RÉPLICA A JULIANO (OBRA INACABADA)

LIBRO VI

Tema antiguo y dificultoso

1. Juliano.- "No dudo que el tema objeto de nuestra disputa verse sobre una cuestión más bien oscura, sin relación con los principios de la fe. Los que se encuentran alejados de los estudios de espiritualidad, se sienten emocionados por el airecillo de la fama; temen los males de los tiempos y no se acogen al asilo de la verdad encubierta; y, en presencia de un peligro nocivo, no se fían, como siempre, de sí mismos y creen camino seguro el más frecuentado".

Agustín.- Nuestro camino es tanto más frecuentado cuanto más antiguo, como católico que es; el vuestro es tanto menos frecuentado cuanto más nuevo, por ser herético.

Maniqueos y pelagianos

2. Jul.- "Procede esto de dos causas: del apoyo dado a las doctrinas de los maniqueos y de la oleada de persecuciones, que apartan de la verdad a los pobres de espíritu".

Ag.- ¿Cómo puede ser el camino de los maniqueos el más frecuentado, si son tan pocos? ¿Y cómo sufrís persecución por la verdad, cuando alejáis a los niños del Salvador?

Muchedumbre de hijos de Abrahán y minoría de los pelagianos

3. Jul.- "Hay quienes toman consejo del placer y del temor; y, en compañía de gentes de la arena, del circo o del teatro, se entregan a toda clase de vicios bajo el pretexto de una necesidad que vela el aspecto odioso del crimen y evita con su prevaricación los ruidos del siglo. Estas son las causas que aducen los paladines del vicio. Una gran parte del vulgo, como he dicho, cree pensar sobre Dios como los traducianistas y los católicos".

Ag.- Una innumerable muchedumbre de fieles prometida a Abrahán 1 es, para vosotros, una turba vulgar y despreciable; sin embargo, un pequeño número de pelagianos, esto es, de infectados por el veneno de la nueva peste, pueden recibir con agrado lo que decís; a saber, que la evidente y gran miseria del género humano, que se revela en el pesado yugo de los hijos de Adán desde el día que salen del vientre de sus madres 2, no viene del pecado del primer hombre, que vició la naturaleza humana. De donde se sigue, según vosotros, que, si nadie hubiera pecado, os veis forzados a decir que en el paraíso existirían no sólo los insufribles dolores, como vemos padecen los niños, sino también innumerables enfermedades de alma y cuerpo con las que nacen una gran mayoría.

Colocáis en este paraíso de felicidad y de paz a vuestra favorita la libido, que hace a la carne codiciar contra el espíritu; y a nosotros que la combatimos como vicio con la resistencia del espíritu nos acusáis, ciegos, de ser amigos de la voluptuosidad y de la lujuria, en la que nadie se sumerge de manera más criminal y afrentosa que aquel que se rinde a vuestra favorita, que vosotros defendéis y combatimos nosotros.

Obstinación pelagiana

4. Jul.- "En la primera discusión y en la presente, los argumentos de Agustín dejan en claro que el Dios de los traducianistas no es el Dios justo, creador de todas las cosas, que los cristianos, con voz unánime, veneran. Confío en que muchos, arrastrados a las tinieblas del error, volverán a la luz cuando conozcan la verdad".

Ag.- Di, más bien, cuando conozcan la respuesta que, según la palabra de la Verdad, demos a tus falaces y vanas palabras, pues nadie, de no ser un obstinado y perverso, permanecerá en el error de vuestra herejía.

Locura de los maniqueos

5. Jul.- "Contra nosotros, cree Manés que los mortales, por la misma condición de su naturaleza, se ven forzados al crimen y al vicio; opina que fue el príncipe de las tinieblas el que sembró en la materia de los cuerpos el instinto del crimen y que el placer sexual es la peste contagiosa del género humano; marca de los derechos del diablo, fuerza creadora de todas las torpezas. Y nuestro traducianista, como hijo sumiso y heredero, sigue a Manés punto por punto; y nos habla, como atestiguan sus múltiples escritos, de crímenes naturales, de la eterna necesidad del mal, que viene de una naturaleza tenebrosa; de la pasión de todos los sentidos, que mancha a todos los santos, y ubica en el reino del diablo a la imagen de Dios".

Ag.- Con singular frenesí, en contra de la verdad católica, hace Manés la sustancia del mal coeterna al Dios bueno; pero la fe católica confiesa que sólo Dios es eterno y sin principio; y que no sólo es bueno, verdad que Manés también afirma, sino que es inmutable, cosa que él no dice. Contra esta locura de los maniqueos, nosotros creemos en un Dios sumamente bueno, y, por tanto, inmutable, sin que exista una naturaleza coeterna a él; naturaleza que no es lo que él es ni existiría si no fuera creada, no de sí mismo, sino por sí mismo; es decir, no de su naturaleza, sino por su poder; sabemos y enseñamos que nunca hubiera existido la naturaleza humana si no la hubiera creado la naturaleza omnipotente, pero la que él hizo no es igual a él.

Hizo Dios todas las cosas muy buenas 3, pero no son sumamente buenas, como lo es él; y no serían buenas si no las hubiera hecho el Bien supremo; estas obras, todas mudables, no existirían si el inmutablemente Bueno no las hubiera creado. Por eso, cuando nos preguntan los maniqueos de dónde viene el mal y tratan de introducir un mal coeterno a Dios, ignoran lo que es el mal y creen es una naturaleza o sustancia; nosotros les respondemos que el mal no viene de Dios ni es a Dios coeterno, sino que viene de la libre voluntad de la criatura racional, creada buena por el sumo Bueno; pero la bondad de la criatura no iguala a la bondad del Creador, porque no es ella su naturaleza, sino su obra, y por esto tuvo posibilidad de pecar, no necesidad. Pero ni esta posibilidad tendría si fuera naturaleza de Dios, que ni quiere poder pecar ni lo puede querer. No obstante esta posibilidad de pecar, si esta naturaleza racional no pecara aunque pudiera hacerlo, habría adquirido un gran mérito, cuya recompensa consistiría en la gran felicidad de no poder pecar.

Todo esto lo oyó Manés, pero continúa y dice: "Si el mal viene de una voluntad libre de la naturaleza racional, ¿de dónde vienen los males sin número, como vemos en los niños que nacen, sin usar aún de la libertad de su querer? ¿De dónde viene la concupiscencia que hace a la carne codiciar contra el espíritu y nos arrastra al pecado, a no ser que el espíritu se esfuerce en rechazarla? ¿De dónde nace en el hombre esta discordia entre las dos sustancias de que está formado? ¿De dónde viene la ley de los miembros, contraria a la ley del espíritu y sin la que nadie nace? ¿De dónde vienen tantos y tan terribles males de alma y cuerpo con los que muchos nacen? ¿De dónde los trabajos y las calamidades en los niños que aún no pueden pecar voluntariamente? ¿Por qué, cuando llegan al uso de razón, tienen tanta dificultad en aprender las letras y las artes, y a los penosos esfuerzos del aprendizaje hay que añadir el castigo de los azotes?"

Respondemos: todos estos males tienen su origen en la voluntad libre de la naturaleza humana, que, a causa de un enorme pecado, quedó viciada y condenada con toda su estirpe. Por consiguiente, esta naturaleza humana, con todos sus innumerables bienes, son obra de Dios; los males son obra de su justicia; y estos males no son naturalezas o sustancias, como imaginan los maniqueos; pero se llaman naturales porque con ellos nacen los hombres, como de raíz viciada en su origen. Pero vosotros, nuevos herejes, que os encanta contradecirnos, responded a los maniqueos y decidles de dónde viene este diluvio de males; y, si negáis que nacen con ellos los hombres, ¿dónde está vuestra vergüenza? Y si lo confesáis, ¿qué es de vuestra herejía? Decid, pues, que estos males no son tales males, fingid un paraíso; no el verdadero, sino el vuestro, y llenadlo de trabajos, dolores, errores, gemidos, llantos y lutos aunque el hombre no pecara. Pero no llega a tanto vuestra osadía, para no exponeros a las carcajadas de los niños o a la férula del maestro que tenéis bien merecida. Contra vosotros sienta Manés esta conclusión: estos males vienen de la mezcla del mal, que llama naturaleza, coeterna a y opuesta a Dios. Y así, al querer alejarte del maniqueísmo, te conviertes en su auxiliar.

Argumentos maniqueos de Juliano

6. Jul.- "Partiendo de un principio diferente, se llega al mismo fin, que es lanzar dardos de acusaciones contra Dios. Dice Manés: 'El Dios bueno no hizo el mal'; y añade: 'Pero, por faltas naturales, destina Dios a las almas al fuego eterno, y esto es crueldad manifiesta; a fin de cuentas, al que llama bueno queda manchado con la clara iniquidad de su opinión'. Agustín, confiado en el patrón a quien escribe, es más audaz, desprecia los temores de su maestro y no duda empezar por donde Manés termina, y sin ambages afirma que Dios es autor y creador del mal, es decir, del pecado; y esto es un ultraje al Dios que venera la fe de los católicos. Hará bien el lector, en no olvidar que nadie entre los fieles está más obligado que nosotros al combate y que atribuir a la naturaleza la necesidad de pecar es romper con la Iglesia en el culto del Dios de los cristianos; lo hemos con frecuencia repetido, pero en beneficio de la causa principal lo repetimos. Vengamos, pues, a la cuestión de los primeros hombres; es en esta disputa donde se abroquela nuestro númida y concentra sus fuerzas para combatirnos".

Ag.- Creería te era desconocida la doctrina de Manés acerca de la mezcla de las dos sustancias, buena y mala, si no supiera con certeza que has leído mi libro sobre este error; porque esta mi obra, en la que refuto la opinión de las dos almas en el hombre, una buena y otra mala, te suministró argumentos que esgrimes contra mí 4. Sostiene Manés que hay en el hombre dos almas, espíritus o inteligencias; una propia de la carne, a Dios coeterna, mala por naturaleza, no por un vicio accidental; la otra buena por naturaleza, centellica de Dios, enlodada por su aleación con la mala; de ahí, según él, esta lucha entre carne y espíritu, que es bueno; lucha del alma perversa para tener al hombre encadenado, y del espíritu contra la carne para verse libre de esta mezcolanza. Y, si no logra conseguirlo en la última conflagración del mundo, lo atará a un globo tenebroso y quedará retenido para siempre en esa cárcel.

No es verdad, como dices, que el Dios de Manés, por faltas naturales, destine a las almas al fuego eterno; pero sí castiga a las almas, buenas por naturaleza, a causa de su mezcla con otra naturaleza mala, mezcla que él consintió al crearlas y luego no las pudo librar; y las castigará no con fuego eterno, en el que no cree Manés, sino, como ya dije, metiéndolas en un globo tenebroso, en el que será encarcelado el espíritu de las tinieblas.

La fe católica, que vosotros habéis abandonado para fundar una nueva secta con el pretexto de combatir el maniqueísmo, pero en realidad para sostenerlo, cuando escucha o lee estas palabras del Apóstol: La carne lucha contra el espíritu, y el espíritu contra la carne, pues una y otro son opuestos, de manera que no hacéis lo que queréis 5, no las entiende de dos naturalezas, buena y mala, contrarias entre sí desde la eternidad y en perpetua guerra civil, como opina el hereje Manés, sino como lo enseña el doctor católico Ambrosio 6; es decir, que esta guerra entre carne y espíritu fue introducida en nuestra naturaleza por la prevaricación del primer hombre y es un castigo infligido a nuestra naturaleza. No es esta fe rodela númida, como con ironía insultas, sino verdadero escudo contra el que rebotan, según palabras del Apóstol, todos los dardos ígneos del Maligno 7. Armado con este escudo salía al encuentro de vuestros futuros errores no un númida, sino el cartaginés Cipriano; basta pronunciar su nombre para inmunizarnos contra vuestra vacía verborrea. Bien; armado con este escudo, aquel cartaginés enseña en su libro sobre la oración dominical que por estas palabras: Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo 8, pedimos a Dios que por su gracia renazca la concordia entre los dos, es decir, entre la carne y el espíritu. Así pudo este aguerrido soldado de Cristo apagar los dardos de fuego lanzados por los maniqueos y por vosotros; porque todos los herejes combaten a favor del Maligno, pero vosotros aumentáis su ejército con vuestros novicios.

Al buscar una armonía entre la carne y el espíritu, enseña, contra los maniqueos, que ambas naturalezas son buenas si la gracia divina viene a sanar el mal de la discordia. Contra vosotros, que decís que es buena la concupiscencia de la carne cuando engendra el mal de la discordia, se abroquela él y pide a Dios la sane; y, cuando obramos bien, luchamos a favor de las apetencias del espíritu contra los emponzoñados apetitos de la carne. Y, si consentimos, renace la concordia entre carne y espíritu, no deseable, sino digna de condenación.

Y contra vosotros se pronuncia también Cipriano cuando atribuís al libre albedrío el poder realizar en el hombre lo que sólo Dios puede obrar por gracia que se ha de pedir. Tú, sin saber lo que dices, me haces decir que Dios creó el pecado; pues bien, responde a Manés cuando enseña que en el conflicto entre carne y espíritu existen dos naturalezas contrarias, la del bien y la del mal. Nosotros con una palabra podemos aniquilar esta doctrina apestosa mostrando que esta guerra entró en nuestra naturaleza por el pecado del primer hombre. Tú, al negarlo, tomas partido por los maniqueos, y, con apariencias de combatirlos, en realidad los apoyas.

Juliano margina la autoridad divina

7. Jul.- "Nos repite en todos sus escritos que Dios creó a Adán y Eva buenos, es decir, exentos en su naturaleza de todo crimen natural; pero ellos, por libre querer, pecaron tan gravemente, que todas las cosas instituidas por Dios en la naturaleza quedaron deterioradas. 'Este pecado, dice, fue obra del diablo y sobrepasa en malicia y profundidad todos los pecados de los hombres. Por este monstruoso pecado del primer hombre, nuestra naturaleza quedó tan arruinada, que no sólo es pecadora, sino que engendra pecadores; no obstante, esta languidez que anula nuestras fuerzas para vivir el bien es un vicio, no naturaleza. Pecado enorme, el más grande que imaginar podemos en el paraíso, que vició la naturaleza del hombre y consigo lo trae todo nacido' 9.

He aquí expresado con toda claridad su pensamiento: los primeros hombres, dice, tuvieron una naturaleza sana; pero cometieron un pecado tan grave e incomprensible, que mataron en ellos las fuerzas para un honesto vivir, apagaron la luz del libre albedrío y crearon en el futuro la necesidad de pecar, y, como consecuencia, nadie en su descendencia es capaz de nobles esfuerzos por conseguir la virtud, evitar el vicio y santificarse".

Ag.- A ti y a tus camaradas pelagianos os parecerá que dices algo, cuando lo que haces es marginar la autoridad divina, te zambulles en la vanidad humana y metes gran ruido con palabras vacías y argumentos insustanciales contra la verdad de las Sagradas Escrituras. Si con espíritu cristiano y católico meditas esta sentencia del Apóstol: El cuerpo está muerto en verdad a causa del pecado 10, sin duda comprenderás que el primer hombre pecó tan gravemente, que la naturaleza, por este pecado, quedó tan debilitada no sólo en un hombre, sino en todo el género humano, pues, pudiendo ser inmortal, se despeñó en la necesidad de morir; y los que se convierten a Dios por Jesucristo hombre, único mediador entre Dios y los hombres, no obtienen en seguida la inmortalidad que les promete aquí abajo el Espíritu Santo, que habita en ellos; pero en un futuro les otorgará lo que ahora les promete. Esto lo explica el Apóstol en la misma perícopa: Si alguno, dice, no tiene el Espíritu de Cristo, éste no es de Cristo. Pero si Cristo está en vosotros, el cuerpo está muerto por el pecado, pero el espíritu vive por la justicia. Y si el espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucito a Jesucristo de entre los muertos vivificará vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros 11.

El cuerpo está muerto por el pecado, y es este pecado el que impone la necesidad de morir. Y ¿qué pecado es éste si no es el del primer hombre? Y es por la justicia del segundo hombre, Cristo, por la que este mismo cuerpo, ahora muerto, recibirá luego una vida feliz. Cristo se llama el segundo Adán y hombre segundo, porque entre Adán, creado hombre, y Cristo, nacido hombre, nadie puede llamarse hombre segundo, si no es Caín, en la genealogía de tantas generaciones de hombres. La primera fue la muerte del cuerpo, efecto del pecado de Adán, y constituye el siglo presente; la segunda es la vida del cuerpo, efecto de la justicia de Cristo, que existe ya como primicia en la carne de Cristo, y constituye el siglo futuro. Por eso, uno es el primer Adán o el primer hombre; el otro es el segundo Adán, o el hombre segundo. ¿Tú no quieres comprender que el pecado de uno fue tan grande que engendra el siglo de los mortales, y que la justicia del otro es tan sobreabundante como para propagar el siglo de los inmortales?

Me objetas la enormidad del pecado del primer hombre, causa de tantos males para todos los hombres, como si fuera yo el único o el primero en decirlo. Escucha a Juan de Constantinopla, sacerdote de gran fama: "Cometió Adán, dice, un pecado gravísimo, y con él condenó a todo el género humano". Escucha también lo que dice sobre la resurrección de Lázaro, y comprenderás que la muerte del cuerpo viene del gran pecado de Adán. "Lloró Cristo, escribe, porque hizo el diablo mortales a los hombres que podían ser inmortales" 12. Dime, por favor: ¿cómo pudo el diablo hacer a todos los hombres mortales si no es porque fue un insigne pecador, y, al privar a los hombres de la felicidad edénica, nos sumergió en un abismo de miseria que vemos y sentimos? Y no fue sólo la muerte del cuerpo, sino también la del alma, que un cuerpo corruptible hace pesada 13; y males de toda suerte, que hacen duro el pesado yugo que pesa sobre los hijos de Adán desde que salen del vientre de sus madres, y que el salmista expresa con estas palabras: Todo hombre viviente es vanidad 14.

Males que no quieres atribuir al gran pecado del primer hombre; y entonces, ¿qué haces si no es introducirlos en el paraíso de incomparable felicidad, teniendo en él un espacio necesario aunque nadie pecase? Por el contrario, los maniqueos los atribuyen a gente de las tinieblas, menos confusos por tus incriminaciones que confiados por tu ayuda; pero la verdad católica, con su espada invencible, os hiere a ti y a ellos.

No decimos, como insinúas: "Nadie entre los hijos de Adán es capaz de virtuosos esfuerzos". Muchos, en efecto, son los que se esfuerzan, pero Dios obra en ellos el querer 15; y gracias a estos esfuerzos y a la gracia de Dios terminan por conseguirlo. Pero, si este cuerpo corruptible no hiciese tarda el alma, no sería necesario el esfuerzo. Y en el paraíso, si nadie hubiera pecado, no pesara sobre los hijos de Adán un duro yugo y habrían obedecido a Dios sin esfuerzo, fácil y felizmente.

Naturaleza viciada de los descendientes de Adán

8. Jul.- "Piensa Agustín que, alabando a los primeros hombres -dos sólo-, marca clara diferencia entre maniqueos y traducianistas. Nada más insensato e impúdico que este sentir. 'El libre albedrío, dice, recién estrenado, perdió de su vigor'. Retornemos a él, entremos poco a poco en todos sus detalles. Confiesas que el primer hombre fue dotado de libre albedrío, creado bueno y sin mancha de pecado en su origen; luego prevaricó libremente y perdió su inocencia y puso a todos sus descendientes en la necesidad de pecar. Este es, en verdad, vuestro dogma; derivado, decimos nosotros, del cieno de Manés, que enseña que la naturaleza de Adán, formada de la flor de la sustancia primera, superior a cuantas le siguieron, era, en su esencia, mala".

Ag.- Cuanto arriba hemos dicho fija lo suficiente nuestro dogma católico y vuestra doctrina herética en relación con los primeros hombres y sus descendientes. Fueron ellos creados buenos por Dios; los demás, teniendo el mismo Creador, nacen, sin embargo, con una naturaleza viciada por el pecado y encepada en el pecado; excluido de la salud en la que fue el primer hombre creado y arrojado, por su condición natural, en un estado de languidez enfermiza, con la necesidad de morir. Por eso necesita de la ayuda de un salvador que les libre primero perdonando todos sus pecados y luego curando todas sus dolencias.

A los bautizados y a los que ya habían recibido el Espíritu Santo les dice el Apóstol: La carne lucha contra el espíritu, y el espíritu contra la carne, pues son entre sí antagónicos, de forma que no hacéis lo que quisierais 16. Sostienes que el libre albedrío nada perdió de su vigor por el pecado, es decir, haciendo mal uso de sí mismo. Ahora, ¿qué puedes responder al Apóstol cuando dice que la carne guerrea contra el espíritu y que los fieles no hacen lo que quieren y hacen lo que no quieren, incluso cuando en el bautismo les han sido perdonados sus pecados; ni hacen lo que quieren los que, según el Apóstol, han recibido, con la palabra, el don del Espíritu Santo 17? ¿Por último, que no hacen lo que quieren ni aquellos que el mismo doctor de los gentiles dice haber sido llamados a la libertad 18?

Pero tú, hábil defensor de la libido, su ilustre patrón, te vuelcas en favor de tu protegida, y no dudas en colocar en el paraíso esta concupiscencia de la carne que guerrea contra el espíritu; y no te das cuenta de que esto te obliga a decir que en los primeros padres no existía libre querer. Porque si, ya antes del pecado, la carne codiciaba contra el espíritu, no hacían lo que querían. Y este libre albedrío gozaba entonces de todo el vigor de sus fuerzas, y es evidente que hacían lo que querían; sumisos a la ley divina, no la consideran imposible de cumplir ni difícil; tu favorita no estaba allí para guerrear contra el espíritu; pero ahora, a los convertidos a Dios por la fe, bautizados y santificados, llamados a la libertad, les dificulta hacer lo que quieren y extinguir todo apetito vicioso.

Es muy verdad lo que proclama la fe católica por boca de su obispo Ambrosio: "Este vicio, que hace a la carne luchar contra el espíritu, se ha naturalizado en nosotros por el pecado del primer hombre". Con este dardo de la verdad inesquivable e insuperado quedáis decapitados tú y Manés, porque ambos a una, por carta de más o de menos, estáis en el error; tú al defender que esta corrupción no es un mal; Manés porque, aun reconociendo que es un mal, ignora su origen, y, huérfano de la fe católica, urde la fábula, repleta de mentiras y torpezas, de las dos naturalezas o de la mezcla del bien y del mal. Nuestra justicia en la tierra consiste en ser justificados por la fe y tener paz con Dios 19 y poder pelear contra la concupiscencia de la carne que nos aguijonea, y podemos vencerla con la ayuda de Dios.

No consiste, pues, la justicia, en esta vida, en no tener vicios, sí en disminuir su número al no prestarles nuestro consentimiento, resistiendo, llevando una vida sobria, justa, piadosa. El no tener vicio que combatir es privilegio de la otra vida, recompensa del bien que hemos hecho en ésta por la total curación de nuestra naturaleza, y no, según tu compadre maniqueo, por la separación de una sustancia extraña. Este es nuestro dogma, que no ha salido, como con mentira afirmas del lodo de Manés; dogma, como puedes ver si no has perdido el juicio, que os asfixia a los dos.

Confusionismo maniqueo de Juliano

9. Jul.- "Ha llegado para nosotros la hora de poner en evidencia la ceguera de tu sentir y demostrar, como lo hemos hecho con frecuencia, que apenas te separa una pulgada de los figones y conciliábulos maniqueos. De entrada, ya es una memez mezclar la cuestión del libre albedrío con el semen, la voluntad con el feto, y suprimir toda distinción entre naturaleza e inclinaciones; distinción neta, evidente, universal, para proclamar luego que la voluntad del primer hombre pasó a su posteridad. Error este que encuentra en todas las cosas su palmaria refutación. Jamás los hijos de padres sabios han reproducido en sus vagidos la belleza del arte paterno; ni los hijos de histriones los movimientos de una mano que acompañara la palabra; ni los hijos del guerrero el sonido vibrante de la trompeta. Y se pueden encontrar otros mil ejemplos que hablan con voz más sonora que el trueno.

Responderá el universo que unas son las fronteras de la naturaleza y otras las de la voluntad. Las coordenadas de la generación no están sometidas a influencias de los estudiosos. Y lo que es muy burdo e insensato es creer se convierte en naturaleza lo que confiesas ser obra de la voluntad; y lo que es infinitamente más deforme es afirmar que la posibilidad de actuar se perdió desde el principio, es decir, que el libre albedrío, que no es otra cosa que la posibilidad de pecar o no pecar sin sufrir coacción en ningún sentido, con la facultad de inclinarse espontáneamente a donde le plazca, pierde la posibilidad de opción desde que está predeterminado a querer una cosa".

Ag.- ¿No ves claro que con el hinchado y espumante estrépito de tu locuacidad vienes, sin quizás saberlo, pero de una manera decisiva, en ayuda de Manés? Si nos preguntas de dónde viene el mal, cuestión esta que suele turbar a espíritus poco cultivados, respondemos que viene de la libre voluntad de la criatura racional; y si insistes y dices: "¿De dónde vienen tantos males como llueven sobre el hombre, no sólo después de su nacimiento, cuando con los años llegan al uso de razón; pero incluso con los que nacen todos o casi todos? Nuestra respuesta es: Al nacer, todos traemos con nosotros la concupiscencia de la carne, que guerrea contra el espíritu, aunque esté empapado de una fe recta y una piedad sincera; nos es natural a todos una pereza mental que han de vencer los mismos hombres llamados genios, porque no es sin una trabajosa fatiga como pueden aprender el oficio, las artes liberales o los rudimentos de la religión. Unos nacen con un cuerpo deforme, a veces monstruoso; otros son unos olvidadizos; tardos otros y romos de entendimiento; muchos, inclinados a la cólera o a la lujuria; algunos, subnormales profundos o locos. ¿Qué puede responder a esto la fe católica si no es que todos estos males nos vienen del pecado de un hombre que fue arrojado del paraíso, lugar de felicidad cumplida; que nos viene de una naturaleza viciada por el virus del pecado? Porque, si nadie hubiera pecado, no habría conocido el edén tales miserias ni vicio alguno.

Oído esto, si Manés hubiera conocido tu lenguaje, nos diría estas palabras tuyas: "Es una gran locura mezclar la cuestión del libre albedrío con la del semen, y los actos de la voluntad con los fetos"; y luego lo que añades para probar tu sentencia, a saber, que ni los hijos de los sabios nacen sabios ni los de los juglares, juglares; ni los de guerreros, guerreros. Esta tu ayuda la usaría Manés para refutar lo que decimos, a saber, que el pecado del primer hombre vició la naturaleza humana en sus descendientes en virtud de las razones seminales que estaban en él cuando cometió tan enorme prevaricación. Y después de negar nuestra explicación introduce la mezcla de sus dos sustancias, y de la naturaleza mala hace derivar los males con los que nacen los hombres.

Para contradecirme empleas un argumento que es el culmen de lo absurdo y sumamente detestable, y te ves forzado a decir que los males de cuantos nacen hubieran existido lo mismo en el paraíso aunque nadie hubiera pecado. Y ahora te instará Manés para que le digas de dónde vienen estos males. Empiezan tus apuros. Porque si dices que estos males vienen de la naturaleza misma del hombre, sin ningún mérito de la voluntad, acusas al Creador; para no hacerlo, recurres a una voluntad mala. Pero te replicará Manés: "¿De qué voluntad viene? No existe voluntad en el semen ni en los niños recién nacidos". ¿Qué te resta entonces si no es confesar con nosotros, si quieres escapar de Manés y vencerlo, que en los pliegues más profundos y secretos de nuestro origen existe ya un germen del que ha de nacer con el tiempo, y el mérito perverso del que engendra; que el pecado del primer hombre fue tan descomunal, que, para usar una expresión de San Juan de Constantinopla, envolvió en un anatema general a todo el género humano 20. De donde se sigue que estos males no hubieran existido en el paraíso, del que fueron arrojados nuestros primeros padres antes de haber tenido hijos, si nadie hubiera pecado.

Anula este dogma católico cuanto tú creíste añadir sobre las artes, advirtiendo que nadie es perito en el arte de sus padres. Pero una cosa es pecar contra las costumbres, arte de bien vivir, falta que las leyes castigan y la justicia divina, y otra cosa es faltar a las reglas del arte, sean éstas honestas o torpes; faltas que la ley divina no castiga, pero sí los especialistas en la materia y, sobre todo, los maestros, que enseñan a los niños bajo el imperio del temor y el dolor de los castigos. También aquí debemos pensar que, si en el paraíso tuviera el hombre necesidad de aprender algo útil para aquella vida feliz, su naturaleza íntegra pide lo aprendiera sin esfuerzo y sin dolor, ya por ella misma, ya por inspiración de Dios.

¿Quién no comprenderá que, en esta vida, las torturas del aprendizaje forman parte de las miserias de esta vida, obra de uno solo para condenación? De ahí esta profunda miseria, que hace impotentes a las almas para no querer el bien o que el Señor disponga en algunas la voluntad de quererlo 21, pero que hace clamar al que vive aún en este siglo: El querer está a mi alcance, pero no el realizarlo. Si esto crees, vences a los maniqueos; pero como no es ésta tu fe, ésta os vence a los dos.

Falsa definición del libre albedrío

10. Jul.- "Aprueba ahora lo que dijimos: no hay diferencia alguna entre vuestro dogma y el de Manés. No existe duda, la naturaleza de Adán fue creada pésima si su condición fue hacer necesariamente el mal y no el bien; es decir, el crimen, aunque sea parto de la voluntad, era natural en ella, mientras el bien dejaría de serlo; es, pues, una falsedad decir que se peca voluntariamente cuando padece el dominio de su funesta condición. Se ve también hasta qué punto es uno esclavo del mal, embutido como está en el pecado. ¿Dónde encontrar sustancia peor que aquella que por su naturaleza puede caer en la iniquidad, sin poder de ella salir? Si esta fuerza la inclinase al bien incluso con la pérdida del libre albedrío, no se podía acusar al Creador, pues de los tesoros de su bondad no cabe duda. Mas como la violencia inclina al hombre al mal, sólo al creador del hombre se puede acusar; y esta acusación va flechada contra vuestro Dios, cuyo culto es superfluo, porque, según vosotros, es amigo del mal al ser autor de una asquerosa criatura. ¿A quién convencer de que el primer hombre no fue predestinado al crimen, si se le priva de la facultad de enmendarse, si se le equipa de un espíritu perverso para que no pueda detestar su error y no tenga acceso al bien honesto, sin poder ser por la experiencia aleccionado, sin sentir la necesidad de recuperar nunca el honor, sin posibilidad de conversión?

En efecto, si tal fue su condición a lo largo de su existencia en esta vida y una caída le hace impotente para enmendarse, no pudo ser creado el hombre si no es para caer. Y ni siquiera se puede hablar de caída, sino, con más exactitud, de yacer, pues su estado no le permite, en el terreno moral, levantarse. ¿Qué es entonces de aquella libertad que creemos le fue otorgada, si de dos cualidades contrarias le viene la peor de lo necesario, y la buena de lo mudable; o mejor, bajo la tiranía del crimen perdió la posibilidad de arrepentirse? Miserable en extremo este estado del hombre, si Dios le hubiera hecho de esta desdichada condición desde su origen, porque, una vez creado pecador, quedó encadenado al crimen por una eterna necesidad de pecar".

Ag.- Dices cosas que te invito a considerar atentamente, y te harán sentir sonrojo a pesar de tu cinismo. ¿Por qué no te das cuenta de que, si la naturaleza se convirtió en perversa e incurre voluntariamente en el mal y, por injusto castigo, no puede convertirse al bien, no es sólo la naturaleza humana que me objetas, sino también la naturaleza angélica la que se hizo pésima? A no ser que digas que el diablo, caído por su voluntad del bien, si quiere y cuando quiera puede retornar al bien que había abandonado, y en este caso renovarías el error de Orígenes. Y, si no lo haces, rectifica, avisado, lo que dijiste imprudente, y confiesa que la naturaleza fue creada buena, y, si hizo el mal, lo hizo por propia voluntad, no por necesidad. Sólo la gracia de Dios puede de nuevo conducirla al bien que había abandonado, no su propio querer, habiendo merecido perder su libertad por el pecado. Otro pudiera igualmente errar como tú y decir: "¿Qué sustancia puede encontrarse peor que ésta, formada de tal manera que puede ir al suplicio eterno, pero no puede salir?" En verdad, puede Dios todopoderoso librarnos de este tormento, pero no puede mentir al decirnos que este suplicio es eterno, que es como decirnos que no lo hará.

Con todo, lo que en esta materia te hace decir vaciedades es tu falsa definición del libre albedrío que diste en el párrafo anterior, ya refutada, pero que siempre vuelves a repetir. Dijiste: "El libre albedrío no es otra cosa que la posibilidad de pecar o no pecar". Con esta definición suprimes en Dios el libre albedrío, que tú no niegas, como con frecuencia has dicho; y es verdad, porque Dios no puede pecar. Más aún, los mismos santos, en el reino de Dios, perderían el libre albedrío, pues no pueden pecar.

Quiero me prestes atención, pues debes saber lo que en esta materia nos preocupa; y es que castigo y recompensa son contrarios, y estos dos rivales se corresponden a otros dos contrarios; de suerte que el no poder obrar bien es un castigo, y el no poder pecar, una recompensa. Pon atención a las Escrituras, a las que, por desgracia, das esquinazo para abandonarte al viento de tu caprichosa locuacidad como a una tempestad. Escucha lo que dicen: Israel no encontró lo que buscaba, pero lo encontraron los elegidos; los otros se quedaron ciegos, según lo que está escrito: Les dio Dios un espíritu de aturdimiento, ojos para no ver, oídos para no oír hasta el día de hoy. Y David dice: Conviértase su mesa en trampa, piedra de tropiezo; oscurézcanse sus ojos para que no vean; se curven sus espaldas hacia la tierra 22. Medita también estas palabras del Evangelio: No pudieron creer porque había dicho Isaías: Cegó sus ojos y endureció su corazón para que no vieran con sus ojos ni comprendieran en su corazón, y se convirtieran y sanaran 23.

He citado estos textos para que comprendas, si puedes, que, sin duda, es posible, por justo castigo, que los hombres no crean, porque tienen su corazón ciego, y por su bondad hace Dios que crean con voluntad libre. ¿Quién ignora que nadie cree si no es por el libre albedrío de su voluntad? Pero es Dios quien prepara esta voluntad; y nadie puede salir de esta esclavitud, merecida por su pecado, mientras no disponga el Señor con su gracia este querer, gracia gratuita del todo. Si Dios no hiciese querer a los que no quieren, cierto que no le pediríamos esta buena voluntad para aquellos que no quieren creer. Es lo que hacía el Apóstol por los judíos cuando dice: Hermanos, a ellos va el afecto de mi corazón y por ellos se dirigen a Dios mis súplicas para que sean salvos 24. Por eso pedía San Pablo para ellos el querer: Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo 25. El obispo Cipriano ve en estas palabras de la oración dominical una advertencia para que oremos por nuestros enemigos infieles y para que estos hombres, que son tierra por pertenecer a la imagen del hombre terreno, crean, como nosotros, que estamos ya en el cielo, pues somos portadores de la imagen del hombre celestial.

La gracia elevante de Cristo

11. Jul.- "Perdura el pacto entre vosotros y los maniqueos; ellos por su profesión de fe, vosotros con vuestros argumentos, afirmáis que la naturaleza del primer hombre era mala; afirmación repleta de falsedades y absurdos, como lo prueba el admirable ejemplo del justo Abel. Dejo a un lado la legión de santos, por no citar más que el primer justo después del pecado de Adán. Abel, nacido de padres pecadores, prueba con su santidad que no le faltó fuerza para practicar la virtud. Pero no insisto sobre este punto, para poder seguir más de cerca la doctrina de esta secta traducianista.

¿Qué clase de libre albedrío piensas tú le fue concedido a nuestros primeros padres, pues confiesas que les fue otorgado? Consistía, cierto, en la opción de poder hacer el mal o evitarlo, abandonar o practicar la justicia. No existiría voluntad de pecado si no precediera la posibilidad de querer pecar. Dices que usaron de su propia voluntad, es decir, que por un movimiento libre del alma perdieron el libre albedrío. ¿Se puede imaginar disparate mayor? Veamos la fuerza de tu argumentación. Dices que el hombre perdió por propia voluntad lo que voluntariamente le fue concedido; el pecado no es otra cosa que una mala voluntad; bien. La libertad nos es otorgada no para coaccionar a la voluntad, sino para posibilitarle su actividad; y esta libertad, dices, perdió su condición por un acto de su voluntad; de suerte que es preciso creer que pereció por el acto mismo que prueba su existencia. Evidente, una voluntad mala no es el fruto, sino prueba de la libertad. Y la libertad no es más que la posibilidad de obrar bien o mal, pero voluntariamente. ¿Cómo es posible perezca por un acto que prueba su existencia, pues la mala y buena voluntad no suprimen la libertad, la proclaman? La misma diferencia que existe entre victoria y derrota, existe entre tu teoría y la naturaleza del libre albedrío, pues lo crees muerto cuando se reafirma. ¿Qué hay de nuevo, qué sucedió de extraordinario en el hombre pecador para arruinar la obra de Dios? Fue creado el hombre con libertad para poder pecar o no pecar; pecó, e hizo ciertamente lo que no debía, pero lo pudo hacer. ¿Por qué iba a perder una facultad que le fue otorgada para que pudiese querer o no querer lo que quiso?"

