LIBRO I
CAPÍTULO I
La exposición de la divina Escritura se funda en la invención y en la enunciación, la cual afrontamos con el auxilio divino
1. Dos son los fundamentos en que se basa toda la exposición de las divinas Escrituras: En el modo de encontrar las cosas que deben ser entendidas, y el modo de explicar las cosas que se han entendido. Primero disertaremos sobre el modo de encontrar, después sobre el modo de exponer. Empresa grande y ardua; y si es difícil sustentarla, temo no sea temerario emprenderla. En verdad, así sería si presumiéramos de nuestras propias fuerzas. Pero la esperanza de llevar a cabo esta obra se funda en Aquel por el cual conservamos en el pensamiento muchas cosas comunicadas sobre este asunto, y, por lo tanto, no se ha de temer que deje de darnos las demás, cuando empezamos a emplear las que nos dio. Todo objeto que no disminuye cuando se da, mientras se tiene y no se da, no se tiene como debe ser tenido. El Señor dijo: Al que tiene se le dará1. Dará, pues, a los que tienen, es decir, llenará y acrecentará lo que dio a los que usaron con libertad de aquello que recibieron. Cinco y siete eran los panes antes de empezar a ser distribuidos entre los hambrientos, mas una vez que comenzaron a distribuirse, se llenaron los cestos y cuévanos después de saciar a tantos miles de hombres2. Luego así como aquel pan se acrecentó cuando se dividía, de igual modo cuando comiencen a ser distribuidas las cosas que me suministró el Señor para emprender esta obra, se multiplicarán sugiriéndolas Él, a fin de que en este oficio nuestro no sólo no sintamos escasez alguna, sino que nos regocijemos de una abundancia admirable.
CAPÍTULO II
Qué sea «cosa», y qué sea «signo»
2. Toda instrucción se reduce a enseñanza de cosas y signo; mas las cosas se conocen por medio de los signos. Por lo tanto, denominamos ahora cosas a las que no se emplean para significar algo, como son una vara, una piedra, una bestia y las demás por el estilo. No hablo de aquella vara de la cual leemos que introdujo Moisés en las aguas amargas para que desapareciera su amargura3; ni de la piedra que Jacob puso de almohada debajo de su cabeza4; ni de la bestia aquella que Abraham inmoló en lugar de su hijo5. Estas son de tal modo cosas que, al mismo tiempo, son signos de otras cosas. Existen otras clases de signos cuyo uso solamente se emplea para denotar alguna significación, como son las palabras. Nadie usa de las palabras si no es para significar algo con ellas. De aquí se deduce a qué llamo signos, es decir, a todo lo que se emplea para dar a conocer alguna cosa. Por lo tanto, todo signo es al mismo tiempo alguna cosa, pues lo que no es cosa alguna no es nada, pero no toda cosa es signo. En esta división de cosas y signos, cuando hablamos de las cosas, de tal modo hablamos que, a pesar de que algunas pueden ser empleadas para ser signos de otra cosa, no embarace su dualidad el fin que nos propusimos de hablar primero de las cosas y después de los signos. Retengamos en la memoria que ahora se ha de considerar en las cosas lo que son, no lo que, aparte de sí mismas, puedan significar.
CAPÍTULO III
División de las cosas
3. Unas cosas sirven para gozar de ellas, otras para usarlas y algunas para gozarlas y usarlas. Aquellas con las que nos gozamos nos hacen felices; las que usamos nos ayudan a tender hacia la bienaventuranza y nos sirven como de apoyo para poder conseguir y unirnos a las que nos hacen felices. Nosotros, que gozamos y usamos, nos hallamos situados entre ambas; pero, si queremos gozar de las que debemos usar, trastornamos nuestro tenor de vida y algunas veces también lo torcemos de tal modo que, atados por el amor de las cosas inferiores, nosretrasamos o nos alejamosde la posesión de aquellas que debíamos gozar una vez obtenidas.
CAPÍTULO IV
Qué cosa sea gozar y usar
4. Gozar es adherirse a una cosa por el amor de ella misma. Usar es emplear lo que está en uso para conseguir lo que se ama, si es que debe ser amado. El uso ilícito más bien debe llamarse abuso o corruptela. Supongamos que somos peregrinos, que no podemos vivir sino en la patria, y que anhelamos, siendo miserables en la peregrinación, terminar el infortunio y volver a la patria; para esto sería necesario un vehículo terrestre o marítimo, usando del cual pudiéramos llegar a la patria, en la que nos habríamos de gozar; mas si la amenidad del camino y el paseo en el carro nos deleitase tanto que nos entregásemos a gozar de las cosas que sólo debimos utilizar, se vería que no querríamos terminar pronto el viaje; engolfados en una perversa molicie, enajenaríamos la patria, cuya dulzura nos haría felices. De igual modo, siendo peregrinos que nos dirigimos a Dios en esta vida mortal6, si queremos volver a la patria donde podemos ser bienaventurados, hemos de usar de este mundo, mas no gozarnos de él, a fin de que, por medio de las cosas creadas, contemplemos las invisibles de Dios7, es decir, para que, por medio de las cosas temporales, consigamos las espirituales y eternas.
CAPÍTULO V
Dios es la Trinidad, objeto del que debemos gozar
5. La cosa que se ha de gozar es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, es decir, la misma Trinidad. La única y suprema cosa agradable a todos, si es que puede llamarse cosa, y no más bien el principio de todas las cosas, si también puede llamarse principio. Porque no es fácil encontrar un nombre que pueda convenir a tanta grandeza por el que se denomine de manera adecuada a esta Trinidad, sino diciendo que es un solo Dios de quien, por quien y en quien son todas las cosas8. Así el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son, cada uno de ellos, Dios; y los tres, un solo Dios: asimismo, cada uno de ellos es una esencia completa, y los tres juntos, una sola esencia. El Padre no es Hijo ni Espíritu Santo; el Hijo no es Padre ni Espíritu Santo; el Espíritu Santo no es Padre ni Hijo. El Padre es sólo Padre, el Hijo únicamente Hijo, y el Espíritu Santo solamente Espíritu Santo. Los tres tienen la misma eternidad, la misma inmutabilidad, la misma majestad, el mismo poder. El Padre es la unidad, el Hijo la igualdad, el Espíritu Santo la armonía de la unidad y la igualdad; estas tres cosas son todas una por el Padre, iguales por el Hijo y armónicas por el Espíritu Santo.
