Para comprender lo que he de contestar a las preguntas acerca de la resolución temporal y la perenne Asunción de la Virgen y Madre del Señor, a ti, Dios Padre omnipotente, que mandas a las nubes y llueve, que tocas los montes y humean, que aras la tierra y germina, te imploro con voto suplicante que me ordenes lo que vaya a decir, me reveles lo que vaya a dar a conocer y me ilumines para hablar, pues es para mí venerable y para mi espíritu dignísimo de reverencia hablar, Señor, de tu Madre. Ella sola mereció aceptar el dar a luz a un Dios y hombre, hecha trono de Dios y palacio del Rey eterno, según lo que nos enseñaste por medio de tus santos patriarcas, profetas y apóstoles con parábolas y sermones. En ellos creemos y estamos seguros, pues tú, que no conociste el ser engañado ni el engañar, no nos engañaste cuando mostraste a tu Hijo, que se ha de encarnar, coeterno y consustancial a ti y encarnado por medio del seno de la Virgen, del que tomó la carne, el que creó contigo todo lo corporal, el autor de la cooperadora y Dios hecho hombre del hombre al tomar de ella la naturaleza, no el origen por medio del Espíritu Santo, que en ella santifica, purifica y limpia el seno humano para concebir a tu Hijo, cuya virtud de gracia y dignidad no puede concebir el corazón ni la lengua puede cantar. No que no conviniera a Dios tal concepción y tal parto, el cual vino a redimir a los que quiso crear; crear principalmente con majestad, y redimir con humildad, tomando la santa naturaleza de la humildad de un cuerpo santificado y la inmaculada de un cuerpo inmaculado; pues la inefable gracia de santificación que presentó el que había de ser concebido, no la perdió cuando fue concebido y nació. La eficacia, que en el cuerpo de la Virgen tuvo esta inefable gracia, sólo la conoce aquel que recibió la naturaleza de la suya, a la cual hizo. Por El te pido, Señor, que ya que por El otorgas todo lo bueno, y al otorgarlo lo escoges, que me concedas el don de hablar sin tropiezo de tanta santidad. Y aunque no se pueda tratar de todo tal como es, porque es imposible para toda lengua humana, sin embargo, lo que se trate, se dirá tal como es. Suene lo preciosísimo con verdadera preciosidad, lo santísimo con santidad cierta, lo inestimabilísimo con fidelísima verdad. Y como estas cosas sobrepasan el entendimiento humano, permanezca tu espíritu que nos lleva a la verdad de lo que se ha de decir para que, como se ha de hablar del cuerpo y del alma, que Él mismo santificó más allá de lo natural y al cual confirió la gracia, no se consienta en decir nada que le sea ajeno a ella, sino lo que es propio de ella, para alabanza y gloria tuya, Dios Padre omnipotente, para honor de tu Hijo nacido de la Virgen María y del mismo Espíritu Santo, Dios y Señor nuestro, con quien es para ti el reino y el imperio por los siglos de los siglos. Amén.
Como he de responder a una cuestión profundísima y, por su dignidad, altísima, pido a mi lector que ruegue por mí, y si ya la conociera, muéstrese agradecido a los dones de Dios; pero, si no, compadézcase para nuestra humildad, pues, aunque tengamos poco poder, deseamos sin duda las cosas verdaderas. Así pues, de todo cuanto el Señor ha concedido decir acerca de la Asunción del santísimo cuerpo y del alma sagrada de la siempre Virgen María, decimos en primer lugar que, después de que en la cruz el Señor confiara la madre al discípulo 1, pues la castidad vela por las castas deferencias, no hay nada más escrito sobre ella en las divinas Escrituras, excepto lo que recuerda Lucas en los Hechos de los Apóstoles cuando dice: perseveraban todos ellos en la oración con las mujeres, con María, la madre de Jesús, y sus hermanos 2.
