Sermón del obispo San Agustín sobre honrar a los padres o menospreciarlos
1. Las solemnidades de los santos mártires son exhortaciones de los martirios a que deleite imitar lo que deleita celebrar. Precisamente la santa Escritura, reciente en nuestros oídos, a esto nos exhorta y de algún modo nos excita, al decir el Apóstol: ¿Quién nos separará de la caridad de Cristo? Tribulación o angustia o persecución o hambre o desnudez o peligro o espada? Como está escrito: «Que por ti nos hacen morir el día entero, nos han tenido por ovejas de sacrificio»1. Después siguen otras cosas violentas, que parecen ordenadas a [lograr] la separación, sobre las que, sin embargo, da la victoria quien, para que no nos separen de él, no se separa de nosotros. De hecho, en vista de estas angustias y amenazadoras presiones, el fidedigno prometedor y benigno dador se ha dignado garantizarnos que con nosotros estará hasta la consumación del mundo2. Dado que no podía nombrarlas todas, afirma: Pues estoy cierto de que ni muerte ni vida ni ángeles ni principados ni presente ni futuro ni fuerza ni altura ni profundidad ni otra criatura podrán separarnos de la caridad de Dios, la cual está en Cristo Jesús, el Señor nuestro3. Y porque nuestras fuerzas no bastan en modo alguno si nos desampara la ayuda divina, para transformarnos [él], mediante la esperanza y la confianza, en fortísimos contra todas las tentaciones del mundo a fin de que no seamos separados de Cristo, ha dicho más arriba: Si Dios por nosotros, ¿quién contra nosotros?4. Mencionadas brevemente ciertas cosas que, embraveciéndose, parecen atacar la lealtad cristiana, el Apóstol, a fin de que tales cosas no nos separasen de la caridad de Cristo, nos ha armado para tolerarlas por Cristo todas.
2. Pero porque no solo las cosas que se embravecen, sino también las que halagan intentan separar, como las palabras apostólicas nos arman contra las que embraveciéndose intentan separarnos de Cristo, así el Señor Cristo en persona nos arma contra las que traman arrastrarnos consigo con halagos. En efecto, es de temer que quizá el afecto carnal pueda separar a quien no separa la cruel espada. También, pues, contra las que con halagos impugnan nuestra lealtad, para que no expugnen lo que impugnan, oigamos al Señor decir: Si alguien viene a mí y no odia padre, madre, esposa, hijos, hermano, además incluso su alma, no puede ser discípulo mío. Y quien no lleva la carga de su cruz y me sigue, no puede ser discípulo mío5. El Señor ha mencionado una y otra cosa: lo que seduciendo es suave para engañar, y lo que amenazando es pesado. Efectivamente, contra los halagos del engaño provenientes del afecto carnal asevera «Si alguien viene a mí y no odia padre, madre, esposa, hijos», etcétera; en cambio, preparados y armados con un solo nombre, el de la cruz, nos fortifica contra las cosas que, bramando y aterrorizando, apartan de la lealtad. Afirma: Quien no lleva la carga de su cruz y me sigue, o sea, quien no tolera —pues esto significa lleva la carga— todas las cosas que en este mundo son amargas y duras como la cruz, y me sigue, no puede ser discípulo mío.