Ag.- Repites una y otra vez las mismas cosas a las que ya he dado respuesta, como habrá visto el lector. Mas como insistes y vuelves a repetir que la libertad de hacer el bien o el mal no puede perecer por su mal uso, responda el bienaventurado papa Inocencio, obispo de la Iglesia de Roma, en una carta que escribe -refiriéndose a vuestra causa- a los obispos de África reunidos en concilio: "El hombre, dice, dotado en otro tiempo de libre albedrío, usó inconsideradamente de sus ventajas, y, una vez caído en el abismo de su prevaricación, no encuentra cómo levantarse, y habría quedado sepultado bajo sus ruinas si no hubiera Cristo venido a rescatarlo con su gracia".

¿Ves lo que piensa la Iglesia por boca de su ministro? Tenía el hombre posibilidad de caer o estar en pie; pero, si cae, no tiene la posibilidad de levantarse que tuvo para caer, porque a la falta siguió el castigo. La gracia de Cristo, a la que sois vosotros unos miserables desagradecidos, viene a levantar al caído. Por eso en otra carta escrita a los obispos de Numidia, también en relación con vosotros, dice el mismo pontífice: "Se esfuerzan ellos -los pelagianos- por suprimir la gracia de Dios, que es necesario implorar incluso después de sernos restituida la libertad del estado primitivo" 26.

¿Lo oyes? La libertad nos fue restituida, y sostienes tú que no se perdió; y, satisfecho con la libertad humana, no imploras la gracia divina, cuando la libertad, incluso restituida a su estado primero, reconoce es necesaria. Te pregunto si habría recuperado la gracia del estado primero aquel que clama: No hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco; el querer está a mi alcance, pero no encuentro cómo realizar el bien 27. Y aquellos a quienes se les dice: La carne guerrea contra el espíritu, y el espíritu contra la carne, de suerte que no hacéis lo que queréis 28. Pienso no seas tan mentecato que digas existe en éstos la libertad del estado primitivo, y, sin embargo, si hubieran estado totalmente privados de libertad, no hubieran podido querer lo bueno, lo justo, lo santo. Hay a quienes deleita el pecar, no quieren o detestan la justicia, pero para amarla es preciso que prepare Dios las voluntades, porque al cumplimiento de la justicia ha de preceder el deseo de la voluntad; y poco a poco va creciendo este poder, con más rapidez en unos, más lentamente en otros, cada uno según le fuere otorgado por Dios, el único que puede restaurar la salud perdida en el hombre y acrecentarla hasta concederle el no poder perderla.

En el número de los santos liberados se encuentra Abel, del que dices no careció de fuerza para vivir santamente. Cierto, no careció de fortaleza, pero después que le fue dada. Antes de esta gracia, ¿quién puede estar limpio de pecado?: Ni el niño cuya vida es de un día sobre la tierra 29. Todos los redimidos han sido redimidos por aquel que vino a buscar lo que estaba perdido, a los que antes de su aparición en carne redimió por la fe en su venida. La redención es libertad plena y definitiva de felicidad cuando sea imposible servir al pecado. Porque, si como dices, consiste la libertad en la posibilidad de querer el bien o el mal, no hay en Dios libertad, pues no puede pecar. Y si en el hombre buscamos este libre albedrío original e inamisible, el deseo de felicidad existe en todos los hombres, incluso en los que no quieren poner los medios que conducen a esta felicidad.

Estado de rectitud y estado de impecancia

12. Jul.- "Voy a seguirte por los breñales de tu pensamiento. Argumentas que el libre albedrío ha sido constituido de tal suerte, que pierde fuerza según sea el acto de su voluntad y que en el futuro queda sometido a la necesidad de la parte elegida. Pon atención a mi respuesta. ¿Crees que el hombre fue creado de suerte que debe sufrir la necesidad de una opción; es decir, que, si ha escogido el bien, ya no puede en el futuro pecar, y si escoge el mal no puede enmendarse? ¿O esta necesidad sólo se refiere al mal, y por parte del bien nada de esto sucede, quedando así expuesto a todos los peligros de la inconstancia?

Elige una de estas dos opciones; si dices que nuestra naturaleza debe sólo padecer la necesidad del mal, no hay ya duda posible que se encuentra en la peor de las condiciones, pues no tiene otro privilegio que el de una dura necesidad; prueba de que era la naturaleza de Adán mala, sin quedarte, para un posible resguardo, la más pequeña sombra de voluntad. Si, por el contrario, dices que el bien está sometido a la misma ley, esto es, si alguien quiere el bien, ya no puede pecar, pregunto: ¿Por qué el hombre pecó? ¿Por qué no sufrió la necesidad del bien y resistió a los ardides del diablo, si antes de su pecado se le ve, durante algún tiempo, sumiso a la voluntad de Dios?

Esta naturaleza, formada del limo de la tierra, caldeada por el soplo del alma, no ardió en seguida en deseos de un mal querer. Colocado, se lee, en un jardín para que lo cultivase y guardase, le mandó Dios comer de todos los frutos, con orden de no tocar al árbol de la ciencia del bien y del mal. Antes de ser formada la mujer de su costado, Adán, fiel al precepto del Señor, cultivaba, en su inocencia, un ameno jardín; más tarde mereció tener a su lado una compañera semejante a él. Nos describe la Escritura estas etapas. Cuando vio Adán a la mujer que Dios le había dado dispuesta a seguir la voluntad de Dios, da a conocer a su compañera el precepto que había recibido. Guardián de este precepto, se lo da a conocer, y enseña a Eva el respeto que debe al Legislador, la sumisión obligada y la causa del temor. De ahí la resistencia de la mujer cuando viene el diablo a su encuentro; y, aunque Dios nada le había directamente intimado, rechaza, de entrada, las mentiras de la serpiente, diciendo que no les había Dios prohibido comer del fruto de todos los árboles, como el diablo fingía, porque les había permitido saborear todos los frutos, excepto de un solo arbusto; y la muerte sería el castigo justo de la prevaricación. No se puede, pues, afirmar que Adán no haya sido, durante breve tiempo, fiel al precepto del Señor; y lo observa Eva religiosamente también, aunque más tarde cae, seducida por el deseo de la ciencia y de la divinidad.

¿Por qué esta justicia, esta piedad que reinó largo tiempo en Adán, menos tiempo en Eva, no le libró de la posibilidad de pecar, anclándolos en la necesidad del bien, y poder así resistir las seductoras palabras del diablo? Luego fueron fieles mientras quisieron, pero su fidelidad no les hizo perder la posibilidad de pecar. Pecaron, sí, pero es evidente que después de su pecado no perdieron la posibilidad de arrepentirse 30. Y aquí, como en todas partes, ves evaporarse tu sistema; porque el pecado de los primeros hombres no impone necesidad alguna de pecar ni se trasvasa a la naturaleza, como la justicia que precedió a la caída no se convirtió en necesidad de virtudes ni se propaga por vía seminal".

Ag.- Cuanto acabas de decir con abundancia de palabras ambiguas, se puede expresar brevemente. ¿Por qué Adán, dices, cuando hizo el mal, perdió la posibilidad de hacer el bien, y obrando bien anteriormente no perdió la posibilidad de poder pecar? Con esto quieres dar a entender que, de ser así, por creación la naturaleza no es buena, sino mala, porque fue en el hombre una mala acción más potente para impedirle hacer el bien, que una buena acción para impedirle hacer el mal.

Con esta manera de argüir, podías igualmente decir que fue un mal para el hombre haber sido formado con ojos, porque, apagados, se queda uno en la imposibilidad de ver; conservando la vista, está en la imposibilidad de perderla; o decir que todo el cuerpo del hombre fue mal formado, porque puede suicidarse, pero no puede resucitarse, y muerto no puede darse la vida; pero mientras esté vivo nada le impide pueda darse la muerte; y si esto no dices porque ves claro es un absurdo, ¿por qué dices que Dios creó la naturaleza del hombre mala porque una voluntad mala impide al hombre volver al bien, o que la voluntad buena no puede impedir la caída en el mal?

Fue el hombre creado con el libre albedrío; podía no pecar si no quisiera, pero no quedaría impune su pecado si quisiera pecar. ¿Qué hay de asombroso, si al pecar deterioró la naturaleza buena que le dio Dios, que sea castigada con la imposibilidad de obrar rectamente? Mientras permaneció en su estado de rectitud y podía no pecar, no recibió el don mayor de no poder pecar porque no quiso permanecer en el bien recibido hasta el día prefijado para su recompensa. El don otorgado a los santos en el siglo futuro lo será cuando sean revestidos de un cuerpo espiritual; y lo habría recibido Adán sin pasar por la muerte, encumbrándose de un estado en el que podía no morir a otro en el que no podía morir, y del estado en que podía no pecar, a otro en el cual no podría pecar. No tuvo Adán, en su origen, cuerpo espiritual, sino un cuerpo animal; por tanto, si no hubiese pecado, no debía morir. Dice el Apóstol: No es primero lo espiritual, sino lo animal; después lo espiritual 31. Esto hace decir a San Ambrosio: "Fue Adán creado como en una sombra de vida, de la que no podía caer por necesidad, sino por voluntad" 32. Si hubiera permanecido en dicha vida, habría recibido esta otra vida, de la que era sombra la primera; vida que recibieron los santos y de la que es imposible caer.

Por el contrario, a esta vida presente, sujeta a la muerte, la llama sombra de muerte; y a la muerte, de la que es sombra y que nos recuerda otra muerte, la llama muerte segunda 33, de la que nadie, cuando llegue, puede regresar. Cuantos han sido liberados de esta sombra de muerte están predestinados a pasar a esta otra vida, de la que nunca se caerá ni se podrá volver a la vida presente, que es sólo una sombra de vida. Allí estará Adán, pues, con razón, se cree que fue rescatado del infierno cuando el Señor descendió a los infiernos; esta criatura primera de Dios que no tuvo padre, sino a Dios creador, y primer padre de Cristo según la carne, no debía permanecer encadenado ni padecer suplicio eterno.

Allí donde la misericordia sobrepasa al juicio 34, no es necesario buscar méritos, sino gracia. Misterios insondables e impenetrables, pero que si uno, según las palabras del Señor, no renace del agua y del Espíritu, no entrará en el reino de Dios 35. Y así vemos a veces que, a pesar de los buenos méritos de los fieles, no se concede a los hijos entrar con sus padres en el reino de Dios. Estos niños mueren sin haber sido regenerados, y, no obstante el vivo deseo de sus padres y la rapidez en acudir el ministro de los sacramentos, el Dios de todo poder y de toda misericordia no permite sea retrasada su muerte para que estos niños, nacidos de padres cristianos, puedan ser, bautizados antes de abandonar esta vida, y ser una pérdida para el reino de Cristo y para sus padres. Estos niños mueren, pues, antes de ser bautizados, mientras algunos hijos de infieles, blasfemadores de la gracia de Cristo, llevados de la mano por cristianos, por una admirable providencia de Dios, reciben esta gracia y son separados de sus padres impíos para ser incorporados al reino de Dios.

Si te preguntamos qué clase de justicia es ésta, cierto no la encontrarás en aquel dialéctico y filosófico discurso en el que te parece haber disputado en profundidad y con elegancia suma acerca de la justicia de Dios. Pero el Señor conoce los pensamientos de los sabios, pues son vanos 36, y esconde sus secretos a los sabios y prudentes y los revela a los pequeños 37; es decir, a los humildes que confían en el Señor, no en sus fuerzas, cosa que tú nunca has tenido o, al menos, ahora no la tienes.

Si quieres saber cuándo y dónde se concede al hombre el no poder pecar, busca en la recompensa que después de esta vida recibirán los santos. Esto si no crees que por la malicia del pecado ha perdido el hombre el libre albedrío, del que podía servirse para hacer el bien. Escucha al que dice: No hago el bien que quiero, sino el mal que aborrezco 38. Pero vosotros no queréis que este mal venga de una fuente viciada, sino de una mala costumbre avasalladora, y, en consecuencia, confesáis que el libre albedrío perece sólo por su mal uso. Y no admitís que este gran pecado, más enorme que toda mala costumbre, haya podido viciar el libre albedrío en la naturaleza humana, como si sólo una mala costumbre pudiera viciar al hombre y le hiciera decir que quiere el bien, sin poderlo realizar. Existe una libertad dada al hombre que permanece siempre en la naturaleza, y es esta voluntad la que nos hace querer ser felices y no podemos no quererlo. Pero esto no basta para ser feliz, pues no nace el hombre con esta libertad inmutable del querer, por el cual pueda y quiera hacer el bien; así como es en él innato el deseo de la felicidad; bien que todos ansían, incluso los que no quieren vivir bien.

El mal uso del libre albedrío deterioró la libertad

13. Jul.- "¿Qué hemos logrado? Una de dos: es necesario admitir o confesar que Adán recibió de Dios una naturaleza buena, inadmisible por un pecado voluntario, y, en consecuencia, abandona tu pecado natural, o sostén, como lo haces, que Adán es causa de todos los males de nuestra naturaleza; di, pues, sin rebozo que su naturaleza era pésima y que es obra de vuestro Dios; el tuyo y el de Manés".

Ag.- No sucedió como imaginas haber sucedido; lo hemos demostrado en nuestra anterior respuesta. La cuestión entre nosotros era saber si por un mal uso de su libre albedrío se deterioró la libertad del hombre hasta el extremo de que el que hace el mal sea incapaz de hacer el bien si no es sanado por gracia. Omitiendo otras muchas cosas que dije en mi respuesta, topamos con un hombre que dice con la suprema autoridad de las Escrituras: No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero 39. En estas palabras, el libre albedrío aparece con claridad deteriorado por su mal uso. No quiere esto decir que el hombre, antes del pecado, haya usado mal del libre albedrío en aquella felicidad paradisíaca, dotado como estaba el hombre de una gran facilidad para el bien.

Vosotros os guardáis mucho de atribuirlo a la naturaleza viciada del primer hombre; para vosotros, esto viene de una mala costumbre que subyuga al hombre, que quisiera vencerla y no puede, no encontrando en él libertad completa para hacer el bien, y se ve forzado a lamentarlo; como si el hombre que sufre la tiranía de un mal hábito y le haga pedir a Dios verse libre, no demostrase que su naturaleza es flaca. Porque el que así habla añade: Siento otra ley en mis miembros, opuesta a la ley de mi mente, y me encadena a la ley del pecado, que está en mis miembros. ¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? La gracia de Dios por Jesucristo nuestro Señor 40. Interpretad como queráis este cuerpo de muerte; sin embargo, al hablar así constata un debilitamiento del libre albedrío, debilidad en nuestra naturaleza; y desea, por la gracia de Dios, verse libre de este cuerpo de muerte, que le impide hacer el bien e impele a hacer el mal que aborrece.

Sois vencidos por un argumento aún más convincente, porque el pecado del primer hombre fue, por su enormidad, muy superior a todo hábito de violencia; y son las miserias de los niños, que ciertamente no existirían en el paraíso si el hombre, para evitar ser expulsado, se hubiera conservado en la rectitud de la felicidad en la que fue creada la naturaleza humana. Para no repetir lo que en otros lugares he dicho, dejo a un lado la infancia indocta y rebelde y digo: si algún niño es obligado a retener en su memoria una lección de su maestro y él quiere y no puede, ¿no diría, si pudiese, y con toda verdad: "Siento en mi mente una ley contraria a la ley de mi voluntad que me esclaviza a la ley de la palmeta que amenaza mis miembros? ¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? Un cuerpo corruptible es lastre del alma, de suerte que no puede retener en la memoria lo que quiere. ¿Quién me librará de este cuerpo de corrupción? La gracia de Dios por Jesucristo nuestro Señor; y ya sea esto cuando el alma, despojada y redimida por la sangre de Cristo, descanse, ya sea cuando el cuerpo corruptible se vista de incorruptibilidad 41 y, después de las tribulaciones de esta vida causadas por el pecado, nuestros cuerpos mortales sean vivificados por el Espíritu de Cristo que habita en nosotros".

Contra esta gracia defendéis vosotros el libre albedrío de la voluntad, esclava del pecado. Lejos del maniqueísmo estamos nosotros, pues reconocemos que la naturaleza es buena en adultos y niños, pero está enferma y necesita de médico.

Testimonio de San Cipriano, de San Ambrosio y de San Gregorio

14. Jul.- "Hasta este momento he discutido como lo exige la regla de nuestra fe, pero no me limito a este mi obrar; te trataré con indulgencia y tomaré de propósito aire de una persona que da la sensación de estar de acuerdo con tu maestro. Por este ardid, si no eres maniqueo, te verás obligado a combatir su doctrina, y quedará claro que no tratamos de engañar cuando decimos que un traducianista nada encuentra que oponer a Manés. Se verá que estás en completo acuerdo con él, os entendéis en todo y entre vosotros no pueden existir disensiones. No pierda de vista el lector este mi artificio que empleo como medio. Y ahora dejemos ya hablar a la persona que represento.

Yerran quienes piensan que este cuerpo de barro es propicio a la justicia; una vil criatura de carne y sangre es el polo opuesto a todo noble sentimiento. Cuanto excita y seduce los sentidos no sirve si no es para perturbar y revolucionar el alma; caída, por no sé qué desgracia, en el cieno, no puede elevarse su espíritu generoso al verse manchada de lodo. Aspira, sí, al lugar de su origen, a regiones superiores, pero se ve encadenada en la oscuridad de una cárcel terrena. Quiere sobrevolar a las cumbres de la castidad, pero siente el apego viscoso en las entrañas ardientes de una obscena voluptuosidad. Si anhela la generosidad de la munificencia, se encuentra aprisionada con férreas esposas a la avaricia, con máscara de austeridad. Si desea permanecer en una atmósfera de calma y sosiego, le asalta el temor como granizo, el dolor como tempestad, la duda la arroja fuera de sí misma en un mar de perplejidades.

Suma a todo esto la noche de lo desconocido, rodeado de suciedad. ¿Qué podemos encontrar en este ser viviente de laudable, sin ojos para ver lo que le conviene, si en medio de las tempestades y escolleras de sus deseos, imposible de contar, sufre naufragio? No es, pues, un error ver en todo esto los efectos de una naturaleza depravada; la misma condición de los primeros hombres nos presenta idénticas miserias. Esto puede ser comprobado con el testimonio de Moisés, autoridad entre los católicos. Experimentaban los primeros hombres la angustia del temor, porque en caso de desobediencia se les atemorizaba, y, si se juzga por comparación, pensamos que su terror era más vivo que el de sus descendientes.

¿Cómo podía la muerte aterrarlos, cuando no conocían sus efectos? Una simple sospecha de sus incomodidades era suficiente para aterrarlos. ¿Cuál podía ser el sosiego de un alma en medio de una formidable tempestad de temores? Esta profunda ignorancia, que es necesario sufrir como dura condición, no podía aliviarse si no era mediante una prevaricación, pues no alcanzaría la ciencia del bien y del mal a no ser por una audacia condenable.

Este ser ciego y miserable, dirás, llevaba innata en sí la codicia, que aviva la belleza, y la suavidad del fruto prohibido. Pero todo esto no es nada para expresar su desgracia si él no se hubiera expuesto a los ataques de una naturaleza superior. ¿Quién hay tan sin juicio que descubra un bien donde abundan tantos males? Desde sus orígenes, la carne en nuestros primeros hombres se muestra de una pésima condición y de una naturaleza muy mala. Luego un Dios bueno no pudo crear una naturaleza tan mala. ¿Qué podemos hacer si no es confesar que uno es el creador del alma y otro el creador del barro?

Aquí tienes, en pie de guerra, al ejército de Manés, cuyo papel asumí. Comprendes nuestra táctica; es decir, aquel que es su adversario lo va a demostrar en la siguiente impugnación. Pon tu dogma en conflicto con el suyo; veréis si puede resistir el más leve empujón sin derrumbarse. Proclama Manés culpables no sólo a los que nacen de la unión de los cuerpos, sino al mismo Adán, que tenía en sus entrañas algo sórdido al ser formado del limo de la tierra. La naturaleza carnal, dice, era en los primeros hombres mala; y, cuando se enciende en su alma una centella de virtud, la empapa y apaga. Es, pues, una locura, por parte de los católicos, apoyarse en el testimonio de los pecadores y no en la experiencia. Lo ven, no hacen el bien que quieren, sino el mal que detestan; y, a pesar de esto, creen que la carne no sufre la necesidad del mal.

Si puede, responda el traducianista a estos ataques tan fuertes; yo asistiré como espectador y aguardo el fin de vuestra pelea. ¿Qué responderás al que jura que la naturaleza fue mala en el mismo hombre primero? Sin duda, replicarás que Dios creó al hombre, y no pudo hacer obra mala cuando lo creó; y como Dios no hace obra mala e hizo al hombre, se sigue que no es mala su naturaleza. Has dicho verdad; pero repara si puedes hablar así en mi presencia. No siento inquietud porque combatas el maniqueísmo; en esto estás a mi lado. Has sido conquistado, y me siento feliz del triunfo que me proporcionas; aplaudo tu profesión de fe y te ruego no la olvides. Por consideración a la dignidad del autor, es decir, de Dios, incapaz de hacer algo mal, declaras que todas sus obras son buenas. Ahora bien, los hombres, engendrados por la unión de los sexos, según institución de Dios, ¿son para ti obra de Dios o del diablo? Si son obra de Dios, ¿cómo puedes decir que son culpables y malas, puesto que para probar que la naturaleza de Adán no puede ser mala has dicho, por toda razón, que fue creada por un Dios óptimo? Si basta admitir que la naturaleza del primer hombre no fue mala en su institución, por ser obra de Dios, cuya bondad confesamos, es suficiente para aniquilar el sistema traducianista, pues nace de un matrimonio y no pueden ser malos, pues son obra de un Dios bueno.

Y si por una insensata y rabiosa obstinación persistes en decir que los niños son obra de Dios y, no obstante, son malos por naturaleza, estas mentiras en nada pueden perjudicar a nuestro Dios ni a nosotros los católicos; y conste que no habéis refutado a Manés, que acoge con placer vuestra acusación contra Dios, feliz al ver desmoronarse el argumento por el que te afanabas en demostrar que Adán había sido creado en un estado de bondad".

Ag.- Cuando con habilidad, que es manifiesta ceguera, me propones trabar combate con Manés en tu presencia, contribuyes, sin pensarlo, a tu ruina. Incluso das a pensar a los menos inteligentes cómo por el soplo pestilente de tu dogma apoyas la doctrina ponzoñosa inspirada en Manés, el más funesto de los errores. Cuantos escuchen o lean lo que dices, con tanta extensión como elocuencia, acerca de las miserias de esta vida mortal y corruptible, comprenderán no sólo por tus palabras, sino también por sus miserias, que has dicho verdad. Manés al hablar en contra nuestra y repetir tus palabras, puede, sin trabajo o dificultad alguna, ver en esta vida mortal y perdida la felicidad del paraíso por su pecado, las miserias que tú enumeras, y esto con más extensión y detalle, porque tan manifiestas son, que la misma Sagrada Escritura, en muchas de sus páginas, nos habla de estas miserias como venidas de este cuerpo corruptible, y ve en la torpeza del alma su consecuencia.

Los mismos santos han de luchar en esta vida, porque la carne codicia contra el espíritu, y el espíritu contra la carne 42; pues, como dice el gloriosísimo Cipriano, el espíritu busca lo celeste y divino, y la carne apetece lo terreno y humano 14. De ahí nace el conflicto, que el mencionado mártir explica con diligente elocuencia en su libro sobre la muerte; y, entre otras cosas, dice que se nos impone una dura lucha contra los vicios de la carne y las seducciones del mundo. Y San Gregorio nos pone ante la vista el combate que hemos de sostener en este cuerpo de muerte; y lo hace con tal precisión, que no hay atleta que no se vea como en un espejo en estas palabras del Santo: "Somos en nuestro interior asaltados por nuestros vicios y pasiones; día y noche atormentados por el aguijón quemante de este cuerpo despreciable, de este cuerpo de muerte; ora interior, ora exteriormente, es necesario defendernos de los atractivos de las cosas visibles que nos provocan y excitan; mientras este cuerpo barroso al que estamos atados exhala insoportable hedor por todos sus poros, y la ley del pecado que está en nuestros miembros, en oposición a la ley del espíritu, se encarniza y trata de rendir cautiva a esta imagen real que en nosotros existe y busca apropiarse de todo lo que nosotros poseemos por nuestra condición divina y primitiva" 43.

Las palabras de este hombre de Dios que cité en el segundo (c. 2) de los seis libros que escribí contra tus cuatro libros, y que reproduje en esta obra (l. 1 n. 67) al responder a tu primer volumen, en el que pretendes dar otro sentido a este cuerpo de muerte, del que, según el Apóstol, seremos librados por la gracia de Dios 44, es lo que hizo decir a San Ambrosio: "Todos los hombres nacemos bajo el pecado; y nuestro mismo nacimiento está viciado, según las palabras de David: He sido concebido en iniquidad y en delitos me alumbró mi madre 45. Por eso, la carne de Pablo era cuerpo de muerte, como él mismo nos dice: ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?" 46

¿Por qué asombrarse si, al contemplar Manés los males de esta vida y el cuerpo de muerte que hace pesada el alma, la discordia entre carne y espíritu y la dureza del yugo que pesa sobre los hijos de Adán desde el día de la salida del vientre de sus madres 47 hasta el día de su sepultura en la madre de todos, dice por tu boca, contra nosotros, lo que leemos dijo Gregorio contra vosotros? Consta, pues, a maniqueos y católicos que los males de esta vida son una tentación sobre la tierra 48; y el mundo rebosa de estos males que afligen al género humano desde que salen del vientre de sus madres hasta el día de su sepultura en el seno de la madre común. Pero de dónde vengan estos males, no existe acuerdo entre ellos, antes hay una profunda diferencia.

Los atribuyen los maniqueos a una naturaleza mala y extraña; los católicos, a nuestra naturaleza, buena en sí, pero viciada por el pecado y castigada con toda justicia. ¿Qué dices tú, que no quieres decir lo que decimos nosotros? ¿Cuál es tu respuesta a Manés sobre el origen de estos males que traen consigo los hombres al nacer, y con los que no nacerían en el paraíso si nadie hubiera pecado y si nuestra naturaleza, de no haber sido viciada, permaneciera recta desde su creación? Y si esta lucha entre carne y espíritu es un vicio congénito de la naturaleza, ¿de dónde viene? ¿Es un vicio congénito lo que hace decir al Apóstol: Sé que el bien no habita en mí, es decir, en mi carne; el querer el bien está a mi alcance, pero no el realizarlo? 49 Y si no viene de la raíz, viciada por la prevaricación del primer hombre, di, ¿de dónde viene? Si estos vicios no son congénitos, ¿de dónde vienen? "Vienen, dirás, de la costumbre de pecar que cada uno adquirió por su libre voluntad". Y entonces confiesas lo que no querías confesar; a saber, que por su mal no pudo perecer la libertad de la voluntad, porque, al progresar en el mal, se hizo menos idónea para el bien. Pero ¿es que puede alguien ser obstinado de corazón por la voluntad? ¿Es por la voluntad por lo que alguien se haga olvidadizo? ¿Es por la voluntad el que se haga alguien memo?

Estos y otros vicios del alma y del espíritu, con los que nadie ambiciona nacer, si no vienen de una fuente viciada, di, ¿de dónde vienen? No vas a decir que, si nadie hubiera pecado, podían existir en el paraíso. Por último, este mísero estado en el que el cuerpo corruptible es lastre del alma y hace gemir a todos los hombres que no han perdido por completo la razón, di, ¿de dónde viene? No irás a decir que los primeros hombres creados lo fueron de suerte que el alma de uno de ellos se hizo pecadora por su cuerpo corruptible, o que, después de aquel pecado tan enorme, alguien nace sin un cuerpo de esta condición. ¿Por qué, pues, con gran abundancia de palabras, nos enfrentas a Manés, cuando tú mismo, al negar nuestra doctrina, no tienes nada que responderle?

Pero le responde Cipriano: "La discordia entre carne y espíritu, dice, es motivo para implorar de Dios Padre su acuerdo" 50. Y le responde Gregorio con las palabras que has puesto en boca de Manés contra nosotros; enseña Gregorio que, con la gracia de Dios, es necesario guiar a Dios a una y otro. Le responde Ambrosio, y dice que la carne ha de obedecer y vivir bajo la dirección del alma; como sucedía cuando moraba a la sombra del paraíso, antes que el pestilencial veneno de la serpiente se inyectase en él, despertándole un hambre sacrílega de saber 51.

Con claridad nos dicen estas palabras de los obispos católicos que no es mala la naturaleza de la carne, pero sí esté viciada, y, una vez sanada del vicio, retorna a su estado primitivo, sin estas corrupciones, que hacen pesada el alma, y sin las apetencias, que la hacen rebelde al espíritu; rebelión que engañó a Manés y le hizo imaginar una sustancia mala y extraña que se mezcló con nuestra naturaleza. Si quisieras seguir con nosotros la fe de estos obispos católicos, combatirías a los maniqueos y no les prestarías ayuda; hasta ahora te esfuerzas en edificar, no en destruir sus doctrinas; porque, cuando niegas los males que trae consigo al nacer la naturaleza viciada, no consigues hacernos creer que estos males naturales no existan, pues su evidencia se impone, pero das pie a que se sospeche que vienen de una naturaleza mala, mezclada con la nuestra, según las fábulas de los maniqueos, y no de nuestra naturaleza buena cuando fue creada, pero viciada por la prevaricación del primer hombre, como enseña la fe de los católicos.

Pero se empecina Manés, dices, en demostrar que la carne misma del primer hombre, antes aún del pecado, era mala. Según lo introduces en escena, es necesario le demos, tanto tú como yo, una respuesta. Si dice que la naturaleza fue creada por un mal obrero, le respondemos los dos que la criatura era buena, y podía no pecar si no quería, aunque no es igual a su Creador, y sólo puede ser obra de un Creador bueno. Si afirma que el hombre era un ser miserable por el temor a la muerte con que lo amenazó Dios antes del pecado si pecaba, responderemos los dos que el hombre, si no hubiera querido, no hubiese pecado, y en esta amenaza encontraba no un temor capaz de turbarle, sino una serena cautela contra el castigo que debía seguir al pecado.

Estas son las respuestas que, como he dicho, nosotros podemos dar en común a un común adversario. Pero yo exalto contra Manés las excelencias de esta criatura racional, exenta no sólo de todo temor, sino inundada de una gran alegría, dado que estaba en su poder no sufrir el mal de la muerte, que todos o casi todos los corazones rehúyen. A esta fe nuestra se opone vuestro error, pues pensáis que, pecase o no pecase, Adán debía morir. ¿Qué puedes responder a Manés cuando afirma que la naturaleza fue creada mala y que, peque o no peque, ha de ser atormentada por el temor de una muerte inminente? Porque si respondes que fue creada de suerte que no temía a la muerte, que, sin duda, alguna vez llegaría, te convencerás en que es mísera en los descendientes de Adán, porque el temor a la muerte es tan natural, que hasta los hombres que aspiran a los goces de la vida futura luchan aquí, en la tierra, con el pavor a la muerte, y no quieren ser despojados, sino revestidos, para que, cuanto depende de su querer, no termine esta vida con la muerte, sino que lo mortal sea absorbido por la vida 52. De esto se sigue que, si en el paraíso introduces el temor a la muerte antes del pecado, eres vencido por los maniqueos, pues creen y quieren hacer creer que la naturaleza humana fue creada mísera incluso en el primer hombre; si respondes que este temor a la muerte no existía antes del pecado, eres vencido por nosotros, porque sólo una naturaleza viciada puede cambiar a peor.

Pero, cuando contra nosotros haces decir a Manés que el hombre no podía no ser desgraciado a causa de una innata codicia que lo atormentaba al ver la belleza y la dulzura del fruto prohibido, reconoce, Juliano, el escollo contra el que inevitablemente vas a sufrir naufragio. Nosotros decimos que en la mansión feliz no existía codicia contraria a la voluntad. Esto supuesto, si aquellos primeros hombres deseaban algo de lo que, por otra parte, querían abstenerse con certeza, ese deseo era contrario a su querer, y el lenguaje que en boca de Manés pones se revuelve contra ti, sin rozarme a mí. Y si tal era la condición de los primeros hombres y en ellos la apetencia resistía a la voluntad, ya luchaba la carne contra el espíritu, y el espíritu contra la carne; y esto supone, con toda evidencia, un vicio de la carne que el Apóstol señala a sus fieles: Uno y otra se oponen entre sí, de manera que no hagáis lo que queréis 53.

No ha existido santo que no ansiara que esta lucha entre carne y espíritu cesara; sin embargo, combatían para que la concupiscencia de la carne no se complete con el consentimiento, siguiendo el aviso del Apóstol: Os digo: caminad en espíritu y no deis consentimiento a las obras de la carne 54. No dice: "No tengáis apetencias carnales contrarias al espíritu", porque sabe que en este cuerpo de muerte no pueden vivir carne y espíritu en paz completa; dice, sí: No deis consentimiento a las obras de la carne 55. Nos aconseja luchar contra las rebeliones de la carne y vencer sus apetencias con la resistencia, en lugar de cumplir sus deseos con nuestro consentimiento.

Esta paz, que supone ausencia de toda rebelde codicia y de toda resistencia, existía en el cuerpo de vida que perdimos por el pecado del primer hombre, viciando nuestra naturaleza. Si no existiese concordia entre carne y espíritu antes del pecado, sería falso lo que Ambrosio dice: "La discordia se metió en nuestra naturaleza por la prevaricación del primer hombre, y se debería admitir, ¡Dios nos libre!, lo que tú haces decir a Manés contra nosotros; es decir, que el primer hombre fue creado desgraciado, con unas apetencias innatas que le atormentan, estimuladas, sobre todo, por la belleza y la dulzura del fruto prohibido".

Nosotros, por el contrario, decimos que el primer hombre fue, antes del pecado, tan feliz y su voluntad tan libre, que cumplía el precepto del Señor con la fuerza extraordinaria de su alma, sin experimentar en su carne, contra su querer, ningún movimiento contrario antes de ser la naturaleza viciada por la seducción venenosa de la serpiente y ofrecer resistencia a la voluntad; consumado el pecado, la concupiscencia de la carne se rebeló contra el espíritu, castigo de su alma, ya enferma. Por consiguiente, si el primer hombre no hubiera hecho, al pecar, lo que quiso, no sufriría, al codiciar, lo que no quiere.

Triunfamos, pues, de Manés, empeñado en introducir un creador malo como creador de la naturaleza del hombre; pero tú, que durante nuestra lucha has elegido, por propia decisión, el papel de espectador, di: ¿con qué dialéctica, con qué fuerzas osas resistir a las palabras que contra nosotros has prestado a Manés, si nos dices que esta concupiscencia carnal como es hoy, en guerra contra el espíritu, existía ya en el paraíso antes del pecado? Quieras o no, has de bajar desde el asiento del teatro a la arena, y de espectador te hacemos luchador. Traba combate y derrota, si puedes, al enemigo común, pues haces también profesión de adorar a un Dios creador de la carne. Vence al enemigo, que trata de persuadirnos que fue un Dios malo el creador de la carne con sus concupiscencias, en guerra ya contra el espíritu antes de su depravación por el pecado, y que convertía al hombre en un ser desgraciado.

¿Dirás, acaso, que esta concupiscencia existía, pero que el hombre no era desgraciado? ¿Es esto vencer a un adversario? ¿Has olvidado quién fue el que dijo: Siento otra ley en mis miembros que repugna a la ley de mi espíritu 56, y que después de estas palabras exclama: ¡Pobre de mí!? Si cuando Adán quería obedecer al precepto divino era ya incitado a comer del fruto prohibido; si la concupiscencia de la carne ya existía, según tu parecer, y resistía a los deseos del espíritu, no pudo, si hubiera querido, decir según verdad: Me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi mente? 57 ¿Cómo no ser desgraciado un hombre, si después de estas palabras añade el Apóstol: ¡Pobre de mí!? 58 Por último, ¿cómo no ser desgraciado, si, teniendo una voluntad libre, la concupiscencia de la carne se encrespa contra el espíritu, según testimonio del mismo Apóstol, y le impedía hacer lo que quería?

Y si dices que la concupiscencia de la carne era antes tal como hoy es, vence, sin duda, Manés. Pásate a mi campo, y para vencer los dos a este maniqueo digamos los dos, con Ambrosio, que la prevaricación del primer hombre metió la guerra entre carne y espíritu. Porque, al recitar las palabras que tú le prestas, las debía recitar como una lección, como se hace en las escuelas de retórica, y dirá Manés que Adán fue creado no sólo "mísero", sino también "ciego". Y ¿por qué ciego sino porque no conoció pecado, cosa que sólo de Cristo puede decirse en su alabanza 59? El mal se conoce no por la ciencia, sino por la praxis, y es una felicidad ignorarlo.

Es posible que estés conmigo de acuerdo, y responder así a Manés cuando acusa de ignorancia al primer hombre. Pero antes es preciso te pongas de acuerdo con nosotros en la respuesta que se ha de dar acerca de la muerte del cuerpo y de la concupiscencia de la carne a tenor de lo que ahora respondo. De estas dos cosas tan evidentes, se deduce que una fue la condición de los primeros hombres, no engendrados por ninguna estirpe de padres, y otra la de aquellos creados por Dios para ser engendrados por hombres. Su naturaleza viene de Dios; pero los hombres le transmitieron el pecado de origen; deben su formación al trabajo del Creador; la condenación, a su justicia; la liberación, a su bondad.

Los maniqueos, a vista de los males que al nacer traen los niños, quieren que el hombre sea obra de un artífice malo, cuando su carne -para no decir nada del alma, vida del cuerpo- proclama, con su admirable estructura, ser obra de Dios, de quien proceden todos los bienes del cielo y de la tierra; obra tan maravillosa, que el bienaventurado Apóstol ve, en la armonía de sus miembros, una semejanza de la caridad que une a los verdaderos fieles como miembros de Cristo 60. De esto se deduce que los primeros hombres, sin tacha creados, y sus descendientes, nacidos con el pecado de origen, no pueden ser sino obra de un Dios bueno, pues es evidente que la naturaleza es buena.