CAPÍTULO VI
De qué modo es Dios inefable
6. ¿Hemos hablado y pronunciado algo digno de Dios? Ciertamente conozco que no he dicho nada de lo que hubiera querido decir. Si lo dije, esto no es lo que quise decir. ¿Por qué medio conozco esto? Porque Dios es inefable; y si fuese inefable lo que fue dicho por mí, no hubiera sido dicho por mí. Tampoco debe denominarse a Dios inefable, pues, cuando esto se dice, algo se dice. No sé qué lucha de palabras existe, porque si es inefable lo que no puede ser expresado, no será inefable lo que puede llamarse inefable. Esta contienda de voces más bien debe ser acallada con el silencio, que apaciguada con las palabras. Sin embargo, Dios, aunque de Él no podamos decir cosa alguna, escucha la ofrenda de nuestra voz, y quiere nos alegremos con nuestras voces dirigidas en alabanza de Él. De aquí procede que se le llame Dios. Ciertamente que no se le conoce por el ruido de estas dos sílabas De—us, pero los conocedores de la lengua latina, al percibir sus oídos este sonido, los excita a pensar en una naturaleza excelentísima e inmortal.
CAPÍTULO VII
Todos conocen a Dios pensando que no hay nada mejor
7. Cuando piensan en aquel único Dios de los dioses, aquellos que también fingen, adoran y llaman dioses a las cosas del cielo o de la tierra, de tal modo piensan, que no intenta su mente percibir cosa alguna, a no ser lo que sea más excelente y mejor. Pero los hombres se mueven por bienes diversos, parte por los que pertenecen al sentido del cuerpo, parte por los que tocan a la inteligencia. Los que se entregan a los sentidos del cuerpo juzgan que el Dios de los dioses es el mismo cielo o lo más sobresaliente que ven en él, o el mismo mundo. Pero si pretenden buscar a Dios fuera del mundo, entonces se imaginan o que es algo luminoso y esto infinito, o que tiene aquella forma que les parece mejor, y esto lo piensan por una vana sospecha; o también lo juzgan de figura humana, si es que en su modo de pensar la anteponen a todas las otras. Si creen que no exista un solo Dios de dioses, sino que piensan más bien que hay muchos o innumerables dioses iguales, de tal modo representan a éstos en su alma, que les atribuyen la cualidad corporal que a cada uno le parece más sobresaliente. Los que se encaminan por medio de la inteligencia a entender lo que es Dios, le anteponen a todas las cosas visibles y corporales, a todas las espirituales e inteligibles que sean mudables. Todos luchan a porfía por dotar a Dios de una suprema excelencia. No puede encontrarse persona alguna que crea que Dios es algo mejor de lo que es. Por lo tanto, todos piensan unánimemente que Dios es lo que se antepone a todas las cosas.
CAPÍTULO VIII
Por ser Dios la Sabiduría inmudable, debe ser antepuesto a todas las cosas
8. Como todos los que piensan en Dios, piensan en algo que vive, únicamente no pueden pensar de Dios cosas indignas y absurdas, los que piensan sobre esta misma vida de Dios. Y así cualquiera que sea la forma de cuerpo con que se le venga a su pensamiento, la consideran que vive o no vive, y la que vive la anteponen a la que no vive. Y respecto a esta misma forma viviente del cuerpo, por mucha que sea la luz con que brille, por grande que sea la magnitud con que sobresalga, por bella que sea la hermosura de que se adorne, la prefieren por su incomparable excelencia a la mole, la cual es vigorizada y animada por ésta, pues una cosa es la mole y otra la vida con la cual comprenden se vigoriza. Luego continúan examinando la misma vida, y si la encuentran vegetando sin sentido, como es la del árbol, la posponen a la que siente, cual es la de las bestias, y a ésta anteponen la que entiende, cual es la del hombre. Pero, al verla mudable, se mueven a posponerla a la vida inmudable, la que no es una vez ignorante y otra sabia, sino que es la misma sabiduría. La mente sabia, es decir, la que alcanzó la Sabiduría, no era sabia antes de conseguirla; sin embargo, la misma Sabiduría nunca fue necia y jamás podrá serlo. Si los hombres no alcanzasen a divisarla en modo alguno antepondrían, con absoluta confianza, la vida inmudablemente sabia a la vida del alma. Y es que a esta norma de verdad, de la que se sirven para proclamar a todos los vientos que ella es la mejor, la ven inmudable, y no la ven en parte alguna, sino por encima de su naturaleza, puesto que ellos se ven mudables,
CAPÍTULO IX
Todos conocen que la Sabiduría inmutable debe ser preferida a la mudable
9. Nadie hay tan descarado y petulante que diga: ¿De dónde conoces que la vida inmutable y sabia debe ser preferida a la mudable? Porque esto mismo que él interroga, ¿de dónde lo sé yo? Ordinaria e inmudablemente, es notorio a todos para ser contemplado. Y quien no vea esto es como un ciego ante el sol, a quien el fulgor de tan clara y presente luz, enviado a la cuenca de sus ojos, de nada le sirve. El que ve y no obstante se ofusca, es que tiene enferma la mirada de la mente por la costumbre de las sombras carnales. Los hombres de perversas costumbres son rechazados de la patria por vientos contrarios, al seguir unos bienes que son más bajos y abyectos respecto de aquel que confiesan ser mejor y más excelente.
CAPÍTULO X
Para ver a Dios debe ser purificada el alma
10. Por lo tanto, debiendo gozar de aquella verdad, que vive inmudablemente y por la cual el Dios Trinidad, autor y creador del mundo, cuida de las cosas que creó, debe ser purificada el alma, a fin de que pueda contemplar aquella luz y adherirse a ella después de contemplada. A esta purificación la podemos considerar como cierto andar y navegar hacia la patria, pues no nos acercamos al que está presente en todos los sitios por movimientos corporales, sino por la buena voluntad y las buenas costumbres.
CAPÍTULO XI
La Sabiduría encarnada, ejemplo de la purificación del alma
11. Esto no lo conseguiríamos si la misma Sabiduría no se hubiera dignado adaptarse a nuestra no pequeña flaqueza carnal, para darnos ejemplo de vida, precisamente haciéndose hombre, porque nosotros también somos hombres. Como obramos sabiamente nosotros cuando nos acercamos a ella, cuando ella viene a nosotros, los hombres soberbios creen que lo hizo por necesidad. Mas porque convalecemos cuando nosotros nos acercamos a ella, cuando ella se acerca a nosotros, la juzgamos como debilidad. Pero lo «necio de Dios es más sabio que los hombres, y lo flaco de Dios es más fuerte que los hombres»9. Luego siendo ella la patria, se hizo también el camino para llevarnos a la patria.
CAPÍTULO XII
De qué modo la Sabiduría de Dios viene a nosotros
Estando presente en todas las partes al ojo interior puro y sano, se dignó aparecer a los ojos carnales de aquellos que tienen su vista interior impura y enferma. Como el mundo, por medio de su sabiduría, no podía conocer a Dios en la Sabiduría de Dios, agradó al Señor por la locura de la predicación salvar a los creyentes10.