Decimos esto, porque las cosas grandes se han de tratar más cautamente, cuanto que no se pueden corroborar por los testimonios especiales de las autoridades para que queden clarificadas. Pero como algunas de las santas Escrituras se habían de buscar por los estudios de las investigaciones, no deben juzgarse superfluas, mientras fueran reveladas por la verdadera indagación. La autoridad de la verdad es fecunda y, cuando se penetra en ella, se sabe que procede de ella lo que ella misma es. Muchas veces se penetra en la verdadera conveniencia que se esconde en palabras evidentes, y a menudo se insinúa en palabras claras, en las que no se ha de buscar otro significado que el que tiene, como es que Abraham engendró a Isaac, Isaac engendró a Jacob, Jacob engendró a Judá y a sus hermanos 3. Y otras semejantes en las que sólo ha de tenerse en cuenta la letra. Pero hay algunas otras en las que aparecen mezclados la letra y el sentido místico, como por ejemplo en el paso del mar Rojo, en el maná del cielo, en el tabernáculo de Dios y en el arca de la alianza, que son figura del bautismo, de Cristo y de la Iglesia. Otras hay que interpretarlas místicamente, como por ejemplo cuando dice que Dios sopló en la cara de Adán el hálito de la vida; y sin embargo Dios no tiene ni boca ni manos para trabajar, como dice el profeta: tus manos, Señor, me hicieron y me modelaron 4.
Las hay también que, aunque se omitan del todo, se creen sin embargo por la razón, para la cual la misma conveniencia del asunto se toma como guía y rector. Nada se dice de la justicia del sacerdote del Dios excelso, Melquisedec, pues se sabe que la precedió una gran alabanza. Nada se confía de la felicidad de la vida de Enoch y de Elías, después de que fueron raptados, a todos los que saben que ellos viven santamente. El Señor los quiso raptar conservándoles intactos aquí y en el futuro. Así pues, ¿qué se ha de decir de la muerte y de la asunción de María, de las que la divina Escritura nada confía, sino que se ha de buscar por la razón lo que se corresponde con la verdad, y se haga la misma verdad autoridad, sin la cual la autoridad ni es necesaria, ni vale? Los que recordamos la condición humana, no tememos decir que aquella muerte es una muerte temporal, la cual padeció su mismo Hijo, que es Dios y hombre, por la ley de la naturaleza humana. Y esto, porque se engendra y nace de su seno.
Si decimos que la atan las cadenas de la muerte, y queda convertida en común putrefacción, gusano y ceniza, se ha de librar de ello si conviene a tan gran santidad ya tan gran primer templo de Dios, pues sabemos que se le dijo al primer hombre: porque eres polvo y al polvo volverás 5. Porque si se dice de la muerte, que es sentencia general para todos; si del convertirse en polvo, se libra de ello la carne de Cristo tomada de la de la Virgen, la cual no lleva en sí la corrupción. Sobre esto ha escrito el profeta David: porque no abandonas mi alma en el infierno ni darás a ver a tu santo la corrupción 6. Lo que se dice de este santo, lo proclama el arcángel que dice a María: y el santo que nacerá de ti, será llamado Hijo de Dios 7. Verdaderamente es santo y Santo de los santos. Por eso, también se llama santas de los santos a aquellas que honraban las mismas cosas con las que fue honrado el que realmente se llama Santo de los santos. Este es también de quien habla a Daniel el arcángel Gabriel, entre otras cosas que están por venir, cuando dice: se cumplió la visión y la profecía y es ungido el santo de los santos 8. Este santo, que al tercer día resucitó triunfante de los infiernos, no vio, pues, la corrupción. Aunque muriera, por la debilidad, su carne, que está tomada de la de María, resucitó por la virtud de Dios. Cuando quiso morir, pudo; cuando quiso resucitar, también pudo. Así pues, se exceptúa de aquella sentencia general la naturaleza tomada de la Virgen, porque si bien no le conviene a María, sí conviene, sin embargo, al hijo que engendró.
Después de lo que se le dijo a Adán, a lo cual se sustrajo el Hijo de María, se debe también considerar lo que se le dijo a Eva; si es general para todas las mujeres o si en algo se sustrae María, pues está escrito dijo también Dios a la mujer: multiplicaré tus tribulaciones y tus preñeces; parirás los hijos con dolor y estarás bajo la potestad de tu marido y él te dominará 9 .