La ley es para el hombre maleado

15. Jul.- "No quiero apurar demasiado la primera parte de este combate; sigo pacientemente el hilo de tu razonar cuando pruebas que la naturaleza de Adán era buena: Dios, dices, en efecto, es justo, y no pudo imponer al hombre la ley de la obediencia si conocía la necesidad de pecar que sufría; porque, si lo exige la justicia de la voluntad, pues sabe que es de un natural malo, no le acusaría de culpabilidad, sino que proclamaría era él enemigo de la justicia. Le impuso Dios una ley al hombre, y le amenaza con el castigo si la infringía.

Es, pues, cierto; el hombre, bueno por naturaleza, sólo puede pecar voluntariamente. ¿Ves lo legítima que es esta conclusión que yo saco en tu nombre? Esta es la espada que flamea en manos de los católicos, temible para maniqueos y traducianistas. Añadí 'demasiado' a causa de tu nombre, porque en esta ocasión quería poner en evidencia tu respuesta. Respuesta sólida que desarboló a Manés. Me place aplaudir esta argumentación; pero este aplauso es aceite que sirve para afilar contra ti la espada del combate.

Por favor, repite lo que dijiste. Dios, siendo justo, dices, no pudo imponer una ley al hombre si por naturaleza era malo; Dios, que es justo, impuso una ley al hombre; luego es evidente que podía cumplir lo que Dios, justísimo, le mandó; claro que, si no tuviera fuerza para obedecer, no existiría, en el que manda, razón para mandar. ¡Ingenioso argumento! En mi presencia, ante mis ojos, invoca mi adversario la justicia del Legislador para proclamar la bondad de una naturaleza sujeta a la ley. Y no ve que antes de arañar a Manés pulveriza a los traducianistas. Lo comprendes: ya semimuerto, te he arrebatado las armas ensangrentadas, y para que tus ojos moribundos vean la verdad triunfante, las empleo contra ti 61.

Si Dios es justo, no puede dar una ley a Adán sin saber si, libremente y sin coacción alguna del mal, puede observar lo que es justo; ciertamente, Dios, en tiempos posteriores, ha debido adaptarse a esta misma regla de justicia, y nunca ha dado una ley escrita más extensa en detalles, más precisa en su articulado, más reverente en la graduación de las penas, supuesto que los hombres sabe son flacos, malos desde el seno de sus madres; porque así sería la necesidad una excusa para los prevaricadores; lo mismo, la exageración en los preceptos, la inutilidad de las penas, la iniquidad en los juicios, sería una mancha en el Legislador.

Esta segunda parte se puede aclarar como la primera; es decir, confiesa o bien que la justicia de Dios sólo se puede imponer a súbditos que sabe pueden cumplirla, y así queda Manés confundido con el testimonio del primer precepto, como quedan fuera de combate el maniqueo y el traducianista por el testimonio de leyes más tarde promulgadas, o, si ha de prevalecer la impiedad, Manés, al que ni levemente has rozado, mostrará, testigo el mundo, que él es vuestro padre, vuestro príncipe y que, con vosotros, sólo tiene un adversario: nosotros".

Ag.- Esto, más que discurso, es badajear, y demuestra que la ley primitiva, dada en el paraíso, es prueba de que la naturaleza fue dotada de libre albedrío, porque sin libre albedrío sería suma injusticia dar leyes al hombre. Por esta razón, la ley, promulgada después, dices, con numerosas prescripciones, es prueba de una naturaleza buena transmitida de padres a hijos, exenta de vicio y enriquecida con el libre albedrío. Cuando razonas de esta manera, imaginas decir algo; pero estas argucias vienen de tu mente o de una ciencia humana; mas no te preocupas de leer las Escrituras divinas, en las que quieres apoyarte contra nosotros; o, si las lees, no quieres o no puedes entenderlas; y si, por un acaso, esta nuestra disputa te lleva a comprenderlas, no te asemejes a aquel de quien dice la Escritura: Las palabras no corrigen al siervo obstinado; pues, aunque comprenda, no obedecerá 62. No obstante, incluso este corazón de piedra, desobediente a la palabra divina, aunque la entienda, si lo quiere aquel que lo prometió a un pueblo de dura cerviz por el profeta Ezequiel, te lo puede arrancar 63.

En el paraíso, el hombre fue creado bueno y recibió un mandato, para enseñarnos que, para una criatura racional, la obediencia, si no es la única, sí es virtud principal. Infringió el hombre este mandato, y se hizo él mismo malo; y pudo por sí mismo malearse, pero no puede sanarse. Dios, en su sabiduría, se reservó elegir tiempo oportuno y lugar conveniente para promulgar, más tarde, una ley para el hombre maleado; no para corregirlo, sino para que comprendiera su degradación e impotencia en que se encontraba para corregirse por la ley; y viendo el hombre que sus pecados, lejos de disminuir, aumentaban bajo la ley, triturado su orgullo y conducido por sendas de humildad, implorase el auxilio de la gracia y fuese por el espíritu vivificado, muerto ya por la letra. Si la ley, en efecto, hubiera sido dada para vivificar, sería verdad decir que la justicia viene de la ley; pero la Escritura lo encerró todo bajo pecado para que la promesa por la fe en Jesucristo se diese a los creyentes 64.

Si conoces las palabras del Apóstol, te darás cuenta de lo que no entiendes o que desprecias lo que entiendes. No es la ley, consignada por Moisés por escrito, testimonio de una voluntad libre, porque, si fuera así, no estaría bajo la ley aquel que dice: No hago el bien que quiero, sino que hago el mal que aborrezco 65, y que vosotros decís se encontraba bajo la ley, no bajo la gracia. Ni la Nueva Ley que el profeta anunció saldría de Sión ni la palabra del Señor que se pregona en el santo Evangelio dan testimonio de una voluntad libre, sino de una voluntad liberada. Escrito está: Si el Hijo os libra, seréis verdaderamente libres 66. Y esto fue dicho no sólo a causa de los pecados pretéritos, de los que hemos sido liberados por el perdón, sino también por la ayuda de la gracia que recibimos para no pecar; es decir, nos hacemos libres cuando Dios encamina nuestros pasos y la iniquidad no nos domina 67.

Testigo la oración dominical. En ella pedimos a Dios perdone nuestras deudas, a causa de los pecados cometidos; pero también le pedimos no nos deje caer en tentación 68, para que no obremos mal. Por eso dice el Apóstol: Oramos por vosotros para que no hagáis nada malo 69. Si tuviese el hombre en sí mismo la fuerza que tenía antes del pecado, cuando la naturaleza humana no estaba viciada, no pediría esa fuerza, porque él mismo la traduciría en actos. Pero después de la caída primitiva tan grave, que nos precipitó en la miseria de esta mortalidad, quiere Dios que luchemos antes, otorgándonos ser conducidos por su Espíritu para mortificar las obras de la carne, posibilitándonos la victoria por nuestro Señor Jesucristo, para gozar con él en el reino de la paz.

Sin el auxilio de Dios, nadie es capaz de luchar contra sus vicios; se rendiría sin combatir o sucumbiría en la lucha. Por tanto, en este combate quiere Dios luchemos y oremos, no confiando en nuestras fuerzas; porque estas mismas fuerzas, tan copiosas como las que podemos tener aquí, es él quien las otorga cuando en el combate le invocamos. Y si los que consiguen que el espíritu guerree contra la carne necesitan también de la gracia de Dios para cada acto saludable y para no sucumbir, ¿qué fuerza de voluntad pueden tener los que no han sido aún rescatados del poder de las tinieblas, que, bajo el dominio del Malo, no han principiado a combatir, y, si quisieran luchar, caen vencidos, porque su voluntad no ha sido aún liberada de su esclavitud?

Pelagio condena a los mismos pelagianos

16. Jul.- "No sé, en verdad, si, obligado por la indigencia, urdes algo tan burdo y poco razonable como para decirnos que no existe argumento que pueda demostrar que Adán fue creado bueno por Dios, pues para creer esto basta la autoridad de la Escritura sola, pues narra cómo en el sexto día, después de la creación del hombre y de todas las criaturas, dice: Vio Dios todas las cosas que había hecho, y eran muy buenas 70. Dejada a un lado la dignidad del artífice y el peso de su justicia, te basta el testimonio en el que se dice que todas las cosas eran muy buenas, para creer que Adán no fue creado malo. Esta palabra es tan suave, que apenas roza al maniqueo y le mueve a risa; sin embargo, al traducianista nos lo presenta fuertemente atado. Con el fin de ahorrar al público una larga cita de las Escrituras divinas, transcribimos únicamente la autorizada palabra del Apóstol, quien, para prevenir un lamentable error, truena desde las alturas contra vosotros y dice: Toda criatura de Dios es buena 71.

Si para decir que la naturaleza del primer hombre en su creación fue buena te basta la palabra de Moisés, que dijo: Hizo Dios todas las cosas buenas, para concluir que no pudo Dios crear a Adán en pecado, pues leemos que fue bueno entre las demás criaturas; pues también las mismas palabras nos pueden llevar a la conclusión de que nadie puede nacer en pecado, porque enseña el Apóstol que toda criatura de Dios es buena.

¿Qué hemos conseguido con estas discusiones? Poner en claro tus luchas con Manés e inclinar la balanza al lado de la razón; y en esta lucha ni uno de tus dardos, pero con daño tuyo, ha podido alcanzar a tu maestro y ver con toda claridad que vosotros estáis de acuerdo en todo con los maniqueos para formar una infame e impía asociación. ¿Dónde encontrar unión más estrecha que allí donde no hay ninguna diferencia? Muere, pues, el dogma de los traducianistas con el de los maniqueos. Lo que a uno golpea, imposible no hiera al otro. Existen entre vosotros las mismas instituciones, idénticos misterios, los mismos peligros. ¿Y te estomaga si te llaman retoño del viejo Manés?"

Ag.- Dices que no puedo probar con razón alguna que Adán haya sido creado bueno, como si éste fuera el punto central de nuestra disputa. ¿No decimos, acaso, los dos, ni tú solo ni yo solo, que Adán fue creado bueno? Los dos decimos que la naturaleza es buena y que podía Adán no pecar si no quería. Yo voy más lejos que tú y la proclamo mejor, pues afirmo que podía no morir si él hubiera querido no pecar. ¿Cómo puedes tú afirmar que no puedo demostrar con razones que Adán fue creado bueno por Dios, si mis razones lo demuestran mejor que las tuyas? Las mías, en efecto, demuestran no sólo que pudo no pecar si no quería, sino también que podía no morir si no hubiese querido pecar; las tuyas prueban que fue creado mortal, de suerte que, pecara o no pecara, debía morir.

Error este que condenó Pelagio para no ser él condenado cuando compareció ante los obispos de Palestina. Allí se condenó a sí mismo, como del hereje dice el Apóstol. Digo más, Adán no temía la muerte, porque en su poder tenía el poder no morir; pero, según tú, debía necesariamente morir sin necesidad de pecar; y afirmas también que antes del pecado temía a la muerte. ¿No es esto decir que fue creado miserable? Y si no era desgraciado y la muerte no le causaba horror, no es menos cierto que su prole es desgraciada, pues al nacer trae consigo el temor a la muerte. ¿Quién puede negar que los hombres temen naturalmente la muerte y apenas unos pocos, de extraordinaria grandeza de alma, no la temen? Añado a esta bondad del estado de Adán que en él la carne no codiciaba contra el espíritu antes del pecado; tú, al contrario, afirmas que la concupiscencia de la carne, tal como es hoy, existiría en el paraíso aunque nadie hubiera pecado y existió en el hombre antes de pecar, y así haces su condición miserable por esta discordia entre carne y espíritu. Queda probado con muchas y poderosas razones que Adán fue creado mejor y más feliz de lo que tú dices. ¿Cómo te atreves, pues, a delirar y con perversa intención decir que "no puedo demostrar con ninguna razón válida que Adán no fue creado bueno por Dios", y para creer me contento con un texto de la Escritura, porque es palabra de Dios cuando se lee: Hizo Dios todas las cosas muy buenas? No soy romo como mano de almirez, como calumnias al argumentar, contra Manés, con la autoridad de este libro sagrado, que él no acepta. A ti sí te arguyo, cuando la materia lo pide, con esta Escritura, porque los dos la aceptamos. En cuanto a Manés, pruebo que las criaturas son buenas no porque sean obras de Dios, porque él lo niega, sino porque siendo buenas las criaturas, es bueno su artífice. En cuanto al Apóstol, cuya autoridad reconocen los maniqueos, dice: Toda criatura de Dios es buena, pues es claro de qué criatura habla y es testimonio válido para ellos; a no ser que en los libros canónicos que ellos tienen se hayan deslizado algunas sentencias erróneas. Por eso se les ha de argumentar siempre con la bondad de las criaturas para que confiesen que las criaturas son buenas y bueno el Dios creador, verdad que ellos niegan. Todas las criaturas son hasta tal punto buenas, que la razón ve en las mismas criaturas viciadas un motivo para afirmar que son buenas, porque todo vicio es contra la naturaleza; y si la naturaleza no se encuentra en situación de agradar, nada tenía el vicio que desagradase. De esto hemos hablado más extensamente en varios de mis opúsculos contra los maniqueos al decir que los vicios no son naturalezas o sustancias; he demostrado que el vicio no es una naturaleza, sino un vicio contra la naturaleza; y, en consecuencia, la naturaleza es buena en cuanto naturaleza.

Por consiguiente, el creador de las naturalezas no puede ser otro que el creador de los bienes, y por eso es bueno; y como su bondad es infinitamente superior a la de las criaturas, no puede el vicio mancharle y, sin recibir nada de gracia, todo lo posee por naturaleza. Todas las naturalezas creadas, ora no tengan defecto, ora nazcan defectuosas o se hagan deformes después de su nacimiento, sólo pueden tener por creador al que ha hecho todas las cosas buenas; porque, en cuanto son naturalezas, son buenas, aunque luego se vicien. Dios es creador de las naturalezas, no de los vicios.

Digo más: el mismo autor del pecado es bueno por naturaleza, obra de Dios; malo es el vicio, porque por su querer malo se distanció de su autor, que es bueno. Y esta razón es válida para refutar el error de los maniqueos, que se niegan a reconocer la autoridad de estas palabras: Hizo Dios todas las cosas, y eran muy buenas, cuando el mal aún no existía; o estas otras: Toda criatura de Dios es buena, cuando ya este mundo era malo, siendo Dios el creador de los mundos.

Mas tú, que reconoces la autoridad de las divinas Escrituras y las puedes emplear, con razón, como argumento, ¿por qué no fijas tu atención en el libro donde se lee que Dios hizo las cosas muy buenas, y que el mejor lugar fue el paraíso por él plantado, y quiso excluir todo mal, hasta el extremo de no tolerar en él la presencia del hombre, imagen suya, después que pecó por su propia voluntad 72? Pero vosotros, en este lugar de delicias y belleza en el que es imposible haya mal en árboles, plantas, frutos, productos o animales, vosotros, digo, introducís en el edén todos los defectos que traen al nacer los hombres; males que os permitimos lamentar, pero no negar. Si es necesario, deplorad el no poder encontrar respuesta; ni queréis abandonar doctrina tan perniciosa, que os fuerza a introducir en un lugar de felicidad y belleza a ciegos, tuertos, tiñosos, paralíticos, epilépticos y otros innumerables atacados de diversas enfermedades, monstruosas y repelentes por la repugnante fealdad de sus miembros. Y ¡qué decir de los males del alma, pues los hay libidinosos por naturaleza, iracundos, miedosos, olvidadizos, duros de corazón, tontos o subnormales tan profundos, que es preferible vivir en compañía de ciertos animales a vivir con esta especie de hombres! Añade a todo esto los ayes de las parturientas, los llantos de los recién nacidos, los dolores de los enfermos, los trabajos de los débiles y los mil peligros de los vivos.

Todas estas miserias y otras semejantes y aún mayores, ¿quién las puede enumerar en breves y precisas palabras? Vuestro error contra vuestro pudor, a cara descubierta o con el rostro tapado con la mano, os obliga a introducir en el paraíso de Dios todos estos males y a decir que habrían existido en él aunque nadie hubiera pecado. Decid, decid: ¿por qué teméis manchar con tantos y tan grandes males y miserias un lugar del que os excluye vuestro funesto dogma? Si desearas entrar un día allí, seguro que no introducirías tantos males. Si hay un resto de pudor en vuestras almas y no osáis introducir en ese lugar todos estos males sin retroceder de espanto, enmudeciendo de horror, y, por otra parte, mantenéis vuestro pestilente error con pertinacia y no creéis que la naturaleza humana haya sido viciada por la prevaricación del primer hombre, responded a los maniqueos y decidles de dónde vienen estos males, no vayan a sacar la conclusión de que vienen de la unión de nuestra naturaleza con una naturaleza mala y extraña.

Cuando se nos plantea esta cuestión, respondemos que los males no nos vienen de una sustancia extraña, sino de la prevaricación de nuestra naturaleza por aquel que pecó en el paraíso y fue arrojado del edén porque una naturaleza culpable no podía permanecer en aquella mansión de felicidad y los males y penalidades que debían pesar sobre los descendientes del primer culpable no tienen lugar en donde se excluye todo mal. Mas vosotros, al negar que estas deformidades y dolores sean castigo por vicios de nuestra naturaleza, permitís se crea en la mezcla de una naturaleza extraña, y, desgraciados, os veis obligados a prestar ayuda a los maniqueos, y vuestro error introduce en el paraíso males que vuestro pudor había excluido.

Incontables repeticiones de juliano

17. Jul.- "Mira qué auténtico es, por el contrario, nuestro combate contra ti y contra Manés, que en su ruina te envuelve, y qué rápida es sobre él nuestra victoria. Todo cuanto él vomitó para enlodar la obra de Dios, quedó al momento delimitado por el arado de nuestra definición primera; le forzamos a que nos explique qué entiende por pecado, pues no es otra cosa que la voluntad ansiosa de lo que la justicia prohíbe y de lo que puede libremente abstenerse. Esto sentado, todos los zarzos de tus palabras que obstaculizan la cuestión relativa a la formación de los cuerpos son radicalmente arrancados de raíz, como dijo un antiguo escritor 73.

Cuanto a sensaciones de temor y a sentimientos de dolor que él considera causa de tempestades y naufragios para el hombre, lejos de llevarles al mal, son, más bien, un seto defensivo para la voluntad buena, auxiliares y guías de la justicia. ¿Cómo temer el juicio si no existiese el temor? ¿A quién ayudaría la penitencia si no existiese la expiación por el sufrimiento y arrepentimiento interior? ¿Qué valor tendría, por último, el rigor del juez si no encontrase el pecado voluntario su pena en el castigo infligido? Todos estos testimonios nos dicen con claridad que el pecado no es otra cosa que una voluntad libre que desprecia los preceptos de la justicia; justicia que no podría subsistir si no es imputándonos los pecados cuya responsabilidad sabe que es nuestra; en consecuencia, ninguna ley puede imputar a culpa las cosas naturales; ni acusar de pecado a nadie que no ha cometido delito pudiendo evitarlo. Esta doctrina pone en trance de muerte a maniqueos y traducianistas, pues, arrancados los ojos de la inteligencia, quieren atribuir a la semilla lo que es obra de la voluntad".

Ag.- Con frecuencia hemos dado respuesta a estos tus errores. Los que las han leído y retienen en su memoria no necesitan repeticiones cuantas veces tu incontinencia verbal las vuelva a recordar. Pero no sufro se queje nadie y los de inteligencia más despierta me van a perdonar si presto particular atención a los que son más tardos en comprender. Esta es mi respuesta a tu definición de pecado, que piensas te favorece mucho. Tu definición se ciñe al pecado como pecado, no como castigo de pecado. Dices: "Pecado es un desear la voluntad lo que la justicia prohíbe y que es libre de evitar". Esta era la situación de Adán, cuyo enorme pecado causó una gran miseria en todos sus descendientes, pues impuso un duro yugo sobre ellos desde el día de su nacimiento con este cuerpo corruptible que es lastre del alma. Conocía bien, por el mandato muy breve que Dios le intimó, qué prohibía la justicia; y él pudo libremente abstenerse, porque no se rebelaba en él aún la carne contra el espíritu, cosa que tuvo lugar más tarde, y que hace decir también a los fieles el Apóstol: No hacéis lo que queréis 74.

La ceguera de corazón nos hace ignorar lo que la justicia prohíbe, la violencia de la libido domina al que sabe lo que ha de evitar. Estos son no sólo pecados, sino también pena de pecados. Por eso no se incluyen en tu definición de pecado, pues sólo abarca el pecado, no el castigo del pecado. Cuando ignora alguien lo que debe hacer y hace lo que no debe, no es libre de abstenerse, pues no sabe de qué se debe privar. Y lo mismo aquel que, oprimido no por un pecado de origen, dices, sino por un mal hábito, exclama: No hago el bien que quiero, sino que hago el mal que no quiero 75. ¿Cómo es libre de abstenerse de un mal que hace y no quiere, lo detesta y lo comete? Si estuviera en poder del hombre librarse de este mal, no rogaría a Dios contra esta ceguera, diciéndole: Ilumina mis ojos 76; ni contra los deseos culpables diría: No me domine la iniquidad 77. Ahora bien, si todas estas cosas no fuesen pecado porque no somos libres de abstenemos, no diríamos: No recuerdes los pecados de mi juventud ni mis ignorancias 78; ni se diría: Metes dentro de un saco sellado mis pecados y has anotado lo que hice sin querer 79.

Con la definición de pecado, el que Adán cometió, puesto que sabía lo que la justicia vedaba y no se abstuvo, siendo libre para abstenerse, triunfas de los maniqueos; pero este triunfo es también nuestro, pues afirmamos que de él vienen todos los males del hombre que vemos pesan sobre los niños; y esto hace decir al hagiógrafo cuando se trata de pecados: Ni el niño cuya vida sobre la tierra es de un día está libre de suciedad 80. Pero tú, al negar esto con la disculpa de defender nuestra naturaleza, le impides recurrir a su Libertador.

Y en cuanto a Manés, sobre el origen del mal, le autorizas a introducir una naturaleza extraña, a Dios coeterna. Porque él, para no culpar a la naturaleza humana, no alega ni la sensación de temor ni el sufrimiento doloroso, estas dos realidades que haces valer contra él como "un medio de llevar la virtud" al hombre, evitando el pecado por temor al juicio y arrepintiéndose por el dolor de haberlo cometido.

No es ésta la cuestión; se te pregunta dónde está la pena del temor en los niños que no evitan el pecado y por qué son afligidos con tan grandes dolores los que no cometen pecado. Tú dijiste: "¿De qué sirve el rigor en el juicio, si la pena impuesta no es castigo de pecados voluntarios? ¿Dónde está la justicia, si se castiga a los niños, que no tienen pecados personales y voluntarios, con torturantes dolores?" Nada más sin sentido y vacuo que estas alabanzas tuyas en elogio del temor y del dolor. Muy graves son estos suplicios, imposibles de sufrir bajo un Dios justísimo y todopoderoso si los recién nacidos, nuevas imágenes de Dios, no contrajeran la culpa del antiguo pecado original.

Por último, en el paraíso, si nadie hubiera pecado y la bendición dada por Dios a los primeros cónyuges hubiera florecido en fecundidad, imposible admitir que los niños nacidos en estas condiciones, de pequeños o grandes, hubieran padecido tormento. Porque, según testimonia la Escritura, existen sufrimientos en el dolor, cosa evidente, pero también en el temor; lejos, pues, de pensar que en aquel lugar de dicha completa existiesen sufrimientos. Y en cualquier edad, si alguien no infunde temor, ¿a quién temer? Y si nadie hiere, ¿cómo sufrir? Pero en este siglo malvado actual, estado no de inocencia, sino de maldad y miseria, aquellos mismos a quienes les han sido ya perdonados los pecados no están exentos de temor y dolores, para que nuestra fe en la vida futura -donde no se conocen estas miserias- sea confirmada no sólo por nuestros sufrimientos, sino incluso por los sufrimientos de nuestros niños; porque el sacramento de la regeneración que pedimos para ellos no tiene por objeto librarlos de estos males, sino conducirlos al reino donde estos males no existen.

Esta es la fe verdadera y católica que tú rechazas. Cuando Manés avanza la pregunta y suscita la cuestión de dónde vienen los males de los niños, enmudece tu locuacidad, porque, al negar la existencia del pecado original, quedas ante él desarmado e introducirá una extraña naturaleza del mal. No teme la fe católica lo que tú pareces temer; esto es, "que los efectos de la voluntad no se pueden alojar en la semilla"; tú escucha a Dios cuando dice: Yo buscaré los pecados de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación 81. Luego es cierto que lo que es efecto de un acto de la voluntad y es pecado de los padres se aloja en la semilla cuando es castigado en los hijos; el patriarca Abrahán paga el diezmo a Melquisedec; es un acto voluntario el de pagar los diezmos al sacerdote; sin embargo, da fe la Escritura 82 de que fueron decimados los hijos que están ya en sus lomos, cosa imposible si un acto de la voluntad no puede alojarse en la semilla.

"Invención monstruosa" de Juliano

18. Jul.- "¡Por la fe de nuestro Dios y de los hombres! ¡Cómo con tanto trabajo y fatiga se pueden inventar tantas prodigiosas ficciones para terminar siempre en mal! ¿Hay algo tan monstruoso como lo que dice este cartaginés? 'Las realidades naturales, dice, no son eternas, y lo que se adquiere por el trabajo se adhiere a los primeros grumos de los miembros'. Fue Adán creado bueno, en estado de inocencia; superior en nobleza a todas las demás criaturas, siendo imagen de su Creador. Recibió como dote el libre albedrío, para que pudiera inclinarse a voluntad por la opción que quisiera, con facultad para hacer el bien o el mal o de evitar los dos, facultad esta que lo eleva sobre todas las criaturas. Pero, al querer independizarse, usa de su libertad y opta por el mal, y desde entonces perdió todos los dones de su naturaleza, permaneciendo inseparablemente vinculado al pecado y a la necesidad de pecar. A esto llamo yo invención monstruosa. Es, en efecto, deformidad inaudita decir: 'El animal es perfecto por creación, pero en él son amisibles sus mismos bienes naturales, por tener por inseparables compañeros todos los males si su voluntad hiciere un acto malo'".

Ag.- Decir que "un animal está bien formado, aunque pueda perder los bienes de su naturaleza y no pueda separarse del mal que ha querido", es, según tú, "invención monstruosa"; pero estas palabras que pones en mi boca te perturban hasta tal punto, con tal violencia y acritud, que apelas a la fe de Dios y de los hombres, como si sufrieras al escuchar este lenguaje. Remansa, por favor, estos horribles movimientos y, más sosegado, escucha mi respuesta. Si alguien voluntariamente se arranca los ojos, ¿no pierde un bien natural, esto es, la vista, y el mal querido, o la ceguera, no irá inseparablemente unida a él? ¿Por ventura un animal ha sido mal formado porque pueda perder un bien natural y sea el mal voluntario inseparable de él? ¿No puedo yo, con más razón, exclamar: "Por la fe de nuestro Dios y de los hombres?" ¿Es posible no veas cosas tan claras y puestas ante tus ojos por los hombres, sobre todo cuando quieres aparentar erudito, sutil, filosofastro, dialéctico? Si alguien voluntariamente se amputa un miembro, ¿no pierde el bien natural de su integridad y asume el mal inseparable de su mutilación?

Es posible digas: "Estas cosas pueden suceder en los bienes del cuerpo, no en los del alma". ¿Por qué entonces, cuando dijiste "bienes naturales" y "males voluntarios" no añadiste "del alma", y así los ejemplos sacados de los bienes o males del cuerpo no anularían afirmación tan precipitada e inconsistente? ¿Fue, quizás, un olvido? ¡Lo comprendo, es humano! Pero escucho la voz del que clama: No hago el bien que quiero, sino que hago el mal que no quiero 83. Y te demostré que ciertos bienes del alma se destruyen por un acto de la voluntad malo y no se pueden recuperar por un acto bueno de la voluntad, a no ser que haga Dios lo que no puede hacer el hombre, y devuelva la vista al que se arrancó los ojos, y los miembros al que se automutiló. ¿Qué puedes decir del diablo? ¿No perdió su voluntad buena de una manera irreparable? ¿Vas, acaso, a decir que la puede recuperar? Atrévete, si puedes. ¿O vas a decir que estos pensamientos no te vinieron a la mente, y su olvido te hizo caer en una afirmación temeraria? Pues ahora, al recordártela yo, corrígete. ¿Te prohíbe tu obstinación retractar una palabra inconsiderada? Lo veo claro, es necesario rogar a Dios por ti, al igual que rogaba el Apóstol por los israelitas para que los sanara de su ceguera; pues, ignorando la justicia de Dios y queriendo establecer su propia justicia, no se sometieron a la justicia de Dios 84.

Y éstos sois vosotros; queréis establecer vuestra justicia por vuestro libre albedrío, y no la pedís a Dios ni ponéis en él la justicia verdadera, que se llama justicia de Dios; no aquella por la que Dios es justo, sino aquella que viene de Dios; como decimos, salud de Dios 85 no porque Dios sea salvo, sino porque de él viene la salvación. De ésta dice el Apóstol: Para encontrar en él no mi justicia, que viene de la ley, sino la que viene por la fe, la justicia de Dios 86. Tal era la justicia de Dios, que no conocían los israelitas, y querían establecer la suya, que viene de la ley; justicia que Pablo destruye sin destruir la ley, sino el orgullo de los que opinaban que era suficiente desde el instante que por su libre albedrío cumplían la justicia de la ley. E ignoraban la justicia de Dios, que viene de Dios y nos ayuda a cumplir los preceptos de la ley y contiene en sí la ley y la misericordia 87. Ley porque manda; misericordia porque ayuda a realizar lo que preceptúa. Suspira, hijo mío Juliano, por esta justicia de Dios; no pongas tu confianza en la tuya; suspira por esta justicia. ¡Que el Señor te la haga desear y el Señor te dé el obtenerla! No desprecies, por orgullo de tu nacimiento terreno, a este pobre cartaginés que te amonesta y te avisa. Aunque la Apulia te haya visto nacer, no te creas superior a estos cartagineses, a quienes no aventajas en inteligencia. Evita los castigos, no a los cartagineses. No podrás escapar de los dardos de estos cartagineses mientras confíes en tu fuerza. Cartaginés era Cipriano, y dijo que no podemos gloriarnos en nada nuestro, pues lo nuestro es la nada 88.

El mérito de la inocencia y el mal voluntario

19. Jul.- "Alguien pudiera decir aquí: '¿Niegas que esta inocencia en la que el hombre fue formado no se perdió por un pecado voluntario?' Aunque no perezca la posibilidad de retornar al bien por el pecado cometido, con todo, es cierto que el mérito de la inocencia en la que fue creado el género humano se perdió por un pecado voluntario. No niego sea así; por eso quiero aclararlo con estos ejemplos, porque es condición de las cualidades hacernos buenos o malos y actuar según la norma de la voluntad. Queda firmemente establecido en principio que la inocencia que antecede en el hombre a todo acto de la voluntad es natural por la dignidad de su autor; sin embargo, puede no tener fuerza para permanecer en un alma si se rechaza; y así, la voluntad goza de una fuerza muy grande para el mal cuando comete una falta voluntaria, sin sufrir tiranía alguna en detrimento de la razón. Porque, si es buena la cualidad con la que el hombre fue creado, no es inmutable; sería falso decir que el hombre es libre si no puede cambiar de parecer; y con mayor razón una cualidad mala no puede permanecer inmutable en el hombre racional, pues de otra suerte habría sufrido la libertad, por parte del mal, una influencia que no experimentó por parte del bien".

Ag.- Aunque tarde, al fin has encontrado una respuesta en tu mente que anula tu temeraria sentencia. Dijiste: "Un bien natural como es la inocencia puede perecer por un vicio de la voluntad", y, en consecuencia, queda demostrado que este gran bien, que pertenece a la naturaleza del alma, no del cuerpo, y con el que Dios le gratificó al crearlo, puede perderse. Si te hubiera venido antes a la mente este pensamiento, no te parecería una monstruosidad ni un horror lo que dije, a saber, "que un animal es bueno aunque pierda estos bienes naturales". Tú piensas que bienes y males, cuando son voluntarios, se pueden perder; pero los naturales, sueles decir, son inamisibles. Y en otra parte escribes: "Las cualidades naturales de una sustancia permanecen en ella desde el principio hasta el fin"; y por este motivo pretendes no pueda el hombre perder el libre albedrío, recibido de Dios en su creación, bajo pretexto de que los bienes naturales no pueden perecer por un pecado voluntario. Y nos acusáis de quererlo convertir todo en mal, como si dijéramos que los males de la voluntad son inamisibles, mientras los bienes de la naturaleza se pueden perder. No es exactamente lo que nosotros decimos, pues enseñamos que unos y otros se pueden perder por divina permisión y por humano querer, pero sólo liberar por Dios, pues el que prepara la voluntad es el Señor. Mas tú, después de haber dicho que una mala voluntad puede hacernos perder los bienes voluntarios, no los naturales, ahora te das cuenta de que la inocencia, un bien natural, se puede perder por un mal voluntario; y la inocencia, si bien lo piensas, es un bien superior al libre albedrío por pertenecer sólo a las cosas buenas, mientras el libre albedrío abraza bienes y males.

No es cuestión baladí saber si la inocencia perdida por un acto de la voluntad mala se puede recuperar por un acto de la voluntad buena. En efecto, si no podemos, por un acto de la voluntad, restituir los miembros del cuerpo amputados por un acto de la voluntad mala, ha de verse, en materia del todo diferente, pues se trata del alma, si no acaece lo mismo en la pérdida de la inocencia; la perdemos, pero no la recuperamos por un acto de la voluntad. Si se pierde la santa virginidad por un deseo impuro de la voluntad, podemos volver a ser castos; vírgenes, jamás.

Se puede quizás responder: la integridad virginal de la carne es más un bien corporal que espiritual; pero cuando se trata de la inocencia es necesario meditar si después del pecado nos lleva la voluntad a la justicia antes que a la inocencia, así como nos conduce a la castidad, no a la virginidad. Porque así como la injusticia se opone a la justicia, la inocencia se opone a la culpabilidad, no a la injusticia, y la voluntad del hombre no puede hacerla desaparecer, aunque trae su origen de la voluntad.

No se está en la verdad si uno cree que al arrepentirse se perdona a sí mismo la culpa y que no es Dios el que da la contrición, a tenor de estas palabras del Apóstol: No sea que Dios le otorgue la conversión 89; pero es ciertamente Dios el que perdona la culpa y otorga al hombre su perdón, y no el hombre al hacer penitencia. Recordemos que no tuvo lugar el arrepentimiento, aunque lo pedía con lágrimas 90. Hizo, sí, penitencia, pero siguió siendo culpable, porque no obtuvo el perdón; y la de aquellos que hicieron penitencia y gimieron entre angustias de su espíritu y exclaman: ¿De qué nos aprovechó el orgullo? 91 Al no obtener el perdón, serán eternamente culpables, como lo será aquel de quien dijo el Señor: No se le perdonará, y será culpable de un pecado eterno 92.

La inocencia, gran bien del hombre, bien de la naturaleza, pues inocente fue creado el primer hombre, y, según vosotros, inocentes nacen todos los hombres, se puede perder por voluntad del hombre, pero no recuperar. Y la culpabilidad de este mal enorme, opuesto a la inocencia, la contrae el hombre por su voluntad; pero, si cae, no puede levantarse. ¿Ves cómo tu regla general queda astillada? ¿Y pretendías probar con ella que un bien natural es inamisible por un acto de la voluntad; pero se demuestra que no sólo se puede perder, pero que no depende de la voluntad, al menos humana, el recuperarla? Dios, sí, puede borrar nuestro pecado y restablecer nuestra inocencia.

¿Por qué no crees tú que la libertad para hacer el bien se puede perder por un acto de la voluntad humana y sólo por voluntad divina se puede recuperar, cuando escuchas exclamar a un hombre: No hago el bien que quiero, sino el mal que yo no quiero? Y después de estas palabras grita: ¿Quién me librará? Y añade: La gracia de Dios por Jesucristo, nuestro Señor 93. Dices: "Sería una falsedad decir que el hombre es libre si no puede cambiar el rumbo de sus movimientos". No reparas que así privas de libertad al mismo Dios, y a nosotros también, porque en el reino donde viviremos inmortales no es posible variar de rumbo nuestros movimientos ni para bien ni para mal. Sin embargo, seremos muy felices en nuestra libertad, sin poder ser nunca más esclavos del pecado, como no lo es Dios; nosotros por gracia, él por esencia.

Juliano aparta a los niños del Salvador

20. Jul.- "Además, ¿qué epizoario puede ufanarse más de un glorioso soldado que del diablo un traducianista? Esto se puede deducir por la fuerza de sus expresiones. Hizo Dios al hombre de arcilla terrosa, ésta tomó forma humana amasada por la mano del Creador. Estaba acabada la estatua, simulacro pálido y frío, en espera del espíritu vivificante, su fuerza y su belleza. Al soplo augusto de su autor, el alma, creada y repleta de vida, se extiende por toda esta estatua que anima y se despiertan los sentidos para cumplir su misión; y este morador se instala en el interior y da calor a las entrañas, color a la sangre, vigor a los miembros, blancura a la piel. Ves con qué mimo va formando la misericordia divina al hombre. Formado a la perfección, la bondad del Creador no lo abandona, lo coloca en un lugar de delicias, y al que creó por bondad lo enriquece con sus dones. No contento con esto, se digna dialogar con él, le intima una orden, para que, usando bien del don de su libertad, encontrase el medio de intimar más con su Creador; precepto sencillo, no sobrecargado con una ley minuciosa; le prohíbe comer de un fruto, es prueba de su piedad. Le da más tarde una compañera y puede ser padre; la misma mano que lo creó le toca de nuevo, y los honra con frecuentes coloquios.