12. Cuando se dice que vino a nosotros la Sabiduría de Dios, se da a entender que no vino recorriendo espacios locales, sino apareciéndose a los hombres en carne mortal. Vino allí donde estaba, porque estaba en el mundo que fue hecho por ella. Mas como los hombres, formados a imagen del mundo, y, por tanto, llamados convenientemente con el nombre de mundo, se entregaron, arrastrados por la concupiscencia, al gozo de la criatura posponiendo al Creador, no la conocieron. Por eso dijo el evangelista y el mundo no le conoció11. En conclusión, el mundo, en la Sabiduría de Dios, no podía conocer a Dios por la humana sabiduría. ¿Luego por qué vino si ya estaba aquí? Sólo porque agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación.
CAPÍTULO XIII
El Verbo se hizo carne
¿Cómo vino? «Haciéndose el Verbo carne y habitando entre nosotros»12. Así como al hablar el sonido se hace palabra de lo que llevamos en el corazón, a fin de que lo que llevamos en el alma penetre en el oído del que oye, lo que llamamos lenguaje, sin que nuestro pensamiento se convierta en este sonido, sino que permaneciendo íntegro en sí, toma, sin menoscabo de algún cambio propio, la forma de voz, mediante la cual penetra en los oídos. Igualmente la palabra de Dios sin mudanza se hizo carne y habitó entre nosotros.
CAPÍTULO XIV
De cómo sana al hombre la Sabiduría de Dios
13. Como la cura es el medio para sanar, así este remedio, es decir, la Sabiduría de Dios, tomó a los pecadores para sanarlos y restablecerlos. Y como el médico cuando venda la herida no lo hace desaliñadamente, sino con todo cuidado para que a la utilidad del vendaje acompañe también cierta hermosura, igualmente la medicina de la sabiduría se acomoda a nuestras heridas por la toma del hombre, curando algunas veces por medio de cosas opuestas y otras por semejantes. Así como el que cura las heridas del cuerpo unas veces aplica remedios opuestos, lo frío a lo cálido, a lo seco lo húmedo, y así de este modo; y otras se vale de los remedios que son semejantes y, por lo tanto, usa un pañito redondo para una herida redonda, o un retazo alargado para una herida alargada, y aun no emplea la misma ligadura para todos los miembros, sino que adapta la semejante a los semejantes, así la Sabiduría de Dios, para curar al hombre, se presentó ella misma con el fin de sanarlo; ella es el médico y la medicina. Y como el hombre cayó por la soberbia, empleó la humildad para sanarlo. Fuimos engañados por la sabiduría de la serpiente, y librados por la necedad de Dios; pero la que se llama sabiduría fue necedad para los que despreciaron a Dios, y la que se llama ignorancia, es sabiduría con la que se vence al demonio. Nosotros morimos por usar mal de la inmortalidad. Cristo usó bien de la mortalidad para que vivamos nosotros. Habiendo depravado su alma la mujer, dio entrada a la enfermedad; permaneciendo íntegro el cuerpo de la Virgen, brotó la salud. También pertenece a los mismos remedios contrarios el ejemplo de las virtudes del Señor, por cuyo ejemplo se curan los vicios. Entre los semejantes, que son como vendas para los miembros aplicadas a nuestras heridas, está el haber sido engañados por la mujer y el nacer de ella un hombre para los hombres, un mortal para los mortales, uno que, con la muerte, libró a los muertos. La necesidad de continuar la obra emprendida nos fuerza a pasar por alto otras muchas cosas que, pensadas más diligentemente por los que no tienen prisa, presenta la enseñanza de la medicina cristiana de los contrarios y semejantes.
CAPÍTULO XV
Por la resurrección y la ascensión de Cristo se fortalece la fe y se aviva el conocimiento
14. Creída la Resurrección del Señor de entre los muertos y su Ascensión a los cielos, sobremanera corrobora nuestra fe. Porque no poco demuestran estos misterios de cuán buena gana entregó por nosotros su alma el que tuvo la potestad de volverla a tomar. Luego, cuán grande será la seguridad con que se endulza la esperanza de los que creen en Él, considerando lo mucho que padeció por tantos que aún no creían en Él; además, la esperanza de la venida del cielo del juez de vivos y muertos infunde un gran temor a los negligentes para que vuelvan a la solicitud y mejor le ansíen obrando el bien, que le teman obrando el mal. ¿Quién tiene palabras para expresar, o pensamiento para poder comprender lo que Él nos ha de dar al fin de los tiempos, cuando, para consolarnos en este destierro, nos dio el inmenso don del Espíritu Santo, mediante el cual, por la confianza y su gran amor, poseemos en las adversidades de esta vida a quien aún no vemos; y nos ofrece asimismo sus propios dones para enseñanza de su Iglesia a fin de que lo que manifiesta debe ser hecho lo hagamos no sólo sin murmurar, sino deleitándonos?
CAPÍTULO XVI
La Iglesia de Cristo, que es su cuerpo y esposa, es purificada por Él con remedios medicinales
15. La Iglesia es el cuerpo de Cristo, conforme lo enseña la doctrina apostólica13, la cual también se llama esposa. Su cuerpo, compuesto de muchos miembros con diversos oficios14, se halla atado con el nudo de la unidad y de la caridad como si fuera la ligadura de la salud. En el tiempo presente, Dios ejercita y purifica con ciertas molestias medicinales a su esposa, 1a Iglesia, para que, al sacarla de este siglo, la junte consigo en la eternidad no teniendo mancha o arruga, o algún parecido defecto15.
CAPÍTULO XVII
Cristo, perdonando los pecados, patentiza el camino hacia la patria
16. Sin duda estamos en el camino; pero como este camino no es camino de piedra, sino de deseos, el cual estaba obstruido por una valla de espinas, es decir, por la malicia de los pecados pasados, ¿qué cosa pudo hacer con más generosidad y bondad el que quiso hacerse a sí mismo camino por donde transitáramos, sino condonar los pecados a los que vuelven a Él, y, crucificado por nuestra salud, arrancar esos obstáculos tan arraigados que nos impedían la entrada en el camino del cielo?
CAPÍTULO XVIII
Las llaves que entregó Jesucristo a la Iglesia
17. Estas llaves las dio Jesucristo a su Iglesia para que lo que desatase ella en la tierra fuese desatado en el cielo, y lo que ligase en la tierra fuese ligado en el cielo16. Es decir, que al que no cree que la Iglesia de Dios le perdona los pecados, no le son perdonados; pero el que cree, y corregido se aparta de ellos, permaneciendo en el gremio de ella, con esta fe y corrección es sanado. El que piensa que sus pecados no pueden ser perdonados, con la desesperación se hace peor, como si ya, al desconfiar del fruto de su conversión, no le quedase otro recurso mejor que el ser malo.