3. Pongamos, pues, ya a un mártir de Cristo, en medio entre amenazadores y halagadores; se llama a una y otra puerta por las que se entra al corazón: deseo y temor. Padre, madre, esposa, hijos, hermanos llaman a la puerta del deseo: todo [esto] es atrayente, suave, dulce. Pero ¿acaso es más suave que Dios?, ¿acaso más dulce que Cristo? Si no [lo] creéis, gustad y ved cuán suave es el Señor6. A la puerta del temor llaman amenazas, furor, oprobios y, por último, precisamente los dolores del cuerpo, que nadie puede no sentir aunque los menosprecie. Efectivamente, si menosprecia el dinero, padece pérdidas, no dolores. Todo esto está en el ánimo de quien lo menosprecia: no te atormenta quien te quita lo que no amas. Pero amas el dinero: temes a quien amenaza con pérdidas, mas no te atormenta él, sino que tú te has atormentado por haberte metido en dolores, pues raíz de los males es la avaricia y, al apetecerla, algunos se han desviado de la fe totalmente y se han metido en muchos dolores7. [Aquel] amenaza con pérdidas: quien no te halla codicioso, te halla libre; te ríes del fatuo, porque no te has metido [en dolores]. Así también, para que en medio de las tentaciones seamos hallados libres, se nos estimula a no amar lo demás que mediante la doctrina salvadora aprendemos a menospreciar. A esta libertad nos exhorta esa lectura apostólica en la que está [esto]: Y quienes usan este mundo, como si no lo usasen —para que tengan la práctica de la libertad, no la afección de la codicia—, pues pasa la figura de este mundo. Quiero que estéis sin solicitud8.
4. Pero queda la debilidad de la carne, que ninguno de nosotros, mientras vive en este mundo, puede alejar de sí. ¿Qué harás? Cuando se punza a la carne, ¿no se afligirá el corazón? La herida de la debilidad existe hasta que [la carne] consiga el traje de la inmortalidad. En tales circunstancias hay gran lucha. Apartada del dinero la voluntad, el mártir de Dios está en pie, seguro contra quienes [le] aterrorizan con pérdidas. Afirma: «Llévese lo que no amo; ¿cómo sufriré?». Con el destierro amenaza, pero amenaza a quien desea sólo la patria de arriba; aquí, doquiera vaya un cristiano, es peregrino. Con oprobios amenaza; [el cristiano] tiene qué responder: Nuestra gloria es ésta: el testimonio de nuestra conciencia9. Con la deshonra amenaza: ¡cuánta honra es transitoria! El hombre amenaza con la deshonra, pero el Señor de los hombres ofrece honra eterna. Despreciado todo esto, la libertad está al abrigo.
Pero ¿qué pasa con la carne? Queda el alma con su vestido, precisamente ese vestido del que no despoja sino la muerte. Al hombre, esto es, al alma, lo acosa ahora una cosa cercana, la debilidad de su carne. Por eso, parecen palabras del Señor colgado en la cruz, mejor dicho, se entienden [como tales] las del salmo grandioso en que casi se recita el evangelio, donde está dicho: Perforaron mis manos y mis pies, contaron todos mis huesos. Ellos verdaderamente me observaron, se dividieron mi ropa y echaron la suerte sobre mi vestido10. Son palabras de quien ahora padece, de quien ahora pende en cruz y, sin embargo, se dice allí: No te apartes de mí, porque la tribulación está cercana11. Si por «cercana» entiendes «en el tiempo que se acerca», no serán palabras de uno que pende en cruz: si pendía, ya había tribulación. Pero ¿por qué se ha dicho: está próxima? Ya está en la carne. Nada hay más próximo al alma y a la carne, que aquella puerta. Las otras cosas están fuera, se las califica de externas por estar en el exterior. Cuando a la carne se atormenta, a la puerta del alma se llama de cerca.
