Tratado sobre la petición del pan celeste, la práctica de la limosna y la misericordia
1. Esta lectura evangélica la entiendo como una exhortación del Señor a que os hable sobre el modo de conseguir el pan celeste. Existe este pan terreno, necesario a la tierra, puesto que nuestra carne tierra es. No podría darse que nuestra carne tuviera su pan y no lo tuviera nuestra alma. También nuestra alma se halla en este mundo en cierta necesidad, y necesita su pan, como la carne el suyo. ¿Quién no tiene necesidad del pan? Solo Dios, que es él mismo pan, no tiene necesidad de pan; él es, en efecto, el pan de nuestra alma, quien no necesita ningún otro pan, antes bien, bastándose a sí mismo, nos alimenta también a nosotros. Él es manifiestamente el pan celeste del que se alimenta nuestra alma.
2. Necesitamos el consejo sobre cómo llegar a él para saciarnos del pan del que ahora apenas recogemos unas migajas, para no perecer de hambre en este desierto; sobre cómo llegar a la hartura de ese pan del que dice el Señor: Quien coma de este pan no tendrá más hambre y quien beba la bebida que yo le daré no tendrá sed nunca jamás2, prometiéndonos una cierta hartura y saciedad sin náusea. Necesitamos, pues, el consejo sobre cómo conseguir esa saciedad de pan al hallarnos hambrientos lejos de ella. Si menospreciamos el consejo, inútilmente llamaremos a las puertas de aquel Pan. Más aún, si alguno desprecia este consejo que os voy a dar o, mejor, que voy a recordaros —pues no es de mi cosecha lo que con vosotros he aprendido—, no digo ya que llama inútilmente, sino que ni siquiera llama. Llamar no consiste en otra cosa más que en seguir y actuar este consejo. ¿Acaso pensáis, hermanos míos, que Dios tiene una como puerta material y dura que cierra a los hombres, y que por eso nos dijo: Llamad, para que lleguemos y llamemos a la misma hasta que a fuerza de aporrearla nos hagamos sentir por el padre de familia, oculto en cierto lugar, y ordene que se nos abra, preguntando: «Quién llama. Quién está molestando mis oídos. Dadle lo que pide y que se vaya»? no es nada de eso, pero es algo semejante. Cierto, cuando llamas a la casa de alguien, lo haces con las manos. Hay también algo que puedes hacer con las manos cuando llamas a las puertas del Señor. Obra, sí, con las manos, llama con las manos. Si no lo haces así, no voy a decirte que llamas en vano; te diré, más bien, que no llamas y, en consecuencia, nada merecerás y nada recibirás, porque no llamas. «¿Cómo —dice— quieres que llame? Fíjate que lo estoy haciendo a diario». Haces bien en rogar; haces muy bien, pues también esto se ha mandado: Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá3. Todo esto se ha dicho: Pide, busca, llama. Pides orando, buscas llamando y llamas dando. No descanse, pues, la mano.
3. Para exhortar al pueblo a dar limosna, dice el Apóstol: Os doy un consejo al respecto. Va en vuestro provecho el que no solo lo hicisteis, sino que comenzasteis a quererlo ya desde el año anterior4. También Daniel dijo al rey Nabucodonosor: Recibe mi consejo, ¡oh rey!, y redime tus pecados con limosnas5. En consecuencia, si, cuando se nos manda o se nos exhorta a que demos algo de nuestros bienes a los necesitados, lo que recibimos es un consejo, no nos ensoberbezcamos cuando damos. Si lo que recibiste es un consejo, el cumplirlo te reporta más utilidad a ti que a aquel a quien diste. No nos enorgullezcamos por nuestras obras ni nos deleitemos en nosotros mismos porque otorgamos favores a quienes se los hacemos. Quien quiere recibir un consejo, quiere recibir algo que le es provechoso a él, y quien da el consejo mira por el bien del otro. Y si mira por el bien del otro, resulta provechoso para aquel por cuyo bien mira. Cualquier pobre mendigo recibe algo de ti con humildad —si no es decoroso que des tú con orgullo, con mucha mayor razón debe él recibir también sin orgullo—, dándote las gracias. Tú, por tu parte, advierte y recuerda no solo qué das, sino también qué recibes. Si ese pobre se sintiera libre para responderte, en el caso de que hubiera advertido que te enorgullecías a causa de él, te diría: «¿Por qué te ensoberbeces? ¿De qué te enorgulleces? ¿De que me has dado algo? ¿Qué me has dado? Pan. Si ese pan lo dejas en tu