Estos bienes que Dios les otorga son tantos, de tan larga duración, tan excelsos: creación, privilegios, coloquios, que no imponen al hombre necesidad del bien. Pero el diablo, por el contrario, bajo una apariencia de timidez, astutamente, entabla breve diálogo con la mujer; juega con ventaja, y sus contadas palabras tienen la virtud de cambiar las condiciones de la naturaleza humana; pierde el hombre sus bienes dotales y crean en él la necesidad perpetua del mal; la imagen de Dios padecerá ya la esclavitud del diablo.

¿Qué hay más fuerte, más grande, más excelso y magnífico que este poder enemigo, porque una sola palabra, por así decirlo, pudo conseguir lo que no pudo Dios ni con sus obras ni con sus dones? Es manifiesto que vosotros estáis de su parte al exaltar exageradamente su poder; y no adoráis con nosotros al Dios que predicamos; Dios justísimo, todopoderoso, a quien el poder y la lealtad le rodean y domeña al orgulloso herido; es decir, a Manés y al diablo, y también a vosotros, sus discípulos, por calumniar la naturaleza y no confesar que vuestros pecados son voluntarios. Nuestro Dios, por la fuerza de su brazo, derrota a sus enemigos 94; ni los maniqueos ni vosotros podéis decir algo que no salte en astillas herido por el rayo de la verdad".

Ag.- No somos aduladores del diablo, cuyo poder está sometido al poder de Dios; ni, como calumnias, nos lleva la lisonja a cantar sus alabanzas. ¡Ojalá no fuerais vosotros sus soldados, como lo son todos los herejes, que con vuestro lenguaje, como dardos mortíferos, extendéis sus dogmas a cuantos podéis! Dice el Apóstol: Damos gracias al Padre, que nos hizo aptos para participar en la herencia de los santos en la luz, nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al reino del Hijo de su amor 95.

Y vosotros nos vetáis darle gracias en nombre de los niños, pues afirmáis no estar bajo el poder del diablo. ¿Y por qué, si no es para que no sean arrancados de su poder, y ver así disminuidos los intereses del diablo? Dice Jesús que, según el significado de su nombre, salvó a su pueblo de sus pecados: Nadie entra en la casa del fuerte para saquear sus tesoros si no ata primero al fuerte 96. No queréis contar a los niños en este pueblo de Cristo, que lo salvó de sus pecados, so pretexto de que no tienen pecado original, como tampoco los tienen propios; y así, por un lado, con vuestra falsa palabra disminuís el poder de aquel que la Verdad llama "fuerte", y con vuestro error aumentáis su fortaleza sobre los niños. Dijo Jesús. Ha venido el Hijo del hombre a buscar y salvar a los que habían perecido 97.

Vosotros le respondéis: "No es necesario buscar a los niños, porque no habían perecido", y así alejáis de ellos al Salvador, y los abandonáis en poder del enemigo. Dice Jesús: No necesitan de médico los sanos, sino los enfermos 98. Vosotros decís: "No necesitan de Jesús los niños, porque ni tienen pecado original ni pecados personales". Así, impidiendo a los enfermos ir al médico, los hacéis más esclavos del diablo y, en consecuencia, más enfermos. ¿No sería más tolerable que, como truhanes y aduladores, cantarais vuestras alabanzas al diablo que ayudarle, como soldados y satélites, con las falsedades de vuestros dogmas?

Describes con lenguaje ampuloso y poético cómo formó Dios al hombre del lodo, lo animó con su soplo, lo colocó en el edén y lo apoyó con el rodrigón de su precepto; tiene sumo cuidado en no sobrecargarle y simplifica su mandato para que el hombre, criatura creada con suma bondad, no sintiera dificultad en cumplirlo. ¿De dónde viene ahora este cuerpo corruptible que es lastre del alma 99? Porque es cierto que un duro yugo pesa hoy sobre los hijos de Adán desde el día que salen del vientre de sus madres 100; pero quiso Dios evitar a Adán el peso de una ley complicada. Veis que, si nadie hubiera pecado en el paraíso, la fecundidad de la primera unión habría poblado aquel lugar de colmada felicidad, y el cuerpo corruptible no haría pesada el alma, ni un duro yugo pesaría sobre los hijos de los hombres, ni el trabajo o el dolor atenazaría a los jóvenes durante su aprendizaje.

¿De dónde, pues, vienen todas estas miserias? No de no sé qué mala naturaleza, ficción o creencia de Manés, extraña a nuestra naturaleza y con ella mezclada; vienen, sí, de nuestra naturaleza, viciada por el pecado del primer hombre. Tú, hombre agudo y sabio, te asombras y crees que unas pocas palabras del diablo intercambiadas con la mujer hayan tenido tanta fuerza como para destruir todos los bienes de la naturaleza, como si esto fuera efecto de la palabra de la serpiente y no del consentimiento de la mujer. No son, pues, como dices, unas breves palabras de la serpiente las que han cambiado las condiciones de la naturaleza; fue el hombre el que por su mala voluntad perdió el bien, que no puede recuperar por su voluntad sin la voluntad de Dios, quien con suma justicia, poder soberano y misericordia infinita juzgará cuándo y a quiénes se ha de otorgar. Como ya dijimos del cuerpo, puede la voluntad del hombre arrancarse los ojos, y, si lo lleva a efecto, queda ciego, sin que pueda la voluntad librarle de esta ceguera; y, hablando del alma, puede el hombre, por su voluntad, perder la inocencia, no recuperarla.

Y considera, sobre todo, los males que traen los hombres, que no podrían existir en el paraíso feliz, y ni hoy existirían, si la naturaleza no hubiera salido del paraíso viciada. Todo esto es evidente; basta abrir los ojos. Las miserias de los hijos de Adán desde que salen del vientre de sus madres no son para nosotros meras conjeturas; las vemos con toda claridad. Y como no vienen de la unión de nuestra naturaleza con una mala sustancia extraña, es evidente que vienen de nuestra naturaleza depravada; y no te parezca una bajeza el que la imagen de Dios esté sometida al diablo; sucede esto por justo juicio de Dios.

Aunque sea el hombre, por la excelencia de su naturaleza, imagen de Dios, creado a su semejanza, no es extraño que por la depravación de su naturaleza se convierta en vanidad y pase como una sombra 101. Dinos por qué estas innumerables criaturas, imágenes de Dios, los niños, que no tienen pecado, no son admitidos en el reino de Dios si no renacen. Algo tendrán cuando se les retiene merecidamente bajo el yugo del diablo y los hace indignos de reinar con Dios; cuya luz, si te aproximas a ella, te evitaría comparar tus palabras a un rayo.

Las calumnias de un hereje son elogios para un católico

21. Jul.- "La evidencia es absoluta, Agustín en nada difiere de su maestro, pues, según sus escritos, la naturaleza de Adán, como la de los demás hombres, es pésima. Finalmente, para no salirnos del tema, es claro que, a tus ojos, no fue el pecado del primer hombre de la misma especie que las otras culpas. Dices que los pecados de tiempos posteriores no pueden transmitirse con la naturaleza; por ejemplo, los hijos nacidos de un bandolero, de un parricida o de un incestuoso no son culpables de los pecados de sus padres; y no hay crimen que se transmita por generación, excepto el pecado de Adán; y así, con toda certeza, demuestras que, según tú, esta desobediencia no es de la misma especie que todas las demás.

He aquí mi pregunta breve, transparente. Si el pecado cometido por Adán fue voluntario y pudo pasar a ser natural, ¿por qué los pecados que a diario se cometen, fruto de una voluntad criminal, no marcan a la generación futura con sello de infamia e ignominia? Ahora bien, si todos estos crímenes, tan atroces como numerosos, no se transmiten, ¿qué ley, qué condición, qué privilegio os autoriza a decir que sólo el primer pecado de Adán se transmite? Y en los pecados conocidos, que la ley condena y la justicia castiga, si todos son del mismo género y si el pecado del primer hombre fue voluntario y con toda justicia castigado, ¿por qué no juzgar de aquellos según éste o de éste según aquéllos? Y si un mutuo testimonio es inviable, ¿con qué caradura se niega que aquella primera prevaricación es de otra índole, es decir, que no es fruto de la voluntad, sino de una naturaleza viciada?

Por último, atrévete con tu doctrina traducianista a dar una definición cualquiera de pecado; y no hablo del primer pecado de Adán, sino de todos los que hoy se cometen; por ejemplo, sacrilegios, torpezas y toda clase de crímenes. Explica su definición. Dirás, sin duda: es desear libremente lo que la justicia prohíbe y que uno puede evitar; porque si el deseo de la voluntad no es malo, no puede haber pecado Comprende lo racional de nuestra posición. ¡Qué absurdo! ¡Qué insoportable locura! El pecado, según tú, es hacer con voluntad libre lo que la justicia prohíbe, mientras la creencia natural de un mal natural postula, por el contrario, que exista un pecado con el que nacemos y no es voluntario. Por consiguiente, no es cierto exista pecado cuando, por parte de la voluntad, no existe consentimiento; mas he aquí un pecado, el más grave de todos, que no es voluntario y se trae al nacer. Renuncia a esta definición de pecado, amiga de los católicos, pues no puede fraternizar con vosotros; y al renunciar prueba tu insolidaridad con los que admiten una sustancia, mezcla de mal.

Y para resumir nuestra disputa: o es necesario afirmar que no existe pecado voluntario si hay un pecado natural, o que no existe pecado natural si todo pecado se define voluntario. De aquí se sigue o la negación de un pecado que nace con nosotros, creencia católica, o si persistes en decir no que un pecado, sino el más enorme de todos, nos viene de la naturaleza sin intervención de la voluntad, y entonces eres uno con Manés por identidad de doctrina".

Ag.- Crees causarme un gran pesar cuando afirmas no difiero de mi maestro; para mí son elogios tus calumnias; pues, desde el punto de vista de mi fe, comprendo como se deben comprender no lo que piensas, sino las palabras que pronuncias. Dices verdad y lo ignoras, como el pontífice Caifás, perseguidor de Cristo, pensaba en crímenes, y, sin saberlo, pronunció palabras de salvación 102. Es para mí un gran gozo no discrepar en esta cuestión de mi maestro; primero, porque sólo el Señor es el maestro que me ha enseñado que los niños están muertos si no son vivificados por el que murió por todos, según lo expone el Apóstol cuando dice: Luego todos han muerto y por todos murió 103. Tú dices lo contrario, pues niegas que los niños estén muertos, y así no pueden ser vivificados por Cristo, aunque reconoces haya muerto también por los niños.

Esto me lo enseña Juan, apóstol de todos los maestros, cuando dice que el Hijo del hombre vino para destruir las obras del diablo 104. Vosotros, por el contrario, negáis sean en los niños destruidas estas obras, pues decís que el que vino a destruir las obras del diablo no vino para ellos. Yo jamás debo renegar de mis maestros, cuyas obras literarias me han ayudado a comprender esta doctrina. Cipriano, mi maestro, enseña: "El niño, nacido de Adán según la carne, ha contraído desde su nacimiento, el contagio de la muerte antigua, y es más fácil obtengan el perdón de los pecados, porque se le perdonan no los propios, sino los ajenos" 105. Y es mi maestro Ambrosio; he leído sus libros y escuchado sus sermones; de él recibí las aguas de la regeneración 106. Estoy muy lejos de compararme a él; pero confieso y proclamo que, en esta cuestión del pecado original, en nada discrepo de este mi maestro. Tu preceptor Pelagio -no te atreverás a ponerlo delante de Ambrosio- testifica contra ti; pues de él dice que ni sus enemigos osaron atacar su fe ni el sentido auténtico que da a las Escrituras 107. Tú te atreves a criticarlo y juzgas es un comentario maniqueo cuanto dice sobre la rebelión de la carne, que el pecado del primer hombre trasvasó a nuestra naturaleza, viciada por Adán 108.

En parte, es cierto, respetas el testimonio de tu maestro en lo que se refiere a este varón tan ilustre y no osas atacarlo a cara descubierta; pero, al ultrajarme a mí nominalmente con lengua viperina y frente proterva, acusas al mismo Ambrosio y a otros grandes e ilustres doctores de la Iglesia que profesaron y predicaron estas mismas doctrinas; tu proceder es tanto más pérfido cuanto más solapado. Contra ti defiendo mi fe y la de esos varones, que no te atreverás a tener abiertamente por enemigos, y que, a pesar tuyo, son tus jueces.

Muy lejos de tener valor alguno, en presencia de tales jueces, tus argumentos cuando comparas este gran pecado y la culpa del primer hombre con los pecados de tiempos posteriores, al pretender que, así como el pecado del primer hombre cambió la naturaleza del género humano, lo mismo ahora los delitos de los padres deberían transformar la naturaleza de sus hijos. Pero no piensas cuando esto dices que los primeros pecadores, tras cometer tan enorme pecado, fueron arrojados del paraíso y se les prohibió acercarse al árbol de la vida. ¿Son los delincuentes de nuestro tiempo arrojados a tierras desérticas por grandes que sean los crímenes cometidos? ¿Existe algún árbol de la vida vedado? No existe en este valle de miserias. Para todos los hombres, impíos incluidos, existe una misma morada, la misma vida; mientras que para los primeros pecadores todo cambió, habitación y género de vida; lo que existía antes del pecado, no existe después del pecado.

Según vuestra opinión, debieran los niños, que no son culpables de pecado en su nacimiento, imágenes inocentes de Dios, debieran, digo, ser llevados por los ángeles al paraíso de Dios y vivir allí sin pena ni trabajos; y, si alguno pecaba, merecidamente sería arrojado fuera para que no se multiplicasen los pecados por imitación. Ahora, aunque fuera uno solo el que pecó, en el paraíso de delicias uno solo oyó: Espinas y abrojos te producirá la tierra, maldita en todos tus trabajos; con el sudor de tu rostro comerás el pan 109. Ningún hombre vemos excluido del castigo del trabajo; trabajo que no debían conocer los felices habitantes del paraíso. Y aunque sólo la mujer escuchó: Alumbrarás con dolor 110, no conocemos a ninguna madre exenta de este suplicio al dar a luz.

¿Tan mentecatos vais a ser para pensar que las miserias de esta vida podían existir en el paraíso aunque nadie hubiera pecado, cuando se evidencia que son castigo de Dios por una prevaricación? ¿O es que podéis negar la existencia de dichas miserias en los descendientes de Adán arrojados del paraíso, y que tan penosamente arrastran sobre la haz de la tierra? ¿O vais a decir que cuanto más impío y pecador es uno, tantos más cardos y abrojos producirán sus campos y más sudores le costará el cultivarlos? ¿O que cuanto más culpable sea una mujer, tanto más insufribles serán sus dolores de parto? Pues lo mismo, todas las penurias de la humanidad que soportan todos los hijos de Adán desde el día que salen del vientre de sus madres, son comunes a todos, porque todos tenemos los mismos padres y de su prevaricación traen origen; luego esta prevaricación de la pareja primitiva ha de ser considerada como pecado tan grave, capaz de viciar la naturaleza de todos los niños que nacen de la unión del hombre y de la mujer, como obligación escrita y hereditaria en una culpabilidad común.

Todos los que dicen que los pecados hoy cometidos deben ser de la misma gravedad que el delito de nuestros primeros padres en la vida feliz del paraíso, fácil de evitar, es necesario que digan que son también iguales las dos vidas, la que ahora vivimos y la que ellos tenían en aquella morada de santas e intensas delicias. Y, si ves que esto es un dislate mayúsculo, deja de poner en pantalla los pecados del mundo actual y deja que aquel enorme pecado primitivo tenga su gravedad específica y su fuerza particular. No obstante, el todopoderoso y justo ha dicho que incluso en esta vida castigaría los pecados de los padres en los hijos 111; y, en consecuencia, demuestra con suficiente claridad que los pecados de los padres son como una cadena que aprisiona a los hijos; cadena ciertamente menos dura, pero que nos hace deudores hereditarios, a no ser -como en páginas anteriores de esta obra dijimos- que nos sean desatadas del lazo del proverbio que dice: Los padres comieron las uvas y los hijos padecen dentera 112; nuestras deudas nos sean perdonadas no por vuestros argumentos, sino por la gracia del Nuevo Testamento; no por la naturaleza de la generación, sino por la gracia de la regeneración.

En cuanto a la definición de pecado: deseo voluntario de lo que la justicia prohíbe, con libertad para abstenerse, es definición de pecado como pecado, no como castigo de pecado, como he repetido no sé cuántas veces. El que dice: No hago el bien que quiero, sino que hago el mal que no quiero 113, no parece tenga libertad para abstenerse del mal, e invoca por eso al Libertador, porque había perdido la libertad.

Ignorancia y herejía

22. Jul.- "Tiempo es ya de pasar a otras cuestiones, pero un cierto enojo me obliga a permanecer en este mismo lugar. ¿Te atreves a decir que el pecado de Adán fue voluntario? ¿De dónde te viene este sueño? 'Porque sería, dices, injusto que imputara Dios a alguien un pecado si no supiera era libre para no cometerlo'. Y ¿qué? A este príncipe de las tinieblas al que rendís culto, ¿le concedéis la justicia de Dios para reclamársela al momento, y despojar a este Dios de toda justicia después de comprender que sólo se pueden imputar faltas voluntarias, y he aquí que, en los siglos siguientes, los que nacen no son libres de abstenerse de pecar?

Por último, ¿cómo sabes que no puede la justicia castigar en Adán un crimen voluntario, si no comprendes lo injusto que es imputar a otros un delito que confiesas es involuntario? O admites como justa la sentencia de los traducianistas y afirmas pueda convenir a Dios imputar a un niño un pecado que no ha cometido, y confiesas es justo y conforme a los planes de Dios imputar a Adán un pecado que sabía era efecto de la imperfección de su naturaleza, no de su voluntad, y, por consiguiente, no existe transmisión de pecado ni naturaleza depravada por un acto libre de la voluntad, pero sí una naturaleza viciada en su origen, y así te declaras maniqueo. Y si, arrepentido, confiesas sería suma injusticia imputar a Adán culpas naturales, síguese de manera irrefutable que es criminal hacer responsables del pecado original a un Abel, a un Henoc, a un Noé o a todo el género humano.

Atribuir a tu Dios pensamientos tan criminales es hacerle único culpable de todos, y entonces es evidente que no es un Dios de toda justicia al que los católicos adoramos en trinidad de personas. Y si, ante esta acusación contra tu Dios, retrocedes, es preciso que condenes, resucitado, la doctrina maniquea de la transmisión del pecado en la que hasta el presente estás sepultado".

Ag.- Lo que constituye grave error, lo que os hace herejes, lo que os hace audaces en vuestra intención y vanos en vuestros argumentos contra la fe católica, con apoyaturas en la palabra de Dios para defenderse de sus enemigos, es vuestra ignorancia, incomprensión e incredulidad ante la fuerza de las leyes de parentesco desplegadas en una serie de generaciones entre las criaturas que Dios quiso nacieran unas de otras, según su especie; leyes inexplicables e incomprensibles a los sentidos y a todo pensamiento estas de la generación. De estas leyes viene el sentir de todo el género humano, el querer, en cuanto a los humanos se refiere, un número determinado de hijos; esperanza cierta que fomenta, en las mujeres castas, la fidelidad conyugal.

Por eso, con todo derecho, no me agrada la doctrina del filósofo Platón, pues permite la promiscuidad de mujeres en una república que pretende sea la mejor; y, en consecuencia, ¿qué quiere si no es que los mayores sientan por todos los más jóvenes el amor que se encuentra en la naturaleza, pensando, y no sin motivo, que cada uno pudiera ser hijo suyo, según la edad que tenga, por los contactos que haya tenido indiferentemente con cualquier mujer desconocida? ¿No oís la voz de todos los padres en estas palabras de Cicerón cuando escribe a su hijo y le dice: "Eres el único por quien deseo ser en todo vencido?" Leyes de la generación, como dijimos, secretas, en las que reconocemos mayor vigor de lo que podemos imaginar, que pueden engendrar mellizos aun antes de nacer y en el seno materno, ¿acaso no se dicen dos pueblos 114? Y son estas mismas leyes naturales las que permiten decir que Israel fue esclavo en Egipto 115; que Israel salió de Egipto 116; que Israel entró en la tierra prometida; que Israel abundó en bienes y experimentó males; que Dios bendice a su pueblo y lo aflige. De él está escrito: Vendrá de Sión el que arranca y destruye la impiedad de Jacob, y éste será mi pacto con ellos cuando perdone todos sus pecados 117. El hombre del cual se trata, el primero y único que recibió dos nombres, había muerto ya muchos años antes y no pudo ver estos bienes ni estos males.

En virtud de estas leyes naturales, este mismo pueblo pagó los diezmos en Abrahán por la única causa de estar en sus lomos cuando voluntariamente pagó los diezmos 118, y el pueblo no por voluntad propia, sino por ley natural de la generación. ¿Cómo estuvo este pueblo en los lomos de Abrahán no sólo hasta el tiempo en que se escribe la carta a los Hebreos, sino hasta el presente y hasta el fin de los siglos, mientras en Israel se suceden las generaciones?

¿Cómo un solo hombre puede contener tan inmensa multitud? ¿Quién lo puede explicar con palabras o al menos imaginar? El mismo semen del hombre es, en cada nacimiento, sumamente pequeño, pero en conjunto, dado el número de los nacidos en el pasado, de los que nacen y de los que nacerán hasta el fin de los tiempos, sobrepasan por su mole el cuerpo de un hombre. ¡Como para poder ser contenidos en los lomos de un solo hombre!

Existe, cierto, no sé qué fuerza invisible e impalpable en el secreto de la naturaleza, oculta en las leyes de la generación; fuerza inexplicable, fuerza positiva y real que nos autoriza a decir, sin hipérbole, que en un solo hombre están contenidos cuantos hijos nazcan de él y cuantos en futuras generaciones se multipliquen. Y no sólo estaban en él, sino que, cuando pagó voluntariamente los diezmos, también, sin saberlo ni quererlo, los pagaron ellos, dado que no se encontraban en estado de poderlo saber y querer. Esto dijo el autor de la carta sagrada para ensalzar el sacerdocio de Cristo, prefigurado por el de Melquisedec, al que paga Abrahán el diezmo sobre el sacerdocio levítico 119; y nos enseña cómo Leví, que decimaba a sus hermanos, es decir, recibía sus diezmos, pagó a Melquisedec los diezmos en Abrahán cuando fue diezmado por Melquisedec; es decir, cuando recibió sus diezmos. Por esto se quiere dar a entender que Cristo, sacerdote eterno según el rito de Melquisedec 120, no pagó diezmos, pues Melquisedec recibió diezmos de Abrahán, pero no fue decimado, como en Abrahán lo fue Leví.

Y si se pregunta: "¿Por qué Cristo no pagó diezmos, si estaba, según la carne, en Abrahán cuando Abrahán, su padre, pagó los diezmos a Melquisedec?", sólo tenemos esta respuesta: María, su madre, de la que tomó carne nacida de la concupiscencia de la carne de sus padres, no concibió así a Cristo, sino que fue por obra del Espíritu Santo y no por seminación de varón. No pertenece, pues, a esta generación carnal, en virtud de la cual todos existieron en los lomos de Abrahán, en el que pagaron el diezmo, según testifica la Escritura.

La concupiscencia de la carne, causa provocadora de la eyaculación del semen, o no existía en Adán antes del pecado o fue en él viciada por el pecado. Si no existía, sin duda habría un medio apto para favorecer la unión de los sexos y la siembra en el regazo de la mujer; y de existir, estaría sumisa a la voluntad. Y si ésta era su condición, nunca codiciaría contra el espíritu. En consecuencia, o la libido es un vicio, si antes del pecado no existía, o fue, sin duda, por el pecado viciada, y por ella contraemos el pecado original. Existió en el cuerpo de María esta sustancia carnal, pero Cristo no fue fruto de la concupiscencia. De donde se sigue que nació en carne y de la carne, pero a semejanza de la carne de pecado, no, como todos los hombres, en carne de pecado; por esta causa, lejos de contraer por generación el pecado original, lo borró en todos nosotros por el sacramento de la regeneración. El primer hombre fue el Adán primero, y Cristo el segundo Adán; aquél fue creado sin ayuda de la concupiscencia de la carne, sin ella nació éste; el primero era sólo hombre, el segundo es hombre-Dios; el primero pudo no pecar, el segundo no puede pecar.

En vano pretendes igualar o dar ventaja al pecado de los hijos sobre el pecado de Adán, por grandes y horrendos que sean. Cuanto más excelsa y sublime fue la naturaleza de Adán, más profunda fue su caída. Esta era su naturaleza: podía no morir, de no haber consentido en el pecado; tal era esta naturaleza: no existía discordia entre la carne y el espíritu; tal era esta naturaleza: no existía enemigo contra el que combatir; no podía ceder al vicio, porque en ella no había ningún vicio. No puedes, pues, igualar el pecado de Adán y el pecado de sus hijos; ni al darles una naturaleza semejante les puede poner sobre él si no es dándoles una naturaleza mejor. Cuanto más noble es la naturaleza racional, más lamentable es su caída; cuanto más increíble su pecado, más condenable su culpa. Así, la caída del ángel fue irreparable, porque al que se le da más, más se le exige 121; su obediencia debía ser tanto más rendida cuanto más excelsa era su naturaleza; por eso, al no hacer lo que debía, fue su castigo no poder querer el bien; su destino, el suplicio eterno. Fue Adán liberado de los tormentos eternos por la gracia de Jesucristo, nuestro Señor, en un número incontable de sus hijos, y él mismo fue liberado, después de miles de años de su muerte, cuando quiso Cristo descender a la región de los muertos y demostrar su poder rompiendo las puertas del infierno 122.

La Sabiduría levantó de su caída al hombre 123; y no sin razón cree la Iglesia en su libertad, no por sus méritos, sino por la gracia de Dios, por Jesucristo, nuestro Señor, del que Adán fue padre, como lo es de todo el género humano en virtud de la carne, que procede de él y de la que Cristo se vistió, hijo único de Dios. Imputó Dios al primer hombre el pecado, del que era libre de abstenerse; pero la naturaleza era tan sana en este primer Adán, que no tenía ningún vicio; y así, su pecado sobrepasa en gravedad todos los demás pecados como les excedió en bondad. De ahí vino el seguir de cerca al pecado el castigo; tan enorme era, que al momento se encontró atado a la necesidad de la muerte, cuando antes podía no morir; y al momento fue arrojado del paraíso de delicias y se le prohibió acercarse al árbol de la vida. Y, cuando todo esto sucedió, el género humano estaba en sus lomos. Por eso, según las leyes de la generación ya mencionadas, leyes misteriosas y potentes, los que estaban en él y un día nacerían en este mundo en virtud de la concupiscencia de la carne, fueron en él condenados, como los que estaban en los lomos de Abrahán por ley de generación pagaron con él el diezmo. Por consiguiente, todos los hijos de Adán contraen el contagio del pecado y quedan atados a la necesidad de morir. Y, aunque sean muy niños y no tengan voluntad para el bien ni para el mal, como están revestidos de aquel que pecó voluntariamente, traen de él la culpa del pecado y el suplicio de la muerte; como los niños que han sido revestidos de Cristo, sin que nada bueno hayan hecho por propia voluntad, tienen parte en su justicia y en la recompensa de la vida eterna. Por contraste, Adán es imagen de Cristo, y esto hace decir al Apóstol: Si hemos vestido la imagen del terreno, vistamos también la imagen del celeste 124. Y como esto es así, diga Juliano que los niños nacidos no se han vestido del pecado y de la muerte del primer Adán y ose decir que los renacidos no son vestidos de la vida del segundo Adán, aunque ni aquellos cometieron pecado alguno del que pudieran abstenerse libremente, ni éstos la justicia que puedan libremente cumplir.

Gravedad del pecado de Adán

23. Jul.- "'Aquel pecado que deterioró al hombre en el paraíso fue el más grave de lo que imaginar podemos y lo trae todo hombre al nacer' 125. ¿Quién te ha dicho que el pecado de Adán fue más grave que el de Caín? ¿Más grave que el de los sodomitas? Por último, ¿más execrable que el tuyo y el de los maniqueos? Nada en la historia puede justificar tamaña vanidad. Cierto, se les prohibió comer del árbol, y Adán, hombre rudo, ignorante, sin experiencia, sin tener ni el sentimiento del temor ni la noción de la justicia, cede a la invitación de su mujer, gusta de un fruto cuya belleza y dulzura le habían cautivado. Esta es transgresión de un precepto. Cometió una prevaricación, una de tantas como se han cometido en todos los tiempos; no es más grave que la del pueblo israelita cuando comieron animales prohibidos. La causa del pecado no radica en la calidad del fruto, sino en la transgresión del precepto. ¿Qué crimen cometió Adán para que, en tu opinión, sobrepase su pecado toda ponderación? Puede, acaso, ser que, a tenor de los misterios de Manés, se prohíbe coger frutos de cualquier especie para no herir una partecica de su dios, que ellos creen encontrarse en las cortezas y semillas, y tú te imaginas que la gravedad del pecado de Adán consiste en roer la sustancia de tu Dios al comer del fruto del árbol.

¡Qué locura! 'Siendo este pecado más grave de cuanto podemos imaginar, dice Agustín, todo hombre lo trae al nacer'. ¿Luego comer de un fruto vedado es crimen más horrible que dar muerte, con mano fratricida, al justo Abel; o violar en Sodoma los derechos de huéspedes y sexos; o sacrificar bajo la ley los hijos a los demonios; o someter al imperio del diablo la obra de Dios recién hecha, los niños sin conciencia de nada; o acusar a Dios de injusticia; o atribuir al príncipe de las tinieblas el matrimonio, rito honorable; o, por último, creer que los niños, por nacer bajo el signo del placer de los padres, son peores que todos los impíos y todos los piratas?

No invento, recojo; tú has dicho que este pecado es de tal magnitud, que sobrepasa todos los crímenes y nada le puede ser comparable; y con este mal tan horrendo nacen los niños. Comprendemos perfectamente sean partícipes de un pecado grave, pues su condena, en severidad, aventaja a la de todos los crímenes".

Ag.- Citas unas palabras, tomadas de mi libro, con la intención de refutarlas, si pudieres. Digo en ellas: "Este pecado deterioró en el paraíso al hombre, porque es mucho más grave de lo que nosotros podemos imaginar y lo trae el niño al nacer". ¿Y me preguntas quién me ha dicho que el pecado de Adán es más grave que el de Caín y mucho más que el de los sodomitas? No es exactamente lo que expresan mis palabras, pero tú así las entiendes. Dije, sí, que el pecado de Adán es más grave de lo que nosotros podemos imaginar, pero no dije sea más grave que el de Caín o el de los sodomitas. Comer de un fruto prohibido y sufrir por ello un castigo que hace de la muerte una necesidad para aquel que podía no morir, supera, sin duda, todos los juicios humanos. Comer, en efecto, de un fruto vedado por la ley de Dios, parece leve pecado, pero la magnitud del castigo demuestra lo que es en sí ante aquel que no puede engañarse.

El crimen de Caín, el fratricida, parece a todos un pecado gravísimo, es un crimen horrendo; y, según nuestro modo de juzgar, sería ridículo compararlo, como haces tú, con el fruto prohibido; sin embargo, el fratricida, aunque haya de morir algún día, escapó entonces a la pena de muerte, pena con la que de ordinario castigan los hombres a los criminales. Dios le dijo: Labrarás la tierra y no te dará fruto; vagabundo y temeroso andarás sobre la tierra 126. Viendo Caín que la tierra no le dará el fruto de su trabajo y vagaría errante y temeroso por el mundo, siente un terror mayor ante la muerte y teme que alguien le haga lo que él hizo a su hermano. Y le puso Dios una señal a Caín para que nadie que lo encontrase lo matara 127.

La culpa aquí nos parece horrenda, liviano el castigo; esto según el juicio de los hombres, incapaces de profundizar en estos misterios, ni pesar los pecados de los hombres con la luz y la justicia de Dios. El fuego que desciende del cielo sobre la tierra y abrasa a los sodomitas fue un castigo digno de sus crímenes 128; pero allí había niños, tus protegidos; seres puros, exentos de toda mancha de pecado; con todo, Dios, justo y misericordioso, no envió a sus ángeles, cosa para él facilísima, para librar del incendio de Sodoma a estas inocentes criaturas, imágenes suyas; o como a los tres jóvenes, en el horno 129, hacer el todopoderoso inofensivas para ellos las llamas que habían de consumir a sus padres.

Esto es lo que se ha de considerar y meditar con atención y piedad, y, cuando se contemplan las miserias de este mundo que caen sobre pequeños y grandes, miserias desconocidas en el paraíso de Dios si nadie hubiera pecado, reconocer la existencia del pecado original y ver es justo el duro yugo que pesa sobre los hijos de Adán desde el día que salen del vientre de sus madres 130; y no quieras agravar su yugo con tu defensa, negando a enfermos y muertos la medicina de Cristo, su salvador y vivificador.

Si preguntas quién me ha dicho que el pecado de Adán fue el más grave, es él el que te lo dice a ti y me lo dice a mí. Y, si tienes oídos para oír, lo escucharás; y tendrás oídos, y, en lugar de atribuirlo a tu libre querer, las oirás del que dijo: Les daré un corazón para conocerme, y oídos que oigan 131. ¿Quién, si no carece de oídos, no puede oír las palabras de las Escrituras cuando, sin oscuridades ni ambigüedades, se le dice al primer hombre pecador: Polvo eres, y al polvo volverás? 132 Con toda evidencia se demuestra aquí que no habría muerto en su carne, es decir, no volvería a la tierra, de donde fue tomada su carne, si por el pecado no hubiese merecido oír y sufrir esta condena; esto hace más tarde decir al Apóstol: El cuerpo está muerto por el pecado 133.

¿Quién, sino el que no tiene oídos, no oirá lo que dice Dios, aludiendo a Adán: Ahora, pues, que no alargue su mano y tome del árbol de la vida y coma, y viva para siempre. Y lo arrojó el Señor del paraíso de delicias? 134 En el edén viviría para siempre sin trabajo ni dolor. Este placer paradisíaco, que no podéis negar de no haber olvidado el nombre de cristianos, no era torpeza, sino suma bienandanza. Fue castigo merecido por Adán no vivir siempre en él y ser arrojado, en consecuencia, de un lugar de tan colmada felicidad, donde, de no pecar, aún se encontraría y viviría una vida eterna; y cuanto más grande es esta vida, más grande debe parecernos el pecado que lo mereció. ¿Y qué es lo que tú haces cuando con tantos esfuerzos quieres disminuir el pecado de Adán si no es acusar a Dios de inaudita y prodigiosa crueldad, pues castiga a Adán, no digo con gran severidad, sino con sumo ensañamiento? Y si nunca es lícito hablar en este tono de Dios, ¿por qué no medir la gravedad de la culpa por la gravedad del castigo que inflige un juez incomparablemente justo y poner freno a tu lengua locuaz y sacrílega?

No acuso yo a Dios de injusticia cuando digo que hace pesar, con justicia, un duro yugo sobre los hijos de Adán desde el día que salen del vientre de sus madres; eres tú el que haces injusto a Dios cuando piensas que sufren los niños un castigo inmerecido, pues no tienen pecado. No es por ser obra de Dios, sino que el mal, a instigación del enemigo, se infiltró en su naturaleza y los esclaviza a este su enemigo al nacer del primer Adán si no renacen en el segundo Adán.

Y también acusas a la Iglesia católica de un crimen de lesa majestad si, como dices, el bautismo no arranca a los niños del poder de las tinieblas cuando antes de bautizarlos sopla sobre ellos y exorciza a estas criaturas, imágenes de Dios. Y no atribuyo al príncipe de las tinieblas el matrimonio honrado, limpio de toda mácula libidinosa si usan bien de él, con intención de tener hijos. Tú, en cambio, admites en el paraíso, sin sentir horror, las apetencias de la carne contra el espíritu; es decir, en un lugar donde reina la paz, el sosiego, la honestidad y la bondad; y no juzgo a los niños con sólo el pecado original, como calumnias, peores que los más criminales y malvados. Una cosa es la culpa que uno personalmente comete y otra el verse alcanzado por el contagio de otro. Por eso dice el púnico, vuestra pena, Cipriano, que los niños consiguen con más facilidad el perdón del pecado, pues se les perdona no su pecado, sino el de otro 135.

Dices, como nosotros, que los niños no han cometido pecado voluntario alguno, pero añades que no tienen pecado original, y así haces injusto a Dios, como con frecuencia te he dicho y te lo repetiré aún, pues les impone un yugo pesado desde que salen del vientre de sus madres. Para comprender cómo los niños nacidos de Adán están atados, por verdadera participación, al pecado del primer hombre, sin que sean tan culpables como él, piensa en Cristo, del que el primer Adán, como has dicho, era figura del que había de venir, y mira cómo los niños que renacen en él son partícipes de su justicia, sin que te atrevas a compararlos en méritos.

Tú mismo dijiste en el segundo libro de tu obra (n. 189-190) que es en Adán donde se encuentra el pecado, no en su forma primera, pues fue Eva la que antes pecó, sino en su símbolo máximo; como en Cristo se encuentra la justicia no en su forma primitiva, porque existieron antes de su otros justos, sino en su forma más perfecta; y, si no hubieras olvidado tus propias palabras, no infravalorarías el pecado de Adán después de afirmar que se trata de un gran pecado.

Apologista de la libido

24. Jul.- "Pero ¿por qué conmoverte cuando se persigue la inocencia; cuando, por respeto a la divinidad, tú no frenas la petulancia y rabia de tu boca obscena? Acusas a los niños y a Dios; ultrajas la inocencia y violas la justicia; niegas la verdad y calumnias a tu Dios. De donde se sigue que, aunque no estuviera de nuestra parte la razón, el partidario de la transmisión del pecado sucumbiría ante la monstruosidad de sus asertos".