CAPÍTULO XIX
De la muerte y resurrección del cuerpo y del alma
18. Como el abandono de las primeras malas costumbres, que se hace con el arrepentimiento, es cierta muerte del alma, así la muerte del cuerpo es la cesación de la vida interior, y como el alma se cambia en mejor por la penitencia, con la cual destruyó las depravadas costumbres anteriores, del mismo modo se ha de creer y esperar que el cuerpo después de la muerte, a la que todos estamos sujetos por el vínculo del pecado, se ha de trocar en mejor por la resurrección; pues no siendo posible que la carne y la sangre se adueñen del reino de Dios, este cuerpo corruptible y mortal recibirá la incorruptibilidad y la inmortalidad17, y así, sin causar molestia a su alma, sin soportar indigencia alguna, será vivificado por el alma bienaventurada y perfecta, con suma quietud.
CAPÍTULO XX
Quiénes resucitarán más para el castigo que no para la vida
19. El alma de aquel que no muere a este mundo y que no comienza a amoldarse a la verdad, incurrirá en una muerte más seria que la muerte del cuerpo, pues no resucitará para recibir la transformación correspondiente a la vida del cielo, sino para recibir el castigo debido a la culpa.
CAPÍTULO XXI
Sobre la resurrección del cuerpo
La fe nos enseña, y debemos creer como cierto, que ni el alma ni el cuerpo humano padecen la destrucción total, sino que los impíos resucitarán para soportar penas incalculables y los justos para gozar de una vida eterna y feliz.
CAPÍTULO XXII
De sólo Dios se ha de gozar
20. De entre todas las cosas que existen, únicamente debemos gozar de aquellas que, como dijimos, son inmudables y eternas; de las restantes hemos de usar para poder conseguir el gozo de las primeras. Nosotros, que gozamos y usamos de todas las cosas, somos también una cosa. Ciertamente gran cosa es el hombre, pues fue hecho a imagen y semejanza de Dios, no en cuanto se ajusta al cuerpo mortal, sino en cuanto que es superior a las bestias por la excelencia del alma racional. Aquí se suscita la gran cuestión, si el hombre debe gozar de sí mismo, o usar; o si gozar y usar. Se nos ha dado un precepto de amarnos unos a otros. Pero se pregunta: ¿Se debe amar al hombre por causa del hombre o por otra cosa distinta? Si se le ama por él, es gozar; si se le ama por otro motivo, es usar de él. A mí me parece que debe ser amado por otro motivo, pues lo que debe amarse por sí mismo constituye en sí mismo la vida bienaventurada, la cual, aunque todavía no la poseemos, sin embargo, su esperanza nos consuela en esta vida. Maldito, dice la Escritura, el que pone la esperanza en el hombre18.
21. Es más, si bien se considera, ni aun de sí mismo debe gozar el hombre, porque nadie debe amarse a sí mismo por sí mismo, sino por aquel de quien debe gozar. Entonces es el hombre perfecto, cuando dirige toda su vida hacia la vida inmudable, uniéndose a ella con todo su afecto. Si se ama a sí mismo por sí mismo, no se encamina hacia Dios, pues dirigido a sí propio, se aleja de lo inmudable. Y, por tanto, ya goza de sí con algún defecto, pues mejor es el hombre cuando enteramente se une y se abraza con el bien inmudable, que cuando se aleja de él para volverse a sí mismo. Luego si a ti mismo no te debes amar por ti mismo, sino por aquel que es el rectísimo fin de tu amor, no arda en cólera ningún otro hombre porque también le amas a él, no por él, sino por Dios. Dios ha establecido esta regla de amor: Amarás —dijo— a tu prójimo como a ti mismo; pero a Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu entendimiento19, a fin de que dirijas todos tus pensamientos, toda tu vida, toda tu mente hacia aquel de quien recibiste las mismas cosas que le consagras. Cuando dice: Con tu corazón, con toda tu alma, con todo el entendimiento, ninguna parte de nuestra vida omite que deba eximirse de cumplir este deber para entregarse al gozo de otra distinta, sino que manda que todo lo que fuera de Dios se presente al alma para ser amado, sea como arrastrado hacia el bien adonde se dirige todo el ímpetu del amor. Cualquiera que ama rectamente a su prójimo ha de procurar que también éste ame a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente; de este modo, amándole como a sí mismo, todo su amor y el del prójimo lo encamina al amor de Dios, cuyo amor no permite que nazca de él algún arroyuelo que disminuya el caudal por tal filtración.
CAPÍTULO XXIII
El hombre no necesita precepto para amarse a sí mismo y a su cuerpo. Perverso amor de sí mismo
22. No todas las cosas de las que hemos de usar deben amarse, sino únicamente aquellas que, o se encaminan a Dios como son el hombre y el ángel, o se relacionan con nosotros y necesitan de nuestro apoyo para conseguir el beneficio de Dios, como es nuestro cuerpo. Porque ciertamente los mártires no amaron el crimen de sus perseguidores, pero usaron de él para conseguir el gozo con Dios. Cuatro son los géneros de cosas que han de amarse: uno, el que está sobre nosotros; otro, nosotros; el tercero, lo que se halla junto a nosotros; y el cuarto, lo que es inferior a nosotros. Sobre el segundo y cuarto no era necesario se diesen preceptos. Pues, por mucho que el hombre se aparte de la verdad, siempre le queda el amor de sí mismo y el de su cuerpo; porque el alma que huye de la luz inmutable que reina sobre todos los seres, lo hace para imperar en sí misma y en su cuerpo y, por lo tanto, no puede menos de amarse a sí misma y a su mismo cuerpo.
23. Juzga el hombre que ha conseguido un gran triunfo si logra dominar a sus compañeros, es decir, a otros hombres; porque es innato al alma viciosa apetecer de extraordinaria manera y exigir como cosa debida, lo que propiamente se debe al único Dios. Tal amor de sí mismo mejor se llama odio. Es inicuo querer que le sirvan las cosas que son inferiores al hombre, no queriendo él servir a lo que le es superior; por esto se dijo: El que ama la iniquidad, odia su alma20; y de aquí proviene que el alma se debilita y enferma, y es atormentada por el cuerpo mortal, porque es necesario que le ame y sufra las consecuencias de su corrupción. La inmortalidad y la incorruptibilidad del cuerpo se originan de la sanidad del alma, mas ésta consiste en unirse firmísimamente al bien más perfecto, es decir, a Dios inmudable. Cuando el hombre intenta dominar a los que son por naturaleza iguales a él, es decir, a los hombres, esto constituye una soberbia absolutamente intolerable.
