos un temor que es eterno, ¿no está, tal vez, en contradicción con esta carta que dice: No hay temor en la caridad, sino que la caridad, alcanzada su plenitud, expulsa el temor? Interroguemos a ambas afirmaciones divinas. No hay más que un Espíritu, aunque los códices sean dos, dos las bocas, dos las lenguas. La última afirmación es de Juan, la primera de David. Pero no penséis que existe un segundo Espíritu. Si un mismo soplo llena dos flautas, ¿no puede un único Espíritu llenar dos corazones, mover dos lenguas? Pero si un mismo espíritu, es decir, un mismo soplo llena dos flautas y suenan acordes, ¿pueden discordar dos lenguas llenas del soplo de Dios? Por tanto entre ambas afirmaciones existe cierta consonancia, cierta armonía, pero reclama alguien con oído fino. Ved que el Espíritu de Dios inspiró y llenó dos corazones, dos bocas, movió dos lenguas. Pero de una lengua hemos oído: No hay temor en la caridad, sino que la caridad, alcanzada su plenitud, expulsa el temor; de otra: El temor del Señor es casto, permanece por los siglos de los siglos. ¿Qué es esto? ¿No parece que disuenan? No, afina el oído; escucha con atención la melodía. En un texto añadió «casto», en otro no. El hecho tiene su razón; a saber, que hay un temor llamado casto y otro al que no se le llama así. Distingamos uno de otro estos dos temores y comprendamos que ambas flautas producen la misma melodía. ¿Cómo podemos entenderlo, o cómo discernimos la una de la otra? Preste atención vuestra Caridad. Hay hombres que, si temen a Dios, es porque temen que les arroje a la gehenna, porque temen arder en el fuego eterno en compañía del diablo. Éste es el temor que abre las puertas a la caridad; pero viene para marcharse. En efecto, si aún temes a Dios para evitar su castigo, aún no amas a aquel a quien temes por ese motivo. No deseas bienes, sino que te guardas de los males. Pero justamente porque te precaves de los males, te corriges y comienzas a desear los bienes, nacerá en ti el temor casto. ¿En qué consiste este temor casto? En temer perder los bienes mismos. Prestad atención. Una cosa es temer que Dios te envíe a la gehenna con el diablo y otra temer que Dios se aleje de ti. El temor que te hace sentir miedo a que te envíe a la gehenna con el diablo, aún no es un temor casto, pues no procede del amor de Dios, sino del miedo al castigo. En cambio, cuando temes que Dios se aleje de tu presencia, te abrazas a Él y deseas gozar de Él.

Un ejemplo que explica uno y otro temor

6. No hay mejor modo de explicar la diferencia entre estos dos temores, uno al que la caridad expulsa y otro casto que permanece por los siglos de los siglos, que pensar en dos mujeres casadas. Imagínate que una de ellas desea cometer adulterio, se deleita en la maldad, pero teme la condena que le puede procurar el marido. Esta mujer teme al marido, pero le teme porque aún ama la maldad. A ella la presencia del marido no le resulta grata, sino una carga. Y en el caso de que viva inicuamente, teme que la sorprenda el marido. Así son los que temen que llegue el día del juicio.

Imagínate que otra mujer ama a su marido, le reserva sus castos abrazos y no se mancilla con la más mínima salpicadura de adulterio. Ésta desea la presencia del marido. ¿Cómo discernir esos dos temores? Teme una, teme también la otra. Interroga a ambas. La impresión es que te dan una misma respuesta. Pregunta a una si el marido es causa de temor para ella; te responderá que sí. Pregunta lo mismo a la otra y te dará idéntica respuesta. Dicen lo mismo, pero la motivación es distinta. Pregúnteseles ya qué temen. Una responderá: «Temo que venga mi marido»; la otra, en cambio, responderá: «Temo que se aleje mi marido». La primera dice: «Temo que me condene»; la segunda: «Temo que me abandone». Si traspasas esto al corazón de los cristianos, hallas, respectivamente, el temor al que expulsa la caridad y el otro temor, el casto, que permanece por los siglos de los siglos.