casa y te olvidas de él, se pondrá mohoso, y, una vez mohoso, se pudrirá e irá a parar a la tierra; será tierra que vuelve a la tierra. Tú que alargaste tu mano para dar a la mía alargada para recibir recuerda de dónde fue hecha tu mano y de dónde la mía. Con tu tierra has puesto tierra en mi tierra. Además, ¿qué hago con tu pan? Lo como y calmo la molestia del hambre. Obtengo un beneficio; no soy ingrato. Tú, en cambio, piensa qué te ha advertido el mismo Señor y Salvador: Todo lo que entra por la boca va al vientre y se expele en la letrina6. ¿Y qué te dijo, a su vez, el Apóstol? El manjar, para el vientre, y el vientre, para el manjar, pero Dios destruirá al uno y al otro7. Así que —como dije— el pan es tierra que va de una tierra a otra tierra para sostener y restablecer tierra. Piensas en lo que diste y no en lo que vas a recibir. Mira bien, no sea que te otorgue más yo a ti recibiendo que tú a mí dando. En efecto, si no hubiera quien recibiese de tus manos, no darías tierra, comprando así cielo. Llamo a tu puerta y me oyes; ordenas que se me dé con qué saciar mi hambre y verme libre de la molestia que me causa. Has hecho bien. No me escuches cuando llame, si te atreves. Si tú no has de pedir, desprecia a quien te pide a ti. Despréciame a mí, si nada pides a quien te hizo a ti y a mí. Mas, si vas a pedir eso que a mí me das, al oírme a mí te has concedido a ti ser escuchado. Da gracias a quien te hizo comprar cosa tan valiosa con otra de tan poco valor. Das lo que perece en el tiempo y recibes lo que permanece para siempre. Das aquello que, si no lo das, has de desprenderte de ello dentro de poco, y recibes lo que has de disfrutar por siempre. Das con qué saciar el hambre de los hombres y recibes ser compañero de los ángeles. Das para que momentáneamente no sienta hambre el hombre que no mucho después volverá a sentirla y recibes lo que te permitirá no sufrir nunca ni hambre ni sed. Viendo, pues, lo que das y lo que recibes, atrévete a no dar. Veamos quién sufre un daño mayor: yo, a quien tú no das tierra, o tú, que no llegarás a quien hizo el cielo y la tierra». Por tanto, si hemos recibido un consejo, obremos en interés propio y nadie diga que da al pobre, pues se da a sí mismo más que al pobre.
4. Si pensamos conforme a la verdad, hermanos míos, y juzgamos de acuerdo con las palabras de nuestro Señor —pues en caso contrario perecemos—; si vivimos no a nuestro modo, sino según el consejo de Dios, entonces vivimos en verdad. Si, teniendo algo que dar a los pobres, no se lo damos, aquí tendremos que dejarlo, o tal vez lo dejaremos aún en vida. ¡Cuántos no han perdido de repente todos sus bienes que escondían con tanto afán! Ante un solo ataque del enemigo se perdieron todos los tesoros de los ricos. Nadie dijo al enemigo: «Lo guardo para mis hijos». Hablo de los que han padecido eso siendo cristianos, sin mencionar a quienes desconocen a Dios, dado que estos perdieron en esta vida lo que más apreciaban, sin esperar otra: tinieblas fuera, tinieblas dentro; pobreza en su arca, mayor pobreza en su conciencia; de estos —según dije— no voy a hablar, sino de aquellos en quienes se encuentra un algo de fe cristiana. Ciertamente, veis que, si tienen algo de fe —hablo de un algo, no de una fe robusta y plena, puesto que, si fuese robusta y plena, no habrían menospreciado el consejo del Señor—; amadísimos, si tienen algo de fe —repito—, cuando vean sus casas saqueadas, aunque tal vez ni siquiera se les permita ver el saqueo de las mismas, cuando sean sacados cautivos de ellas, cuando al marchar ellos sean presas del fuego, cuando se vean sin nada, con toda certeza ¡cómo se arrepentirán de no haber hecho caso del consejo del Señor! ¿Qué dijo Jesucristo nuestro Señor a aquel rico que le pedía un consejo sobre cómo conseguir la vida eterna?8 ¿Qué le dijo? ¿Le dijo acaso: «Pierde lo que tienes»? Ciertamente tal sería el caso si le hubiese dicho «Pierde los bienes temporales para conseguir los eternos». Mas no le dijo: «Pierde lo que tienes». El Señor veía que amaba sus bienes. No le dijo: «Piérdelos», sino: «Traspásalos a donde no puedas perderlos». ¿Amas tus tesoros? ¿Amas tu dinero? ¿Amas tus riquezas? ¿Amas tus campos? Todo lo que amas lo tienes en la tierra. Lo que