Ag.- Tu injuriosa locuacidad me enrostra la rabia de mis obscenas palabras. ¿Soy acaso yo defensor y apologista de la libido? ¿Soy acaso yo el que osé instalar en el paraíso la concupiscencia de la carne en lucha contra el espíritu? En este lugar de belleza y de paz, tú has introducido la guerra si se la resiste victoriosamente cuando nos solicita al pecado, o la deshonra, si torpemente se cede a sus apetencias. ¿Por qué con tamaña insolencia te encrespas contra mí, sin contemplarte a ti mismo? No soy yo, eres tú el que acusas a Dios cuando afirmas que los niños, a los que se impone un duro yugo, no han contraído el pecado original. No ultrajo la inocencia a expensas de la justicia; eres tú el que ultrajas la justicia al declarar a los niños inocentes; porque, si esto fuera verdad, Dios, justicia suprema, no pondría sobre ellos el castigo de un pesado yugo. No niego la verdad ni acuso a Dios; eres tú el que lo haces. La verdad se encuentra en estas palabras del Apóstol: El cuerpo está muerto por el pecado 136; y tú lo niegas. Imposible no acusar a Dios cuando le imputas las miserias de los niños, que no puedes negar, y que, según tú, no han merecido, pues no tienen pecado original. Por consiguiente tu conclusión, que tiende a cubrirnos de infamia, es opuesta a la razón y a la verdad.

Juliano, chistoso y satírico

25. Jul.- "Mas ¿por qué bajar la cabeza y seguir solamente el camino de la verdad cuando la falange de nuestros enemigos se apoya en los mismos peligros y se alza contra nosotros armados con nuestras miserias? El pudor conyugal, el dolor del alumbramiento, el sudor del jornalero son una prueba de la transmisión de la culpa por vía generación; y así, para ellos, el dolor de las madres, el sudor de los campesinos, la roturación de los jarales, quieren sean signos de un pecado natural y en todas estas pruebas se ejerce justicia contra el género humano; y la misma muerte, según algunos, es efecto del pecado de Adán. Dije 'algunos' porque su jefe, Agustín, se avergüenza de afirmarlo. Escribe a Marcelino y le dice: 'Adán parece haber sido creado mortal'; luego, con la acostumbrada elegancia, añade: 'La muerte es estipendio del pecado'. Y después de afirmar que Adán fue creado mortal por naturaleza, declara que el hombre podía no morir.

Cuanto contra nosotros se lee en el Génesis para demostrar el castigo de Adán y Eva, ya es tiempo de que nos ocupemos de ello. El Señor Dios dijo a la serpiente: 'Por cuanto hiciste esto, maldita serás entre todas las bestias y entre todos los animales de la tierra; sobre tu pecho y sobre tu vientre te arrastrarás, y comerás tierra todos los días de tu vida; y pondré enemistades entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo; ella acechará su cabeza y tú acecharás su calcañar'. Y a la mujer le dijo: 'Multiplicaré en gran manera tus dolores y tus gemidos; con dolor parirás tus hijos; y te volverás a tu varón y él te dominará'. Y dijo a Adán: 'Por cuanto obedeciste a la voz de tu mujer y comiste del fruto del árbol del que te mandé no comieras, maldita será la tierra en tus trabajos; con fatiga comerás de ella todos los días de tu vida; espinas y abrojos te producirá y comerás hierba del campo, con el sudor de tu frente comerás tu pan hasta que vuelvas a la tierra de la que fuiste tomado, porque tierra eres, y en tierra te convertirás' 137.

Estas son las sentencias que alegáis como prueba de un pecado que nace con nosotros; y decís que la mujer no daría a luz con dolor, si no hubiesen pasado a ella, con el pecado de Eva, los sufrimientos de su fecundidad. En este dolor queréis ver un indicio del pecado, y lo que fue en la primera fémina castigo de su culpa, ninguna otra lo experimenta si no es culpable. Decís: 'No habría dolor en la parturienta si no existiese pecado en el que nace'. No es fácil medir el alcance de estos discursos. En este punto provoca vuestro sentir tal reacción, que apenas me mueve a combatirlo; hay en estos argumentos más pecados que sílabas".

Ag.- Entre chistoso y satírico, te mofas, o finges mofarte, de estas miserias del género humano; pero no es menos cierto que te causan un gran contratiempo, pues te ves obligado a decir que en el paraíso de Dios, aunque nadie hubiera pecado existirían estas mismas miserias. Y si por vergüenza no lo haces, te obliga a ello tu doctrina; y, si no te corriges y abjuras de tu dogma, imposible evitar el verte oprimido y ser precipitado en un horrendo remolino de angustias. ¿De dónde piensas vienen estas miserias que vemos en niños y adultos? Respondes, según tu doctrina, que hizo Dios así al género humano desde su origen. A esta tu respuesta te replico: luego estas mismas miserias existirían en el paraíso aunque nadie hubiera pecado. Y aquí o sucumbes, o cambias de parecer, o pierdes la vergüenza o te corriges.

Porque, si ubicas en el lugar de supremas delicias las miserias de esta vida, no osarás mirar a la cara a los cristianos; si te precipitas hasta tocar fondo de un abismo de horrores, imputas estas miserias a una naturaleza mala que se mezcla con la nuestra, te veo sumergido en las profundidades del infierno de Manés; pero, si confiesas que estas miserias son, en nuestra naturaleza viciada, castigo de Dios vengador, respirarás el aire puro del catolicismo.

Dices también: "Según algunos", el pecado de Adán inoculó la muerte en el género humano, y añades que has dicho "según algunos" porque yo, su jefe, no sentí sonrojo en decirlo, pues cuando escribí a Marcelino dije que Adán parecía haber sido creado mortal. Cuando lean estas tus palabras y las mías o las oigan leer, si no es pelagiano, verá dolo en tu lenguaje. Nunca pensé, nunca dije, como vosotros, que Adán fuera creado mortal y que, pecara o no pecara, debía morir. Sí, se reprocharon estas palabras a Celestio en una asamblea episcopal de Cartago, y a Pelagio en un concilio episcopal de Palestina. Esta es precisamente la cuestión que entre nosotros se ventila, saber si Adán, pecara o no pecara, debía morir. A tenor de la definición, ¿quién ignora llamarse inmortal el que no puede morir, y mortal el que puede morir? Pudo Adán morir, pues pudo pecar; moriría por su pecado, no por necesidad de su naturaleza. Pero, si se llama inmortal al que puede no morir, ¿quién negará que fue Adán creado con este poder? Podía no pecar nunca, podía no morir jamás.

A vosotros se os reprocha enseñar que Adán, pecara o no pecara, debía morir, y este vuestro aserto es falsísimo. Siendo las cosas así, ¿cómo he podido afirmar, como tú me haces decir con mentira, que fue Adán por naturaleza creado mortal, como si fuera para él una necesidad el morir, cuando sabemos que esta necesidad le vino del pecado? ¿Cómo voy a decir que no podía morir, cuando sé que murió? Con toda certeza no habría muerto si no pudiera morir. Una cosa es no poder morir y otra poder no morir. En el primer caso, la inmortalidad es plena, en el segundo tiene rango menor. Si tienes en cuenta esta distinción, comprenderás lo que decís vosotros y lo que contra vosotros decimos nosotros. Decís vosotros: "Pecara o no pecara, Adán debía morir". Nosotros decimos: "Si no hubiera pecado, jamás hubiera muerto".

Recuerdas luego el texto del Génesis que contra vosotros suele aducirse; al hablar de los dolores de las parturientas, fue para Eva un castigo, la primera en sufrirlo, y crees o quieres creer que lo decimos nosotros. Sí decimos que las mujeres no sentirían los dolores del parto si Eva no les hubiera transmitido, con el pecado, los dolores de la fecundidad; no es pena alguna la fecundidad, sino la pena del pecado lo que les transmite; si el parto se hizo doloroso, es fruto del pecado, no de la fecundidad; el dolor de la maternidad viene del pecado; la fecundidad, de la bendición del Señor.

Si quieres decir que este dolor acompaña la fecundidad como algo heredado, no como necesidad, ésta es mi sentencia. Pero nunca decimos que en el paraíso las mujeres habrían dado a luz con dolor; sí decimos que este dolor es castigo del pecado, porque no hubiera existido en ese lugar de delicias, en el que ningún pecador podía permanecer. Y esta verdad no la puedes refutar; o tapas la cara y cierras los ojos para poder ubicar en el paraíso de Dios la libido y todas las miserias de la humanidad. ¿Hay en esto algo asombroso? Quieres llenar esta bella mansión de felicidad con muertes de hombres, que siempre o casi siempre van acompañadas de sufrimientos atroces. Tamañas monstruosidades no te hacen retroceder y te convierten en objeto de irrisión para aquellos que, lejos de aceptarlos según tú, se atienen a la antigua tradición de la Iglesia, que nos dice: Por la mujer fue el principio del pecado, y por ella todos morimos 138.

Tú lo tomas a guasa, y, contra tu conciencia y tu saber, me llamas, irónicamente, su jefe. No puedes ignorar cuántos doctores de la Iglesia y en la Iglesia han enseñado, antes que yo, que Dios hizo al hombre de una naturaleza tal, que, si no pecara, podía no morir. ¿Cómo voy a ser jefe de estos a quienes sigo, no precedo? Y no diré seas tú jefe de los hombres que enseñan que Adán fue creado mortal, y, pecara o no, debía morir, y quieren que el paraíso, alfombrado de santas delicias, donde alma y cuerpo disfrutarán de una gran paz, fuese turbado por los ayes de los moribundos, el luto de los difuntos, las lágrimas de los afligidos. Pero no eres tú el jefe; los primeros en esparcir las semillas de este dogma impío fueron Pelagio y Celestio, que figuran a la cabeza de esta nefasta doctrina. Tú no eres el jefe, y ¡ojalá no fueras su discípulo!

Justicia de Dios en el castigo del pecado

26. Jul.- "¿No es una insensatez decir que los dolores del parto son compañeros del pecado, cuando es evidente que tienen más de condición natural del sexo que castigo de crímenes? Los animales, en efecto, están exentos de pecado, pero experimentan estos mismos dolores y contorsiones en sus partos. De esto se deduce que este hecho no es argumento de pecado, pues se encuentran en los que no pueden tener pecado. Luego vas más lejos y dices algo más increíble. 'La mujer, afirmas, no sentiría dolor si no participara del pecado'. Y a continuación añades: 'Mas este pecado, semillero de dolores en la mujer, se encuentra en el recién nacido, no en la parturienta'.

Tal es, según tú, la razón por la cual las mismas mujeres bautizadas sufren lo indecible cuando dan a luz un hijo. La prevaricación que mancha al niño hace difícil y trabajosa la maternidad fecunda. Y, a tenor de esta doctrina, la transmisión del pecado se realiza no de la madre al hijo, sino del hijo a los padres. Porque, si la mujer bautizada siente los dolores del parto, es porque el niño que trae al mundo está en pecado; de donde se deduce que la transmisión del pecado viene por vía ascendente y no de arriba abajo.

Pero dirás que la mujer sufre no a causa del pecado de su hijo, sino porque ella misma, cuando vino al mundo, se encontraba en estado de pecado. Bien; tú antes habías dicho que este mal fue borrado por la gracia; pues si el dolor de las parturientas está vinculado a la culpa, perdonado el pecado, los dolores del parto deberían desaparecer. O bien, si estos dolores que atenazan a las mujeres, incluso bautizadas, suponen un estado de pecado, entonces se deduce que la gracia bautismal no las purificó y de nada les sirvió. Mas si este sacramento tiene en realidad la virtud que nosotros creemos y vosotros no la podéis invalidar, si borra por completo todo pecado, pero permanece el dolor, efecto de los trabajos en el parto, ¿no está claro que estos dolores son efecto de la naturaleza, no de la culpa? Porque, según tú confiesas, todas los sufren, incluso las libradas del pecado de los maniqueos.

Bastan estos ejemplos, tomados de la naturaleza, para mi intento; pero examinemos las palabras de la sentencia pronunciada por Dios, y se encontrará una luz más resplandeciente que los rayos del sol, eficaces para disipar vuestras tinieblas. De hecho, Dios no dijo a la mujer: 'Nacerán en ti dolores'; o: 'Creará en ti lamentos', como si estos sufrimientos fueran para Eva una novedad después de su pecado; sí le dice: Multiplicará sobremanera tus angustias 139. Estas palabras prueban la existencia de una situación natural; situación que no se crea en la persona pecadora, se multiplica. Sólo lo que existe se puede multiplicar; antes de existir se dice, con toda propiedad, que se crea, pero no se puede decir que se aumenta sobremanera.

Finalmente, ésta no es exégesis mía, es la misma verdad, que se evidencia en el orden de las palabras usadas por Dios en la creación de los seres vivientes. Antes de formar al hombre dice el Señor: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza 140. Luego dice de la mujer: Hagámosle una compañera semejante a él 141. Una vez creados ambos, les da la bendición y les dice: Creced y multiplicaos y llenad la tierra 142. Antes de su creación no se dijo: 'Multiplicaos'; sino: Hágase el hombre; y, cuando ya existían y eran capaces de crecimiento, añade como consecuencia: Creced, multiplicaos, llenad la tierra. Estos dolores de la preñez tienen lugar, en el orden de la naturaleza, para hombres y animales; no tienen su punto de arranque en la persona de Eva, como ley hecha a su medida; se aumenta, y su culpa le mereció ser afligida con una sobrecarga de ansiedades y dolores. Sin embargo, no debían trasvasarse a otras mujeres en siglos sucesivos sino en relación con la variedad de temperamentos y delicadeza de los cuerpos.

No vienen, pues, los dolores del parto del pecado, sí su sobrecarga; así, en épocas diferentes, leemos que ciertos pecados tienen como secuela una debilitación corporal; pero este aumento de miserias no destruye las condiciones normales de la naturaleza. Con todo, cualquiera que sea la vivacidad de la inteligencia, no puede abarcar el contenido de esta sentencia de Dios. Si, por una parte, vemos es castigo merecido, en otra vertiente se puntualizan los deberes. Multiplicaré en gran manera tus angustias y gemidos; parirás con dolor 143. Este es un castigo merecido por la persona, no por la naturaleza. Lo que sigue da a conocer los deberes del sexo: Te volverás hacia el varón, él te dominará 144. No se puede detectar castigo en la obligación, imposible de omitir sin ser culpable; la mujer ha de vivir sometida al varón por un sentimiento de modestia y afecto; esto lo exige el orden, no es un suplicio. Dice el Apóstol: La cabeza de la mujer es el varón, porque no fue creado el hombre por la mujer, sino la mujer por el hombre 145. Si la mujer honra y respeta a su cabeza, no hace sino respetar las leyes de la naturaleza, no padece castigo por su pecado; orden que es culpable si no lo observa. El cumplimiento, pues, de un deber no es castigo, puesto que, si no se cumple, se hace uno culpable".

Ag.- Decimos: el dolor del parto es castigo de un pecado. Lo sabemos, Dios mismo lo ha declarado formalmente; y no lo hubiera dicho si la mujer no hubiera transgredido su mandato; Dios se irritó por la transgresión de su precepto. Tú tratas de aminorar o anular esta cólera de Dios; por eso, según tú, los dolores de la maternidad no son castigo del pecado, porque también los sufren los animales, incapaces de pecado. Es claro que no te han dicho los animales si sus gritos son de alegría o de dolor. Cuando las gallinas ponen un huevo, nos parece que cantan, no que se lamentan; y cuando terminan su postura, como espantadas, cacarean; otras, mientras dura la postura, permanecen en profundo silencio, como las palomas y otras aves conocidas por los observadores. ¿Quién sabe lo que pasa a estos animales mudos, incapaces de manifestar de ningún modo sus afectos interiores, si sus movimientos o sus gritos son manifestaciones de dolor o de placer? Mas ¿qué necesidad tengo de sondear estos secretos de la naturaleza, si no depende de ellos nuestra causa? Si los animales mudos no sienten dolores en el parto, tus argumentos no tienen valor; y si los sienten, veo en ello un gran castigo para el hombre, imagen de Dios, pues se ve reducido a la condición de los animales; y este castigo no sería justo si no fuera merecido por una culpa.

Lejos de mí decir lo que tú refutas como dicho por mí; a saber, si la mujer sufre los dolores de su maternidad, no es consecuencia de su pecado, sino del pecado de su hijo; y estos dolores los sienten las madres en su alumbramiento aunque hayan obtenido el perdón de todos sus pecados. ¡Lejos de mí decir esto! Porque digamos que la muerte es un castigo del pecado, ¿podemos, acaso, concluir que, una vez perdonados los pecados, la muerte ya no debe existir? Estas penas que nos mereció la transgresión de Adán las llamamos castigo del pecado y permanecen, aunque el pecado nos sea perdonado, para probar nuestra fe en una vida futura, donde no existirán dolores. Y no sería fe si en el mismo instante de creer obtuviera como recompensa inmediata la exención del dolor y de la muerte. Establecida la razón, es decir, sentado que los males, secuela del pecado, permanecen como prueba de nuestra fe aunque sean perdonados los pecados en el bautismo, ¿cual puede ser el valor de este tu dicho: "Si el bautismo borra el pecado, permanece, con todo, el dolor en el parto, esto es una prueba de que viene de la naturaleza, no del pecado?" Este tu razonar no tiene fuerza alguna contra nosotros, ni tú razonarías así si comprendieras la fuerza de la fe, tanto más robusta cuanto más nos hace esperar cosas que no vemos y nos hace soportar con paciencia los sufrimientos de esta vida con la esperanza de una eterna felicidad.

Dios, según tú, no dijo a la mujer: "Nacerán dolores en ti"; o: "Yo crearé en ti gemidos", como si estos sufrimientos fueran en Eva una novedad cometida la culpa; sino que dijo: Multiplicaré en gran manera tus preñeces, indicando con estas palabras la existencia de una condición de la naturaleza que no se crea, se multiplica. Y como axioma fundamental y absoluto añades: "Sólo lo que existe se puede multiplicar; cuando no existe, se crea, pero no se puede decir que se multiplica".

En primer lugar, te pregunto: ¿Cómo sabes que ya existían en Eva estos dolores, si aún no los había padecido? ¿Cómo podía tener dolores, si nada le dolía? Y si no existían estos dolores, teniendo en cuenta que Eva no sufría ni se quejaba, se pueden multiplicar los no existentes, y así tiene sentido decir: Multiplicaré en gran manera tus dolores 146; es decir, serán grandes tus dolores, y esto puede ser verdad hayan o no empezado. No es, pues, verdad decir: "No se puede decir multiplicaré lo que no existe", porque después del pecado vio multiplicarse sus dolores que antes de su prevaricación no había sentido. Por esto le dice Dios: Multiplicaré en gran manera tus tristezas 147; y no es que existiesen ya estas tristezas, sino porque doblan su número desde el mismo momento de comenzar.

"Pero existían, dices, en el orden de la naturaleza". Si no existe y ya tiene realidad en el orden de la naturaleza, ¿por qué te contradices? Porque, según tú, no dijo Dios: "Haré nacer en ti dolores", sino: "Multiplicaré tus dolores, ya existentes en el orden de la naturaleza". Se puede responder: "Pudo Dios decir: 'Haré nacer en ti dolores, porque iba a multiplicarlos'; no porque existiesen ya, sino porque existían en el orden de la naturaleza". ¿Responderás, acaso, que ya existían en este orden de la naturaleza? Con mayor peso de razones y sentido más verídico se podrá decir: "Luego, según el orden de la naturaleza, cuando, como dice el bienaventurado obispo Juan, cometió una gran prevaricación, y en su ruina arrastró a todo el género humano" 148; o bien como dice su colega Ambrosio: "Existió Adán, y en él todos existimos; pereció Adán, y en él todos perecieron" 149.

Tú osas decir que no sólo existían los dolores de Eva; más aún, que ya los había sentido cuando la amenazó Dios con multiplicarlos. Nunca hemos hablado así nosotros de los hijos de Adán cuando cometió tan enorme pecado. Con todo, los dolores propios de la maternidad no existían en el orden de la naturaleza; no eran inevitables en el alumbramiento; la condena vino después de su pecado, pero no existían en el orden de la naturaleza. Vosotros, al negarlo, ¿qué hacéis sino introducir en aquella morada de placeres puros, donde no se permitió permanecer a los hombres sujetos al sufrimiento sin haber pecado, de donde los excluya la necesidad del castigo? Ignoro de dónde viene esta vuestra obstinación; sin duda, sois enemigos del paraíso, y preferís habitar fuera de sus fronteras, como Adán, que, al ser arrojado del edén, lo colocó Dios en la parte opuesta.

Enemigo del paraíso, considera la pobreza de tus argumentos contra el edén. Te parece no se puede multiplicar lo que de alguna manera no existe; cuando no existe una cosa, se puede decir que se crea, no que se multiplica. En sus comienzos, las cosas son simples; se multiplican por el crecimiento. En consecuencia, en el libro de la Sabiduría se llama múltiple al Espíritu, sin principio, pues existe desde la eternidad; pero se sirve el autor de un término impropio, porque el Espíritu no es capaz de crecimiento. ¿Y qué dirás de la respuesta de Dios a Abrahán cuando le dice: Multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo? 150 En este texto promete Dios multiplicar la descendencia de Abrahán como multiplicó las estrellas del cielo. Y ¿qué? Para que pudieran ser multiplicadas, ¿eran, en los comienzos, menos y no fueron siempre tan numerosas como hoy? ¿Por qué no interpretar estas palabras: Multiplicaré en gran manera tus dolores 151, en este sentido: "Haré que tus dolores sean incontables?" ¿No es tu intención, en cuanto es posible, introducir en el paraíso los sufrimientos, y poder decir así que en este lugar de delicias ya existían las miserias antes del pecado?

Existían, dices, en la naturaleza de Eva los sufrimientos de la maternidad antes de su prevaricación, aunque, según tú, estos dolores eran moderados y naturales; y pretendes aún más, a saber, que este primitivo estado no haya sido modificado por los nuevos dolores, que Dios multiplicó en castigo de la desobediencia de la mujer. Estas son tus palabras: "Este aumento de miserias no alteró la moderación natural". Luego, según tu doctrina, es ley de la naturaleza el sufrimiento moderado de las mujeres en su alumbramiento; lo que el pecado de Eva añadió fue un aumento de estos dolores.

Al hablar así, no te das cuenta de que, si las miserias aumentaron por el pecado, ya existían en la naturaleza; y la mujer ha visto aumentar estas miserias como castigo de su pecado, pero ya, antes del pecado, era desgraciada por naturaleza. Aunque afirmes que su condición natural la hacía moderadamente desgraciada, al decir que fueron sus miserias multiplicadas, lo quieras o no, reconoces que ya antes de este aumento era desgraciada. ¡Así tratas la naturaleza del hombre cuando sale de las manos de Dios! ¡Así nos describes el paraíso de Dios! Arrojado del edén, ubicado en el lado opuesto, hablas contra el paraíso, y nos dices que las miserias fueron instaladas por Dios en esta morada de felicidad; y no tuvieron su origen en el pecado, pero sí su acrecimiento. ¿Hay algo más opuesto a la felicidad como el sufrimiento? ¿Qué más contrario al dolor que la felicidad? ¿Qué significa el hombre expulsado del paraíso y colocado en la parte opuesta, sino que ha sido colocado en una paramera de miserias, lo que, sin contradicción posible, es opuesto a la felicidad? ¿Qué rechaza la naturaleza? El dolor. ¿Qué apetece? La felicidad. Finalmente, si consultamos a nuestro libre albedrío sobre esto, vemos que nada hay más enraizado en nuestra naturaleza, pues, a pesar de nuestras miserias, persiste siempre en nosotros el deseo de evitar la desgracia y querer ser felices. Y es esto tan verdad, que los mismos que por su mal vivir son miserables y quieren vivir mal, no quieren, sin embargo, ser desgraciados, sino felices. Y no se trata aquí del libre albedrío, que nos hace querer el bien en nuestras acciones, pues éste lo hemos perdido por el pecado y recuperado por gracia; sino que hablo del libre albedrío, que desea nuestra felicidad y no queremos ser desgraciados; y este deseo ni miserables ni dichosos lo pueden perder.

Sin excepción, todos queremos ser felices; verdad tan incuestionable que ni los filósofos de este siglo, incluso los académicos, que dudan de todo, si creemos al jefe Tulio, se ven forzados a confesar, diciendo que es la única verdad sin margen para la duda y deseada por todos. Pero este libre albedrío encuentra su fuerza en la gracia de Dios; lo que naturalmente deseamos, es decir, la felicidad, la podemos conseguir con una vida santa. Tú, en cambio, dices que el sufrimiento, por moderado que sea, siempre es sufrimiento, y, en consecuencia, contrario a la felicidad, verdad que nadie niega ni puede negar; pues bien, dices que el sufrimiento era un estado normal querido por Dios antes incluso de que nadie pecara; de suerte que el castigo impuesto a la mujer culpable, a la que dijo Dios: Multiplicaré en gran manera tus dolores 152, habría marcado no el principio de sus miserias que supones en el orden de la naturaleza, sino un positivo aumento como castigo de su pecado.

¿Para qué discutir sobre las palabras siguientes de Dios, cuando después de decir a la mujer: Parirás con dolor, añade: Te volverás hacia tu hombre; él te dominará? 153 ¿Para qué discutir contigo para saber si este dominio del varón es para la mujer un castigo o una condición de su naturaleza? Condición que Dios no menciona si no es cuando la castiga. Una vez más, ¿para qué detenernos sobre esto, pues tanto en un sentido como en otro no es óbice para nuestra causa?

Admite que Dios, después de castigar a la mujer, cambie de tono en su lenguaje para decirle en forma de mandato: Te volverás hacia tu varón, él te dominará 154. ¿Qué tiene esto que ver con la cuestión que tratamos sobre la pena infligida a la mujer culpable? Entre nosotros, se trata de miserias que tú quieres introducir en el paraíso, del que has sido arrojado, opuesto al que habitas; miserias que intentas atribuir no al pecado de Adán y Eva, sino al mismo creador de todos los seres, como si él hubiera querido fuese así en el orden de la naturaleza, como con lengua blasfema sostienes impúdico. Explícate sobre el castigo del hombre, pues sabemos ya cómo la mujer, desnuda antes del pecado, sin sentir confusión, acaba de ponerte al desnudo y cubrirte de confusión.

Castigo del primer pecado

27. Jul.- "Sobre la mujer basta lo dicho. Pasamos a los trabajos del hombre. Dios dijo a Adán: Maldita será la tierra en tus trabajos; con tristeza comerás de ella todos los días de tu vida; espinas y abrojos te producirá y comerás hierba del campo; con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra de la que fuiste tomado, porque eres tierra, y en tierra te convertirás 155. En este texto no se dice: 'Multiplicaré tus espinas y tus sudores'; habla como de algo que no existiera y fuese entonces creado. No es más grave el castigo de Adán que el de la mujer y hace desaparecer sus inquietudes; se maldice la tierra, no el linaje humano. Maldita, dijo, la tierra en tus trabajos 156. ¿Qué habían hecho los campos para merecer esta maldición? Cierto, nada pueden tener de común con Adán. ¿Pueden ser responsables de un pecado cometido por una voluntad ajena? ¿Quiso enseñar con el ejemplo del césped que la maldición puede existir donde no hay culpa? Porque, si pecó el hombre y fue maldecida la tierra, es evidente que no siempre el castigo corresponde a los crímenes. Si, pues, la tierra es maldita en castigo del que pecó, con todo, no hay iniquidad donde existe maldición.

¿Por qué no admitir igualmente que, si el pecado del primer hombre trajo sobre la tierra un cortejo de miserias, no se sigue por eso que los nacidos en este mundo de miserias sean culpables? El recuerdo del pecado primero, presente en sus aflicciones, les serviría de preservativo contra el peligro de una imitación. Las cosas serían así: la tierra soporta el peso de una maldición y manifiesta la presencia de un crimen que le es ajeno y del que no es cómplice. Si fuera de otra manera, diríamos que Dios ama más la tierra que la inocencia, porque no sería una responsable de la culpa de la otra, mientras lo serían los niños. La maldición cae sobre la tierra; pero esto es un misterio insondable para nosotros. Se discurre sobre la finalidad de una sentencia y sobre la razón por la cual es maldecida la tierra.

Con tristeza comerás de ella todos los días de tu vida 157. Pesa el sentido de estas palabras. Se llama maldita la tierra no porque haya merecido este castigo, sino porque con esta expresión se manifiesta el sentimiento de un profundo pesar, pues al ver el hombre que por su causa es estéril, el que la cultiva con trabajo, sin encontrar satisfacción en sus afanes, imputa a la tierra lo que él merece, y en un exceso de amargura la llama maldita, porque cerró para él las fuentes de su fecundidad, y así se ve forzado a reconocer que su pecado atrajo sobre él la maldición, no sobre la naturaleza o la tierra. Te producirá, dice el Señor, espinas y abrojos 158. No dice: 'Producirá espinas y abrojos', sino que añade: para ti.

Además de las espinas y los cardos, tiene otros productos para tormento del hombre, pues la tierra se presenta cubierta de malezas. Cruel suplicio para Adán, porque una sola zarza de las fuentes y praderías del edén le puede afligir.

Con el sudor de tu rostro comerás tu pan 159. No me parece formen estas palabras parte de la maldición, porque, para un jornalero, el sudor es como un beneficio de la naturaleza, pues refresca sus miembros. Y testimonia la Escritura que Adán, antes de pecar, ya trabajaba en el cultivo de la tierra. Dice: Tomó el Señor Dios al hombre que había formado y lo puso en el paraíso para que lo labrara y guardase 160. Ni en el paraíso quiso Dios tuviera el hombre sus alimentos sin ganarlos con su trabajo, para estimular su actividad con su mandato; luego ¿qué le sucedió de nuevo, si creemos en su trabajo y en su sudor?

A continuación leemos: Hasta que vuelvas a la tierra de la que fuiste formado, porque eres tierra, e irás a la tierra 161. Esta última parte de la sentencia, como lo concerniente a la mujer, es más bien una explicación que un castigo. Y diría aún más, pues, siguiendo el texto, ésta es una promesa consoladora para el hombre. Como había ya recordado dolores, trabajos, sudores, para no dar la impresión de una duración eterna indica su término, y mitiga así su pesar. Es como si le dijese: No siempre vas a padecer estos males, sólo hasta que vuelvas a la tierra de la que has sido tomado, porque eres tierra, y a la tierra irás 162. ¿Por qué, después de haber dicho: Hasta que vayas a la tierra de la que has sido tomado, no añadió: 'porque pecaste y has quebrantado mi precepto?' Creo era necesario decir esto, si la corrupción de los cuerpos es consecuencia de un crimen. Pero ¿qué dijo? Porque eres tierra, e irás a la tierra. Indica, pues, la causa de su retorno a la tierra: porque eres tierra, dijo. Y en qué sentido sea tierra, lo declara más arriba: Porque fuiste de la tierra tomado. Da Dios la razón por la que el hombre debe retornar a la tierra, y es porque de ella había sido tomado; esta formación del hombre nada tiene que ver con el pecado. Es evidente que si por naturaleza es mortal, no es la muerte castigo de un pecado, sino efecto de su condición. Su cuerpo no es eterno, y debe retornar a la tierra.

La esterilidad de los árboles, la abundancia de zarzales, los dolores del parto, multiplicados en los enfermos, son castigo para los culpables, no para todo el género humano. Por último, Caín y Abel, ambos de una misma naturaleza y voluntades dispares; pecó Caín voluntariamente, sin que en él influyeran los pecados de sus padres, ni perjudicó a Abel la prevaricación de su progenitor. Cada uno de ellos obró por propia iniciativa; los padres no les transmiten inclinación alguna al pecado ni a la virtud. Los dos desempeñan funciones de sacerdotes y presentan sus ofrendas a Dios, su Creador. En los dos el mismo homenaje, en los dos diferente intención, como lo manifiesta la sentencia divina, pues el Señor se muestra complacido en el sacrificio de Abel y declara la causa de su irritación por el de Caín, ofrece bien y divide mal. Pronto este corazón impío se enciende en fuego de envidia, celoso de la santidad de su hermano, y decide sacrificar al odio a Abel. Y en la primera ocasión se hace evidente que la muerte en sí no es un mal, pues la primera víctima de todas fue un justo. Sin embargo, no pudo el culpable huir de la venganza divina. Le pregunta el Señor por su hermano, queda su crimen manifiesto, se le impone un castigo; además del terror que interiormente tortura su alma después de su criminal crueldad, es un maldito de la tierra, que abrió su boca para recibir de tu mano la sangre de tu hermano, y cuando labres la tierra no te volverá a dar su fuerza 163.

De nuevo la esterilidad de la tierra se anuncia como castigo para el que la cultiva, y hay en el Deuteronomio multitud de ejemplos de esta misma índole con los que amenaza Dios a los hombres. De esto, ¿qué se deduce? ¿Serán fruto del fratricidio de Caín los espesos zarzales de nuestros campos, que la podadera del labrador vigila? Si todos los jarales que cubren la tierra son efecto de un castigo, ¿será necesario decir que todos los niños comieron del fruto vedado, aunque no tengan al nacer dientes ni hayan derramado la sangre de Abel? Evidentes los excesos a los que conduce el error de los maniqueos con su teoría de la transmisión.

En resumen, sólo en el marco de la locura tiene consistencia vuestro error; el buen sentido de los católicos se ríe de vuestros argumentos, pero en caridad llora vuestra ruina".

Ag.- Tu extensa y laboriosa discusión sobre el castigo del primer hombre no surte otro efecto que atenuar la culpa al atenuar la pena. Y esto por unas palabras tomadas de mi libro, a las que das respuesta para refutarlas. Dije: "El pecado que pervirtió al hombre en el paraíso es asaz más grande de lo que imaginar podemos, pecado que todo hombre trae consigo al nacer". Y para que no parezca tan enorme ni capaz de pervertir nuestra naturaleza, haces poderosos esfuerzos para demostrar que el castigo infligido es liviano, casi nulo. Y explicas, en el sentido de tu error, la maldición lanzada contra la tierra y los trabajos del hombre culpable, y afirmas que ya antes del pecado existían jarales y zarzos, aunque no los mencione Dios en el momento de la creación, sino sólo cuando castiga al pecador; por eso dices que el sudor no es un castigo, sino un beneficio de la naturaleza, pues refresca los miembros fatigados y como si Dios con esas palabras no infligiera un castigo por el pecado, sino que otorgase una recompensa. Aunque quizás pudiéramos suscribir tus palabras, si te ciñes al elogio del sudor, como beneficio del trabajo; pero tú vas más lejos, y dices que ya antes del pecado no podía el hombre cultivar la tierra sin fatigarse; como si su cuerpo, rebosante de vigor, exento de toda flaqueza, no pudiera trabajar no sólo sin fatiga, sino con placer de su alma y deleite de su espíritu.

No has podido ocultar tu pensamiento, y hablas ahora con toda claridad cuando añades: "¿Es una novedad sudar si se trabaja?" ¿No te bastaba introducir en ese lugar de placer los dolores del parto para las mujeres, sino el sudor en el trabajo para los hombres, para decir que la sentencia divina condenatoria no añade nada nuevo a la suerte del condenado? ¿No es mofarte de Dios e insultarle decir que el castigo penal infligido es un regalo de la naturaleza? Si dices que nada cambió para el hombre cuando le dijo Dios: Comerás tu pan con el sudor de tu rostro 164, niega que lo dijo al condenarle. ¿Acaso dirás que Dios sí le condenó con estas palabras, pero que nada nuevo le sucedió? ¿Luego Dios le condena, pero el hombre no fue condenado? ¿Se frustró la fuerza del castigo, como si Dios arrojara el dardo, pero no diera en el blanco? "Fue condenado, dices, pero nada nuevo le sucedió".

Difícil contener la risa. Si fue condenado, pero nada nuevo le sucedió, es que estaba acostumbrado a la condena. Luego solía pecar para no ser injustamente condenado. Y si entonces cometió su primer pecado, y nadie lo duda, ¿cómo estaba acostumbrado a injustas sentencias? Nada nuevo quieres admitir en el hombre, como lo hiciste con la mujer parturienta: para la mujer se multiplicaron los dolores del alumbramiento; para el hombre, los sudores de su trabajo; pero, al conceder un aumento que antes del pecado no existía, admitirás que algo nuevo sucedió. Pero dices: "¿Qué le sucedió de nuevo?" Y hablas del hombre que acababa de ser condenado; y esto, ¿no es confesar que estaba habituado a la condena? Si decimos que una cosa es habitual si con frecuencia sucede, te ves forzado a reconocer que Adán había sido ya condenado al menos una vez, porque esta de la que hablamos no era en él nada nuevo. ¡Mira en qué abismo te has precipitado! Sal de la sima de esta discusión tan laboriosa y ten cuidado no introduzcas dolores y trabajos en el reino del placer, lugar de inalterable paz.

¿Por qué introducir en el paraíso la muerte, por qué dices que Dios la prometió, o mejor, la insinuó, al hombre culpable como un beneficio cuando le dijo: Eres tierra, e irás a la tierra 165, como si Adán no supiera nada de su condición natural y no debiera morir, pecara o no pecara; y entonces le da Dios este conocimiento al sentenciarle por el pecado cometido? Citas estas palabras de Dios: Comerás tu pan con el sudor de tu rostro hasta que retornes a la tierra de la que fuiste tomado; porque eres tierra, e irás a la tierra 166. Esta última parte, dices, de la sentencia, como las palabras que se refieren a la mujer, es más bien una indicación que un castigo. Dices más: siguiendo la letra del texto, es un consuelo para el hombre. Como Dios le había recordado dolores, trabajos y sudores que naturalmente debía padecer, pero que su prevaricación elevó en gravedad, para que no creyese que tal estado de cosas iba a durar siempre, le indica el término de su trabajo para endulzarle su pesar. Como si dijese: "No sufrirás siempre estas miserias; sólo hasta que retornes a la tierra de la que has sido formado, porque eres tierra, e irás a la tierra".