Alocución a los cristianos que temen a Dios
porque puede condenarlos

7. Dirijámonos, pues, en primer lugar a aquellos que temen a Dios con temor semejante al de la mujer que se complace en la maldad; es decir, la que teme que el marido le procure la condena. Dirijámonos a ellos primero. «¡Oh tú que temes a Dios, pero que temes te condene, como teme la mujer que se complace en la maldad; mujer que teme a su marido por miedo a que la haga condenar! Como te desagrada esa mujer, siente desagrado de ti mismo. Si, por ventura, tienes mujer, ¿acaso deseas que tu mujer te tema por miedo a que la hagas condenar? ¿Acaso quieres que le agrade la maldad, pero que la reprima por lo mucho que te teme y no porque desapruebe la iniquidad? La quieres casta, que te ame, no que te tema. Ofrécete tú a Dios tal como quieres hallar a tu esposa. Y aunque no tengas mujer, si deseas tenerla, así quieres que sea». ¿Qué estoy diciendo, hermanos? Aquella mujer que de su marido sólo teme que la haga condenar, quizá no comete adulterio, para no ponerse en trance de que llegue por algún cauce a conocimiento del marido y la haga desaparecer de esta luz temporal. Sin embargo, también ese marido puede ser engañado; es de condición humana, como lo es también ella que puede engañarlo. Ella teme al marido cuya mirada puede evitar. Tú ¿no temes la mirada del tuyo que está siempre sobre ti? Mas la mirada del Señor sobre los que hacen el mal22. Si ella advierte la presencia del marido, aunque tal vez la arrastra el placer del adulterio, se dice a sí misma: «No lo cometeré. Él se halla ciertamente ausente, pero es difícil que de un modo u otro no llegue a saberlo». Se contiene para evitar que el hecho llegue a conocimiento de un hombre que puede ignorarlo, que puede también ser engañado, que puede incluso sospechar que su esposa es buena siendo mala, que es casta, siendo adúltera. Y tú, ¿no temes los ojos de aquel a quien nadie puede engañar? Tú, ¿no temes la presencia de aquel que no puedes apartar de ti? Ruega a Dios que ponga sus ojos en ti y aparte su vista de tus pecados: Aparta tu vista de mis pecados23. Pero ¿cómo vas a merecer que él aparte su vista de tus pecados? No apartando tú la tuya de ellos. La misma voz dice en el salmo: Pues yo reconozco mi maldad y mi pecado está siempre ante tus ojos24. Si tú los reconoces, Él te los perdona.

Palabras de Dios a los cristianos que temen les abandone

8. Me he dirigido a quien no tiene aún el temor que permanece por los siglos de los siglos, sino aquel otro que la caridad excluye y expulsa. Es el momento de dirigirme también a quien ya posee el temor casto que permanece por los siglos de los siglos. ¿Cabe pensar que es posible hallar tal alma para poder dirigirme a ella? ¿Crees que existe en esta comunidad, en este recinto, o en esta tierra? Necesariamente tiene que existir, pero está oculta. Es invierno, el verdor está oculto en la raíz. Tal vez lleguemos a sus oídos. Pero dondequiera que se halle esa alma, ¡ojalá pudiera hallarla y, en vez de prestar sus oídos a mis palabras, prestaría yo los míos a las suyas! Antes que enseñarle yo algo a ella, me lo enseñaría ella a mí. Se trata de un alma santa, en llamas y en deseos del reino de Dios: a ésta no soy yo quien le dirige la palabra, sino Dios mismo y, puesto que soporta pacientemente la vida en esta tierra, la consuela con estas palabras: «Quieres que llegue ya; también yo sé que quieres que llegue; sé que eres tal que esperas con tranquilidad mi llegada; conozco tu sufrimiento, pero espera todavía, tolera esta vida; llego y llego pronto. Mas para quien ama es tarde». Escúchala cantando como lirio en medio de zarzas; escúchala suspirar y decir: Salmodiaré y comprenderé, andando por un camino sin mácula: ¿cuándo vendrás a mí?25 Pero con razón no teme hallándose en el camino inmaculado, pues la caridad, alcanzada su plenitud, expulsa el temor. Y cuando llegue a sus brazos, teme, pero está tranquila. ¿Qué teme? Se mostrará precavida y estará atenta a la propia maldad, para no volver a pecar; no para evitar que sea arrojada al fuego, sino para que no la abandone Dios. Y ¿qué habrá en ella? El temor casto que permanece por los siglos de los siglos.

Hemos escuchado la música acorde de las dos flautas. Una y otra hablan de temor, pero una del temor que tiene el alma a que Dios la condene, otra del temor que siente a que la abandone. El primero es el temor que la caridad expulsa; el otro, el temor que permanece por los siglos de los siglos.

El amor de Dios devuelve la belleza al alma

9. Nosotros amemos, porque Él nos amó antes26. En efecto,¿cómo le íbamos a amar si no nos hubiese amado Él antes? Al amarle nos hemos hecho amigos de Él, pero Él nos amó cuando éramos sus enemigos, para hacernos sus amigos. Él nos amó antes y nos otorgó amarle a Él. Aún no le amábamos; amándole nos volvemos bellos.