5. Pesadas son estas cosas, pero en todas vencemos de sobra por el que nos ha amado12. Ahora bien, ¿por qué vencemos también en esto? Porque, si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros?13. Por eso, el Señor se ha dignado significar con el nombre de cruz todo lo terrible, duro, amargo, intolerable y feroz. En efecto, precisamente entre los géneros de muertes, nada más intolerable que la cruz. De hecho, el mismo apóstol [lo] ha añadido con gran hincapié, al ponderarnos la baja condición del Señor. Asevera, en efecto: No consideró rapiña ser igual a Dios, sino que se vació a sí mismo, asumiendo forma de siervo, hecho a semejanza de hombres y encontrado en el porte como hombre. ¡Cuán gran abajamiento del Señor, hacerse hombre! Pero escucha [tú] aún: helo ahí, abajado por haberse hecho hombre. ¿Qué más? Se ha abajado a sí mismo, afirma, hecho obediente hasta la muerte, no sólo hasta el nacimiento humano, sino incluso hasta la muerte. ¿Tienes algo que añadir a esto? «Tengo», afirma: Ahora bien, muerte de cruz14. Al contemplar este final del Señor, el más amargo de todos, ha nominado cruz a todas las cosas que por el nombre de él padece por derecho la carne cristiana, aunque la fe haya resistido hasta el fin. Efectivamente, la fe no padece nada; más aún, hace tolerables incluso los sufrimientos. Por tanto, equipados en uno y otro flanco y teniendo defendida una y otra puerta, la del deseo y la del temor, sin desear nada más que lo que Dios promete, sin temer nada más que eso con lo que Dios amenaza, rechazamos a halagadores y amenazadores.
6. Pero se levanta alguien, me plantea una cuestión y dice: «Por la fe de Cristo han de soportarse, sí, cualesquiera amarguras, cualesquiera adversidades, cualesquiera salvajadas y situaciones difíciles de tolerar; han de soportarse absolutamente. Pero me hace vacilar el hecho de que, quien a los preceptos suyos que se refieren a querer al prójimo les ha puesto como primer precepto: ?Honra padre y madre?, mandato que es el primero con promesa, ?para que te vaya bien?15 ... Y, aunque el Apóstol ha citado como importante esto, el Señor me dice: Si alguien viene a mí y no odia padre y madre16. ¿A qué haré caso? ¿Cuál de estas cosas aceptaré? ¿Cómo obedeceré a quien me manda honrar padre y madre, y a quien asimismo me manda odiar padre y madre? ¿Acaso no es precisamente uno solo quien preceptúa una y otra cosa? ¿O, como suponen ciertos impostores, porque en la ley está escrito ?Honra padre y madre?17, y en el evangelio ?Cualquiera que no odia padre y madre?18, uno es quien ha dado la ley, y otro quien ha propagado el Evangelio?». ¡Nada de eso! El mismo es el legislador y el propagador del Evangelio; es absolutamente el mismo. Reconócelo como Señor: para no preceptuar cosas contrarias, ha asignado épocas a los preceptos. En verdad, si supones que el precepto que se nos manda, honrar padre y madre, es contrario al precepto evangélico porque se lee primero en el Antiguo Testamento, en el mismo Antiguo Testamento está escrito algo parecido a lo que ahora hemos oído en el evangelio, cuando se leía. Quien dice al padre y a la madre «No os conozco», y quien no reconoce a sus hijos, ése ha pensado en mi alianza19. ¡Cuán similar es, cuán parecido, cuán igual se lo reconoce! Un único Señor, pues, es quien preceptúa una y otra cosa, pero nosotros discernamos las épocas.
7. Para la corona se arma el mártir y, halagadores, vienen padre y madre a impedir lo que Dios promete, ofreciendo ellos una herencia sin contenido y quitando la eternidad de la luz. Lisa y llanamente, en este caso no [los] reconozcas ?no teméis?; más bien, en este caso has de odiar al padre, por piedad has de odiar a [padre] tal, para que no siga siendo de esa forma. Así has de odiar al padre, así a la madre, así a los hijos, así a los hermanos, así a la esposa, respecto a la cual habrá mayor problema, cuando se haya llegado a este momento; has de odiar[la] incluso a ella, si precisamente ella intenta ponerte trabas.