Con estas palabras quieres hacernos creer que Adán, aunque hubiese perseverado en la rectitud de su creación, por necesidad de su naturaleza debía morir algún día, pero no tenía conocimiento de su mortalidad, y esto le fue indicado en el momento de su condena. Y para que no creyese era eterna su pena, mitiga su rigor con la promesa de su término. En consecuencia, Adán se creía que jamás iba a morir, si Dios no se lo hubiera dicho; y nada le hubiera dicho Dios, de no condenarlo como reo; de donde se deduce que hubiera permanecido en su error, creyendo viviría siempre, o que nunca moriría si, por efecto de su pecado, no hubiera adquirido la sabiduría que enseña al hombre el autoconocimiento.

¿Sabes lo que dices? Veamos. No sabía Adán nada de su mortalidad, y, de no pecar, nunca lo habría sabido; y, si no hubiera querido pecar, sería feliz en su ignorancia, y creyendo lo contrario a la verdad, no sería desgraciado. ¿Sabes lo que dices? Escucha aún. Mientras Adán fue inocente, creyó no moriría nunca en el cuerpo si no violaba el precepto de Dios; supo de su muerte cuando lo violó; nosotros creemos lo que Adán creyó; vosotros creéis que, si no fuera injusto, no habría merecido saberlo. Nuestro error está de parte de la justicia; vuestra sabiduría, de parte de la iniquidad. ¿Sabes lo que dices? Cuarta reflexión. Si Dios no dijo al hombre inocente y feliz que moriría y se lo dijo cuando se hizo pecador y miserable, es más lógico creer que quiso atormentarle con el terror de la muerte, pues le juzga digno de sufrir esta pena. Lo grita la naturaleza; teme el hombre más la muerte que el trabajo; todos los hombres prefieren el trabajo a la muerte. ¿Dónde encontrar un hombre que prefiera la muerte al trabajo? El mismo Adán prefirió trabajar durante muchos años antes que no dar golpe y poner fin, por hambre, al trabajo y a la vida. ¿Y no es un sentimiento de la naturaleza lo que lleva a Caín a temer más la muerte que el trabajo? ¿No es, por esta misma razón, por la que los jueces, sin ser inhumanos e injustos, condenan a las minas a los criminales menos culpables, y los más culpables, a la pena de muerte? ¿De dónde viene tanta gloria a los mártires, muertos por la justicia, si no es porque se requiere mayor fortaleza para despreciar la muerte que el trabajo? Por eso no dijo el Señor: "Nadie tiene mayor amor que el que trabaja"; sí dice: El que da su vida por sus amigos 167. Si, pues, da mayor prueba de amor el que muere que el que trabaja por los amigos, ¿quién es tan ciego que no vea es menor la pena del trabajo que la de la muerte?

Y si el hombre ha de temer más el trabajo que la muerte, ¿cómo la naturaleza no sería miserable al temer más la muerte que el trabajo? Tú, dejando a un lado estas consideraciones, pretendes que el hombre haya sido consolado cuando supo que era mortal y que su trabajo no sería eterno. Y si fuera cierto, como dices, que Adán debía morir aunque no pecara, no debía Dios hacerle sabedor de su mortalidad antes de ser declarado culpable, para que el temor a la muerte no fuera para él tormento; pero, después de su pecado, Dios lo condena, le anuncia su muerte, y esta condena, pronunciada por un Dios justo, vengador del mal, se aumenta con esta otra pena, el temor a la muerte.

Todo el que entienda estas palabras pronunciadas por Dios contra Adán al decirle: Eres tierra, e irás a la tierra 168, no intentaría introducir en el paraíso la muerte, del cuerpo en particular; y, con la muerte, enfermedades de todo género, como vemos afligen a cuantos agonizan; ni se le ocurre llenar el paraíso de felicidad y delicias para el cuerpo y el espíritu, del que vosotros os sonrojáis de confesaros enemigos, pues lo llenáis de dolores, trabajos y penalidades. A esto os veis reducidos, a no encontrar salida si no renunciáis a vuestra impía doctrina. Una vez más, como dije, cuantos entienden estas palabras de Dios en el sentido que lo entiende la fe católica, verán en el trabajo un castigo infligido al hombre cuando le dijo: Con el sudor de tu rostro comerás tu pan, y ven pena de muerte en estas palabras: Hasta que vuelvas a la tierra de la que fuiste tomado, porque eres tierra, y volverás a la tierra 169. Que es como si le dijese: "Te tomé de la tierra y te hice hombre; pude otorgar a esta tierra, dotada de vida, no verse nunca privada de la vida que le di; pero porque eres tierra, es decir, porque has querido vivir según la carne, tomada de la tierra, no según yo te tomé de la tierra, trabajarás la tierra hasta que a ella retornes; volverás a la tierra, porque eres tierra, y, por justo castigo, irás a la tierra de la que has sido tomado; y esto porque no obedeciste al Espíritu que te creó".

Esta es la interpretación verdadera y católica; se constata, sobre todo, porque no obliga a llenar de muertes la tierra de los vivientes, ni la morada de los bienaventurados de males muy graves y penosos trabajos como sufren los hombres en este cuerpo mortal, y los precipita, al límite de sus fuerzas, en agonías de muerte.

Y no podéis decir que, si el hombre no pecara, la muerte en el paraíso sería dulce, porque esta afirmación es contra vosotros. Si antes era dulce la muerte y ahora es amarga, hay que convenir que sufrió un cambio la naturaleza humana; al negarlo, vosotros os veis forzados a introducir en el paraíso, lugar de alegrías y placeres, la muerte tal como hoy es; y, con la muerte, todo un cortejo de enfermedades tan graves e insufribles, que fatalmente conducen al hombre a la muerte. Este aspecto del paraíso cubre de confusión vuestro rostro, pues no queréis confesar que nuestra naturaleza fue deteriorada por el pecado. Cambiad de parecer y con el Apóstol confesad que nuestro cuerpo está muerto por el pecado y decid con la Iglesia de Dios: Por la mujer, el comienzo del pecado, y por ella todos morimos 170; con la Iglesia de Dios reconoced que un cuerpo corruptible es lastre del alma 171. El que fue creado a imagen de Dios no puede ser como un soplo si no es por el pecado, que hace pasen los años como una sombra y que llegue la muerte sigilosamente.

No quieras oscurecer el resplandor de la verdad con la nube de vuestro error; el corazón de los fieles hace amable el paraíso de Dios, no triste. Por favor, ¿qué es lo que os ofende, qué es lo que os desagrada en esta noble mansión de los santos, lugar de paz, para quererlo llenar de muertos, y, con la muerte, todos los males que tan duros y dolorosos hacen los últimos momentos de los agonizantes? Y esto hacéis vosotros con los ojos cerrados, con descaro sumo, mente obstinadísima, lengua muy parlanchina. Y todo porque no queréis reconocer en las miserias que inundan el género humano, desde el llanto de los niños hasta el sufrimiento de los ancianos, el gravísimo pecado del primer hombre, que deterioró la naturaleza humana. Si consideras una injusticia que los niños sufran, sin culpa, el castigo de sus padres, admite que han heredado su culpa.

Fue, pues, muy grave la culpa del primer hombre y en vano has trabajado por minimizarla; y todo para no confesar que pudo cambiar la naturaleza humana. Pero lo que prueba su gravedad son las miserias que atormentan a todo el género humano y que dan principio en la niñez, como tú mismo constatas. En efecto, en el libro segundo de tu obra admites la gravedad del pecado del primer hombre para magnificar la grandeza de la justicia de Cristo. Me parece que lo has olvidado, porque, si lo recordaras, te hubieses ahorrado el esfuerzo que haces por atenuar, con abundancia de palabras, el pecado de Adán.

Por mi parte, demuestro la enormidad del pecado por la gravedad del castigo. No puede haber pena mayor que ser arrojado del paraíso, vivir por toda una eternidad separado del árbol de la vida; suma a esto las dificultades de la vida, un vivir colmado de trabajos y gemidos y pasar como una sombra. Testigo, la miseria hereditaria del género humano desde la primera infancia hasta la ancianidad; y estas miserias no tendrían carácter penal si no fueran consecuencia de la transmisión de un pecado. Tú no quieres admitir esto y te obstinas en negar la transmisión; y para que no se crea en este pecado atenúas la gravedad del pecado del primer hombre y su castigo. Con supremo descaro y audacia impía, quieres introducir en el paraíso dolores, trabajos y muertes.

Dices: "Si se maldice la tierra para castigar al que pecó y si la maldición cae donde no hay pecado, ¿por qué no admitir igualmente que, si el pecado del primer hombre atrajo sobre nuestra naturaleza una sobrecarga de miserias, no se sigue que los nacidos en un reino de pecado sean culpables? El recuerdo de un pecado primitivo, prolongado en los sufrimientos, patrimonio de seres inocentes, les serviría de preservativo contra los peligros de la imitación".

Veo entre qué angustias te debates. Te ves obligado a admitir miserias en los niños, te hace fuerza la evidencia, que no te permite negar su realidad, visible a todos; y pretendes que estas miserias hayan existido en el paraíso aunque nadie hubiera pecado; pero te das cuenta de que ningún mortal, sea cual sea la disposición de su corazón, se dejará convencer por tu doctrina. No te queda sino confesar que el pecado del primer hombre hizo desgraciado a todo el género humano; pero temes decir esto con claridad y dices: "Si algo enseña que el pecado del primer hombre acarreó algún mal, sería un aumento de las miserias". ¿Qué significa "si algo enseña?" ¿Es que la verdad no es tan palmaria y conocida, cuando tú mismo te ves obligado a reconocer su existencia?

¿Hemos de volver, pues, al punto de partida, del que por estas tus palabras te quieres lentamente alejar al comprender el absurdo monstruoso que es creer que los niños puedan ser desgraciados en el paraíso aunque nadie hubiera pecado? Y si temes pronunciar esta palabra, en verdad horrible, porque dices: "Aunque no se enseñe", cuando, sin duda alguna, se enseña, y no sólo ciertas miserias, sino todas las miserias de los recién nacidos infligidas a la naturaleza después del pecado del primer hombre, y, sobre todo, a causa de ese pecado del primer hombre.

Dices: "No porque sean desgraciados los niños son por eso culpables". Yo no digo sean los que nacen desgraciados porque sean culpables; lo que exactamente digo es que son con toda evidencia culpables, porque nacen desgraciados. Dios es justo, y tú con frecuencia lo repites contra ti mismo, y no te das cuenta de que, si Dios, repito, es justo, no puede permitir nazcan los niños miserables si no supiera que son culpables. En este sentido entiende la Iglesia católica estas palabras del Apóstol: Por un hombre entró en el mundo el pecado, y por el pecado la muerte, y así pasó a todos los hombres en el que todos pecaron 172. Tú, para no referir estas palabras al pecado original, te empecinas en interpretarlas como un ejemplo de imitación. Así, si se te pregunta: "¿ Por qué sufren los niños, que no han imitado el pecado de Adán, innumerables y diversos males desde su nacimiento?", responderás, o mejor, como un hombre trabajado por una inevitable y grave indisposición de estómago, vomitarás estas palabras: "No porque nazcan desgraciados son culpables, sino para que estas miserias sean como una advertencia contra el peligro de imitar el pecado del primer hombre". En términos claros y explícitos digo lo que tú con palabras oscuras y ambiguas confiesas. Habla como te plazca; pero ¿quién no ve que tu cuidado por defender tu opinión te impide advertir lo que dices? Te pregunto: ¿no es esto hacer desgraciados a seres inocentes, decir que no lo son porque tengan pecados, sino para que no los tengan? ¿Sería esto hacer a Eva desgraciada antes de su prevaricación para prevenirla contra la astucia de la serpiente? Sería necesario castigar a Adán antes del pecado para inmunizarlo contra las preguntas de su mujer seducida. Siguiendo el hilo de tu idea favorita, el castigo debe preceder al pecado como remedio preservativo, para no tener que castigarlo después; y así no se castiga al culpable, sino al inocente. ¡Corrige, por favor, tus absurdas ideas! Ponte bien tu vestido, porque lo traes al revés. Te digo esto porque pretendes que el castigo preceda a la culpa para prevenirla; pero, según la costumbre y el derecho, el castigo sigue a la culpa.

Dinos también cómo se puede hacer a los niños recapacitar para que, al ver su miseria en medio de tantas calamidades, no imiten al primer hombre en el pecado cuando no pueden ni imitar a nadie ni darse cuenta de nada. "Maldita la tierra". Partes de esta anatema, haces una comparación, y dices que los niños pueden nacer desgraciados, para que eviten el pecado de sus padres, sin contraer el pecado original; lo mismo que fue maldecida la tierra por causa de un hombre culpable, sin ser ella culpable. Pero no adviertes que, si no tiene culpa, la maldición no es un castigo, sino que, al ser la tierra maldecida, se hace ella misma castigo para el hombre pecador. Al contrario, los niños nacen desgraciados y sienten sus miserias. Si, como dices, no han heredado el pecado primero, sus penas no son, evidentemente, merecidas, incapaces de recibir ni un aviso ni imitar el pecado del primer hombre, contra el que sería necesario prevenirles. ¿Sería necesario esperar a que con la edad adquirieran el uso del libre albedrío para que puedan comprender los sanos consejos y comprender, al considerar sus miserias, que no deben imitar el pecado ajeno? Pero ¿qué hacer con tantos que hasta la hora de su muerte ignoraron la existencia de Adán, quién fue, qué hizo? ¿Dónde ponemos a tantos que mueren antes de alcanzar la edad para comprender la lección? ¿Dónde a los que nacen tan huérfanos de inteligencia que ni cuando son adultos son capaces de recibir una advertencia? Todos éstos, sin merecerlo, son castigados con tan gran miseria, sin que les sirva de utilidad. ¿Dónde está la justicia de Dios?

Si bien lo piensas, jamás puedes creer que los niños, cuando nacen llenos de calamidades, no traigan consigo el pecado original. Pero tu lenguaje es condicional. No dices: "Enseñan", sino: "si algo enseñan, es que el pecado del primer hombre trae a la naturaleza humana una sobrecarga de miserias"; y esto dices con la intención, creo, de poder decir "no enseñan". Esto te permite afirmar que los males que atenazan a los niños también habrían existido en el paraíso aunque nadie hubiera pecado; y así no confiesas que han tenido origen en el pecado del primer hombre. Y cuando tratas de soltar amarras, te escurres de nuestras manos, te plantas inmóvil ante el paraíso, del que eres enemigo irreconciliable, pues te complaces en turbar esta mansión de paz y felicidad con los ayes de las parturientas, los trabajos de los jornaleros, los gemidos de los enfermos, las angustias de los agonizantes, sin escuchar otra razón que la de tu boca, audaz en extremo, y la de tu desfachatez sin medida.

Para justificar la muerte, piensas has hecho un gran descubrimiento y dices: "La primera ocasión que se brindó para poner en evidencia y demostrar que la muerte no es un mal, es que su víctima primera fue un justo". Explica cómo este justo no podía ser víctima de la muerte si una mano asesina no lo inmola sobre el altar del sacrificio. Porque el autor de la muerte fue Caín, no Abel, y el ejecutor de la muerte fue su consagrante, y la muerte de un hombre justo fue obra de un malvado; sufrió Abel por la justicia, y consagró no la muerte, sino el martirio, tipo de aquel a quien el pueblo judío, cual otro mal hermano carnal, inmoló.

Lo que constituye la gloria de Abel no es el haber recibido algún bien de su hermano, sí porque con paciencia sufrió muerte por la justicia e hizo buen uso de un mal. Por un mal uso de la ley, en sí buena, se castiga al prevaricador, y, por el contrario, haciendo buen uso del mal de la muerte, son los mártires coronados. Por ende, si no desdeñas aprender lo que veo ignoras aún, aprende que la muerte es un mal para todos los moribundos; mas para algunos muertos es buena la muerte, para otros mala. En este sentido hablaron y escribieron numerosos autores que han puesto de relieve los bienes de la muerte.

La muerte del justo Abel, morador del reino de la paz, no fue para él un mal, sino un gran bien. Para ti, el paraíso no es un lugar de reposo, donde descansan los santos ya difuntos; quienes ven allí terrores de muerte turban el reposo de los buenos. Es posible digas que, si nadie hubiera pecado, la muerte en el paraíso sería indolora, y entonces has de confesar, convencido y derrotado, que la naturaleza humana sufrió deterioro por el pecado del primer hombre.

La serpiente del paraíso y la astucia diabólica

28. Jul.- "Por último, ¿qué decir de la serpiente? ¿Cae sobre el diablo la maldición divina para castigarlo o sobre un animal reptante? Dijo Dios a la serpiente: 'Maldita entre todos los animales y bestias del campo; sobre tu pecho y tu vientre te arrastrarás y comerás tierra todos los días de tu vida' 173. Esta maldición, en tu sentir, ¿se aplica al diablo o a ese animal que los calores de la primavera le hacen salir de sus cavernas? Si prefieres se aplique a la serpiente, cuyo cuerpo avanza en zigzag, y por este motivo fue condenada a comer tierra, deberías decir también que todos estos animales han contraído pecado, que, según tú, sólo puede comunicarse vía de la unión libidinosa; por consiguiente, los instintos carnales de las serpientes y de todos los animales privados de razón son obra diabólica; y así, de una manera clara, entonas un canto al maniqueísmo.

Si, por el contrario, esta maldición lanzada contra la serpiente cae sobre el diablo, sin duda reconocerás que este castigo no prueba la culpabilidad ni de la serpiente ni del diablo, pues ninguno come tierra; verdad es que se sirvió de un dragón como instrumento para con un golpe de lanza herir al hombre; pero Dios, con paternal providencia, rompió el tratado, anotando el pecado en el haber del autor responsable. Los alimentos, los cardos, los sudores, todo esto existía desde el principio como ley natural; luego se acrecentarán como pena judicial, y se perpetuó entre nosotros sin necesidad de recurrir a la transmisión del pecado original. Todo esto se impone por su evidencia y no necesita explicación ulterior".

Ag.- ¿Por qué enroscas en la serpiente tus viperinas astucias? ¿Quién, por poco inteligente que sea, no ve en las palabras del santo libro que tú has citado al diablo, que se sirve de la serpiente para conseguir lo que él quería; y contra él pronuncia Dios sentencia y no sobre cualquier otro animal de la tierra? Pero como, en vez de actuar por sí mismo, el diablo se sirvió de la serpiente para dialogar con la mujer y seducirla, se dirige Dios a la serpiente, cuya naturaleza expresa y simboliza a maravilla la astucia diabólica. Y el Señor dice entonces a la serpiente: Maldita entre todos los animales y bestias de la tierra; sobre tu pecho y tu vientre te arrastrarás y comerás tierra todos los días de tu vida 174, etc. Palabras que tienen una explicación más convincente si se aplican al diablo. Pero como, según la recta fe, se discute en varios sentidos, no creo deber preocuparme en interés de la causa elegida; basta, para darte respuesta cumplida, decirte que la naturaleza del diablo no entra para nada en la transmisión que se dinamiza y sucede a través de los tiempos cuando del pecado original se trata.

Cuanto a los zarzales y al sudor del jornalero, cuya existencia descaradamente afirmas ser, antes del pecado, ley de la creación, creo sea suficiente mi respuesta para satisfacer a los lectores. Queréis vosotros crear un paraíso que no es el de Dios, sino el vuestro. Sin embargo, aunque dices que ya existían los cardos antes del pecado, no te has atrevido a sembrarlos en el paraíso, pues no existían allí; con todo, sí quisiste poner el trabajo, que, si no pincha, fatiga. Y, si no te agrada sembrar cardos en el paraíso, pudiera darse que el hombre habitase en un lugar primero limpio de espinas y habite ahora donde crecen abrojos, sin que este desplazamiento haya cambiado la felicidad en miseria. "Pero ¿ha podido verificarse este cambio sin mérito alguno de pecado?" Os veis, pues, forzados a reconocer la existencia del pecado original, pues corresponde a un castigo que no podéis negar, o a confesar que no creéis en la justicia de Dios.

Bellos pensamientos de Juliano

29. Jul.- "Para no dar la sensación de que silencio algo por negligencia, escucha otra razón. Muy cierto, los dolores de las parturientas varían en intensidad según la complexión y el vigor de las mujeres. Entre los pueblos bárbaros y pastores nómadas, algunas mujeres están endurecidas por el trabajo físico, y durante los viajes dan con suma facilidad a luz sin interrumpir la marcha; los bebés recién nacidos son atendidos sin que las madres pierdan vigor, y, aliviados sus vientres, los cargan a sus espaldas. Las mujeres del pueblo, pobres en su mayoría, no usan de los oficios de las comadronas; por el contrario, las adineradas, debilitadas por las delicias de una vida muelle, tienen servidores en número, y cuanto más se las cuida, más enfermedades fingen, y piensan son mayores las necesidades cuanto con más solicitud son atendidas.

Cuanto a los maridos millonarios, no están sus manos marcadas por las espinas como las del primer hombre; confían en sus riquezas y creen falta de dignidad ocuparse un momento en la agricultura; sus latifundios les extienden una póliza de seguro contra el hambre y les permiten dirigir a sus jornaleros estas palabras del poeta: 'Desunce los bueyes y siembra las trufas' 175. Si los dolores de las parturientas son fruto de una ley natural, como lo prueba el ejemplo de los animales y lo exige la propiedad de la sentencia divina; si la germinación de los cardos, que sofocan las buenas semillas de la tierra, obedece a un plan del Creador y hace más penoso y molesto el trabajo de los jornaleros; si, además, la cantidad de las zarzas, como los dolores del parto, varían según las regiones y los temperos; por último, si en la ley de gracia siguen las mujeres sufriendo dolores de parto, exceptuadas las que han sido criadas en la abundancia y en la molicie; si la corrupción de los cuerpos, inevitables, es más activa en el campo de la ciencia que en un estado de ignorancia, todo esto está de acuerdo con la verdad católica y perdéis el tiempo en citar el sufrimiento de las mujeres y los zarzales que crecen en el campo".

Ag.- Al discutir sobre el castigo que Dios impuso a la primera pareja pecadora, y en particular a Eva, dices: "Basta ya de hablar de la mujer". ¿Por qué no eres fiel a tu promesa? Después de grandes digresiones retornas a ella, y lo que antes dijiste que bastaba, no basta ahora a tu locuacidad. Si no fuera tan incontenible tu verborrea, ¿cómo ibas a llenar ocho libros contra uno mío? Pero puedes decir lo que te plazca; después de una prometida suficiencia, nos resignamos a la saciedad con paciencia. ¿Por qué perder cosas tan bellas como luego te vinieron a la mente? Pero habrías hecho bien, mientras en tus manos tenías el libro y le dabas fin, en borrar estas palabras: "Basta ya de hablar de la mujer", pues entonces se vería hasta qué punto una promesa era para ti sagrada.

Pero sigue, no te preocupes por esta bagatela; confía a tus lectores, contra tu promesa, tus bellos pensamientos. Di que los dolores de las parturientas varían según el vigor y el temperamento de las madres; describe cómo las hembras de los bárbaros y de los pastores nómadas tienen una gran facilidad al parir, incluso dan la sensación de no alumbrar, pues, lejos de experimentar dolor alguno, no sienten nada. Y aunque así fuera, ¿de qué te sirve? Es en contra tuya, pues, según tus palabras, los dolores del parto están inscritos en la naturaleza, y no podía Eva dar a luz de otra manera, de haber permanecido en el edén exenta de culpa. ¿Quieres ahora decir que las mujeres de los bárbaros y rústicas eran en esto más afortunadas y felices que la primera mujer, puesto que en esta tierra de penas y trabajos paren sin dolor, lo que no podía hacer si hubiera alumbrado Eva en el paraíso?

¡Como si para algunas la naturaleza fuera hoy mejor que en su origen y que la experiencia humana fuera más potente para transformar a la mujer que Dios al crearla! Es posible que en tu pensamiento no hayas querido decir que las hembras bárbaras y rústicas dieran a luz sin dolor, sino que, al constatar en ellas una operación más fácil y placentera, reconoces que sufren. Pero ¿se puede afirmar que no sufren por el hecho de ser más llevadero el dolor? Pase que sufran menos en el parto, o que no sufran tanto como otras mujeres, o incluso que sufran más, pero que soportan mejor los dolores, fortalecidas como están por el trabajo, sin que experimenten fatiga ni desfallecimiento; pero, sin duda, sin excepción sufren todas más o menos; y estos dolores, vivos o apagados, no se puede dudar que son penas. Si pudieras pensar en que eres un simple hombre, no un cristiano, te sería más cómodo negar la existencia del paraíso de Dios que con tu sacrílega discusión creer en un paraíso con sufrimientos.

Pruebas con elegancia que los ricos no heredaron del primer hombre la ley del trabajo e ignoras, o finges ignorar, que los ricos trabajan más duramente con la inteligencia que los pobres con las manos. Cuando habla la Sagrada Escritura del sudor en el trabajo, del que nadie está libre, se refiere, en general, a toda clase de trabajos, a los duros del cuerpo y a las inquietudes del alma; tales los estudios a los que uno, si quiere aprender, se dedica. Y ¿qué es lo que produce esta inquietud sino esta tierra, tierra que su Creador no hizo al principio para tormento del hombre? Pero hoy, como está escrito en el libro de la Sabiduría, un cuerpo corruptible hace pesada el alma, y esta tienda de tierra oprime el espíritu fecundo en pensamientos; trabajosamente conjeturamos lo que hay sobre la tierra y con fatiga hallamos lo que está a nuestro alcance 176.

Para alcanzar la ciencia, sea la que sea, útil o inútil, siente el hombre la pesadez del cuerpo sobre el alma y el trabajo es una necesidad. Para él, la tierra produce abrojos. Y no digas que los ricos están libres de estas espinas, porque, según el Evangelio, ahogan el grano sembrado en la tierra, y, según el testimonio del Maestro, las espinas son los cuidados de esta vida y las solicitudes de las riquezas 177. Y, ciertamente, a pobres y ricos se hace esta invitación: Venid a mi todos los que trabajáis. ¿Para qué los llama? Nos lo dice a continuación: Y encontraréis descanso para vuestras almas 178. ¿Y cuándo sucederá esto si no es cuando desaparezca la corrupción de los cuerpos, que hace pesadas las almas? Por el momento sufren todos los hombres: pobres y ricos, justos e injustos, pequeños y grandes, y desde el día de la salida del vientre de sus madres hasta el día de la sepultura en la madre de todos.

Tan malo es este mundo, que sin salir de él es imposible alcanzar el descanso prometido. La ley del trabajo ha sido, sin duda, impuesta a los hijos de Adán como castigo por la prevaricación del primer hombre; con todo, perdonada la culpa heredada de aquella prevaricación, aún queda el trabajo como combate para ejercicio de nuestra fe. Sí, debemos luchar contra los vicios y sudar durante el combate hasta que nos sea dado no tener enemigos. Por consiguiente, los buenos guerreros recibirán la recompensa de los vencedores y lo que era castigo se convierte en lucha. Los mismos niños, aunque libres ya del pecado original, están, como nos lo enseña la fe, sometidos al trabajo. Así lo quiso Dios para poner a prueba la fe de los mayores, que los ofrecen y piden para ellos el sacramento de la regeneración.

¿Cuál y cuánta sería su fe en las cosas invisibles si en seguida recibiesen una recompensa visible? ¿No es mejor se difiera la recompensa prometida y sea la fe un negocio del corazón, no de los ojos? ¿Y que la otra vida aún invisible, donde toda pena será abolida, sea objeto de una fe más sincera y un amor más intenso? Por eso, Dios, con admirable bondad, convirtió nuestros trabajos y nuestras penas en provecho nuestro.

En vano trabajas por rechazar esta doctrina; tu trabajo hace crecer las espinas. O acaso te jactas de no trabajar, porque tus libros voluminosos los escribiste con gran facilidad de espíritu, y como aquellas bárbaras y rústicas mujeres parían sus hijos, así tú, sin dificultad alguna, pares espinas. Pero mi opinión es que te jactas en vano de tu facilidad; trabajas, cierto; pues ¿cómo puedes no trabajar, si quieres introducir el trabajo en el paraíso? Y cuanto más imposible es tu empeño, más intenso e inútil es tu trabajo.

Inmortalidad mayor y menor

30. Jul.- "Cierto, no impugnará a los que opinan que Adán, de haber sido obediente al mandato, podía, a título de recompensa, alcanzar la inmortalidad. Leemos que Henoc y Elías fueron trasladados para que no vieran la muerte. Pero una cosa es la recompensa por la obediencia y otra por ley de naturaleza. El mérito de una sola no puede tener valor para perturbar todas las leyes de la naturaleza. La muerte, ley de la naturaleza, continuaría siendo la condición de los hombres incluso si el primer hombre, después de una larga vida, hubiese pasado a la inmortalidad. Y no es una conjetura baladí, pues se justifica con un ejemplo, el de los hijos de Henoc, a quienes la inmortalidad de su padre no les inmuniza contra la ley de la muerte. Y no se piense, para contradecirnos, que al menos todos los justos, ya que no los pecadores, hubieran podido alcanzar la inmortalidad sin pasar por la corrupción del cuerpo, pues Abel, Isaac, Jacob y todas las legiones de santos del Antiguo y Nuevo Testamento nos han hecho conocer el mérito por sus virtudes y su muerte natural. La autoridad de Cristo confirma verdad tan manifiesta. Le proponen los saduceos una cuestión a propósito de una mujer siete veces casada; supuesta la resurrección de los cuerpos, le preguntan a cuál de los siete maridos pertenece. La respuesta de Cristo es: Erráis ignorando las Escrituras y el poder de Dios; en la resurrección ni se casan ni se darán en matrimonio, porque no morirán 179.

Conocedor de su obra, dice con claridad el porqué de la institución del matrimonio; es decir, para remediar por los nacimientos las pérdidas causadas por la muerte; la fecundidad maravillosa, don de Dios, dejará de existir cuando la avara muerte cese de causar bajas. Si Cristo es el autor de la fecundidad, que tiene por objeto en el matrimonio combatir la caducidad de la vida, y si antes ya del pecado instituyó el matrimonio, es manifiesta verdad que la ley de la muerte no se relaciona con el pecado, sino con la condición de la naturaleza, a la que también pertenece el matrimonio. Esta es la ley dada por Dios al primer hombre: El día en que comieres del árbol prohibido morirás 180, y se entiende de una ley penal, no corporal; se aplica al pecado, no a la naturaleza; cae sobre el pecador y le salva el arrepentimiento; y, aunque se dice que morirá el mismo día de su transgresión, es estilo de la Escritura proclamar condenado al que lo debe ser. Por eso dice el Señor en el Evangelio: El que no crea en mí, ya está juzgado, porque no creyó en el nombre del Hijo unigénito de Dios 181.

No es que el infiel que niega a Cristo sea condenado al fuego eterno antes del juicio, porque todos los que vienen a la fe eran infieles antes, sino que se manifiesta la condena del legislador, y se dice que los pecados son ya un suplicio. Finalmente, el mismo Adán, según el libro de la Sabiduría y la opinión de muchos, se convirtió e hizo penitencia de su pecado".

Ag.- Si, como dices, no combates a los que opinan que Adán, si hubiera permanecido fiel al mandato de Dios, podía, como recompensa, pasar directamente a la inmortalidad, distingue entre inmortalidad mayor y menor. No es absurdo llamar inmortalidad a la que consiste para el hombre en no morir, si no hace lo que causa la muerte, aunque lo pueda hacer. Y ésta fue la inmortalidad de Adán, y que mereció perder por su prevaricación. Inmortalidad que el árbol de la vida le proporcionaba y no le estaba prohibido cuando le dio Dios un mandato que no debía transgredir; pero que él, por culpable desobediencia, violó. Y entonces lo arrojó Dios del paraíso, no fuera a extender la mano al árbol de la vida y comiese y viviera eternamente.

Es menester comprender que el árbol de la vida era, para Adán, un sacramento; los otros árboles le servían de alimento. En cuanto al árbol de la ciencia del bien y del mal, fue el único que Dios le prohibió tocar. ¿Se puede pensar por qué no se le prohibió comer del árbol de la vida, el más apetitoso para él, y, si se exceptúa sólo el que fue causa de caída, se le permite comer de todos los otros frutos? Este fue el precepto del Señor: De todo árbol del paraíso puedes comer, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás 182. Y éstas son las palabras de la condena: Por cuanto escuchaste la voz de tu mujer y comiste del árbol del que te mandé diciendo: "No comerás de él" 183. ¿Cuál fue la razón para no comer del árbol de la vida y sólo se le prohíbe comer del que le causó la muerte?

Y, si pesamos inteligentemente las palabras, vemos que, si pecó al comer del árbol prohibido, habría pecado no comiendo del árbol de la vida, porque habría desdeñado la vida que el árbol comunicaba.

Existe, además, otra inmortalidad, propia de los santos ángeles, y que nosotros un día poseeremos, que es, sin duda, de un orden más elevado. No es la inmortalidad que deja al hombre el poder no pecar, conservando la posibilidad de no morir y la de no pecar; no, es la inmortalidad por excelencia, cuando el que la posee o la poseerá no puede ya morir, porque ya no puede pecar. La voluntad de vivir bien será tan grande como lo es ahora la voluntad de vivir feliz, pues constatamos que ni las miserias de este mundo nos la pueden arrancar.

Si afirmas que Adán, como recompensa a su obediencia, pudo -y nadie lo duda- pasar de la inmortalidad inferior a la inmortalidad perfecta sin pasar por la muerte, dices una verdad que no rechaza la fe recta; pero si tu elogio de una es negación de la otra, es querer introducir en la mansión de la felicidad todo género de muertes, los gritos de los agonizantes, los dolores insufribles causa de muerte, es afear el rostro del paraíso y deformar tu cara para no sentir horror al contemplarte en un espejo. ¿Por qué los hijos de Adán que nacieran en el paraíso buenos y felices estarían obligados a morir, si ninguna culpa les obliga a dejar el edén, en el que se encontraba el árbol de la vida, y el poder vivir de su savia sin ninguna necesidad de morir?

De esta necesidad fueron preservados Henoc y Elías. Habitaban en esta tierra, donde no se encuentra el árbol de la vida; y, en consecuencia, como todos, estaban sujetos a la ley de la muerte, al fin de toda vida. ¿Adónde creemos fueron trasladados si no es a una región donde se encuentra el árbol de la vida, donde se puede vivir sin necesidad de morir, como en el paraíso habrían vivido los hombres, en los que no existiría voluntad de pecado, que es lo único que no les permitiría vivir en este paraíso y donde ninguna necesidad de morir existía?

Por eso, el ejemplo de Henoc y Elías está en favor nuestro, no en el tuyo. En estos dos personajes nos muestra Dios lo que habría otorgado a los que expulsó del paraíso si no hubieran querido pecar, porque fueron arrojados del lugar a donde Henoc y Elías han sido trasladados. Creemos les haya concedido Dios una gracia especial para que nunca tengan que decir: Perdónanos nuestras deudas 184. Porque en esta tierra, donde el cuerpo corruptible es lastre del alma 185, hubieran tenido que luchar contra los vicios, y, si dijeran que no tenían pecado, se engañaban ellos mismos y la verdad no estaba en ellos 186.

Se cree que un día volverán a la tierra durante un breve espacio de tiempo para luchar con la muerte y saldar la deuda de todos los hijos de Adán. Todo esto nos hace comprender que aquellos primeros hombres, si no hubieran pecado, y todos sus hijos, moradores del paraíso, de haber permanecido en el mismo estado de inocencia, habrían conservado de manera más excelente esta inmortalidad menor hasta el momento de entrar, sin pasar por la muerte, en la inmortalidad plena y perfecta; pues reconocemos que Henoc y Elías, juntos en la tierra y fuera del paraíso, sin que puedan decir que no tienen pecado, han recibido una vida que puede durar largo tiempo.

Pero dirás: "Preguntado el Señor sobre la mujer de los siete maridos, afirmó con su respuesta que el matrimonio fue instituido para remediar, con los nacimientos, las pérdidas causadas por la muerte; más, la fecundidad en el matrimonio cesará cuando cese la avara muerte". Yerras al pensar que el matrimonio fue instituido para remediar, con las nacimientos, las bajas causadas por la muerte. La unión matrimonial ha sido instituida en favor de la familia, pues el pudor de la mujer es medio seguro para que los padres conozcan a sus hijos, y los hijos a sus padres. La promiscuidad de sexos y el uso indiscriminado de las hembras puede, sin duda, favorecer el nacimiento de los niños, pero desaparecerían los lazos de familia entre padres e hijos. Si nadie hubiera pecado y, en consecuencia, nadie muriera, completado el número de los santos para el siglo futuro, Dios habría parado el curso del siglo presente, en el que existe posibilidad de pecar, para iniciar el reino del siglo futuro, en el que ya no es posible el pecado.

Si las almas, separadas de sus cuerpos, pueden ser felices o desgraciadas, pero no pueden pecar, ¿qué fiel va a negar que, en el reino de Dios, el cuerpo se vestirá de incorruptibilidad y no hará pesada el alma, antes será vestido de gloria y ya no necesitará de alimentos; y el amor será tan intenso, que la voluntad no puede pecar; voluntad que no será suprimida, sino afianzada en el bien? Habla el Señor de la resurrección y dice: Ni se casarán, ni tomarán mujeres, ni morirán 187; pero no dijo que el matrimonio fuera instituido por causa de la muerte, sino que, al estar completo el número de los santos, nadie puede nacer, nadie morir.

Pero dices: "Adán se convirtió e hizo penitencia de su pecado, como lo testimonian el libro de la Sabiduría y la opinión común; sin embargo, dices: 'Murió para que sepamos que la muerte del cuerpo no es castigo de aquel pecado, sino ley de la naturaleza'". Como si David no hubiera expiado por la penitencia sus dos enormes crímenes, adulterio y homicidio, y no hubiese obtenido el perdón, según palabra del mismo profeta que lo aterrorizó; con todo, nos dice la Escritura que las amenazas de Dios se cumplieron, para darnos a entender que el perdón otorgado a tan gran pecador es el perdón de la pena eterna.