amas lo tienes donde puedes perderlo y perecer tú. Te doy un consejo: «Traspásalo al cielo. Si lo tienes aquí, pierdes lo que tienes y perecerás tú junto con lo que pierdes; en cambio, si lo tienes allí, en vez de perderlo lo has enviado por delante adonde lo seguirás tú. Te doy un consejo: Dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo9. No te quedarás sin tesoro; al contrario, tendrás asegurado en el cielo lo que en la tierra te llena de preocupaciones. Traspásalos, pues. Te aconsejo que los conserves, no que los pierdas. Tendrás —dice— un tesoro en el cielo, y ven y sígueme10, y te conduciré hasta tu tesoro». No es malgastar, sino economizar. No se duerman los hombres; escuchen, al menos desde la experiencia, qué han de temer; ahórrense el temor y traspásenlos al cielo. ¿Qué decisión es esa de haber guardado el trigo en la tierra? Tu amigo, conocedor de la naturaleza del trigo y de la tierra, instruye tu ignorancia: —¿Qué has hecho? Has puesto el trigo sobre tierra en el sitio más bajo; es un lugar húmedo, se pudrirá lo que allí pusiste y perderás el fruto de tu fatiga. —¿Qué he de hacer, pues? —Traspásalo a lugares más altos. Escuchas el consejo de tu amigo sobre el trigo y desprecias a Dios, que te aconseja respecto a tu corazón. Temes dejar tu trigo en la tierra y al mismo tiempo pierdes tu corazón dejándolo en ella. He aquí que el Señor, tu Dios, al darte el consejo respecto a tu tesoro, te lo da también respecto a tu corazón: Pues donde esté tu tesoro —dice— allí estará también tu corazón11. Eleva —dice— tu corazón al cielo para que no se pudra en la tierra. Es el consejo de quien quiere que lo conserves, no que lo pierdas. Si es así, ¡cómo se arrepentirán quienes no lo hicieron! ¿Qué se dicen ahora? «¡Si tuviéramos en el cielo lo que hemos perdido en la tierra!» El enemigo saqueó su casa; ¿acaso puede invadir el cielo? Dio muerte al siervo que custodiaba el tesoro. ¿Acaso puede dar muerte al Señor, que lo guarda allí donde el ladrón no tiene acceso ni la polilla lo corrompe? ¡Cuántos son los que dicen!: «Oh si los hubiéramos tenido allí, si hubiésemos guardado nuestros tesoros allí adonde los seguiríamos tranquilos no mucho después. ¿Por qué no escuchamos a nuestro Señor? ¿Por qué despreciamos el aviso del padre, con la consecuencia de tener que sufrir la invasión del enemigo?». Muchos son, pues, los que se arrepienten. Se cuenta como realmente sucedido que cierta persona, una varón no rico, pero fecundo por la abundante caridad que hacía aun con sus escasos haberes, habiendo vendido un solidum por cien folles, ordenó que se repartiese a los pobres una parte del importe recibido. Así se hizo. Mas el enemigo antiguo, es decir, el diablo, actuó para que se arrepintiera de su buena acción y que destruyese con su murmuración el bien que había hecho obedeciendo al precepto del Señor. Entró el ladrón y se llevó todo aquello de lo que había dado un poco a los pobres. El diablo esperaba un grito blasfemo, pero halló uno de alabanza. Esperaba que surgiese la duda, y halló la confirmación. El enemigo quería, es cierto, que se arrepintiera, y se arrepintió. Pero ved de qué. «¡Desdichado de mí, que no lo di todo! Lo que no di lo he perdido. No lo coloqué allí donde no entra el ladrón». Por tanto, si esto es un consejo, no seamos perezosos en seguir tan buen consejo. Si hay que traspasar lo que tenemos, ha de hacerse al lugar donde no lo perdamos. Los pobres a quienes se lo damos, ¿qué son sino nuestros portaequipajes, que nos ayudan a traspasarlo de la tierra al cielo? Lo entregas a tu portaequipajes y él lleva al cielo lo que le das. «¿Cómo —dice— lo lleva al cielo? Estoy viendo que lo consume en comida». Así es precisamente como lo traslada, comiéndolo en vez de conservarlo. ¿O es que te has olvidado de las palabras del Señor? Venid, benditos de mi Padre; recibid el reino. Pues tuve hambre, y me disteis de comer; y: Cuando lo hicisteis con uno de mis pequeños, conmigo lo hicisteis12. Si no despreciaste a quien mendigaba en tu presencia, mira a quién llegó lo que diste: Cuando lo hicisteis con uno de estos mis pequeños, conmigo lo hicisteis. Lo que diste lo recibió Cristo; lo recibió quien te dio qué dar; lo recibió quien al final se te dará a sí mismo.