CAPÍTULO XXIV
Nadie aborrece a su carne, ni los que la mortifican
24. Nadie se aborrece a sí mismo. Jamás se suscitó esta cuestión con secta alguna. Nadie odia a su cuerpo porque es cierto lo que dice el Apóstol: Ninguno tuvo jamás odio a su carne21. Lo que no pocos dicen que quisieran carecer enteramente de cuerpo, por completo se engañan, pues lo que odian no es su cuerpo, sino su peso y su corrupción. Desean carecer no de cuerpo, sino tenerle incorrupto y ligero, pero juzgan que no sería cuerpo si fuese tal, porque esto es el alma. Los que parece que aborrecen sus cuerpos por afligirlos con ciertos trabajos y ayunos, al ejecutarlo con rectitud, no lo hacen para desprenderse de él, sino para tenerle sujeto y preparado para las obras necesarias. Pretenden, pues, por esta milicia trabajosa del cuerpo, apagar las concupiscencias, de las cuales abusa su cuerpo, es decir, las inclinaciones y malas costumbres del alma, que la inclinan a gozar las cosas abyectas. Por tanto, no se pretende quitarle la vida, sino cuidar de su salud.
25. Los que ejecutan esto con perversidad declaran guerra a su cuerpo como si fuese un natural enemigo, engañándose en lo que leen: La carne apetece contra el espíritu y el espíritu contra la carne, estos dos seres son mutuamente contrarios22. Se dice esto por la indómita costumbre carnal contra la cual lucha el espíritu, no para destruir el cuerpo sino para que, dominada la concupiscencia de él, es decir, la perversa costumbre, quede sometido al espíritu, como lo pide el orden de la naturaleza. Después de la resurrección tendrá lugar esto, de suerte que gozará el cuerpo de un vigor absoluto y de una paz suma, estando sometido inmortalmente al espíritu; por lo tanto, se ha de procurar que esto también tenga lugar en la vida presente, para que la inclinación de la carne se mude en mejor y así no se oponga al espíritu con movimientos desordenados. Hasta tanto no se logre esto, la carne apetece contra el espíritu. El espíritu no se opone a la carne por el aborrecimiento que a ella le tenga, sino por el dominio, porque cuanto más la ama tanto más la quiere tener sometida a él, que es mejor que ella. Tampoco la carne se enfrenta al espíritu por aborrecimiento, sino por la inclinación inveterada de la mala costumbre, heredada de nuestros primeros padres, que se ha arraigado en ella como ley de la naturaleza. Luego lo que hace el espíritu domando la carne es romper los lazos de la mala costumbre y establecer la paz de una buena amistad. Con todo, ni los que detestan sus cuerpos, engañados con una falsa opinión, estarían prontos a perder un ojo, aun sin sentir dolor, y aunque les quedase en el otro tanta perspicacia cuanta tenían con ambos; a no ser que a ello les obligue otra cosa que debiera ser antepuesta. Con este ejemplo y otros parecidos, se demuestra a los que buscan la verdad sin pertinacia, lo cierta que es la sentencia apostólica que dice: Nadie aborreció jamás a su carne, a la que añade: Sino que la alimenta y abriga como Jesucristo a su Iglesia23.
CAPÍTULO XXV
Aunque se ame a otra cosa más que a su cuerpo, sin embargo, no por esto se aborrece el cuerpo
26. Dudar de que el hombre se ama a sí mismo y que desea su bien, es propio de un falto de juicio. Sin embargo, se ha de prescribir el modo de amarse a sí mismo, es decir, cómo se ame con provecho. También se ha de establecer la norma de amar a su cuerpo para que mire por él con prudencia y con orden. Porque es cierto que ama a su cuerpo y que desea conservarle sano y entero. Pero también alguno puede amar algo más que la salud y la integridad de su cuerpo. De muchos se dice que voluntariamente padecieron dolores y soportaron la amputación de sus miembros para conseguir otras cosas que amaron con amor más intenso. Mas por esto, no se ha de decir que algún hombre no ame la salud y la integridad de su cuerpo porque ame más alguna otra cosa. El avaro, aunque ame el dinero, sin embargo lo emplea para comprar pan; cuando lo hace, lo gasta a pesar de que desea aumentarlo y del amor que le tiene; pero es porque estima en más la salud de su cuerpo que con aquel pan se sustenta. Es, pues, superfluo disputar por más tiempo de asunto tan manifiesto; sin embargo, muchas veces el error de algunos impíos nos obliga a tratarlo.
CAPÍTULO XXVI
Se ha dado el precepto de amar a Dios, al prójimo y a sí mismo
27. No hubo necesidad de dar un precepto para que el hombre se amase a sí mismo y también a su cuerpo; lo que somos y lo que es inferior a nosotros, como pertenece a nosotros, lo amamos por la ley inviolable de la naturaleza, la cual también se promulgó en favor de las bestias, porque todas las bestias se aman a sí y a sus cuerpos. Restaba que se nos entregasen preceptos para amar lo que está sobre nosotros y lo que se halla junto a nosotros. El evangelista dice: Amarás a tu Dios y Señor con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos preceptos se incluye toda la ley y los profetas24. Así, pues, el fin del precepto es el amor25, mas duplicado, es decir, amor de Dios y del prójimo. Si comprendes todo tu ser, esto es, tu alma y tu cuerpo, y todo el ser de tu prójimo, es decir, su alma y su cuerpo (el hombre consta de cuerpo y de alma), observarás que no se omitió en aquellos dos preceptos género alguno de cosas que deben amarse. Mas como se intima el amor de Dios y aparece prescrito el modo de amarle, de tal suerte que todas las cosas converjan en él, parece que nada se dijo del amor del hombre a sí mismo. Pero al escribirse amarás al prójimo como a ti mismo no deja de intimarse al mismo tiempo el amor que cada uno debe tenerse a sí mismo.
CAPÍTULO XXVII
Orden del amor
28. Vive justa y santamente el que estime en su valor todas las cosas. Éste será el que tenga el amor ordenado de suerte que ni ame lo que no deba amarse, ni deje de amar lo que debe ser amado, ni ame más lo que se debe amar menos, ni ame con igualdad lo que exige más o menos amor, ni ame, por fin, menos o más lo que por igual debe amarse. Ningún pecador debe ser amado en cuanto es pecador. A todo hombre, en cuanto hombre, se le debe amar por Dios y a Dios por sí mismo. Y como Dios debe ser amado más que todos los hombres, cada uno debe amar a Dios más que a sí mismo. También se debe amar a otro hombre más que a nuestro cuerpo; porque todas las cosas se han de amar por Dios y el hombre extraño a nosotros puede gozar de Dios con nosotros, lo que no es capaz nuestro cuerpo que vive del alma con la que gozaremos de Dios.