María, cuya alma fue traspasada por una espada de dolor, soportó la tribulación 10, pero no multiplicó sus preñeces, ni vivió bajo varón, es decir, bajo la potestad del marido, la que engendró a Cristo del Espíritu Santo con las entrañas intactas y permaneció virgen, quedando intacta la integridad de la virginidad. Como le engendró sin la inmundicia del pecado y sin el detrimento viril de la unión, engendró sin dolor y sin quedar violada su integridad, permaneció íntegra en el pudor de la virginidad. Pudo hacer esto de una madre, porque Dios eligió nacer así del hombre. Así pues, María comparte las tribulaciones de Eva, pero no comparte el parir con dolor, pues mereció de El esta singular santidad, gracia por cuya aceptación es extraordinariamente estimada digna de Dios. No escapa inmerecidamente, en virtud de un aprecio verdadero, a algunas de las cosas que dijo a Eva la que guarda tanta gracia y realza la prerrogativa de la dignidad. Cuánto puede el poder de Cristo, muestra la universalidad del mundo; cuánto la gracia, muestra la integridad de María, la cual es contraria a la naturaleza y, por tanto, a lo usual. Así pues, ¿qué sucederá si entre tanta diversidad decimos que ésta, de la cual Dios quiso nacer y compartir la sustancia de la carne, estuvo sometida a la muerte de la suerte humana y sin embargo no la retuvieron sus cadenas? ¿Acaso será impío decirlo? Pues sabemos que Jesús, que dice de sí mismo me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra 11, lo puede todo.
Así pues, si quiso guardar íntegra a su madre en el pudor de la virginidad, ¿por qué no quiere guardarla incorrupta del hedor de la putrefacción? Dígalo el que conoce el sentir de Dios y el que fue su consejero. ¿Acaso no es propio de la benignidad de Dios, que no vino a abolir la ley, sino a cumplirla 12, guardar el honor de su madre? Porque así como la ley prescribe la honra de la madre, así también castiga la deshonra. Es, pues, piadoso creer que el que la honró en vida con la gracia de su concepción, la honró con una salvación especial a la hora de la muerte. El que naciendo de ella pudo hacerla virgen, pudo hacerla ajena a la putrefacción y al polvo, pues la putrefacción y el gusano es el oprobio de la condición humana. Y como Jesús es ajeno a dicho oprobio, a él se sustrae la naturaleza de María, de la cual está probado que Jesús tomó la suya. La carne de Jesús es la carne de María y mucho más especialmente que José lo fue de Judá y del resto de sus hermanos, a los cuales éste decía: pues es hermano y carne nuestra 13. Aunque fue exaltada en la gloria de la resurrección y glorificada en la ascensión a los cielos, la carne de Cristo permaneció y permanece siendo la misma naturaleza de carne, la cual es tomada de María. Separado de ellos como estaba, lo testifica El mismo después de la resurrección, cuando dice a los apóstoles: ved mis manos y mis pies, porque yo soy el mismo 14. ¿Qué quiere decir yo soy el mismo, sino que no soy otro que el que era cuando padecí?, puesto que podéis saber esto los que reconocéis las heridas de los clavos en las manos y en los pies. Así pues, el mismo e idéntico subió a los cielos y llevó sobre los astros la carne que recibió de su Madre, honrando así a toda la naturaleza humana, y mucho más a la de la Madre. Si, pues, el hijo es de la misma naturaleza que la Madre, conviene que también la Madre sea de la misma naturaleza que el hijo, no en lo que concierne a la misma administración, sino en lo que concierne a la misma recíproca sustancia: es conveniente que sean hombre, de hombre; carne, de carne; madre, de hijo; hijo, de madre, no para ser unidad de persona, sino para ser unidad corporal de naturaleza y sustancia. Si pues la gracia puede realizar la unidad sin que haya una cualidad especial de la naturaleza, ¿cuánto más la realizará allí donde la unidad de la gracia es también un nacimiento especial del cuerpo? La unidad de la gracia es como la unidad de los discípulos en Cristo de los que El mismo dice: Padre santo, guárdalos en tu nombre; quiero que los que me diste sean uno como lo somos tú y yo. Y dice más adelante de todos los justos: no sólo ruego por éstos, sino también por los que creerán en mí por su palabra para que todos sean uno como tú, Padre, lo eres en mí y yo en ti 15, es decir, para que ellos sean por la gracia lo que nosotros somos por la naturaleza divina. Pero si como creen los sabios no se ha anulado en María la unidad de gracia que guardan todos los que creen en Cristo, ¿cuánto más la cualidad especial de la naturaleza hará uno a la madre y al hijo, al hijo y a la madre? Se ha de ver también que consecuentemente une a los que quiso hacer uno por la gracia, pues dice: Padre santo, quiero que allí donde estoy yo, estén también conmigo los que me diste para que vean la claridad que me has dado 16. ¡Oh gran e inestimable bondad de Dios que quiere tener consigo a los suyos, en la gloria para que gocen de su claridad, a los que unidos aquí por la fe se les juzga dignos de ser uno con El! Así pues, si quiere tenerlos consigo, y por esto lo puede el que todo lo puede, ¿qué se ha de considerar acerca de la madre? ¿Dónde es digna de estar, sino en presencia del Hijo?