¿Qué hace un hombre deforme y de rostro contrahecho, si llega a enamorarse de una mujer hermosa? ¿O qué hace una mujer deforme, contrahecha y negra si se enamora de un hombre bello? ¿Acaso llegará a convertirse en bella a fuerza de amarle? ¿Acaso también Él podrá convertirse en bello a fuerza de amarla a ella? Se ha enamorado de una mujer bella y cuando se mira en el espejo se avergüenza de levantar sus ojos hacia esa mujer hermosa de la que se ha enamorado. ¿Qué puede hacer para volverse bello? ¿Esperar que le llegue la hermosura? En ningún modo, pues, mientras espera, le sobreviene la vejez y le vuelve más feo. No hay, pues, nada que hacer, no hay otro consejo que darle, sino éste: tiene que renunciar y, siendo tan desigual a ella, no osar amarla; o, si tal vez la ama y la quiere tomar por esposa, ame en ella la castidad, no el rostro físico.

Por el contrario, hermanos, nuestra alma, que se ha hecho fea por la maldad, se vuelve bella amando a Dios. ¿Qué clase de amor es ese que devuelve la hermosura al alma que ama? Distinto del alma, Dios es siempre hermoso, nunca deforme, nunca sujeto a cambio. El que siempre es hermoso nos amó el primero y ¿cómo éramos cuando nos amó, sino feos y deformes? Pero si nos amó no fue para dejarnos en nuestra fealdad, sino para transformarnos y, de deformes, hacernos bellos. ¿Cuándo llegaremos a ser bellos? Amando a quien siempre es bello. La belleza crece en ti en la misma proporción en que crece tu amor, puesto que la caridad misma es la belleza del alma.

Nosotros amemos porque él nos amó antes. Escucha al apóstol Pablo: Dios nos mostró su amor en el hecho de que, cuando aún éramos pecadores, Cristo murió por nosotros27, Él, justo, por nosotros impíos; Él, hermoso, por nosotros feos. ¿Cómo descubrimos que Jesús es hermoso? El más hermoso entre los hijos de los hombres, en tus labios se ha derramado la gracia28. ¿De dónde le viene el ser bello, el más hermoso entre los hijos de los hombres? De aquí: En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios29. Sin embargo, como asumió la carne, en cierto modo asumió tu fealdad, es decir, tu condición mortal, para adaptarse a ti, conformarse a ti y excitarte a ti a amar su belleza interior. ¿Dónde, pues, descubrimos que Jesús es feo y deforme, igual que hemos descubierto que es bello y el más hermoso entre los hijos de los hombres? ¿Dónde, pues, descubrimos que es también deforme?Pregunta a Isaías: Y le vimos y no tenía forma ni hermosura30. He aquí dos flautas que parecen sonar diversamente; sin embargo, un único Espíritu las llena a las dos. De un lado dice: El más bello entre los hijos de los hombres; de otro se lee en Isaías: Y le vimos y no tenía ni forma ni hermosura.Un único Espíritu llena dos flautas, no disuenan. No retires tu oído, aplica tu inteligencia. Preguntemos al apóstol Pablo y que él nos exponga cómo ambas flautas suenan al unísono. Suene para nosotros: El más hermoso entre los hijos de los hombres. Quien, existiendo en la forma de Dios, no juzgó objeto de rapiña ser igual a Dios.He aquí cómo es el más hermoso entre los hijos de los hombres. Suene también para nosotros: Le vimos y no tenía forma ni belleza. Se anonadó tomando la forma de siervo, hecho a imagen de los hombres y apareciendo en su porte como un hombre31. No tenía forma ni belleza para otorgarte a ti la forma y la belleza. ¿Qué forma? ¿Qué belleza? El amor de la caridad, de modo que, convertido en amante, corras y, a la vez que corres, ames. Ya tienes esa belleza, pero no te mires a ti mismo, no sea que pierdas lo que recibiste; mira a quien te hizo bello. Sé bello precisamente para que él te ame. Tú, por tu parte, centra toda tu mirada a Él, pide caer en sus brazos, teme alejarte de él, corre hacia Él, a fin de que permanezca en ti el amor casto que permanece por los siglos de los siglos. Nosotros amemos, pues él nos amó antes.