CAPÍTULO XXVIII
A quién se debe socorrer cuando no se puede a todos, ni a dos
29. Todos deben ser amados igualmente, pero cuando no se puede socorrer a todos, ante todo se ha de mirar por el bien de aquellos que, conforme a las circunstancias de lugares y tiempos de cada cosa, se hallan más unidos a ti como por una especie de suerte. Así como abundando tú en algo que debieras repartir entre los que no tienen nada, y acercándose dos de los cuales ni uno ni otro, o por la indigencia o por la necesidad, se hallasen en distinto nivel de miseria, sin poder socorrer a los dos, no harías en esta ocasión cosa más justa que echar a suertes, para dar a uno lo que no puedes dar a los dos; así también, cuando no puedas favorecer a todos los hombres, se ha de considerar como suerte la mayor o menor conexión que tuviesen contigo.
CAPÍTULO XXIX
Debemos desear y procurar que todos amen a Dios
30. De todos los que pueden gozar de Dios con nosotros, amamos a unos a quienes favorecemos; amamos a otros que nos favorecen; amamos a algunos de quienes necesitamos auxilio y al mismo tiempo atendemos a su indigencia; amamos, por fin, a otros a quienes no somos de ninguna utilidad, ni tampoco la esperamos de ellos. Pero debemos querer que todos amen a Dios con nosotros, y ordenar a este único fin todo el bien que les hacemos o que ellos nos hacen. Si en los escenarios de la maldad, el que ama a un gran cómico se llena de tan inmenso gozo por la destreza de él, que ama también a todos los que con él le admiran, y los ama no por ellos, sino por el cómico a quien juntos aman; y cuanto es más ferviente el amor que le tiene, tanto más procura por distintas maneras que sea amado de muchos y tanto más desea darle a conocer a cuantos pudiere; y al que ve indiferente, intenta cuanto puede excitarle al amor con alabanzas al cómico; pero, si halla que alguno le es positivamente contrario, aborrece en él el aborrecimiento que tiene a su apasionado y procura e intenta por todos los medios arrancarle esta aversión. ¿Qué no debemos ejecutar nosotros en la comunidad del amor a Dios, en cuyo gozo consiste la bienaventuranza y de quien todos los que le aman han recibido el ser y el mismo amor que le tienen; de quien no tememos que, conocido, pueda desagradar a ninguno; y que si quiere ser amado no es para que se le dé algo, sino para dar a los que le aman el premio eterno, es decir, la posesión y gozo del mismo Dios? De aquí se deduce que hemos de amar aun a nuestros enemigos, porque no tememos que puedan quitarnos el bien que amamos; antes bien, nos compadecemos de ellos porque, cuanto más nos odian, tanto más se alejan del bien que amamos. Si volvieren a Él, le amarían como a bien que da la bienaventuranza, y necesariamente nos amarían como compañeros participantes con ellos del bien infinito.
CAPÍTULO XXX
Todos los hombres y los ángeles son nuestros prójimos
31. Se presenta aquí no pequeña cuestión sobre los ángeles. Ellos son bienaventurados gozando ya de aquel bien que nosotros anhelamos gozar. Y lo poquito que en esta vida gozamos nosotros como por espejo o enigma26, nos hace soportar con mayor tolerancia esta nuestra peregrinación hacia él, y más ardientemente deseamos acabarla. No se pregunta sin fundamento si aquellos dos preceptos del amor alcanzan también a los ángeles. Porque el que mandó a los hombres amar al prójimo, no excluyó a ninguno de los hombres de esta ley, como el mismo Señor lo demostró en el evangelio y también el apóstol San Pablo. Pues como aquel a quien propuso el Señor dichos preceptos, añadiendo que en ellos se encerraba toda la ley y los profetas, interrogase al Señor diciendo quién es mi prójimo, le propuso la parábola de un hombre que, bajando de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos ladrones, que habiéndole robado y herido gravemente le dejaron allí medio muerto. El Señor le enseñó que el prójimo era aquel que se paró ante el herido y usó de misericordia con él, reanimándole y curándole; lo que también confesó el que había preguntado. A éste dijo el Señor: Anda y haz tú lo mismo27, para que entendiéramos que nuestro prójimo es aquel con quien hemos de ejercitar la misericordia, si la necesita, o con quien debiéramos ejercitarla si la necesitara. De donde se infiere, que también es nuestro prójimo aquel que recíprocamente debe ejecutar esto con nosotros. El nombre de prójimo indica relación y nadie puede ser prójimo sino de su prójimo. ¿Quién no ve que a ninguno se excluye del precepto y a nadie se niega el deber que exige la misericordia, cuando el mandato se extiende hasta los enemigos, según lo dijo el Señor: Amad a vuestros enemigos y haced bien a los que os aborrecen?28
32. Esto mismo enseña el apóstol San Pablo cuando dice: No adulterarás, no cometerás homicidio, no hurtarás, no codiciarás, y, si existe otro mandato, se encierra en esta sentencia: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Pues el amor del prójimo no ejecuta mal alguno29. Luego cualquiera que piense que el Apóstol no dio aquí el precepto para todos los hombres, se verá obligado a confesar lo más absurdo y abominable que existe, que San Pablo no reputó por pecado que alguno adulterase con la mujer de uno que no fuese cristiano o de un enemigo; o que le matase o codiciase sus bienes; y si esto es una locura, es evidente que a todo hombre se le ha de contar como prójimo, puesto que no se ha de inferir mal a nadie.
33. Si con razón se llama prójimo a quien debemos prestar o de quien debemos recibir el ministerio de la misericordia, es claro que en este precepto por el que se nos ordena que amemos al prójimo están incluidos los santos ángeles, de quienes recibimos tantos favores, como es fácil advertir en infinitos pasajes de la divina Escritura. De ahí que también el mismo Señor y Dios nuestro quiso llamarse nuestro prójimo, pues Jesucristo nuestro Señor se simbolizó en el que socorrió al hombre tendido en el camino, herido, semivivo y abandonado por los ladrones. Asimismo el profeta dice en su oración como prójimo y hermano nuestro así me complacía30. Pero como la naturaleza divina es infinitamente superior a la nuestra, por eso el precepto del amor a Dios es distinto del amor al prójimo. Él nos ofrece su misericordia por sola su bondad; nosotros nos ayudamos mutuamente puesta la mirada en Él; es decir, Dios se apiada de nosotros para que le gocemos, nosotros nos apiadamos mutuamente para gozarle.
CAPÍTULO XXXI
Dios usa, no goza de nosotros
34. Aún no es claro el decir que gozamos de una cosa cuando la amamos por sí misma, y que solamente debemos gozar de ella cuando nos hace bienaventurados; y que de las otras usamos. Porque Dios nos ama, sin duda; y este amor de Él para con nosotros nos lo recomienda no pocas veces la divina Escritura. Luego, ¿de qué modo nos ama? ¿Para usar o para gozar de nosotros? Si para gozar de nosotros, entonces necesita de nuestra bondad, lo que nadie dirá que esté en su sano juicio. Todo bien nuestro o es Él, o procede de Él. ¿Quién puede dudar, o a quien le está oculto que la luz no necesita del esplendor de las cosas que ella ilumina? Esto lo declara el profeta con toda evidencia: Yo dije al Señor, tú eres mi Dios, porque no necesitas mis bienes31. Dios, pues, no goza, sino usa de nosotros. Si Dios no goza ni usa de nosotros, no encuentro de qué modo nos ama.