Así pues, cuanto considero, cuanto comprendo, cuanto creo, el alma de María disfruta de la claridad de Cristo y de sus gloriosas contemplaciones. Siempre sedienta de ver y siempre contemplando, la honra el hijo con la más excelente y especial prerrogativa, mientras se goza incomparablemente: poseer en Cristo el cuerpo que ella engendró y que está exaltado a la derecha del Padre. Y si no posee el cuerpo gracias al cual engendró, sí posee el cuerpo que engendró. ¿Y por qué no posee el cuerpo, gracias al cual engendró? Si no dice nada en contra una reconocida autoridad, creo verdaderamente que también posee el cuerpo, gracias al cual engendró, porque tanta santificación es más digna del cielo que de la tierra., El trono de Dios, el tálamo del Señor del cielo, la casa y el tabernáculo de Cristo, es digno de estar donde está El, pues tan precioso tesoro es más digno de guardarse en el cielo que en la tierra. Así pues, como no puedo sentir que aquel sacratísimo cuerpo del que Cristo tomó la carne y unió la naturaleza divina a la humana no dejando de ser lo que era, sino asumiendo lo que no era, Verbo que se hizo carne, es decir, Dios que se hizo hombre, sea entregado como alimento a los gusanos, temo decir que haya seguido la suerte de la putrefacción y del polvo que sigue a los gusanos. Si no sintiera yo nada más elevado de ello que de lo que es propio del género humano, no diría nada sino como lo diría de esto propio. Lo que sin aquella ambigüedad se desvanece con la muerte, es, después de la muerte, futura putrefacción; después de la putrefacción gusano y después del gusano, como conviene, abyectísimo polvo. No se puede consentir creer esto de María, pues el incomparable regalo de la gracia rechaza de lejos pensar esto.
Acerca de esto, me invita a hablar la consideración de muchas cosas, entre las que sin duda se encuentra aquella que la misma Verdad dijo en una ocasión a sus discípulos: el que a mí me sirve, me sigue y donde estoy yo, allí también estará mi servidor 17. Si ésta es la sentencia general de todos los que sirven por la fe y por las obras piadosas a Cristo, ¿cuánto más y cómo lo será especialmente de María? Todo el que juzga sanamente, entiende que María sirvió a Cristo mostrando las obras y por la rigidísima verdad de la fe. Sin duda nació una ayudadora para realizar la obra, la cual le engendró en su seno y después del parto le sustentó y protegió y, como dice el Evangelio, le reclinó en un pesebre 18 y, huyendo de Herodes, le escondió en Egipto 19.Y toda su infancia estuvo acompañada por el afecto de su Madre, de modo que indudablemente no dejó de seguirle no solamente caminando, como por reverencia del Señor, sino también imitándole hasta la cruz, en que vio pender a su Hijo, cuando era ya perfecto hombre. Así pues, María se manifestó por sus cualidades una ayudadora de las obras especiales de Cristo, así como muy devota. De este modo fue, sin duda, seguidora de la religión por la fe y de la verdadera credulidad por la caridad. No pudo sino creer en la divinidad la que supo que éste no había sido concebido por medio del semen del varón, según el orden natural, sino por medio de ese divino canal que fue el arcángel mensajero, la que viendo que acudía a Él la multitud de los ángeles que le servían, como sucedió cuando fue concebido y nació, que se formó con el ángel la multitud del ejército celestial de los que claman y ,dicen: Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad 20 y la que, cuando huyó El a Egipto y volvió después, pudo conocer todas estas cosas con claridad, porque tales complacencias no convienen sino a Dios. Por eso la anunciación de la estrella y el inesperado viaje de los magos desde tierras lejanas, constituyó para ella un indicio de la verdad. Igualmente, fue insólito para ella y para los demás el especial encuentro con la profética dignidad de Simeón y Ana. Conservando María todas estas cosas, más robustecida por todas ellas en la fe, las llevaba en un corazón piadoso, en tanto que no vacilante, sino segura de la verdadera virtud de Dios; dijo cuando faltó el vino en las bodas: no tienen vino 21, sabiendo plenamente que podía hacer aquello que le concernía completar a Él con un divino milagro. He aquí, pues, a María ayudadora de Cristo por la fe y las obras, y devota seguidora suya hasta la muerte, más que por el caminar, como se ha de creer, por imitarle. Si no estuviera allí donde quiere Cristo que estén sus discípulos, ¿dónde pues estará?; y, si está allí, ¿no estará con igual gracia?; y si está allí con igual gracia, ¿dónde está el favorable juicio de Dios que da a cada uno según sus méritos?
