El amor a los enemigos
1. Hermanos míos, poneos como objetivo el amor, al que la Escritura alaba de tal manera que nada puede equiparársele. Cuando Dios nos exhorta a que nos amemos mutuamente, ¿acaso te exhorta a que ames solo a quien te ama a ti? Este es un amor recíproco, que Dios no considera suficiente. Él quiso que llegue hasta amar a los enemigos cuando dijo: Amad a vuestros enemigos; haced el bien a quienes os odian y orad por quienes os persiguen, para ser hijos de vuestro Padre que está en los cielos, quien hace salir su sol sobre buenos y malos, y llover sobre justos e injustos2. ¿Qué dices a esto? ¿Amas a tu enemigo? Quizá me respondas: «Mi debilidad me lo impide». Muévete, haz por poder, sobre todo teniendo en cuenta que has de orar al juez al que nadie puede engañar y que ha de juzgar tu causa. Interpela, pues, a ese juez ante el que ningún escribano desorienta, ningún funcionario retira la acusación, no se compra ningún abogado que pueda presentar por ti la súplica o decir las palabras que tú no has aprendido, sino que el mismo Hijo único de Dios, igual al Padre, que se sienta a su derecha como su asesor, tu mismo juez, te enseñó unas pocas palabras que cualquier persona, por ignorante que sea, puede retener y pronunciar, en las que cifró tu causa; te enseñó el derecho celeste, cómo has de orar3. Pero quizá respondas: «¿Cómo tengo que elevar mi súplica, personalmente o por medio de otro?». Quien te enseñó a orar es quien presenta tu súplica, puesto que eras el reo. Salta de gozo, porque entonces será tu juez quien ahora es tu abogado. Dado que tendrás que presentar tu súplica y defender tu causa con pocas palabras, llegarás a estas: Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros las perdonamos a nuestros deudores4. Dios te dice: «¿Qué me ofreces para que yo te perdone tus deudas? ¿Qué ofrenda haces, qué sacrificio de tu conciencia colocas sobre mis altares?». A continuación te enseñó qué suplicarle y qué ofrecerle. Tú pides: Perdónanos nuestras deudas; pero ¿qué le ofreces? Así como también nosotros las perdonamos a nuestros deudores. Eres deudor de aquel a quien no puedes engañar; pero también tú tienes alguien que te debe. Dios te dice: «Tú eres mi deudor; fulano es deudor tuyo; yo haré contigo, mi deudor, lo que hagas tú con el tuyo. La ofrenda que reclamo de ti es lo que has perdonado a tu deudor. Tú me pides misericordia; no seas perezoso en concederla». Presta atención a lo que dice la Escritura: Quiero misericordia antes que un sacrificio5. No ofrezcas un sacrificio que no vaya acompañado de la misericordia, porque no se te perdonarán los pecados si no lo acompañas con la misericordia. Quizá digas: «No tengo pecados». Por muy prevenido que seas, hermano, mientras vivas con el cuerpo en este mundo, obras en medio de tribulaciones y estrecheces y te hallas en medio de innumerables tentaciones: no podrás vivir sin pecado. Es cierto que Dios te dice: «Estate tranquilo por lo que se refiere al pecado. No perdones si nada tengo que perdonarte yo; al contrario, si nada debes, sé más exigente; pero, si eres deudor, congratúlate, más bien, de tener un deudor en quien anticipes lo que se va a hacer a ti, haciéndolo tú».