¡Cuidado con Eva: entonces es no miembro tuyo, sino personal de servicio de la serpiente! Tú, que insensatamente has escuchado sus primeras palabras, ni siquiera por experiencia has progresado, sino que esa misma esposa, para impedir al marido mártir la corona, con engaños femíneos da prescripciones, apoyada en la ley y en el evangelio mismo. Afirma: «Oye el precepto». «¿Qué precepto?» «No separe el hombre lo que Dios ha unido. Escúchalo claramente para que no lo desprecies: No separe el hombre lo que Dios ha unido»20. Pero mira que la esposa no separe de Dios. «Pero el hombre no debe separar lo que Dios ha unido». ¿El afecto humano debe separar de ese Dios al hombre? ¿Y en qué quedará lo que ahora mismo habéis oído: ¿Quién nos separará de la caridad de Cristo?21. En este caso, pues, no temas: el hombre no separa lo que Dios ha unido, sino que Dios separa a quien intenta separar. No escuches, pues, a la esposa que te dice: «Soy miembro tuyo, he ahí que eres miembro». Responde: «Si un miembro mío se pudriera y, una vez podrido, intentase debilitar el cuerpo entero, ¿no lo cortaría el médico? ¿Acaso no oigo al Señor en persona y médico auténtico decir: Pues te conviene que perezca uno solo de tus miembros, en vez de que tu cuerpo entero vaya al quemadero?22. Bien entendida, pues, la ley, responde tú contra quien usa mal la ley. En efecto, ya que la serpiente, que sin la ley engañó al primer Adán, te ve ahora mismo alimentarte de la ley y en tu comida pone una trampa, nada difícil hace, nada difícil intenta: apoyada en la ley, querer engañarte mediante Eva. Pero di: Mis ojos siempre hacia el Señor, porque él sacará del lazo mis pies23. También, pues, en este peligro donde se te tienta con apoyo de la ley, estén [dirigidos] hacia el Señor tus ojos, porque idéntica serpiente le tentó también a él, apoyada en la ley.
8. En efecto, cuando, para ponernos un ejemplo de combate y victoria, el Señor se dignó ser tentado por el diablo como se dignó ser crucificado por los impíos, en la tentación primera —pues leemos que fue triple—, al diablo que apoyado en la ley dice «Si eres hijo de Dios, di a estas piedras que se conviertan en panes»24, él, apoyado en la ley, respondió: No de solo pan vive el hombre, sino de toda palabra de Dios25. De nuevo, en otra tentación: «Postrado tú, adórame, y te daré esto»26; y él, apoyado en la ley: Está escrito: «Al Señor tu Dios adorarás y a él solo servirás»27. Pero, cuando la astuta serpiente vio que con apoyo de la ley se la rechazó dos veces, apoyada en la ley tendió la tercera trampa. Afirma: Arrójate abajo desde la almena del templo, si eres hijo de Dios28. E inmediatamente, para luchar [apoyada] en aquello con que había sido derrotada, apoyada en el instrumento de la ley afirma: «Pues está escrito: ?A sus ángeles ha mandado respecto a ti que te tomen en las manos, no sea que quizá golpees tu pie con una piedra?»29. Afirma: «Porque, pues, si eres hijo de Dios, te sostienen los ángeles para que no te dañes, arrójate y demuéstranos qué eres». ¿Acaso en este caso, porque el diablo osó echar mano a la ley, el Señor retiró de la ley la mano? También en este caso, con apoyo de idéntica ley golpeó, postró, hizo huir confuso al enemigo, pues asevera: Está escrito: «No tentarás al Señor, tu Dios»30.
También, pues, en este caso, cuando ves que la esposa intenta impedirte el martirio, que te recita la ley y te dice «Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre»31, entonces recita también tú la ley —el evangelio—: Cualquiera que viene a mí y no odia padre y madre, esposa e hijos32.