Si a María se le concede la gracia antes que a todos, ¿se le disminuirá cuando muera? No, porque si la muerte de todos los santos es preciosa, la de María, a la que tanta gracia acompañó, que se la llama Madre de Dios y lo es, es razonablemente preciosísima.
Consideradas estas cosas universales, también por la verdadera razón, creo que se ha de confesar que María está en Cristo y con Cristo. En Cristo, porque en El vivimos, nos movemos y existimos. Con Cristo está gloriosamente asunta, para gozar de las alegrías de la eternidad; está aceptada por la benignidad de Cristo la más apreciada de entre todas las criaturas, la que El honró aquí con la gracia antes que al resto de ellas. Y no es llevada después de la muerte a la común humildad de la putrefacción, del gusano y del polvo, la que engendró a su Salvador y al Salvador de todos en cuyo poder, si está el que no perezca un cabello de la cabeza de los santos, está también el poder guardar intactos aquel cuerpo y aquella alma. Si ningún eclesiástico duda de que no pueda guardar a su Madre incorrupta para siempre, ¿por qué se ha de dudar que quiera lo que tiene reservado para la gracia de tanta benignidad? Si la voluntad divina quiso por la sola gracia no sólo conservar ilesos los cuerpos de los jóvenes de las crepitantes llamas del intenso fuego, sino también conservar intactos sus vestidos, ¿por qué niega para su propia madre lo que quiso para el vestido ajeno? Yendo más allá de lo natural, quiso, por la sola misericordia, conservar incorrupto a Jonás en el vientre del cetáceo 22. ¿No conservará incorrupta a María por la gracia, yendo más allá de la naturaleza? Daniel fue guardado de la inmoderadísima hambre de los leones 23. ¿No se ha de guardar a María, obsequiada de dignidades por tantos méritos? Como sabemos que lo que hemos dicho no observa las leyes de la naturaleza, no dudamos que en el caso de la integridad de María puede más la gracia que la naturaleza. Lo que hemos dicho es obra de la divinidad, y es posible, porque lo realiza la omnipotencia. Cristo es la Virtud de Dios y la Sabiduría de Dios. Suyo es lo que es del Padre. Lo es, todo lo que es querer, pero querer lo que es justo y digno. Por eso se ve que María se alegra dignamente con inenarrable alegría de alma y de cuerpo en el propio Hijo, con el Hijo propio y por el Hijo propio, y no se ve que ninguna tribulación propia de la corrupción deba acompañar a la que hasta tal punto no acompañó ninguna corrupción de la integridad al dar a luz, que es siempre incorrupta: la que fue llena de tanta gracia, es Íntegramente viviente, la que engendró a la vida íntegra y perfecta de todos, está con aquel al que engendró en su seno, está junto a Él María, la Madre de Dios, la nodriza de Dios, la auxiliadora de Dios, la cual le engendró, le cuidó y le alimentó, y de la que, como ya dije, puesto que no me atrevo a sentir de otra manera, sospecho no poder hablar sino como he hablado.
Así pues, tome este sentido vuestra caridad fraterna, según lo que ha inspirado el Espíritu de Cristo. Se ha mostrado en parte lo que me animó a hablar así. Si alguien se opusiera a ello y quisiera decir que Cristo no pudo hacerlo, muestre por qué no conviene que lo quiera y, por lo tanto, que no exista. Y si manifiesta haber conocido el consejo de Dios sobre esto, comenzaré a creer que va dirigido a él lo que no sospeché sentir en caso contrario, y me asombrará que haya investigado la grandeza del consejo divino, que a mí, con el Apóstol, me parece que debe ser admirado con digna reverencia, y que dice: ¡Oh grandeza de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios, qué inescrutables son sus juicios y qué insondables sus caminos! 24 Y, como según el mismo Apóstol, en parte conocemos y en parte profetizamos 25, aunque de esto no lo dije todo, lo dije, sin embargo, como creí que debía decirlo. Si pues lo que escribí es verdadero, te doy gracias, Cristo, porque no pude sentir de la Virgen santa, tu Madre, sino lo que se ve que es piadoso y digno. Así pues, si lo dije como debo, apruébalo tú y los tuyos. Pero si no, perdóname tú y los tuyos. Que con Dios Padre y el Espíritu Santo vives y reinas por todos los siglos de los siglos. Amén.