CAPÍTULO XXXII
De qué modo usa Dios del hombre
35. Dios no usa de nosotros como usamos nosotros de las criaturas. El uso que hacemos nosotros lo referimos a gozar de la bondad de Dios; pero el que hace Dios de nosotros lo refiere a su misma bondad. Nosotros existimos porque Dios es bueno, y en cuanto existimos, somos buenos. Aún más, por ser justo Él, no somos malos impunemente, y en cuanto somos malos, en tanto menos ser tenemos. Sólo tiene el ser sumo y primero el que es totalmente inmudable y que con toda verdad pudo decir: Yo soy el que soy. Les dirás: El que es me ha enviado a vosotros32. Por lo tanto, todas las cosas que existen, no podrían existir a no ser por Él; y en tanto son buenas en cuanto que recibieron el ser. Luego aquel uso que se dice hace Dios de nosotros no se ordena a su utilidad, sino a la nuestra, y su fin es su bondad. Cuando usamos de misericordia nosotros mirando por el bien de alguno, lo hacemos para su utilidad y a ésta atendemos en tal circunstancia: pero, no sé cómo, también se sigue la nuestra, puesto que Dios no deja sin recompensa la misericordia que consagramos al indigente. Esta gratificación es la mayor, pues consiste en que gocemos de Él, y todos los que gocemos de Él gozaremos en el mismo Dios unos de otros.
CAPÍTULO XXXIII
De qué modo se ha de gozar de los hombres
36. Si el gozo mutuo descansara en nosotros colocando la esperanza de la felicidad en el hombre o en el ángel, nos quedaríamos atascados en el camino. Y esto es lo que el hombre y el ángel soberbios quieren adjudicarse, alegrándose cuando alguno pone su esperanza en ellos. El hombre santo y el santo ángel, cuando nos ven fatigados y deseosos de reposar y detenernos en ellos, más bien nos confortan o con el caudal que han recibido para emplearlo en nosotros, o con el que tienen para sí, pero también recibido. Y a los confortados así, los obligan a continuar el camino hacia el bien, a donde, llegando, seremos felices gozando con ellos. Por eso dice el Apóstol: ¿Acaso fue Pablo crucificado por vosotros, o habéis sido bautizados en nombre de Pablo?33 Ni el que planta es algo, ni el que riega, sino sólo Dios que da el crecimiento34. También el ángel a quien adoraba un hombre, dice: No me adores a mí, adora más bien a Dios, porque yo también estoy debajo de Él, y ambos somos sus siervos35.
37. Cuando gozas del hombre en Dios, más bien gozas de Dios que del hombre, porque gozas del bien por el que llegarás a ser feliz; y te alegrarás de haber llegado a él, porque es el objeto en quien pusiste la esperanza para venir. Por eso san Pablo dice a Filemón: Hermano, yo gozo de ti en el Señor36. Si no hubiese añadido en el Señor, sino que sólo hubiese dicho, gozo de ti, en él hubiera puesto la esperanza de su felicidad. Aunque también de modo parecido se dice gozar, en el sentido de usar con delectación. Porque, cuando se halla presente lo que se ama, es preciso que traiga consigo la delectación, pero si pasando por alto no te fijas en ella y la encaminas a donde ha de permanecer para siempre, entonces usas de ella, y sólo dirías abusiva, no propiamente que gozas de ella. Si te juntas y permaneces en ella poniendo ahí el fin de tu alegría, entonces con propiedad se dirá que gozas de ella, lo cual no debe hacerse, sino con la Trinidad, es decir, con el sumo e inmudable Bien.
CAPÍTULO XXXIV
El camino por excelencia para ir a Dios es Cristo
38. Observa cómo habiéndose humanado para habitar entre nosotros37 la misma verdad y verbo divino, por quien fueron hechas todas las cosas, no obstante dice el Apóstol: Si conocimos a Cristo según la carne, ahora ya no le conocemos así38. En efecto, el mismo que no sólo quiso darse en herencia de los que llegan a Él, sino también ser el camino para los que emprenden las sendas que conducen a Dios, ese mismo quiso tomar nuestra carne; a lo cual alude aquella sentencia: El Señor me creó en el principio de sus caminos39, dando a entender que los que quisieran llegar a Dios habrían de comenzar por Cristo. Pero aunque el Apóstol aún se hallaba en camino hacia la patria, y llamado por Dios seguía hacia el premio de la felicidad eterna, sin embargo, olvidando las cosas que quedan atrás y puesta su consideración en las que estaban delante40, había pasado el principio de aquellos caminos, es decir, ya no necesitaba de aquel conocimiento por donde han de comenzar y emprender el camino todos los que desean allegarse a la verdad y permanecer en la vida eterna. Porque dijo el Señor: Yo soy el camino, la verdad y la vida41; es decir, yo soy por donde se va, a donde se llega y en donde se permanece. Cuando se llega a Él, también se llega al Padre; pues por el igual se conoce al igual, enlazándonos y uniéndonos el Espíritu Santo de modo que podamos permanecer en el sumo e inmutable Bien. De donde se infiere, que ninguna cosa nos debe detener en el camino, ya que el mismo Señor, en cuanto se dignó ser nuestro camino, no quiso detenernos, sino que pasásemos por él hacia adelante, para que no nos apegásemos sin solidez aún a las cosas temporales que Él hizo y usó para nuestra salud, sino que más bien pasemos gozosos corriendo por ellas, para que merezcamos ser transportados y conducidos en hombros hasta aquel que libertó a nuestra naturaleza de las cosas corporales y la colocó a la diestra del Padre,
CAPÍTULO XXXV
El amor de Dios y del prójimo es la esencia y el fin de la Escritura
39. El compendio de todo lo expuesto desde que comenzamos a tratar de los objetos o cosas, es entender que la esencia y el fin de toda la divina Escritura es el amor42 de la cosa que hemos de gozar y de la cosa que con nosotros puede gozar de ella, pues, para que cada uno se ame a sí mismo, no hubo necesidad de precepto. Para que conociésemos esto y lo ejecutásemos, se hizo por la divina providencia, para nuestra salud eterna, toda la dispensación temporal de la cual debemos usar, no con cierto gozo y amor permanente y final en ella, sino más bien pasajero, es decir, que la amemos como amamos la vía, el vehículo u otra clase de medios, si puede expresarse con palabras más propias; de modo que amemos las cosas que nos llevan al último fin por aquel último fin a donde nos llevan.