Escúchame y examínate si eres de aquellos pocos justos que pueden recitar en verdad la oración del Señor y decir con sinceridad: «Señor, perdóname, como también yo perdono». Hazlo sin engaño, sin fingir, con corazón noble, para que también en ti se haga realidad. Pues, si te pide perdón y se lo concedes a quien te hirió, a quien pecó contra ti, ya puedes decir confiado: Perdónanos nuestras deudas, así como también nosotros perdonamos a nuestros deudores. Pues si niegas el perdón a quien te lo suplica, te verás desoído cuando tú lo supliques. Cerraste la puerta a quien llamaba, la encontrarás cerrada cuando llames tú. Y si abres las entrañas de misericordia a quien te suplica perdón, Dios te las abrirá a ti cuando se lo pidas a él. Y ahora voy a dirigirme a aquellos que suplican el perdón a sus hermanos cristianos y no lo reciben. Si tú se lo concedes, podrás orar confiado. Mas si te lo suplica y no se lo concedes, ¿cómo puedes estar tranquilo? Seas quien seas tú que has pecado y no te han otorgado el perdón, no temas; interpela a Dios, Dios de él y tuyo. Están en medio unas deudas; ¿acaso podrá exigir el siervo las deudas que ha perdonado el Señor? Mas pongámonos en el caso de que quien pecó contra ti no te ha suplicado el perdón; si, además de pecar, se aíra todavía, ¿qué has de hacer tú? ¿Has de perdonarle o no has de perdonarle? Supongamos que no le has perdonado. ¿Por qué motivo? Porque no te ha pedido perdón. Si no le has perdonado porque no te lo ha suplicado, no dudes al rezar la oración del Señor, recítala confiado y no golpees tu pecho por no haber perdonado a quien no te pidió perdón. Por tanto, aquel que no suplicó perdón se quedó con la deuda, deuda que se le exigirá ciertamente; con todo, en ti debe hallarse el amor perfecto, y has de rogar por quien no suplica el perdón, puesto que ruegas por quien se encuentra en gran peligro.
2. Pon ahora ya la mirada en tu Maestro y Señor; no sentado en la cátedra, sino pendiendo del madero. Contemplando la turba de sus enemigos que le rodeaban, dijo: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen6. Mira al maestro; escucha a quien le imitó. ¿Acaso Cristo el Señor rogó entonces por quienes le pedían perdón y no, más bien, por quienes le insultaban y le estaban dando muerte? ¿Por ventura abandonó el médico su oficio a causa de la crueldad del frenético? Di, pues: Perdónales, porque no saben lo que hacen. Dan muerte al Salvador porque no buscan la salvación. Mientras tú, por el contrario, quizá digas: «¿Y cuándo podré yo lo que pudo el Señor?». ¿Por qué dices eso? Considera dónde lo dijo él; fíjate en que lo dijo estando en la cruz, no en el cielo. Él es siempre, en efecto, Dios con el Padre en el cielo; mas en la cruz era hombre por ti, presentándose como ejemplo para todos. Por ti profirió aquella voz, para que la escuchasen todos. Pudo haber orado por ellos en silencio, pero tú no tendrías su ejemplo. Si para ti es demasiado el Señor, no lo sea el siervo. ¿Eres incapaz de imitar a tu Señor cuando pendía en la cruz? Fíjate en su siervo Esteban cuando era lapidado. Primero dice como siervo a su Señor: Señor Jesús, recibe mi espíritu; y luego, de rodillas: Señor, no les imputes este pecado7. Dichas estas palabras, se durmió en el descanso del amor. Se encontró con una paz exuberante porque deseó la paz a sus enemigos. ¿Acaso rogó también él entonces por quienes le pedían perdón y no, más bien, por quienes le lapidaban y le estaban dando muerte? Ahí tienes el ejemplo; aprende y fíjate en cómo, mientras oraba por sí, se mantuvo en pie, y para orar por ellos se arrodilló. ¿Hemos de pensar, hermanos, que los amó a ellos más que a sí mismo? Por sí mismo oraba de pie, porque, siendo justo, era fácil ser escuchado; mas por los malvados había que orar de rodillas. Mostró, pues, un amor que llegaba hasta a los enemigos, que no le rogaban perdón4. Por tanto, hermanos, perdonad de corazón a quienes os lo suplican, para recitar sin problemas la oración del Señor y para que el Señor os perdone vuestros pecados en este cuerpo mortal, pero que ha de durar por los siglos de los siglos, etc.