5. Algunas veces he traído también a la memoria de Vuestra Santidad un texto de la Escritura que a mí, debo confesarlo, me impresiona profundamente, y que todavía he de recordároslo con mayor frecuencia. Os ruego que reflexionéis sobre lo que dirá Jesucristo nuestro Señor cuando venga al fin del mundo a juzgar, reúna en su presencia a todos los pueblos y separe a los hombres en dos grupos, poniendo uno a su derecha y otro a su izquierda. A los de la derecha les dirá: Venid, benditos de mi Padre; recibid el reino que está preparado para vosotros desde el comienzo del mundo; y a los de la izquierda, en cambio: Id al fuego eterno, que está preparado para el diablo y sus ángeles13. Busca el motivo de tan gran recompensa o tan gran suplicio, a saber: Recibid el reino e Id al fuego eterno. ¿Por qué los primeros han de recibir el reino? Tuve hambre, y me disteis de comer. ¿Por qué han de ir los segundos al fuego eterno? Tuve hambre, y no me disteis de comer14. ¿Qué significa esto? Decídmelo, os lo ruego. Voy a verlo en los que han de recibir el reino, pues, como buenos fieles cristianos, dieron, no despreciando las palabras del Señor y esperando con confianza sus promesas. Así lo hicieron, porque, de lo contrario, esa esterilidad no se hubiese ajustado a su vida santa. Quizá eran castos, quizá no defraudaban a nadie, no se emborrachaban y se abstenían de las malas obras. Pero, si no hubiesen añadido aquello, hubiesen permanecido estériles. Hubiesen cumplido esto: Apártate del mal, pero no aquello otro: Y haz el bien15. Con todo, ni siquiera a esos tales dice: «Venid, recibid el reino, pues habéis vivido castamente, no defraudasteis a nadie, no oprimisteis a ningún pobre, no invadisteis el terreno de nadie y a nadie engañasteis jurando en falso». No fue eso lo que dijo, sino: Recibid el reino. ¿Por qué? Porque tuve hambre, y me disteis de comer16. ¡Cuán excelente ha de ser esta obra, si el Señor calló todas las demás y la mencionó solo a ella! Y, a su vez, a los otros: Id al fuego eterno, que está preparado para el diablo y sus ángeles. ¡Cuántas cosas no podría echar en cara a los impíos si le preguntasen: —¿Por qué vamos al fuego eterno?! —¿Por qué lo preguntas tú, adúltero, homicida, ladrón, sacrílego, blasfemo, carente de fe? Nada parecido les dirá, sino: «Porque tuve hambre, y no me disteis de comer». Veo que también vosotros estáis impresionados y estupefactos. En verdad es algo que causa extrañeza. En cuanto me es posible, llego a percibir la razón de cosa tan extraña, y no voy a ocultárosla. Está escrito: Como el agua apaga el juego, así la limosna extingue los pecados17. Y también: Introduce tu limosna en el corazón del pobre, y ella rogará por ti al Señor18. E igualmente lo que recordé hace poco: Escucha mi consejo, ¡oh rey!, y redime tus pecados con la limosna (Dan 4,24). Hay muchos otros testimonios de la divina palabra que muestran el gran valor de la limosna para extinguir y borrar los pecados. Por eso, a aquellos a quienes condenará y antes a los que coronará solo les tomará en cuenta las limosnas, como diciendo: «Si os examino, os pongo en la balanza y escruto minuciosamente vuestras obras, es difícil que no encuentre motivos para condenaros; no obstante, id al reino, pues tuve hambre, y me disteis de comer. Pero no vais al reino porque carezcáis de pecados, sino porque los habéis redimido con limosnas». Y, a su vez, a los otros: Id al fuego eterno, que está preparado para el diablo y sus ángeles. Pero ellos, en cuanto antes delincuentes y culpables, tardíamente temblorosos, ¿cómo osarán decir, a la vista de sus pecados, que su condenación es injusta, que la sentencia pronunciada contra ellos por juez tan justo es inmerecida? A la vista de sus conciencias y de las heridas en ellas sufridas, ¿cuándo osarán decir que son condenados injustamente? De ellos había dicho ya antes la Sabiduría: Sus maldades los delatarán a la cara19. Sin duda, verán que la condenación les es de justicia por sus crímenes y delitos. Y como si les dijera: «Vuestra condenación no se debe a lo que vosotros pensáis, sino a que tuve hambre, y no me disteis de comer, pues si, apartándoos de todas vuestras acciones y vueltos hacia mí, hubieseis redimido con limosnas todos aquellos delitos y pecados, las mismas limosnas os liberarían ahora y os absolverían de la culpa de tantos delitos. En efecto: Dichosos los misericordiosos, porque a ellos se les otorgará misericordia20; mas ahora id al fuego eterno, pues el juicio será sin misericordia para quien no practicó la misericordia21.