CAPÍTULO XXXVI
La interpretación imperfecta de la Escritura no es falsa ni perniciosamente engañosa, si es útil para edificar la caridad. Sin embargo, debe corregirse al intérprete que de este modo se engaña
40. El que juzga haber entendido las divinas escrituras o alguna parte de ellas, y con esta inteligencia no edifica este doble amor de Dios y del prójimo, aún no las entendió. Pero quien hubiera deducido de ellas una sentencia útil para edificar la doble caridad, aunque no diga lo que se demuestra haber sentido en aquel pasaje el que la escribió, ni se engaña con perjuicio ni miente. En el que miente, hay una voluntad de decir lo que es falso; por eso encontramos a muchos que quieren mentir, pero que quiera ser engañado, a ninguno. Y como el mentir lo hace el hombre a sabiendas, y el ser engañado lo sufre ignorándolo, se ve a la legua que en una y misma cosa es mejor el que es engañado que el que engaña, pues siempre es mejor padecer una injusticia que hacerla; y todo el que miente comete una injusticia. Si a alguno le parece que alguna vez es útil la mentira, podrá también parecerle que es útil alguna vez la injusticia. Todo el que miente, en eso mismo es infiel al que miente, pero desea que, a quien mintió, le tenga fe, no obstante que él, mintiendo, no se la guarda; por eso, todo violador de la fe es injusto. Luego o la injusticia es alguna vez útil, lo cual es imposible, o la mentira no es útil jamás.
41. Todo el que entiende en las Escrituras otra cosa distinta a la que entendió el escritor, se engaña sin mentir ellas. Mas, como dije al principio, si se engaña en su parecer, pero no obstante en aquella sentencia edifica la caridad, la cual es el fin del mandato, se engaña como el caminante que abandonó por equivocación el camino y marcha a campo traviesa viniendo a parar a donde también le conducía el camino. Sin embargo, se le debe corregir y demostrar cuan útil es no abandonar el camino, no sea que, por la costumbre de desviarse, se vea obligado a seguir otro rumbo alejado u opuesto a la verdad.
CAPÍTULO XXXVII
Del gran peligro que hay en esta viciosa interpretación
Si alguno afirma temerariamente lo que no dice el autor a quien lee, incurrirá muchas veces en distinta sentencia que no podrá concordar con la del autor; y si concede que es verdadera y cierta la divina Escritura, no podrá ser verdadero lo que él afirmaba; y no sé cómo vendrá a suceder que, amando su propia sentencia, comience a ser ofensor de la divina Escritura antes que reprensor de sí mismo. Si a ese mal se le permite insinuarse en el alma, llegará a pervertirla. Por la fe caminamos a Dios, no por la visión de la verdad43. Se tambaleará la fe si comienza a vacilar la autoridad de la divina Escritura, y, si se tambalea la fe, la caridad languidece. Todo el que se aparta de la fe se aleja de la caridad; porque no puede amar lo que no cree que existe. Pero, si cree y ama obrando bien y sometiéndose a los preceptos de las buenas costumbres, llega a tener esperanza de conseguir lo que ama. Tres cosas, la fe, la esperanza y la caridad, son las que encierra toda ciencia y profecía.
CAPÍTULO XXXVIII
La caridad siempre permanece
42. A la fe, sucederá la visión que contemplaremos en la vida futura; a la esperanza, sucederá la posesión de la misma felicidad a la que llegaremos; la caridad, aunque cesen allí la fe y la esperanza, más bien aumentará. Si creyendo amamos lo que aún no vemos, ¡cuánto más lo amaremos cuando lo comencemos a ver! Y, si esperando amamos lo que aún no hemos llegado a alcanzar, ¡cuánto más lo amaremos cuando lo poseamos! Entre lo temporal y lo eterno hay esta diferencia: Que todo lo temporal se ama más antes de poseerse, y después de poseído se desprecia, pues no sacia el alma, para la que lo eterno es el verdadero y seguro descanso. Lo eterno se ama con más intensidad cuando es poseído que cuando se desea, porque a nadie que lo desea se le concede apreciar en más lo deseado, que lo que ello es en sí mismo; de suerte que pueda despreciarlo por encontrarlo inferior; antes bien, por mucho que alguno imagine sea lo eterno, hallará que es mucho más cuando lo alcancé.
CAPÍTULO XXXIX
El hombre, basado en la fe, esperanza y caridad, no necesita de la santa Escritura para su instrucción
43. El hombre que está firme en la fe, en la esperanza y en la caridad y que las retiene inalterablemente, no necesita de las sagradas Escrituras, si no es para instruir a otros. Así, muchos dirigidos por estas tres virtudes viven en los desiertos sin el auxilio de los libros santos. De donde juzgo que ya se cumplió en ellos lo que se dijo: Aunque la profecía se acabe, las lenguas desaparezcan y la ciencia se destruya44, la caridad jamás cesará. Tanta fue la instrucción a que llegaron con estos medios de la fe, la esperanza y la caridad, que, como poseyendo ya lo perfecto, no buscan lo que sólo en parte es perfecto45, es decir, las enseñanzas parciales. Dije que poseen ya lo perfecto, pero en cuanto puede ser poseído en esta vida mortal; porque comparando la perfección de la vida futura con la del justo y santo en el mundo, ésta es imperfecta. Por esto dice el Apóstol: Ahora permanecen la fe, la esperanza y la caridad; pero la mayor de las tres es la caridad46, pues, al llegar a la vida eterna, cesará la fe y la esperanza, permaneciendo la caridad más firme y perfecta.
CAPÍTULO XL
Disposición que exige la Escritura al lector
44. Todo el que conozca que el fin de la ley es la caridad que procede de un corazón puro, de una conciencia buena y de una fe no fingida47, refiriendo todo el conocimiento de la divina Escritura a estas cosas, dedíquese con confianza a exponer los libros divinos. Al nombrar el Apóstol la caridad, añadió de un corazón puro, para dar a entender que no se ama otra cosa, sino lo que se debe amar. A esto juntó la conciencia buena, entendiendo la esperanza, pues, el que siente el remordimiento de una mala conciencia, desespera de llegar a conseguir lo que cree y ama. Por fin, exige una fe no fingida, porque, si nuestra fe es sincera, no amaremos lo que no debe amarse, y, por tanto, esperaremos con rectitud que de ningún modo se engañe nuestra esperanza. Hasta el presente he hablado de las cosas tocantes a la fe cuanto quise decir, según el tiempo y asunto. Me parece que con lo dicho es bastante, porque en otras obras ajenas y mías se dijeron muchas cosas sobre este asunto. Pongamos fin a este libro. En los restantes disertaremos de los signos conforme nos concediere el Señor.