Gran consuelo encuentra el primer hombre en su arrepentimiento, pues su castigo tuvo una duración prolongada, pero no eterna. Por eso, según una creencia muy legítima, su hijo, es decir, nuestro Señor Jesús, en cuanto hombre, lo libró de las penas del infierno cuando descendió a los infiernos. Esta es la interpretación de las palabras del libro de la Sabiduría cuando dice que Adán fue librado de su pecado; en este libro no hay sentido de pretérito, sino de futuro, aunque exprese un hecho como cumplido. Las palabras: Lo libró de su delito 188 se han de entender como éstas del profeta: Horadaron mis manos 189, etc., que expresan, con el pasado, un tiempo futuro.

Por consiguiente, la muerte del cuerpo fue, para Adán, pena temporal por su pecado, y por su arrepentimiento escapó de la eterna, pero más por la gracia del Libertador que por los méritos de su penitencia. En vano resistes los asaltos de la verdad, pues te aplastará un día, con todos tus pertrechos de guerra, con su luz transparente, y bajo ningún pretexto te permitirá introducir en el paraíso de Dios la muerte con su cortejo de innumerables enfermedades y torturas que conducen al sepulcro. Cree a Dios, que dice: En cualquier día que comas de él morirás 190. Y empezaron a morir el mismo día en que, separados del árbol de la vida, situado en un lugar material, que les sustentaba la vida del cuerpo, sufren el peso de una ley de muerte.

Por cierto, "los daños de la muerte y la misma muerte avara" -cito tu sentencia-, palabras duras y horribles, te debían advertir ser más respetuoso con el paraíso. ¿Tanto te molesta esta morada de ensueño de los bienaventurados que introduces en ella la muerte, dura y avara, que todo lo arrasa? ¡Oh enemigo de la gracia de Dios y enemigo de su paraíso!, ¿qué más podías hacer que amargar la dulzura de santas delicias con el acíbar de las penas, y así transformar el paraíso en un infierno a escala reducida?

Discusión sobre textos de San Pablo

31. Jul.- "Hemos hablado demasiado sobre el Génesis. Pasemos al apóstol Pablo, a quien maniqueos y traducianistas cuentan entre los de su opinión. Al tratar de la resurrección de los muertos, dice: Así como en Adán todos mueren, en Cristo todos serán vivificados 191. Este texto lo has utilizado tú en nuestra discusión. ¿Con qué fin? Aunque lo sospecho, no lo puedo afirmar con certeza, porque tú guardas silencio. Pero ¿qué importa a un traducianista que se diga que todos mueren en Adán? Adán es sinónimo de hombre, y la transmisión es indicio de pecado y de su contagio, invento de Manés. A no ser que digas que Adán es el pecado y que su nombre tiene este sentido, y entonces el Apóstol ha querido decir que todos mueren en pecado. Pero esto es un puro absurdo.

¿Qué novedad hay, si Adán significa en hebreo hombre, según la interpretación verdadera, y el Apóstol dice: Todos mueren en Adán y todos serán vivificados en Cristo 192, es decir, los que mueren en su naturaleza de hombre resucitarán de entre los muertos por el poder de Cristo? Contradecir esta sentencia es no estar en sus cabales. El mismo poder del Creador, que en esta vida instituyó la fecundidad y la mortalidad, resucitará a todos de sus sepulcros para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en su cuerpo, bueno o malo 193. Esta sentencia del Apóstol: Así como todos mueren en Adán, todos serán vivificados en Cristo 194, ¿cómo la interpretas, de la muerte corporal, común a justos y pecadores, o de la pena infligida al diablo y a los impíos? ¿Se trata de la muerte natural, preciosa en los santos 195, que hiere a buenos y malos, a hombres y animales? Digo que el Apóstol ha querido significar esta muerte, y es claro que con el nombre de Adán indica la naturaleza humana, y con el nombre de Cristo, el poder del Creador y Resucitador. Si, por el contrario, por estas palabras todos mueren en Adán quieres se entienda el pecado, no la naturaleza, la explicación más convincente y clara es: Así como todos, esto es, muchos, mueren imitando a Adán, así todos, es decir, muchos, se salvan imitando a Cristo. En consecuencia, o habla el Apóstol de la muerte común, e indica la naturaleza, o quiso hablar del pecado, y en este sentido dice un poco más lejos: Así como hemos traído la imagen del terreno, así traeremos la imagen del celestial 196. No se nos recomendaría tomar una imagen si creyera era natural en los dos casos".

Ag.- ¿Quién hay tan lego en los escritos del Apóstol para no ver que habla de la resurrección de los cuerpos cuando dice: Así como todos mueren en Adán, así en Cristo todos serán vivificados? 197 Tú, para dar más extensión no digo a tus discursos, sino a tu vana palabrería, inventas una cuestión donde no existe; y a propósito de estas palabras: Todos mueren en Adán, me preguntas de qué muerte se trata. Es evidente que habla de la muerte del cuerpo, común e inevitable a buenos y malos; no de aquella que llamamos muerte de los malos, que ha lugar después de sufrir la muerte primera; estas dos muertes las expresa el Señor en una breve sentencia cuando dijo: Deja a los muertos que entierren a los muertos 198.

Hay, pues, una muerte, que en el Apocalipsis se llama muerte segunda 199, en la que cuerpo y alma serán atormentados con fuego eterno; muerte con la que amenaza el Señor cuando dice: Temed al que tiene poder para llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna 200. Aunque habla la Escritura de muchas clases de muerte, dos son las principales: la primera y la segunda. La primera es la del primer hombre, que, por su pecado, introdujo en el mundo; la segunda es la que el segundo Adán infligirá cuando venga a juzgar. Así como se mencionan en los Libros sagrados muchos testamentos -esto lo pueden advertir los atentos lectores-, sin embargo, dos son los principales: Antiguo y Nuevo Testamento.

Principió la muerte primera cuando Adán fue expulsado del paraíso y alejado del árbol de la vida; la muerte segunda dará principio cuando el Señor diga: Apartaos de mí, malditos; id al fuego eterno 201. A propósito de la resurrección dice el Apóstol: Por un hombre, la muerte, y por un hombre, la resurrección; así como todos mueren en Adán, así en Cristo todos serán vivificados 202. No debemos preguntarnos de qué muerte se trata en el texto; es evidente que se refiere a la muerte del cuerpo; pero importa, sí, saber por quién vino esta muerte de la que se trata; si viene de Dios, creador del hombre, o del hombre, que, al pecar, fue para nosotros causa de muerte. Lo he dicho, importa atender a esto, puesto ante nuestros ojos y no como algo escondido. Soluciona esta cuestión el Apóstol, y dice con toda claridad: La muerte vino por un hombre. Y ¿quién es este hombre sino el primer Adán? Este es el hombre de quien se dijo: Por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte; a éste se opone el segundo Adán, antitipo del primero 203; por esto dice el Apóstol: Por un hombre, la muerte, y por un hombre, la resurrección de los muertos 204. Es necesario entender estas palabras: todos mueren en Adán, sin olvidar estas otras: la muerte vino por un hombre. En consecuencia, todos mueren en Adán, porque por un hombre vino la muerte; y en Cristo todos serán vivificados, porque por un hombre, la resurrección de los muertos. Tenemos un hombre y un hombre; uno aquél, uno éste; uno es el hombre segundo; el otro, el hombre primero.

Sabemos, como recuerdas, que Adán, en hebreo, significa hombre. Pero no se sigue, como tienes la desfachatez de sostener, que por estas palabras: todos mueren en Adán, haya querido decir el Apóstol que todo hombre es mortal; como si debiéramos creer que todos los hombres mueren porque son mortales y no a causa del pecado del primer hombre. No enredes las cosas claras, ni tuerzas lo recto, ni embrolles lo sencillo: todos mueren en Adán, porque por él vino la muerte, y todos serán vivificados por aquel por quien vino la resurrección de los muertos. Y ¿quién es éste sino el segundo hombre? ¿Quién es aquél sino el primer hombre? ¿Quién es el segundo sino Cristo, no otro? ¿Quién es el primero sino Adán, no otro? Así como tenemos la imagen del hombre terrestre, así vestiremos la imagen del celestial. Se indica lo que somos, se nos manda lo que debemos ser; lo primero es presente; lo segundo, futuro. Llevamos la imagen del primero por nacimiento; vestiremos la del segundo por gracia de un renacimiento; hoy la llevamos en esperanza, luego la llevaremos en realidad cuando Dios nos la dé como recompensa en su reino, donde viviremos en santidad y justicia.

Las cosas son así: el hombre fue creado y se le colocó en un lugar donde, de no pecar, no moriría; luego la muerte es, sin duda, un castigo; pero Dios, por su gracia, convirtió en ventaja los males que nos infligió su justicia, y así la muerte es preciosa ante el Señor. Se ejercita en la lucha, como lo hace la disciplina. Porque está escrito: La disciplina, al presente, no parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto abundante de justicia a los que en ella han sido ejercitados 205.

Pero tú te empeñas en sostener que la muerte del cuerpo habría existido en el paraíso aunque nadie hubiera pecado; y eres enemigo de la gracia de Dios, enemigo de sus santos, cuya muerte es preciosa, pues es la puerta por la que se esfuerzan por entrar y habitar en el paraíso. Tú introduces en esta mansión de felicidad y paz inalterables la muerte, que es la separación del alma del cuerpo, separación que el alma no quiere; quiere, sí, ser revestida para que lo mortal sea absorbido por la vida 206, pero no quiere ser despojada. Tú metes de rondón en este lugar de dicha y de paz, en cuanto de ti depende, con la muerte, enfermedades de todo género y toda especie de males, superiores a las fuerzas del hombre y que le llevan a la muerte. Veo la monstruosidad de tu error, pero desconozco tu desfachatez.

La resurrección de los muertos

32. Jul.- "Es útil examinar en su contexto íntegro esta perícopa del Apóstol: Si se predica que Cristo resucitó de entre los muertos, ¿cómo dicen algunos entre vosotros que no hay resurrección de los muertos? Si no hay resurrección de muertos, Cristo no resucitó. Y, si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe y somos hallados falsos testigos de Dios; porque hemos atestiguado de Dios que resucitó a Cristo, a quien no resucitó, si es verdad que los muertos no resucitan. Porque, si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó; y, si Cristo no resucitó, vana es vuestra fe; aún estáis en vuestros pecados y los que durmieron en Cristo perecieron. Si en esta vida solamente esperamos en Cristo, somos los más dignos de conmiseración de todos los hombres. ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos, primicias de los que durmieron; porque por un hombre, la muerte, y por un hombre, la resurrección de los muertos. Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados. Cada uno en su orden debido; Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo en su venida; más tarde el fin" 207.

Ag.- Tomas el trabajo de bieldar esta perícopa del Apóstol acerca de la resurrección de los muertos para tener ocasión de desplegar, si así puede decirse, la abundancia de tu pobreza, manifiesta en el ropaje de tu palabrería, y llenar así numerosos volúmenes con tus vagabundeos, como quedará claro a lo largo de tu interminable y supervacía discusión.

"A semejanza de la carne de pecado"

33. Jul.- "Este insigne maestro centra con vigor la cuestión y alienta nuestra esperanza en la comunión con el Mediador, y prueba que este hombre, en cuanto a la naturaleza que le une a nosotros, nada tiene de excepcional, y así la opinión de los infieles no es menos perjudicial a Cristo que a nosotros. Mezcla de tal suerte lo que se refiere a Cristo con lo nuestro, que es necesario aplicar a los dos lo que a uno de ellos se atribuye. En su tiempo opinaban algunos que no existía la resurrección de los muertos, sin que por eso negaran la resurrección de Cristo. El doctor de los gentiles refuta este sentir y prueba que es necesario creer, por la conexión que existe entre ambas realidades, o que todos los hombres resucitarán o que tampoco Cristo resucitó. Cierto, el razonamiento del Apóstol perdería fuerza si, como opinan los maniqueos y sus discípulos los traducianistas, existiera diferencia entre su naturaleza corporal y la nuestra".

Ag.- No son maniqueos los que separan la carne de Cristo de la comunión con nuestra carne, sino los que opinan que Cristo no tuvo carne. Al confundirnos con los maniqueos, que nosotros anatematizamos y condenamos con vosotros, les atacas y dices que no distinguen la carne de Cristo de la nuestra; como si ellos afirmaran que Cristo tuvo carne, aunque algo diferente de la nuestra. Déjalos en paz, pues en esta cuestión están muy distanciados de nosotros y de vosotros; es una cuestión a ventilar entre nosotros, porque tú reconoces, como nosotros, aunque con matices diferentes, la resurrección de Cristo.

No decimos nosotros que difiera su carne de nuestra naturaleza como sustancia, sino en cuanto a la participación en el pecado. Nuestra carne es carne de pecado; la de Cristo es a semejanza de carne de pecado; es, sí, carne verdadera, pero a semejanza de la carne de pecado, porque no es carne de pecado. Si nuestra carne no fuera carne de pecado, ¿cómo, por favor, podía ser la carne de Cristo a semejanza de la carne de pecado? ¿Hasta tal punto has perdido el juicio que afirmes que una cosa es semejante a otra si esta otra no existe? Escucha a Hilario, obispo católico, a quien no acusas de maniqueo, cualquiera que sea tu opinión sobre él; habla de la resurrección de Cristo y dice: "Luego al ser enviado a semejanza de carne de pecado, tomó nuestra carne, no nuestro pecado; y como toda carne viene del pecado por Adán, nuestro primer padre, Cristo fue enviado a semejanza de la carne de pecado, porque en él no ha existido pecado, sino semejanza de la carne de pecado".

¿Qué puedes responder a esto, hombre muy mentecato, calumniador, insolente, lenguaraz? ¿Es Hilario maniqueo? Dios me guarde de no compartir tus injurias no sólo con Hilario y todos los ministros de Cristo, sino también con la misma carne de Cristo, que tú no temes insultar al compararlo con la de los otros hombres, que es verdadera carne de pecado, si no dice mentira el Apóstol cuando escribe: Vino Cristo en semejanza de la carne de pecado 208.

La resurrección de Cristo

34. Jul.- "Nunca podría decir el Apóstol: Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó, si se le hubiera podido replicar: 'Cristo, como nacido de una virgen, resucitó por especial privilegio; pero los hombres, nacidos de un comercio diabólico, no resucitan'. Pudiera Pablo replicar en seguida: '¿Por qué vana esta resurrección, si no podía ser para nosotros ni una esperanza ni una lección? ¿Cuál podía ser su enseñanza, cuál su ejemplo, si nuestra naturaleza es diferente de la suya, si no tenemos la esperanza de reinar con él ni la fuerza de imitarlo?' La fe del Apóstol está, pues, lejos, muy lejos de esta opinión.

Lleno de este mismo espíritu, Pedro sabe que Cristo murió por nosotros y para darnos ejemplo para seguir sus pisadas 209. Y como sabe que el gran misterio de la encarnación tuvo lugar para ofrecer a Dios un sacrificio y darnos ejemplo, no duda decirnos con insistencia que Cristo, como hombre, no llega a ninguna parte a donde nuestra naturaleza no pueda llegar: Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó. Pero, si Cristo resucitó de entre los muertos, ¿cómo es que hay entre vosotros algunos que dicen que los muertos no resucitan? 210 Como si dijera: 'Si reconocéis que Cristo, en cuanto hombre, tenía la misma naturaleza que nosotros, ¿en qué os fundáis para decir que la resurrección tuvo lugar para él, pero no tendrá lugar para nosotros?' Sentadas estas premisas, se pronuncia de una manera tajante el Apóstol: Pero ahora Cristo resucitó de entre los muertos 211. Luego los muertos resucitarán".

Ag.- Existían, sí, quienes no creían en la resurrección de los muertos, y, no obstante, creían en la resurrección de Cristo. Por ellos dice el Apóstol: Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó 212, pues Cristo resucitó para robustecer la fe de los creyentes en la futura resurrección de los muertos; y afirma que los hombres resucitarán en su carne, como él mismo, hecho hombre, resucitó en su carne. Era lógico negaran la resurrección de Cristo los que no creían en la resurrección de los muertos.

Los hombres de los que aquí se trata no podían negar la primera; era una necesidad, despejada ya la niebla, reconocer ésta. Y si objetan que hay una diferencia entre Cristo y nosotros para negar la resurrección de los muertos y admitir la de Cristo, pueden encontrar y aducir multitud de razones para apoyar su error. Así, cuando se dice: Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó 213, respondan y digan: Pero Cristo no es sólo hombre, es también Dios, y esto ningún hombre lo es". En cuanto hombre, nació de María, la virgen, por obra del Espíritu Santo; privilegio que excluye a todo otro hombre. Él tiene poder para dejar su vida y para tomarla 214, y nadie tiene este poder. ¿Qué tiene de particular, si pudo resucitar de entre los muertos y ningún otro hombre lo pueda? Si esto alegan, porque confiesan que sólo Cristo resucitó y ningún otro, ¿no lo podemos negar y decirles que no existe diferencia entre Cristo y los demás hombres, y, siendo iguales a Cristo, resucitarán, como él resucitó?

Nosotros no negaremos esta diferencia que reconocemos en Cristo, porque su carne no fue, como la de los otros hombres, carne de pecado, sino a semejanza de la carne de pecado, y no por eso defendemos que haya sido solo en resucitar, sino que resucitará la carne de todos los hombres. Esto es lo que defendemos y decimos con el Apóstol: Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó 215; pero Cristo ha resucitado, luego todos los hombres resucitarán. A pesar de las diferencias de origen que existen entre la carne de Cristo y la nuestra, ambas son terrenas y mortales. La semejanza con la carne de pecado tiene un carácter diferencial que la distingue de la carne de pecado; pero no podemos decir que Cristo haya querido distinguirse de los hombres en su resurrección, pues con los hombres se igualó en la muerte.

En consecuencia, no debemos considerar iguales la carne de pecado y la carne a semejanza de la carne de pecado, pues conocemos la diferencia que existe entre pertenecer o no al pecado; pero no quiso existiera diferencia entre resucitar y no resucitar, como no quiso existiera entre morir y no morir. La imitación que sostienes, si no es necesaria, ¿qué tiene que ver con nuestra cuestión? La imitación es obra de la voluntad, y cuando es buena, como está escrito, es el Señor quien la prepara 216. Nadie imita, si no quiere; pero muere y resucita el hombre quiera o no quiera. Por otra parte, la imitación no supone siempre identidad de naturaleza entre la persona que imita y lo que se imita; porque de otra forma no podríamos imitar, dada la diversidad de naturaleza, la piedad y la justicia de los ángeles, y es lo que pedimos a Dios en la oración dominical cuando decimos: Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo 217, y tú mismo lo has confesado. Y mucho menos podríamos imitar a Dios Padre, pues su naturaleza es infinitamente diversa de la nuestra. No obstante, nos dice el Señor: Sed perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos 218; y por el profeta se nos manda: Sed santos, como yo soy santo 219. Y no se puede decir que no podemos imitar a Cristo porque él en este mundo haya tenido una carne a semejanza de la carne de pecado, y nosotros somos carne de pecado.

Conclusiones de Juliano

35. Jul.- "Nos rebelamos contra la transmisión del pecado y decimos: si Cristo, hombre, no tuvo pecado de naturaleza, ¿cómo algunos de los vuestros dicen que un mal innato domina a esta imagen de Dios? Si la naturaleza está viciada en su esencia, lo está la de Cristo, y así, al vestirse de nuestra naturaleza, está constituido bajo el imperio del diablo. Y, si se le considera pecador, vana es nuestra predicación e inútil vuestra fe; los apóstoles son falsos testigos, porque, si tiene la mancha del pecado original, han dado falso testimonio contra Dios diciendo que formó a su Hijo, de la estirpe de David según la carne, inocente y santo.

Si tal es Cristo, objeto de nuestra esperanza, somos los hombres más desgraciados de todos. Pero Cristo es verdadero hombre y Dios verdadero; nacido de la estirpe de Adán, formado en el seno de una mujer, bajo el imperio de la ley, que nunca cometió pecado ni lo tuvo. Luego es evidente que el pecado viene de la voluntad, no de la generación".

Ag.- Sobre este primer pilar se levanta el edificio de tu razonamiento y dices: "Si Cristo hombre no tuvo pecado natural, ¿cómo dicen algunos de los vuestros que una innata maldad deterioró la imagen de Dios?" Basta destruir y arrasar este argumento y se evaporan con suma facilidad todas tus conclusiones. Porque no se sigue que, si Cristo no tuvo pecado natural, es decir, pecado original, no haya sido la imagen de Dios dominada por el pecado de origen. Si no tuvo pecado la semejanza de la carne de pecado, no quiere decir que la carne de pecado, a la que es semejante, esté exenta de toda corrupción. Digo más, desde el momento en que existe una realidad a semejanza de la carne de pecado, existe una carne de pecado.

Toda semejanza supone la existencia de un modelo; y, si Cristo tomó carne verdadera como los demás hombres, no tomó la carne de pecado, sino sólo su semejanza; luego es necesario exista una carne de pecado, a la que se asemeja la carne de Cristo; y esta carne de pecado es la de todos los hombres. Por consiguiente, si el mal existe en la carne de pecado, no en Cristo, que vino en carne verdadera; pero no en carne de pecado, sino a semejanza de la carne de pecado para sanar la carne de pecado, Cristo no es pecador y vino a borrar nuestros pecados: el original y los que nosotros cometemos.

Por eso no es vana la predicación del Apóstol, y no hablaría de una semejanza de la carne de pecado en Cristo si no supiese que la carne de pecado es la de todos los demás hombres. No es vana nuestra fe, pues destruye vuestra herejía. No son falsos testigos los apóstoles, porque distinguen entre carne de pecado y la semejanza a la carne de pecado, lo que no hace vuestra herejía; y cuando proclaman a Cristo de la estirpe de David tienen cuidado en poner de relieve su nacimiento, por obra del Espíritu Santo, de la virgen María, no de la concupiscencia de la carne, para que así tuviera una carne a semejanza de la carne de pecado y no pudiera tener carne de pecado. Y no somos los más desgraciados de todos los hombres al creer esto, pero sí creemos es una gran miseria no distinguir entre la carne de Cristo y la carne de pecado. En consecuencia, tu razonar termina con esta vana conclusión: "Es, pues, claro que el delito viene de la voluntad, no de la generación". Falsa conclusión, repito, porque las premisas en las que te apoyas, como ya demostré, no están en lógica conexión con ella; y, sin duda, el pecado pudo ser cometido en el paraíso, pero fuera del edén no pueden los niños nacer pecadores si la mala voluntad de los primeros padres no hubiera viciado la semilla.

¿Por qué, cuando se trata de defender la verdad, no podemos usar la fórmula que tú empleas en defensa del error? ¿Por qué, repito, no podemos, con más razón que tú, decir: si Cristo hombre fue enviado a los hombres en semejanza de carne de pecado, ¿cómo es que algunos de los vuestros, mejor todos, decís que no existe una carne de pecado? Y si Cristo no tuvo carne a semejanza de la carne de pecado, la predicación del que lo afirma es vana y la fe de la Iglesia católica que lo cree no tiene fundamento; el Apóstol es un falso testigo, pues dio testimonio contra Cristo al decir que vino en semejanza de carne de pecado, y no es verdad, según vosotros.

Nosotros mismos, si creyéramos esto, no perteneceríamos a la sociedad de los fieles. Pero Cristo fue enviado en semejanza de carne de pecado; el único que tuvo carne verdadera, no carne de pecado, sino sólo su semejanza. En consecuencia, es preciso reconocer que la carne de todos los otros hombres es carne de pecado, a la que se asemeja la verdadera carne de Cristo, que no es carne de pecado.

La resurrección del cuerpo

36. Jul.- "Una vez más son derrotados los maniqueos, pues creen en el pecado natural y niegan la resurrección de los muertos. Pero ahora, dice el Apóstol, Cristo resucitó de entre los muertos, primicias de los que duermen; porque por un hombre, la muerte, y por un hombre, la resurrección de los muertos 220. No habla aquí el Apóstol de la resurrección general, en la que tendrán parte también los malvados e impíos, sino de los que resucitarán para ser trasladados a la gloria. La palabra 'resurrección' significa aquí la resurrección de los bienaventurados, porque la de los impíos, en su comparación, no lo es.

En consecuencia, no se trata aquí de la resurrección universal, común a buenos y malos, sino, como ya he dicho, que el Apóstol quiere inculcar la resurrección feliz; y así como no hay identidad entre resurrección y resurrección gloriosa y no es la misma cosa resurrección y miseria de la resurrección, no obstante, como no se da felicidad eterna sin resurrección, con el nombre de resurrección se designa la bienaventuranza que no admite arrepentimiento. Cuando, por ejemplo, se quiere alabar el ingenio, la elegancia, la fuerza, el estudio, tal como se refleja en la vida de un hombre, se dirá en resumen que la de uno es una vida elegante; la de otro, una vida de sabio, y activa la de un tercero; y esto sin hacer distinciones, como si la vida sólo la constituyese la industria, la aplicación, la elegancia o la fuerza; porque una cosa es vivir, otra estudiar; no obstante, si no se vive, no se estudia.

Así pues, no es lo mismo resurrección que felicidad; existe también una resurrección miserable; pero no puedes reinar si antes no resucitas. La muerte del cuerpo y la resurrección caminan hermanadas y opuestas; si toda muerte fuera un castigo, toda resurrección sería una recompensa; pero existe una resurrección que es castigo para todos los que van al fuego eterno; luego la muerte en sí no es un castigo, sino una ley natural. Y así como la muerte universal del cuerpo no evita el que uno se quite la vida, lo mismo la resurrección universal no hace que uno sienta placer en la resurrección; el bien de uno consiste en resucitar para la gloria como recompensa; el mal de otro, en resucitar para el fuego eterno, según los méritos de cada uno.

Es claro que no habla el Apóstol en este texto de la muerte natural, sino de la muerte de los malvados, a los que hace desgraciados un castigo eterno; ni se habla de la resurrección universal, sino de la resurrección feliz en la gloria eterna; y así, cuando habla de personas, no generaliza; guarda siempre las distinciones que deben existir entre naturaleza y voluntad, aunque a veces se sirva de vocablos equívocos, pero jamás confunde lo particular con lo universal.

Por un hombre, la muerte, y por un hombre, la resurrección de los muertos 221. No dice sea obra del hombre la muerte, sino que aparece en el hombre; como no dice que es obra del hombre, es decir, de Cristo, la resurrección de los muertos, sino que se manifiesta en el hombre; el mismo doctor escribe a los de Filipo: Se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz; por lo cual Dios lo exaltó y le dio un nombre sobre todo nombre 222. Pedro, el apóstol, expresa idéntico sentir: Varones israelitas, escuchad: Jesús de Nazaret, varón aprobado por Dios entre vosotros, lo matasteis por manos de los impíos, y Dios lo resucitó libre de los dolores del infierno. Y añade: A este Jesús, Dios lo resucitó, y nosotros somos testigos 223.

Vemos aquí que muere el hombre sin menoscabo de su divinidad; por otra parte, la divinidad resucita a este hombre de entre los muertos. Lo que Dios obra por la persona del Verbo, lo obra Cristo con él; porque dice el mismo Señor: Tengo poder para dejar mi vida y poder para tomarla 224. Aunque el Hijo es una sola persona, es legítimo distinguir entre las operaciones del hombre y las operaciones de la deidad. Por un hombre, la muerte, y por un hombre, la resurrección de entre los muertos. Una y otra manifestadas, no creadas. Dios manifestó en Adán su condición mortal; en Cristo, las primicias de la resurrección. Cuando dice el Apóstol: Por un hombre, la muerte, ¿crees fue por su voluntad? Si es así, no pertenece a la naturaleza; y, si por la naturaleza, luego no hay culpa. Opone el Apóstol dos hombres: el hombre de la muerte y el hombre de la resurrección, y no quiere que el segundo esté sometido al primero.

Y continúa: Así como todos mueren en Adán, así en Cristo todos serán vivificados 225. Al decir: Todos serán vivificados en Cristo, ¿se refiere también a los impíos o sólo a los fieles? Si también a los impíos, todos serán vivificados por la fe en Cristo y nadie será castigado; si habla sólo de los fieles, no todos serán vivificados en Cristo, sino únicamente los fieles, aunque todos los hombres resuciten por el poder de aquel que los creó. Y, si no quiere hablar el Apóstol de la muerte del cuerpo cuando dice: Todos mueren en Adán, no es entonces cuestión de pecado, porque Cristo murió lo mismo que Adán. Por el contrario, si estas palabras: Todos mueren en Adán, las refieres a un pecado del alma y no a la muerte física, sino a la muerte miserable de la culpa, es decir, al castigo que sigue el delito, es seguro que ni Cristo ni los santos sufrieron esta muerte y no puede ser castigo para los inocentes, que aún no tienen conocimiento del bien ni del mal y permanecen tales como Dios los hizo. Nosotros los consagramos a Dios por el bautismo para que aquel que los creó buenos los renueve y adopte para hacerlos mejores. Así, cuando dice el Apóstol: Como todos mueren en Adán, así todos serán vivificados en Cristo 226, está muy lejos de la suspicacia de la transmisión maniquea, como lo está Cristo del pecado, porque nunca tuvo iniquidad, ni menos la pudo recibir de la naturaleza humana".

Ag.- ¿Por qué, al discutir con nosotros, dices: "Los maniqueos han recibido un golpe de muerte, pues no creen en la existencia de un pecado de origen y niegan la resurrección de la carne?" ¿Acaso atribuimos nosotros, como ellos, el pecado a una naturaleza extraña y negamos la resurrección de la carne? Es cierto, son derrotados los maniqueos por vosotros y por nosotros, incluso cuando vosotros les prestáis ayuda. Ayuda que se deja sentir cuando no quieres atribuir al pecado de Adán la lucha que existe entre carne y espíritu; los maniqueos buscan la causa de este mal, y al explicarla concluyen que existe en nosotros una naturaleza mala, coeterna a Dios.

A continuación expones las palabras del Apóstol relativas a la resurrección de la carne y dices: "No habla de la resurrección general de la carne, común a buenos y malos, sino sólo de la resurrección de los que tienen entrada en la gloria". De acuerdo; sin embargo, habla de la resurrección del cuerpo. A esta resurrección opone la muerte del cuerpo, y a las dos, muerte y resurrección del cuerpo, asigna dos autores diferentes, dos hombres; porque vino la muerte por un hombre y vendrá la resurrección de los muertos por otro hombre. Y estos dos hombres son designados por sus propios nombres; y para que la atribución no sea dudosa añade: Así como todos murieron en Adán, todos serán vivificados en Cristo 227. Mueren, dice, no "morirán"; por otra parte, dice: serán vivificados, no "son vivificados". Mueren ahora por un castigo, serán vivificados más tarde como recompensa.

No habla, pues, de una muerte eterna, que consiste en ser atormentados por el fuego eterno cuerpo y alma. De otra suerte, el Apóstol habría unido los dos verbos en futuro y habría escrito: "Todos morirán", como dijo: Todos serán vivificados. Pero dice mueren, tiempo presente; serán vivificados, tiempo futuro; y con esto demuestra que no se refiere a la muerte de la que dijo: Por un hombre la muerte, que es separación del alma del cuerpo; aunque a la muerte futura, llamada muerte segunda, pertenecen todos los que, como hijos de Adán, contrajeron el pecado original y no han sido regenerados por Cristo.

Habla en seguida de la resurrección futura de los cuerpos, a la que opone la muerte temporal del cuerpo, que ha lugar al presente; y estas dos realidades tan contrarias tienen cada una su autor; la muerte viene de Adán; la resurrección, de Cristo; y así como la resurrección es una recompensa, la muerte es un castigo; opuesta a la recompensa no la naturaleza, sino el castigo. En este pasaje, donde la resurrección del cuerpo se pone en línea con la muerte corporal, no habla el Apóstol de la resurrección universal, común a buenos y malos, sino de la que sólo tienen parte los elegidos, que serán vivificados en Cristo; y no de la de aquellos que serán condenados, aunque unos y otros recibirán la orden de levantarse de sus sepulcros; porque, a su llamada, todos los que están en los sepulcros oirán su voz, y los que hicieron el bien irán a la resurrección de la vida, y los que hicieron el mal, a la resurrección del juicio 228.

Como dije, ha querido el Apóstol recordar la resurrección como una epifanía del beneficio de Cristo, no la que se refiere al juicio condenatorio; al decir que es una recompensa, manifiesta que su contraria, la muerte, es un castigo. Así como la muerte es contraria a la vida, así el castigo es contrario al premio; y este castigo que es la muerte fue para los santos mártires un medio de combatir y vencer; y la muerte que los llevó al sepulcro es preciosa a los ojos del Señor, no en sí misma, pero sí por los beneficios que acarrea 229. Preciosos son, sin duda, los sufrimientos de los santos; pero, aunque sean preciosos, no dejan de ser sufrimientos, como porque sean castigos no se sigue que no sean preciosos para el alma. Pero sólo son los sufrimientos preciosos cuando se aceptan por la verdad y se soportan con piedad.

Si retienes este sentido verdadero y católico, no puedes introducir en el paraíso de Dios, es decir, en la morada de las santas delicias, ni los sufrimientos de los agonizantes ni las enfermedades que llevan a la muerte. Todo castigo del hombre, ¿no es un castigo a la imagen de Dios? Si no es justo el castigo, el que lo inflige es injusto. Pero ¿podrán existir dudas y suponer que este castigo que sufre la imagen de Dios sea injusto si no fuera merecido por alguna culpa?

Sólo el Mediador de Dios y de los hombres, el hombre Cristo Jesús, sufrió sin culpa el castigo para borrar nuestra culpa y abolir el castigo; no el castigo que debemos sufrir en este mundo maligno, sino el que nos estaba reservado en la eternidad. No obstante, cercano ya a la muerte, quiso experimentar en sí mismo lo que todos experimentamos, y exclamó: Padre, si es posible, pase de mí este cáliz 230. Sin duda, tenía poder para dejar y tomar su vida; pero nuestro divino Maestro quiso mostrarnos por estas palabras que la muerte que sin culpa tomó sobre sí por nosotros la tomó voluntariamente, no por necesidad; pero, con todo, era un sufrimiento.

Sí, la gloria de Cristo misericordioso, que sufrió por nosotros el castigo sin tener culpa, es propia de él; y no en la carne de pecado, sino a causa de la semejanza de la carne de pecado, como hijo de Adán, del que viene la carne de pecado; no hay duda, todos los hombres en este mundo maligno, situado fuera del paraíso, sufren toda suerte de males desde su nacimiento hasta su muerte, e incluso la muerte, castigo de los pecados contraídos al nacer o cometidos viviendo mal; castigo merecido infligido por un juez omnipotente y justo; castigo que no infligiría ni permitiría infligir a las criaturas, sus imágenes, sin cuya permisión ni un gorrión cae sobre la tierra, si supiera que el castigo no fuera justo. Y ¿cómo puede ser justo si no es en relación con los pecados cometidos o las virtudes practicadas, de suerte que el hombre, después que le son perdonados sus pecados en el sacramento de la regeneración, arras de salvación eterna en el siglo futuro, no quedó dispensado de pagar toda su deuda en este mundo de vanidad, maldad y expiación?

¿Qué quieres decir con estas palabras: "Se bautiza a los niños para que Dios, que los creó buenos, los renueve y adopte para hacerlos mejores?" Los hizo buenos porque toda naturaleza, en cuanto naturaleza, es buena; pero, aunque buena, podía Dios, sin injusticia, hacer o permitir que fuera mísera. Al decir tú que han sido renovados, no reparas que, sin quererlo ni saberlo, encuentras en los niños un resto del viejo Adán, aunque son nuevos al nacer. Te ves forzado a elegir, de tres cosas, una: llenar el paraíso de todos los sufrimientos de la humanidad; decir que Dios es injusto al castigar a los niños, imágenes inocentes; o bien, puesto que estas dos hipótesis son detestables e impías, reconocer la existencia del pecado original. Así puedes comprender cómo todos los que mueren de muerte corporal, mueren en Adán, porque la muerte vino por este hombre, es decir, por su pecado y por su castigo; y todos los que serán vivificados resucitarán en Cristo, pues por este hombre la resurrección de los muertos, es decir, por su justicia y su gracia. Un castigo es la muerte del cuerpo, y, por el contrario, la resurrección de los cuerpos es una recompensa, aunque exista también una resurrección penal.

El pecado del primer hombre y la muerte del cuerpo

37. Jul.- "Cada uno en su orden; Cristo, las primicias; luego, los que están con Cristo en su venida; luego, el fin 231. Y en otro lugar: Él es el primogénito de los muertos 232. Después, los que son de Cristo; es decir, los santos serán arrebatados con él en las nubes 233. Después de esto, el fin: E irán éstos al reino eterno, y los impíos al fuego eterno 234. Y esto sucederá cuando entregue su reino a Dios Padre y haya aniquilado todo principado, toda dominación y toda potestad; porque es necesario que él reine hasta que ponga a todos sus enemigos por escabel de sus pies; y el último enemigo destruido será la muerte. Y cuando dice la Escritura que todas las cosas le estarán sometidas, sin duda exceptúa a aquel que sujetó a él todas las cosas; pero luego que todas las cosas le estén sujetas, entonces también el Hijo mismo se someterá al que sujetó a él todas las cosas para que Dios sea todo en todos 235.

Consiste el reino de Dios Padre en que el número de los santos, fijo en su presciencia, al estar completo, el imperio, la fuerza y el poder del enemigo caen en la nada. Es, sí, necesario se complete esta obra misteriosa y que todos los enemigos de la justicia sean puestos bajo los pies del Rey de los siglos. Y esto sucederá cuando la muerte eterna sea vencida y destruida por todos los santos. Y cuando las potencias de todo género sean sometidas a Cristo y a su cuerpo (místico) en la epifanía de su reino, la gloriosa asamblea de los santos no dejará de someterse a Dios. Y todo este Cuerpo, construido bajo su cabeza, Cristo, se fundirá con la voluntad de Dios por medio de un sentimiento de amor perfecto; y entonces, extinguido todo deseo pecaminoso, Dios será todo en todos y todos en él".