6. Esto quisiera recomendaros, hermanos míos: dad del pan terreno y llamad a las puertas del celeste. El Señor es pan. Yo soy —dice— el pan de la vida22. ¿Cómo te lo dará a ti, que lo niegas al necesitado? Ante ti se halla una persona necesitada, y tú te hallas como necesitado ante otro. Y hallándote tú necesitado ante otro y otro necesitado ante ti, este se halla necesitado ante otro necesitado, mientras que aquel ante quien te hallas tú no necesita de nadie. Anticipa tú lo que luego se vaya a hacer contigo. Pero no de la manera como los amigos suelen echarse en cara, en cierto modo, sus mutuos favores: «Yo te di esto», dice uno; a lo que el otro le responde: «Y yo a ti aquello». Dios no quiere que le demos algo a él, porque también él nos ha dado a nosotros: él no necesita lo de nadie. Por eso es el verdadero Señor: Yo dije al Señor: «Tú eres mi Dios, porque no necesitas de mis bienes»23. Aunque él es el Señor, el verdadero Señor, y no necesita de nuestros bienes, para que pudiéramos hacer algo en su favor se dignó sufrir hambre en sus pobres: Tuve hambre —dice— y me disteis de comer. Señor, ¿cuándo te vimos hambriento? Cuando lo hicisteis con uno de estos mis pequeños, conmigo lo hicisteis. Y a los otros también: Cuando no lo hicisteis con uno de estos mis pequeños, tampoco conmigo lo hicisteis24. Escuchen, pues, los hombres por un momento y reflexionen como se debe cuán grande merecimiento es haber alimentado a Cristo hambriento y cuán gran culpa haberse desentendido de Cristo hambriento. El arrepentimiento de sus pecados hace mejor al hombre; pero ni siquiera ella parece que servirá para nada si es estéril en cuanto a obras de misericordia. Esto lo atestigua la verdad por medio de Juan, que decía a quienes se acercaban a él: Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira que ha de venir? Haced, por tanto, frutos que prueben el arrepentimiento. Y no digáis: Tenemos por padre a Abrahán, pues yo os digo que Dios puede sacar hijos de Abrahán de estas piedras. Ya está puesta el hacha a la raíz de los árboles. Así, pues, todo árbol que no dé fruto bueno será cortado y arrojado al fuego25. A este fruto se refería cuando al decir antes: Haced frutos que prueben el arrepentimiento. Quien carezca de estos frutos, en vano piensa que su estéril arrepentimiento le va a merecer el perdón de los pecados. De qué fruto se trate, lo indicó él mismo a continuación. Después de esas palabras, le preguntaba la muchedumbre, diciéndole: «¿Qué hemos de hacer, pues?»26, es decir, ¿cuáles son esos frutos que nos exhortas, con amenazas, a que hagamos? Al responderles les decía: «Quien tenga dos túnicas, dé a quien no tiene, y haga lo mismo quien posee alimentos»27. ¿Hay, hermanos míos, algo más evidente, más seguro y mejor expresado? Lo que dijo antes: Todo árbol que no dé fruto bueno será cortado y arrojado al fuego, ¿qué otra cosa indica sino lo que han de oír quienes estén a la izquierda: Id al fuego eterno, pues tuve hambre, y no me disteis de comer? En consecuencia, no basta con que te alejes del pecado si descuidas curar los de pasado, según está escrito: ¿Pecaste, hijo? No vuelvas a hacerlo. Mas para que no se creyese seguro con ello añadió: Respecto a los pasados, pide que se te perdonen28. Pero ¿de qué sirve el pedirlo si no te haces digno de ser escuchado por no presentar los frutos que prueben el arrepentimiento, de modo que seas cortado como árbol estéril y seas arrojado al fuego? Por tanto, si queréis ser escuchados cuando suplicáis que se os perdonen vuestros pecados, perdonad, y se os perdonará; dad, y se os dará29.