Hipona — Antes de 427
Dos libros
Prólogo
1. Hace ya tiempo que vengo pensando y queriendo hacer lo que ahora comienzo con la ayuda del Señor. Creo que no debo retrasar por más tiempo hacer la recensión de mis opúsculos en libros, cartas y tratados, corrigiendo con rigor de juez lo que no me agrada en ellos. Y que nadie, si no es un imprudente, se atreva a reprenderme porque corrijo mis errores. Si dice que no debí haber escrito lo que después me desagrada también a mí, dice la verdad y está de acuerdo conmigo, porque reprueba lo mismo que yo; pero no debería corregirme por ello, cuando yo tuviese el deber de decirlo.
2. Que cada cual tome como quiera lo que hago; a mí en este caso me ha convenido tener presente aquella sentencia del Apóstol donde dice: Si nos juzgamos a nosotros mismos, no seremos juzgados por el Señor1. Y también lo que está escrito: En mucho hablar no faltará pecado2, me aterra muchísimo, no porque haya escrito mucho, o porque muchas cosas que yo no he dictado, sin embargo, también han sido escritas como dichas por mí. Y lejos de mí llamar palabrería a las palabras necesarias, cualquiera que sea su multitud y prolijidad. Sino que temo precisamente esta sentencia de la Escritura Santa porque de tantas discusiones mías, sin duda que se pueden recoger muchas frases, que, aunque no sean falsas, sí pueden parecerlo o ser tenidas como inútiles. Pues ¿a quién de sus fieles no ha aterrado el Señor cuando dice: De toda palabra ociosa que dijere el hombre dará cuenta en el día del juicio?3 De donde también su apóstol Santiago dice: que todo hombre sea pronto para escuchar y tardo para hablar4. Y en otro lugar añade: No queráis haceros muchos los maestros, hermanos míos, sabiendo que seréis juzgados más severamente. Porque todos faltamos muchas veces. Si alguno no falta al hablar, ése es un hombre perfecto5. Yo no me atribuyo tanta perfección, ni siquiera ahora que ya soy viejo, mucho menos cuando de joven comencé a escribir o a hablar al pueblo. Y tanta responsabilidad me echaban que, cuando había que hablar al pueblo en cualquier parte, estando yo presente, rarísima era la vez que se me permitía callar y escuchar a los demás, y ser pronto para oír y tardo para hablar. Me queda, por lo tanto, juzgarme a mí mismo a los pies del único Maestro6, cuyo juicio sobre mis faltas quiero evitar. Porque entiendo que entonces llegan a ser muchos los maestros, cuando existen pareceres diversos y opuestos entre sí. Mas cuando todos coinciden7 y dicen la verdad, entonces no se apartan del magisterio del único Maestro verdadero. En cambio, faltan, no cuando hablan mucho de Él, sino cuando añaden algo de su cosecha8. Sin duda que, de este modo, de la palabrería pasan también a la falsedad.
3. Por otra parte, además he querido escribir esta obra para ponerla en manos de los hombres, a quienes no puedo reclamar los libros que he publicado para corregirlos. Tampoco omito las obras que escribí cuando, siendo aún catecúmeno y, dejada toda esperanza terrena que ambicionaba, todavía estaba hinchado con los gustos literarios del siglo, porque aquellos escritos llegaron también a conocimiento de copistas y lectores, y son leídos con provecho, si se les disculpa algunas faltas, o con tal de no adherirse a ellas cuando no se las disculpa. Por todo lo cual, quienquiera que los lea, que no me imite en mis errores, sino en mi progreso hacia lo mejor. Porque quien lea mis opúsculos por el orden en que los escribí, encontrará tal vez cómo he ido progresando al escribirlos. Y para que lo pueda comprobar, en lo posible procuraré que llegue a conocer ese mismo orden en esta obra.