9. No te aíres, esposa. También al padre odia en este caso, también odia a la madre ese con quien en este caso te aíras en esta ocasión, porque te odia. Pero para la esposa es poco [esto], porque está escrito: Dejará el hombre al padre y a la madre y se adherirá a su esposa. De hecho, si los padres, esto es, el padre y la madre, dijesen al hijo «Si tu esposa no quiere permanecer con nosotros, permanece tú con nosotros y déjala», asuma la esposa aquel precepto y luche, dé ordenes al marido y, apoyada en la ley de Dios, dígale: «Mejor, déjalos y no me dejes, pues recito: Dejará el hombre padre y madre y se adherirá a su esposa»33.
Has recitado, has entendido, has vencido. Absolutamente nadie duda que, para que la esposa no sea abandonada, han de ser abandonados el padre y la madre que intenten separar de su esposa al hijo. Pero, atiende, mujer; si te dignas ser fiel y no desdeñas escuchar la palabra de la fe, atiende: habrás triunfado; tolera que se te derrote precisamente con eso [con lo que triunfaste]. He ahí que he reprimido a tu suegro y a tu suegra, padre y madre de tu marido, que lo engendraron, nutrieron y condujeron a esta edad en que deviniese marido tuyo; absolutamente los he reprimido, corregido con autoridad divina y he dicho: «En atención a vosotros no separéis de la esposa al hijo, pues mejor es que se separe de vosotros que de ella. Si es posible, estad todos juntos. Si, en cambio, esto no puede suceder, mejor está él con ella, que con vosotros sin ella». He defendido tu causa. Has vencido en este juicio: aguanta ser vencida en el otro, porque precisamente allí llevo tu causa. Además he defendido fielmente la causa de tu carne: ¿debo abandonar la causa de tu salvación sempiterna? Aprende. El padre y la madre de tu esposo no te han separado de tu marido: no separarás de tu Dios a tu esposo.
10. Ahí es más de temer la fornicación: en la castidad que el alma debe a Dios; ahí es más de temer la fornicación que temía el Apóstol, al decir: Os he desposado con un único marido para presentar a Cristo una doncella casta. Ahora bien, temo que, como la serpiente sedujo con su astucia a Eva, así también vuestras mentes se degeneren en cuanto a la castidad de Dios, la cual está en Cristo Jesús34. Ves que también ahí se exige castidad. ¿Por qué no quieres separarte de tu esposo? ¿Para no tener necesidad de fornicación? Pero en el martirio de tu esposo nada debes temer, pues coronado él y trasladado de las cosas humanas a las divinas, serás viuda; si te casas, no serás fornicaria. Pero, esposa de mártir, quizá te ruborizas de volver a casarte. He ahí que, coronado tu esposo, en seguro estará también tu lealtad. No arranques a tu esposo del abrazo del matrimonio espiritual. También ahí se exige castidad, y más ahí porque es ahí mayor, más ahí porque ahí es eterna.
Has aniquilado a todo el que fornica respecto a ti35. Por cierto, cuando tus caricias derrotan a tu hombre, ¿qué otra cosa haces sino que en él no haya hombría? ¡Qué malamente será hombre tuyo, ése en quien no hay hombría! Sofocado por tus caricias, afeminado, resulta derrotado: ¿cómo será varón tuyo quien ya no será varón? Por cierto, ¿qué haces sino que ceda a tus caricias, desprecie los preceptos de Dios, niegue a Cristo, ofrezca sacrificios a los ídolos? He ahí que fornica el alma de ese cuya carne buscas; he ahí que oye: Has aniquilado a todo el que fornica respecto a ti. Pero quieres que se te adhiera y se separe de Dios; oye tú lo que sigue: Has aniquilado a todo el que fornica respecto ti; para mí, en cambio, es bueno adherirme a Dios36. Oye a tu marido, armado de fe, lanzar contra tu iniquidad los dardos de la justicia: Estoy cierto, afirma, de que ni muerte ni vida ni ángel ni principado ni altura ni profundidad ni otra criatura podrá separarnos de la caridad de Dios, la cual está en Cristo Jesús37. Quizá dices aquí: «Pero entre todo esto no ha nombrado a la esposa». Entre todo esto, afirmas, no ha nombrado a la esposa. ¡Dolosa!, también contra ti la fortaleza apostólica ha vigilado añadiendo: ni otra criatura. ¿O quizá osarás decir que tú no eres criatura? Si eres criatura, mejor dicho, porque eres criatura, tampoco tú separarás a ese a quien ninguna criatura separará.