Ag.- En toda esta parte de tu discusión apenas hay nada relacionado con la causa que entre nosotros se ventila. ¿Por qué has querido citar toda esta larga perícopa, en la que el Apóstol se ocupa de la resurrección de los muertos, si no es porque dice: Así como todos mueren en Adán, así todos serán vivificados en Cristo? 236 Porque no quieres atribuir al pecado del primer hombre la muerte del cuerpo, sino a la naturaleza, pues afirmas que el hombre fue creado mortal, pecara o no pecara.

Creo haber contestado a esto suficientemente. Dejo, pues, a un lado inútiles divagaciones, en las que tu espíritu ama entretenerse; me limito a estas palabras del Apóstol: El último enemigo en ser destruido será la muerte 237. ¿De qué muerte ha querido hablar? ¿De esta muerte temporal, cuando el alma sale del cuerpo, o de la muerte del alma, cuando los dos sean atormentados en el fuego eterno? Muerte que aún no existe, pero llegará; y no será destruida al fin del mundo, porque es entonces cuando empieza. Pero ¿quién duda que aún no existe?

De la muerte que ahora se cierne sobre todos los que mueren en el cuerpo, a la que se opone la resurrección de los cuerpos, habla en este texto el Apóstol; muerte que pertenece al momento actual; muerte muy conocida y que todos sin excepción sufriremos; muerte que será destruida la última cuando la corrupción se vista de incorrupción y la muerte se vista de inmortalidad 238. Según el Apóstol, lo vemos con claridad; la resurrección del cuerpo que tendrá entonces lugar es lo opuesto a la muerte del cuerpo que ahora en este mundo palpamos. Por consiguiente, si la muerte eterna que nunca existió no puede ser destruida, pues acaba de comenzar y nunca será destruida, porque es eterna, se deduce que se trata de la muerte actual, que será destruida la última, es decir, al final de los tiempos, cuando tenga lugar la resurrección de la carne y deje de existir. Y ¿cómo puede ser enemiga si fuera simple efecto de la naturaleza y no un castigo? Pero no puede ser un castigo bajo un juez justo y omnipotente si no fuera consecuencia de algún pecado. Cambia, pues, de parecer, te lo ruego, y haz que desaparezcan del paraíso de los bienaventurados las miserias humanas que lo contaminan.

No puedo expresar cuánto me agrada lo que has dicho: "En el reino de los cielos, todas las pasiones que engendran el pecado desaparecerán, y Dios será todo en todos y todos en él". Que esta sentencia te sirva de lección para enmendarte, y no alabes como un bien, sino que acuses como un mal, las apetencias de las pasiones culpables, y que ahora no cesan aunque se repriman y atormentan nuestra carne; y de extinguirse, como enseñas, nunca más existirán.

Tú eres abogado de esta concupiscencia de la carne en lucha contra el espíritu, y que obliga al espíritu a luchar contra la carne 239 para no exponer al hombre a condenación. Este mal de la guerra entre dos cosas buenas creadas por un Dios bueno, es decir, entre la carne y el espíritu, mal que se ha hecho en nosotros una segunda naturaleza, secuela de la prevaricación del primer hombre, como lo proclama no Manés o un amigo de los maniqueos, sino Ambrosio, su destructor 240.

Evita Juliano hablar sobre la concupiscencia y el pecado original

38. Jul.- "De otra suerte, dice el Apóstol, ¿qué harán los que son bautizados por los muertos, si en manera alguna los muertos resucitan? ¿Por qué bautizarse por los muertos? ¿Por qué nosotros peligramos a todas horas? Cada día estoy en peligro de muerte por vuestra gloria que tengo en el Señor. Si por motivos humanos luché en Éfeso contra las fieras, ¿qué me aprovecha? Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos 241.

Si, según el Apóstol, esta esperanza de gloria futura, en la que Dios será todo en todos, se resquebraja por una impía infidelidad si se niega la resurrección de los muertos, ¿qué hacen los que son bautizados por los muertos? Dieron estas palabras lugar a un error; se imaginaron algunos, en los primeros tiempos de la predicación evangélica, que lo que aprovechaba a los vivos era útil también a los difuntos, y se reunían en torno a los muertos, y en su nombre hacían profesión de fe, y se derramaba sobre ellos el agua del bautismo. Tenía este error su origen en la ignorancia. Las palabras del Apóstol: Son bautizados por los muertos, ¿tenían el mismo sentido que el texto a los Romanos: Somos sepultados con él en la muerte por el bautismo 242; es decir, con esta gracia recibimos el bautismo por los muertos, para mortificar luego nuestros miembros y vivir aquí abajo como muertos, si no tenemos la esperanza de resucitar después de esta vida? ¿Por qué exponerme cada día a tantos peligros? ¿Por qué lidiar a cada instante con la muerte para poder gloriarme en Dios de vuestro progreso espiritual, si los muertos no resucitan? ¿Por qué luché como hombre contra las fieras en Éfeso, esto es, por qué he soportado el furor de gente sediciosa, si es dudoso resuciten los muertos? No os dejéis seducir; las malas conversaciones corrompen las buenas costumbres 243. El amor al pecado os lleva a no creer en el futuro; se cree que no existirá juicio para pecar más libremente. No se respeta a Dios cuando se niega la resurrección. Negará no sólo su bondad de remunerador, sino su poder como Dios, y esto os debe llenar de vergüenza. Para confusión vuestra lo digo, que se pueden encontrar entre vosotros tales hombres".

Ag.- En todo esto, ni palabra has querido decir referente a la cuestión objeto de nuestra disputa. En consecuencia, como has tratado de explicar, según tus alcances, las palabras del Apóstol y aunque en algunos pasajes no rimes con el pensamiento del autor en lo que has dicho, pero como no es contrario a la fe, no es necesario responda a tu palabrería.

El árbol de la vida y el cuerpo de Adán y Eva

39. Jul.- "Dirá alguien: '¿Cómo resucitan los muertos? ¿En qué cuerpo vendrán a la vida?' ¡Necio! Lo que siembras no revive si antes no muere. No toda carne es igual; una es la carne de los hombres, otra la de los animales, otra la de los peces, otra la de las aves; hay cuerpos celestes y cuerpos terrenos; pero una es la claridad de los cuerpos celestes, otra la de los terrestres; una es la claridad del sol, otra la claridad de la luna y otra la claridad de las estrellas; una estrella difiere de otra en resplandor. Así también en la resurrección de los muertos. Se siembra corrupción, resucita en incorrupción; se siembra vileza, y resucita en gloria; se siembra debilidad, y resucita en fortaleza; se siembra cuerpo animal, y resucita cuerpo espiritual. Está escrito: 'Fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente; el último Adán, espíritu vivificante'. El primer hombre viene de la tierra, y es terreno; el segundo hombre viene del cielo, y es celeste; como el hombre terreno, así son los hombres terrenos; como el celeste, así son los celestiales. Y así como llevamos la imagen del terrestre, llevemos también la del celeste 244.

Resuelve el Apóstol la dificultad con ejemplos, y demuestra que nada hay imposible cuando el Todopoderoso decide hacer una cosa. Para darnos una idea de la resurrección de los cuerpos, trae la comparación de la semilla, y por la variedad de criaturas nos da a entender las diversas maneras de resurrección, si bien todo su discurso se refiere a la resurrección de los bienaventurados. Se siembra un cuerpo en vileza, resucita en gloria; se siembra en debilidad, resucita en fortaleza; se siembra un cuerpo animal, resucita espiritual 245. Esta metamorfosis puede sólo realizarse en los santos; en cuanto a los impíos, también ellos resucitarán, pero no para la gloria, sino, como dice el profeta, para la desventura eterna 246.

Marca bien el Apóstol la diferencia entre naturaleza y gracia, y recuerda el testimonio del Antiguo Testamento, que dice: Fue hecho el primer Adán, alma viviente; y añade de su cosecha: Y el último Adán, espíritu vivificador 247. Y así demuestra que la inmortalidad es un don del Espíritu vivificador y que el alma viviente pertenece a la naturaleza mortal. Vivir, dice, no es lo mismo que vivificar; vivificar es conferir la inmortalidad, que se atribuye a Cristo; vivir es disfrutar de la vida, sin excluir la muerte. Estos dos pensamientos son muy distintos y nos prueban con claridad que Adán fue hecho alma viviente, pero no inmortal, y Cristo vino no sólo en espíritu viviente, sino también vivificante, pues otorga la resurrección; para los suyos, gloriosa; para todos, eterna".

Ag.- ¿Es que debía Adán morir, aunque no pecara, porque fue creado con un cuerpo animal, no espiritual? En verdad que yerras si piensas que es razón suficiente para llenar el paraíso de Dios de muertos y ayes de los moribundos; y, por último, de ignominia, de enfermedades y corrupción, de los que están hoy sembrados los cuerpos animales de los hombres.

El árbol de la vida plantado por Dios en el paraíso preservaba de la muerte el cuerpo animal hasta el momento de pasar, por mérito de una permanente obediencia, sin intervención de la muerte, a la gloria espiritual que poseerán los justos resucitados. Era, pues, razonable que la imagen de Dios, velada y manchada por el pecado, fuera unida a un cuerpo que, aunque creado y formado de materia terrestre, pudiera gozar, comiendo del árbol de la vida, de una existencia estable; y entre tanto viviría por su alma viviente, sin que ninguna necesidad pudiera separarlos; luego, como recompensa a su obediencia perseverante, fuera admitido a la comunión del espíritu vivificador; y así jamás se vería privado de esta vida menor, en la que puede morir y no morir, para pasar a esta otra vida muy superior, en la que viviría sin necesidad del árbol de la vida y no pueda ya morir.

Te pregunto: ¿En qué clase de cuerpo piensas tú viven hoy Elías y Henoc? ¿En un cuerpo animal o espiritual? Si respondes: "Animal", ¿por qué no quieres creer que Adán y Eva y sus descendientes, de no haber quebrantado el precepto de Dios, habrían podido vivir en cuerpo animal, como viven hoy Henoc y Elías? Vivían ellos en el paraíso, al que éstos han sido trasladados; y estos últimos viven en el mismo edén de donde fueron expulsados los primeros para morir. Porque el árbol de la vida, aunque material, suministraba a los cuerpos animales la vida; como árbol de vida que es, espiritual sabiduría de Dios, que proporciona a las almas santas vida de doctrina salvadora. Por esto, algunos intérpretes católicos prefieren recordarnos la idea de un paraíso espiritual, sin querer contradecir la historia, que nos habla, evidentemente, de un paraíso terrenal.

Si dices que Henoc y Elías tienen ahora un cuerpo espiritual, ¿por qué no reconocer que el cuerpo animal de los primeros hombres y el de sus descendientes, sin tener pecado que los alejara del árbol de la vida, no pudiera convertirse, sin pasar por la muerte, en cuerpo espiritual, y evitar así poblar el paraíso de Dios, morada de alegrías y de bienes, con muertos de todo género y dolores sin número y de todos los sufrimientos inseparables de las enfermedades que preceden a la muerte?

El hombre terreno y el hombre celeste

40. Jul.- "Pero no es primero, dice, lo espiritual, sino lo animal; luego, lo espiritual. El primer hombre vino de la tierra, es terreno; el segundo hombre viene del cielo, celeste. Como hemos llevado la imagen del terreno, llevemos también la imagen del celeste 248. Pasa aquí el Apóstol a los actos de la voluntad, y quiere haya tanta diferencia entre nuestra conducta pasada y la presente como entre la mortalidad y la inmortalidad. El primer hombre viene de la tierra, y es terreno; el segundo hombre vino del cielo, y es celeste 249. Con el vocablo de dos sustancias indica diferencia de propósitos. Pero ni Cristo, al que llama hombre celeste, ha traído su cuerpo del cielo, pues nació de la estirpe de David y, descendiente de Adán, tomó carne humana en el seno de una mujer.

Con los vocablos de 'hombre terreno' y 'hombre celeste' designa el Apóstol los vicios y las virtudes. Luego añade: Así como llevamos la imagen del hombre terreno, llevemos también la imagen del celeste 250. Y a los romanos escribe: Hablo como humano, a causa de la flaqueza de vuestra carne; así como ofrecisteis vuestros miembros para servir a la impureza y a la iniquidad, así ahora ofreced vuestros miembros a la justicia para la santidad 251.

Continúa su razonar el Apóstol en el mismo nivel de ideas, y, si no se entiende su pensamiento, todo lo que ha dicho no tiene consistencia. Por eso os digo, hermanos, que la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios, ni la corrupción hereda la incorrupción 252. En los pasajes en los que la única cuestión para él era probar la resurrección de la carne, afirma que ha de ser colocada en la gloria del reino, y declara: La carne y la sangre no pueden poseer el reino de Dios. Si la carne no lo posee, si la sangre no lo posee, ¿dónde está la resurrección de los muertos, cuya gloria antes celebra? Pero el Apóstol al expresarse así, según costumbre de la Escritura, quiere indicar los vicios con los vocablos de 'carne' y 'sangre', no la sustancia.

Por último, esto mismo declara cuando dice: He aquí que os revelo un misterio: todos resucitaremos, pero no todos seremos transformados 253. Comprendió este insigne doctor que más arriba sólo a la futura bienaventuranza atribuía el privilegio de la resurrección, y para evitar toda ambigüedad dice: Todos resucitaremos. Esta es la resurrección general; pero no todos seremos transformados 254; he aquí la resurrección de los elegidos, que sólo será gloriosa para los que hayan merecido no la cólera de Dios, sino su amor.

En un momento, en un abrir y cerrar de ojos, al sonido de la trompeta final, los muertos resucitarán incorruptibles y nosotros seremos transformados 255. Pasa de nuevo a los santos que en aquel día vivan aún, y anuncia que en un instante más breve que un sonido que se apaga, los muertos saldrán incorruptos, esto es, íntegros, y los que fueren hallados justos se transformarán en gloria.

Es necesario que esto corruptible se vista de incorrupción y esto mortal se haya vestido de inmortalidad; entonces se cumplirá la palabra que está escrita: '¿Dónde está, muerte, tu aguijón? ¿Dónde está tu victoria?' Ahora el aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado, la ley 256. Muestra, es su estilo, que habla sólo de la resurrección de los santos; por eso silencia la resurrección de los impíos, y declara empresa noble que en los cuerpos de los santos la corrupción sea devorada por una eternidad gloriosa. Y cuando esto se cumpla será lícito burlarse del diablo y de la muerte eterna, pues nos hacía ver como mala esta natural corrupción; entonces el gozo de los santos le increpará al ver roto el aguijón de la muerte con su victoria, y dirán: ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? ¿Dónde está tu victoria? El aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado, la ley 257. Es decir, tú, ¡oh muerte eterna!, tenías en tu mano el aguijón del pecado; con él herías a los desertores de la justicia, porque sin este aguijón, es decir, si no estuvieras armada con el pecado voluntario, no podías herir. Ves que nuestra fe rompió este aguijón y este pecado, como lo prueba la recompensa que nos está reservada, a pesar de tus esfuerzos por arrancármela; tu aguijón fue el pecado, y el poder del pecado, la ley, porque donde no existe ley no hay prevaricación 258. Sí, aunque tu aguijón era el pecado, sin embargo, se robusteció por los prevaricadores, en particular cuando fue dada la ley, aunque no haya sido promulgada para perjudicar al hombre, porque la ley es santa, el precepto es santo, justo y bueno, y el pecado, para mostrarse pecado, produjo en mí la muerte por medio de lo bueno, a fin de que, por el mandato, el pecado llegase a ser sobremanera pecaminoso 259. La fuerza que daba a tu aguijón la complicidad de nuestra tendencia al mal se rompió contra la coraza de las virtudes de los fieles, como lo prueba su recompensa. Te insultamos, dando gracias a nuestro Dios, que nos dio esta victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo" 260.

Ag.- Sobre la imagen del hombre terreno y la imagen del hombre celeste, ya hemos discutido bastante más arriba; te contesté que aquí abajo se podía llevar la imagen del hombre celeste por la fe y la esperanza, pero que la llevaremos en la realidad, como un don que nos pertenecerá, cuando nuestro cuerpo, sembrado ahora animal, resucite espiritual. Estas dos imágenes, la del hombre terreno y la del hombre celeste, las atribuye el Apóstol a dos diferentes objetos; la primera, al animal; la otra, el celeste. Antes había dicho: No fue formado primero el cuerpo espiritual; primero fue el cuerpo animal, después el espiritual 261. Y añade en seguida: El primer hombre de la tierra, terreno; el segundo hombre viene del cielo, y es celeste 262. ¿Cuál es el primero? Adán, por quien vino la muerte. ¿Cuál es el segundo? Cristo, por quien vendrá la resurrección de los muertos. Porque por un hombre vino la muerte, y por un hombre vendrá la resurrección de los muertos. Y así como en Adán todos mueren, así en Cristo todos serán vivificados 263. Es decir, todos los que son vivificados, lo serán en Cristo. Pero acerca de esto hemos hablado ya bastante.

No es, pues, dudoso a cuál de estas dos cosas se refieren las imágenes; una se refiere a la muerte del cuerpo; la otra, a la resurrección; una, al cuerpo animal, sembrado en vileza; la otra, al cuerpo espiritual, que resucitará en gloria; de una nos vestimos al nacer, de la otra al renacer. Nacemos en pecado, renacemos por el perdón de los pecados, y por eso dice el Apóstol: Así como hemos llevado la imagen del hombre terreno, llevemos también la imagen del celeste 264. Recuerda nuestro primer nacimiento y nos exhorta a no descuidar el segundo. No hay, pues, medio de sustraer al castigo el primer nacimiento, que envuelve nuestro cuerpo, sembrado en vileza, si no renace por la gracia, y, si en este renacimiento no persevera, no llegará al estado espiritual, que resucitará en gloria. ¿Qué quieres decir con estas palabras: "Pasa abiertamente el Apóstol a los actos de la voluntad, y demuestra que debe existir entre nuestra conducta pasada y nuestra conducta presente la misma diferencia que existe entre mortalidad e inmortalidad?" No, el Apóstol no pasa de un orden de ideas a otro; continúa su razonamiento sobre la resurrección de la carne, a la que opone la muerte del cuerpo. No se trata en este pasaje de dos opuestas conductas, una buena y otra mala; pero la resurrección de la carne vendrá por Cristo, así como la muerte de la carne vino por Adán. Deja al hombre de Dios hacer lo que hace; sigue sus pasos y no te empeñes en que vaya a tu zaga; pese a tus esfuerzos, no te sigue. Con toda claridad opone él la resurrección de la carne a la muerte del cuerpo; una y otra tienen autores diferentes; es Adán autor de la muerte del cuerpo; Cristo, de la resurrección de los cuerpos; emplea, para mayor claridad, dos imágenes: una del hombre terreno, la otra del hombre celeste, y las opone entre sí; atribuye la primera al cuerpo animal, muerte que merece por el pecado de Adán, semilla de ignominia; la segunda la adscribe a un cuerpo espiritual, y merecerá, por Cristo, resucitar a la gloria.

Si Cristo, según la carne, es llamado hombre celeste, no es porque haya traído del cielo su cuerpo, sino porque lo hace ascender al cielo. Si un empeño loable y una conducta buena nos hacen alcanzar una resurrección gloriosa, una voluntad mala y una conducta irregular después de nacidos a esta vida, ¿produce, acaso, un efecto retroactivo y nos hace nacer en un cuerpo animal y mortal? ¿Quién, por su mala voluntad o sin ella, ha merecido nacer desgraciado? ¿Es que la muerte es resultado de una mala conducta que es necesario sufrir cualquiera que sea su vida?

Si suponemos que las dos imágenes, la del hombre terreno, que pertenece a un cuerpo animal, y la imagen del cuerpo celeste, que se refiere a un cuerpo espiritual, simbolizan una conducta mala y una conducta buena, no es menos cierto que, si la resurrección del cuerpo espiritual es efecto de la justicia, la muerte del cuerpo animal es efecto del pecado. Porque así como la resurrección viene por la justicia de Cristo, así la muerte vino por la iniquidad de Adán. Si esto comprendes y consientes en verdad tan manifiesta, estoy dispuesto a decir, como tú, que el hombre terreno y el hombre celeste simbolizan los vicios y las virtudes; porque así como el poder de Cristo es causa de la resurrección del cuerpo espiritual, así el pecado de Adán fue causa de la muerte del cuerpo animal.

No es en este sentido como hemos de interpretar el siguiente pasaje de la carta a los Romanos: Así como ofrecisteis vuestros miembros a la iniquidad para servir a la inmundicia y al desorden, así ahora ofreced vuestros miembros a la justicia para la santidad 265. Habla aquí el Apóstol de las buenas y de las malas costumbres; en el otro texto, de la resurrección y de la muerte de los cuerpos. Pero como los que ya tienen uso de razón no pueden llegar a la resurrección gloriosa, que tendrá lugar cuando se resucite en un cuerpo espiritual, sin creer y esperar, al recordarnos el Apóstol que hemos llevado la imagen del hombre terreno, causa para el hombre de muerte, nos exhorta a llevar la imagen del hombre celeste, que es, para el hombre, la resurrección de los muertos; de manera que si, por el pecado de Adán, todos caen en la muerte del cuerpo animal, por la justicia de Cristo llegaremos a la resurrección del cuerpo espiritual.

Añade luego el Apóstol: Esto digo, hermanos: la carne y la sangre no pueden poseer el reino de Dios 266. Se puede admitir esta interpretación y dejarte creer que la carne y la sangre significan la prudencia carnal y no la sustancia del cuerpo animal, que se siembra en vileza y resucita en gloria, y, sin duda, poseerá el reino de Dios. También, en este pasaje, se puede entender que "carne" y "sangre" significan la corrupción que ahora vemos en nuestro cuerpo; corrupción que no debe existir en el reino de Dios, porque este cuerpo corruptible será revestido de incorruptibilidad. Por esto, cuando dice: La carne y la sangre no pueden poseer el reino de Dios 267, como explicando estas palabras y para que nadie imagine que se trata de la misma sustancia de la carne, añade: Ni la corrupción poseerá la incorrupción. Todo lo dicho se adapta mejor a este sentido. Pero, sea cual sea el sentido de estas palabras en el pensamiento del Apóstol, ni una ni otra interpretación es contra la fe, que positivamente nos enseña que todos los miembros de la gran familia de Dios, compuesta por hombres de todas las naciones, poseerán en carne incorruptible el reino de Dios.

No rechazamos cuanto han dicho, antes que nosotros, intérpretes católicos de las Sagradas Escrituras cuando enseñan que "carne" y "sangre" pueden significar los hombres, que juzgan según la carne y la sangre, y, en consecuencia, no poseerán el reino de los cielos. Vivir según la carne es muerte. Pero tú no quieres que la muerte del cuerpo animal haya venido por el pecado del primer hombre, cuando el mismo Apóstol dice: El cuerpo está muerto por el pecado 268, y esto cuando ni tú mismo te atreves a negar que la resurrección del cuerpo espiritual, opuesta a la muerte del cuerpo animal, tendrá lugar por la justicia del segundo Adán; y te obstinas en llenar el paraíso, lugar de delicias, con cadáveres y gemidos de los moribundos. Y esto es lo que reprendemos, detestamos y juzgamos digno de anatema.

¿Qué muerte se insulta al fin de los tiempos cuando se diga: ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? 269 ¿No es el diablo autor de la muerte del cuerpo o la misma muerte corporal la que quedará absorbida por la resurrección del cuerpo? Se cumplirá esta palabra cuando esto corruptible se vista de incorrupción y este cuerpo mortal se vista de inmortalidad. Sin ambigüedad dice el Apóstol: Porque cuando lo corruptible se vista de inmortalidad, se cumplirá lo que está escrito: "Absorbida es la muerte por la victoria" 270. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? ¿De qué muerte habla aquí si no es de la que ha sido absorbida por la victoria? ¿Y qué muerte es ésta sino la que será absorbida cuando este cuerpo corruptible y mortal se vista de incorrupción e inmortalidad? El aguijón de esta muerte corporal es el pecado; y a esta muerte se le dice: ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? 271 El aguijón, dice, es el pecado; aguijón por el que la muerte vino, no el que ella hace; como el veneno que produce la muerte es causa, no efecto.

¿Y por qué imaginas que se insultará no esta muerte, sino la muerte eterna? ¿Es que la muerte eterna queda absorbida por la victoria cuando el cuerpo mortal se vista de inmortalidad? ¿Acaso es ella la que guerrea contra los santos, y buscan éstos triunfar de este temor cuando se encuentran bajo su imperio, y pecaban cuando la temían? ¿Y no ha sido derrotado por la muerte del Señor el que tenía el imperio de la muerte, es decir, el diablo, librando a cuantos, por temor a la muerte, estaban por vida sujetos a servidumbre 272? ¿Eran, acaso, culpables por temer a la muerte eterna o más bien lo eran por no temerla? El Señor no quiere temamos la muerte del cuerpo, pues su temor nos hace culpables, sino la eterna, cuyo olvido nos hace prevaricadores. Dice con toda claridad: No temáis a los que matan el cuerpo y después nada pueden hacer; temed, sí, al que tiene poder para perder en el juego el cuerpo y el alma 273.

Esta es la muerte segunda y eterna; contra este temor no luchan los santos, sino contra la muerte del cuerpo. Para triunfar de ésta temen aquélla; y, habiendo vencido la muerte temporal con el ejercicio de la piedad y de la justicia, no sentirán la eterna. Y a la muerte del cuerpo, no a la muerte del alma, la insultarán con las palabras: ¿Dónde está, muerte, tu victoria? O como dice el profeta: ¿Dónde está, muerte, tu combate? 274 Si el aguijón de la muerte temporal es el pecado, ¿cómo te atreves a decir que el pecado de Adán no nos separó del árbol de la vida ni sentenció a muerte? ¿Por qué obstinarte contra la evidencia de las divinas Escrituras, como animal que espumajea rabioso su locuacidad, como si tu alma no pudiese entrar en el gozo de la vida en el paraíso de Dios si no introduces en él la muerte del cuerpo con todo su cortejo de torturas y enfermedades, precursoras de la muerte? ¡Cuidado! No sea que introduzcas en este lugar de delicias los sufrimientos del cuerpo y quedes colgado en el antro de los suplicios eternos, con todos los tormentos de cuerpo y alma.

La ley y la concupiscencia-pecado

41. Jul.- "En este pasaje opina Agustín que el aguijón de la muerte es el antiguo pecado y no comprende lo que sigue, a saber: El poder del pecado es la ley; y con tesón afirma que esta ley es el precepto dado a Adán. Pero esta ley no es fuerza del pecado, sino verdadera ocasión de pecado. Una cosa es dar fuerza y otra darle nacimiento. Comer del árbol no era malo, de no estar prohibido; después de la prohibición, al no ser acatada, nació el pecado por la transgresión y desobediencia. En consecuencia, ley no se dio para ser violada; sin embargo, haciendo lo que Adán hizo, esto es, comiendo del árbol, no habría pecado el hombre, porque bueno era el árbol, si Dios no le hubiera prohibido gustar de él. Todo lo que en sí es pecado, como el parricidio, el sacrilegio, el adulterio, aun sin ley alguna, se conoce que es pecado, incluso en ausencia de una ley que lo prohíba, y se puede decir con razón que la ley da fuerza a estos crímenes, y los que los cometen se encuentran ante una ley prohibitiva; pero lo que no es pecado, pero la ley lo prohíbe, esta acción halla en la ley su carácter delictivo, pero no una fuerza mayor.

Como en este libro he sido muy extenso, quiero decir al lector, para terminar, se fije bien que en mis interpretaciones de la ley de Dios no he dado pie al error de Manés; y, si algo resulta ambiguo, se puede suponer que todo tiene explicación a tenor de la regla de la verdad y de la razón, sin dudar que la justicia sea respetada. Cuanto a los que dicen que los muertos no resucitan en Cristo y a los que combaten la doctrina del Apóstol y sostienen que Cristo no tomó un cuerpo como el nuestro, les condenamos como autores de maniqueísmo con toda la fuerza de la ley de Dios".

Ag.- Jamás dije que aluda el Apóstol a la ley dada en el paraíso cuando afirma que el poder del pecado es la ley. Empleas en vano multitud de palabras en refutarme como si hubiera dicho lo que no dije. El poder del pecado, ya existente, pero sin tener extenso dominio, lo encontré en la ley, de la que habla el Apóstol cuando dice: ¿Qué diremos? ¿Que es pecado la ley? De ningún modo; pero yo no conocí el pecado sino por la ley, porque yo no conocía la concupiscencia si la ley no dijera: "No codiciarás"; mas el pecado, tomando ocasión por el mandato, produjo en mí toda suerte de concupiscencias 275. He aquí en qué sentido la ley es el poder del pecado. Tenía el pecado menos dinamismo cuando no existía la prevaricación, porque donde no hay ley, no existe prevaricación 276.

La concupiscencia no había llegado a su desarrollo cimero antes que la hiciese crecer y robustecerse la prohibición que rompe las cadenas. Tú mismo lo has demostrado, citando sobre esta materia varios testimonios; verdad que, entre las citas apostólicas aducidas, dejas a un lado las que yo aduzco, sin duda para no confesar que la concupiscencia es pecado. No hay texto más claro para demostrar que es pecado que éste que aduje: No conocí el pecado sino por la ley. Y como si se preguntase: "¿Qué pecado?", dice: No habría conocido la concupiscencia si la ley no dijese: "No codiciarás" 277. Esta concupiscencia-pecado que codicia contra el espíritu, sin duda, no existía antes del pecado del primer hombre; tuvo entonces nacimiento, y vició en su fuente la naturaleza humana, y de ella trae el pecado original. Con este pecado nace todo hombre; y la culpa que trae consigo no desaparece si no es con el agua de la regeneración; de suerte que el hombre regenerado ya no tiene mancha de pecado, a no ser le preste su consentimiento y obre mal al no resistir la tentación o hacerlo muy débilmente.

Los pecados cometidos por propia voluntad añaden fuerza a esta concupiscencia; sobre todo por la costumbre de pecar, que constituye, con razón, una segunda naturaleza; pero ni aun entonces adquiere la concupiscencia todo su vigor. No es completa si se peca más por ignorancia que por conocimiento. Por eso no dice el Apóstol: "No tenía", sino: Yo no conocía la concupiscencia si no dijera la ley: "No codiciarás". Ahora, con ocasión del precepto, el pecado produjo en mí toda suerte de concupiscencias 278. La concupiscencia está en toda su plenitud cuando se desea ardientemente lo prohibido y, conocido el pecado, sin excusa alguna de ignorancia, se viola la ley y se cometen monstruosidades.

La ley de Dios no es medio para corregir el pecado para aquellos que no socorre la gracia por el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Por eso, cuando dijo: El poder del pecado es la ley, como si se le replicase: "¿Qué haremos, si el pecado no se quita, sino que se aumenta por la ley?", añade a renglón seguido para indicar dónde está la esperanza de los combatientes: Gracias sean dadas a Dios, porque nos dio la victoria 279; o como se lee en otros códices griegos: Que nos dio la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo. Nada más cierto: Si nos fuera dada una ley que nos pudiera vivificar, la justicia vendría por la ley; pero la Escritura lo encerró todo bajo pecado, para que la Promesa fuese dada a los creyentes por la fe en Jesucristo 280.

Los creyentes son los hijos de la Promesa, vasos de misericordia a los que fue dada la ley por la fe en Jesucristo, porque consiguieron la misericordia para ser fieles, como de sí mismo dice el Apóstol; y así, la fe en el que comienza, y a la que referimos todo lo que hacemos con templanza, justicia y piedad, no lo atribuyamos a nuestro libre albedrío, como si no fuera un don de la misericordia de Dios, pues, como está escrito, es el que prepara nuestra voluntad.

La santa Iglesia, por boca de sus sacerdotes, ruega no sólo por los fieles, para que perseveren en la piedad y no desfallezcan en la fe, sino también por los infieles, para que lleguen a creer. Después que, por un abuso de su libre albedrío, cometió Adán un enorme pecado, arrastrando a la ruina a todo el género humano; y todo el que de esta condena universal es liberado, sólo lo puede ser por la gracia y misericordia de Dios; y todo lo que la ley de Dios ordena no se cumple sin el socorro, la inspiración y el don del que hizo la ley. Y es a él a quien se le ruega conceda a los fieles la perseverancia, el progreso y la perfección y es a él al que se implora para los infieles el comienzo en la fe. Estas oraciones de la santa Iglesia se multiplican en el mundo por el fervor, y desean debilitar y extinguir cuantos oponen el libre albedrío del hombre a la gracia y, con el pretexto de su defensa, se le encumbra para luego precipitarlo. Y entre los enemigos de la gracia estáis vosotros solos o, al menos, sois los más conspicuos, pues no queréis que Jesucristo sea el Jesús de los niños al sostener que no han sido contaminados con el pecado original; y fue llamado Jesús porque salva a su pueblo, no de enfermedades corporales, que él curaba incluso entre los que no pertenecían a su pueblo, sino de sus pecados 281.

Cuando dice el Apóstol: El aguijón de la muerte es el pecado 282, quiere con toda claridad designar la muerte del cuerpo, opuesta a la resurrección del cuerpo de la que habla; muerte que será absorbida por la victoria cuando resucite en cuerpo espiritual y deje de existir al ser revestido de inmortalidad, sin que el pecado lo pueda despojar nunca. Sin embargo, cuando añade: El poder del pecado es la ley 283, no se refiere a la ley dada en el paraíso, pues el pecado aún no existía, y esta ley no podía ser fuerza para él, mientras esta ley sobrevino para que abunde el pecado y se fortalezca la concupiscencia, que desde su aparición mata el cuerpo del hombre en el paraíso y que todo hombre trae al nacer; y no solamente la que se puede robustecer por los pecados cometidos durante una vida depravada, pero, sobre todo, esta concupiscencia que se excita en presencia de la ley y arrastra a uno hasta la prevaricación.

Es necesario vencer esta concupiscencia; victoria que nos hace dominar la concupiscencia del pecado, el temor a la muerte temporal y, por último, absorbe la enfermedad de nuestra condición mortal; victoria dada no por la ley de Moisés, sino por la gracia de Cristo. Por eso dice el Apóstol: El aguijón de la muerte es el pecado, el poder del pecado es la ley; pero gracias sean dadas a Dios por nuestro Señor Jesucristo 284. Como si dijera: "El aguijón de la muerte es el pecado, porque la muerte del cuerpo vino por el pecado; y son el mismo autor y la muerte misma los que resucitarán en la gloria, y al absorberla dirán al fin de los tiempos: ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?" 285 El aguijón, es decir, el pecado, entró en el mundo por un hombre, y con la muerte pasó a todos los hombres, multiplicado por los pecados personales, sin que la ley, que es santa, justa y buena, haya podido hacerle desaparecer, antes se ha convertido en una fuerza para el pecado; a causa de la prohibición, se enciende más la concupiscencia e impulsa a numerosas prevaricaciones. ¿Qué le queda al hombre si no es la ayuda de la gracia? Gracias sean dadas a Dios, que nos dio la victoria por nuestro Señor Jesucristo 286. Él nos perdona nuestras deudas, nos libra del peligro de las tentaciones, nos conduce a la victoria definitiva cuando sea absorbida la muerte del cuerpo para que el que se gloríe no confíe en su poder, sino que se gloríe en el Señor 287.

Esta es la fe verdadera y católica, la que nos enseña y nos hace creer que la muerte del cuerpo fue causada por el aguijón del pecado; fe muy distinta del error de los maniqueos, o mejor, opuesta diametralmente a él, pues ellos y vosotros decís, no con nosotros, que Adán fue creado mortal y, pecara o no pecara, debía morir. Sin embargo, al hablar así, no decimos que sois maniqueos; y, con todo, no veis la injusticia en la que incurrís llamándonos maniqueos, porque digan como nosotros, y nosotros como ellos, que la concupiscencia, lucha de la carne contra el espíritu, es un mal.

Vosotros decís lo mismo que dicen ellos, pero en un sentido muy diferente, pero no menos erróneo; porque vosotros no atribuís, como ellos, la muerte del cuerpo a una naturaleza extraña mezclada con la nuestra; pero creáis una naturaleza tal que no fue viciada por ningún pecado, y de esta manera desnaturalizáis el paraíso, morada de bienandanza y santas delicias, introduciendo en él, con aviesa e indecente intención, los funerales por los muertos y las torturas de los moribundos.

Nosotros, con los maniqueos, decimos que la concupiscencia de la carne, en lucha siempre contra el espíritu, es un mal y no viene del Padre 288; pero nos alejamos de ellos no por un error diferente, que sería herejía, sino por la verdad católica; y esta lucha de las dos concupiscencias entre carne y espíritu sostenemos que viene, no como opinan los maniqueos, de una naturaleza extraña, mala y coeterna a Dios, mezclada a la nuestra, sino que decimos, con Ambrosio y sus colegas, que vino a nuestra naturaleza por el pecado del primer hombre; y lo sostenemos con toda confianza contra los maniqueos y contra vosotros.

No decimos, como dicen ellos, que Cristo no se encarnó, ni, como vosotros, que tenía una naturaleza diferente de la nuestra; enseñamos, sí, que tomó nuestra naturaleza, exenta de pecado, sin la concupiscencia de la carne, que guerrea contra el espíritu, pero en toda su integridad. Vosotros, al negar que los males son males, pues rehusáis ver la causa en el pecado del primer hombre, los cambiáis para que no sean males, y con eso favorecéis el error de los que los atribuyen a una naturaleza mala, coeterna a Dios, bien eterno; en vano, pues, los condenáis, cuando en realidad, de una manera miserable, en vuestra ceguera les prestáis ayuda.