El que ama al hermano ama a Dios;
el que ama el amor ama a Dios

10. Si alguno dice: Amo a Dios... ¿A qué Dios? ¿Qué razón tenemos para amarlo? Porque él nos amó antes y nos concedió el don de amarle. Nos amó siendo impíos para otorgarnos la piedad; nos amó siendo injustos para donarnos la justicia; nos amó estando enfermos para devolvernos la salud. Así, pues, amemos también nosotros, porque él nos amó antes.Pregunta a cualquiera y que te diga si ama a Dios. Proclama, confiesa: «Le amo, Él lo sabe». Hay otro aspecto sobre el que se le puede preguntar. Dice Juan: Si alguno dice: Amo a Dios y odia a su hermano es un mentiroso.¿Cómo pruebas que es un mentiroso? Escucha: Pues quien no ama a su hermano, a quien ve, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ve?32 ¿Qué decir, entonces? ¿Que quien ama al hermano ama también a Dios? Necesariamente ha de amar a Dios, necesariamente ha de amar el amor mismo. ¿Acaso puede amar al hermano sin amar el amor? Necesariamente ha de amar el amor. Entonces, ¿qué? Quien ama el amor, ¿ama por eso mismo a Dios? Por eso precisamente. Amando el amor, ama a Dios. ¿O acaso te has olvidado de lo que dijiste poco antes: Dios es amor?33 Si Dios es amor, todo el que ama el amor ama a Dios. Ama, pues, al hermano y quédate tranquilo. No puedes decir: «Amo al hermano, pero no amo a Dios». Como mientes si dices que amas a Dios cuando no amas al hermano, así te engañas cuando dices que amas al hermano, si piensas que no amas a Dios. Es de todo punto necesario que tú que amas al hermano ames al amor mismo. Ahora bien, Dios es amor; es inevitable, por tanto, que ame a Dios todo el que ama al hermano. Si, por el contrario, no amas al hermano que ves, ¿cómo puedes amar a Dios a quien no ves? ¿Por qué no ve a Dios? Porque carece del amor mismo. No ve a Dios porque no tiene en sí el amor. No tiene amor precisamente porque no ama al hermano. Tal es, pues, la razón por la que no ve a Dios: el no tener amor. En efecto, en el caso de tener amor, ve a Dios, puesto que Dios es amor, y con el amor se purifica más y más aquel ojo para que pueda ver la sustancia inmutable, cuya presencia le llenará siempre de gozo y de la que gozará por siempre en compañía de los ángeles. Pero, de momento, corra, para que algún día pueda alegrarse en la patria. No ame el estar en camino, ni ame el camino; que todo le sea amargo, a excepción de quien le llama, hasta que, adheridos ya a Él, le digamos las palabras del salmo: Hiciste perecer a todos los que fornican al alejarse de ti.¿Y quiénes son esos fornicarios? Los que se alejan de Él y aman el mundo. Y por lo que a ti respecta, ¿qué? Mi bien está en unirme a Dios34. Todo mi bien consiste en unirme a Diosgratuitamente. Pues si le preguntas: «¿Por qué te unes a Dios?» y te responde: «Para que me dé...». «¿Qué te ha de dar? Él hizo el cielo, Él hizo la tierra, ¿qué te ha de dar? Ya estás adherido a Él: halla algo mejor que Él y te lo dará».

No es posible amar a Dios si no se ama al hermano

11. Pues quien no ama al hermano a quien ve, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ve? Y hemos recibido de Él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también al hermano35. Con toda solemnidad decías: «Amo a Dios». «¿Y odias a tu hermano? ¡Oh homicida! ¿Cómo es que amas a Dios? ¿No has oído anteriormente en la misma carta que quien odia a su hermano es un homicida36 «Pero yo de todas todas amo a Dios, aunque odie a mi hermano». «En modo alguno amas a Dios, si odias a tu hermano». Y ahora aduzco una segunda prueba. El mismo Juan dijo: Nos dio un precepto: que nos amemos unos a los otros37. Pues bien, ¿cómo amas a aquel cuyos preceptos detestas? ¿Quién hay que sostenga que ama al emperador, si odia sus leyes? La prueba que tiene él para saber si le amas es ésta: la observancia de sus leyes en las provincias. ¿Cuál es la ley de nuestro emperador? Os doy un mandamiento: que os améis unos a otros38. Sostienes, pues, que amas a Cristo; guarda, pues, su mandamiento y ama al hermano. Mas, si no amas a tu hermano, ¿cómo es que amas a aquel cuyo mandamiento desprecias?

Hermanos, yo no me sacio de hablaros de la caridad en el nombre de Cristo. En la medida en que también vosotros sois avaros de ella, en esa misma medida espero que crezca en vosotros y expulse el temor, a fin de que permanezca el temor casto que dura por los siglos de los siglos. Soportemos el mundo, soportemos las tribulaciones, soportemos los escándalos que son las pruebas. No nos apartemos del camino; mantengamos la unidad de la Iglesia, tengamos a Cristo, poseamos la caridad. Que nadie nos arranque de los miembros de la esposa, que nadie nos arranque de la fe, para tener nuestra gloria en Él, y permaneceremos seguros en Él, ahora por la fe, luego en la visión. De ello tenemos como valiosas arras el don del Espíritu Santo.