11. He hablado así, como si los maridos se precipitasen en los martirios y se lo impidieran las esposas: consolaré también al sexo débil. ¡Cuántas han sido coronadas y no las han derrotado sus varones no varonilmente acariciadores! Perpetua ¿cómo fue hecha perpetua, <sino porque... perpetua?>. Felicidad ¿cómo fue capaz de tanta felicidad, sino porque no la aterrorizó la infelicidad temporal? Para que en esta causa, pues, tampoco seduzcan a las mujeres las caricias de los maridos, fíjense en Perpetua, fíjense en Felicidad y aferren la perpetua felicidad.
12. No se aíren, pues, en tal causa el padre ni la madre, tampoco la esposa, tampoco los hijos, tampoco los hermanos; y, por si se aíran, se ha añadido: odiarás además tu alma38. En esta causa, pues, amas mal a tu esposa, tú a quien se manda incluso odiar tu alma. Afirma: ¿Qué aprovecha al hombre si gana el mundo entero y, en cambio, padece detrimento de su alma?39. Y, sin embargo, se te manda odiarla, no sea que precisamente ella te seduzca por querer [ella] estar aquí, por querer estar siempre adherida a esta carne, por no querer emigrar a las realidades mejores; ódiala como es, para no tenerla como es. De hecho, en los hombres a quienes pone a prueba el peligro de persecución ¿qué otra cosa susurra [el alma] por dentro, sino: «Niega, vive; después harás penitencia»? Es alma, quiere perecer. Odia tú a la que quiere perecer. No permitas que perezca, castígala, repréndela, instrúyela, llama a Dios en ayuda, pues se marchita por tu culpa y languidece por los peligros de esta vida, con los ojos de la fe no rectos contempla [ella] la vida eterna. Yérguela con esta exhortación y di: ¿Por qué estás triste, alma mía, y para qué me conturbas?40. Quizá te responderá: «Porque soy débil». Por eso tienes lo que sigue: Espera en el Señor, él será tu fuerza, él será tu firmeza. Espera en el Señor, porque le alabaré; no renegaré de él, porque lo confesaré. En cambio tú, alma, murmurabas: «Reniega de él». Le alabaré: salvación de mi rostro y Dios mío41. Quien, pues, ama su alma, piérdala aquí a fin de encontrarla42 para la vida eterna. No escuches, pues, a quienes susurran lo contrario: padre, madre, esposa, hijos, tu alma misma.
13. A la esposa con temor de la separación conyugal, escúchesela mientras no abogue por algo con que ofender a Dios. Así todos los grados mantendrán su orden: en cabeza la virginidad, luego la viudez, la conyugalidad la tercera; ninguna sin recompensa. Las vírgenes piensen en María, las viudas en Ana, las casadas en Susana. Todos tienen sus premios y en ninguno de estos grados han faltado nunca mártires. En el momento preciso del martirio teme el marido que, respecto a él, la esposa sea Eva; también la esposa, en el momento preciso del martirio, teme que, respecto a ella, el esposo sea la serpiente. Pues bien, ¡no escuche a nadie que abogue por algo contra Dios! Hasta aquí influya el afecto carnal; la debilidad de la carne no rebase la muralla espiritual, esté debajo porque está debajo. Sometida a Dios43, el alma guíe la carne, el alma no se deje desviar de Dios en favor del principado de la carne: es una perversidad. Tú quieres tener el principado en tu casa; mucho más Dios en la suya. Retened y meditad esto, imitadlo en todas las solemnidades de los mártires, y el Dios de la paz estará con vosotros44.