SERMÓN 3811

Traducción: Pío de Luis

El natalicio de los apóstoles Pedro y Pablo

Según lo atestigua la tradición de la Iglesia romana, hoy es el día en que los apóstoles Pedro y Pablo, tras haber vencido al diablo, merecieron la corona del triunfo. Ofrezcamos un sermón solemne a aquellos en cuyo honor se celebra esta fiesta, también solemne. Escuchen nuestras alabanzas y rueguen por nosotros. Como es conocido por la tradición de los antepasados y la memoria lo conserva, no sufrieron su pasión en un único día de los marcados por los espacios celestes. Pablo la sufrió en el día del nacimiento de Pedro; no aquel en que fue arrojado al número de los hombres desde el seno de su madre, sino aquel otro en que, desde las cadenas de la carne, nació a la luz de los ángeles. Por esta razón se ha asignado a los dos un único día, para celebrarlos en una sola fecha. Aquí advierto yo una gran señal de concordia: el último de los apóstoles, llamado en el mismo día y coronado en idéntica fecha, llegó y coincidió con el primero, apóstol como él. Pedro fue elegido antes de la pasión, Pablo después de la ascensión. Desiguales en cuanto al tiempo, iguales en la eternidad feliz; aquel, habiendo sido pescador; este, perseguidor. En el primero fue elegido lo débil del mundo para confundir a lo fuerte2; en el segundo abundó el pecado para que sobreabundase la gracia3. En los dos resplandeció la grandeza de la gracia de Dios y la gloria de quien creó, no encontró, sus méritos. Quien llamó primero a su reino a los pescadores, habiendo de llamar luego a los emperadores, ¿qué otra cosa quiso mostrar sino que quien se gloríe se gloríe en el Señor?4 En efecto, no despreció la salvación de los nobles, los sabios y poderosos quien puso delante a los plebeyos, a los ignorantes y débiles. Mas, si no hubiera elegido primero la insignificancia de los débiles, no se habría sanado la hinchazón de los soberbios. Si Cristo hubiera llamado primero a los ricos, podrían pensar y decir que en ellos no había elegido otra cosa que la opulencia, la facundia, el conocimiento de la elocuencia, el esplendor de la ciencia, la nobleza, la generosidad, el sosiego, el poder real; y así, inflados con la felicidad temporal y mundana, como si ellos mismos ofreciesen de antemano a Cristo lo que son, de modo que les pareciese que lo que iban a ser por la gracia de Dios, era, en vez de don, recompensa de parte de Cristo, y no entendieran ni conservaran esa gracia. En consecuencia, ¡cuánto mejor y cuánto más ordenado ha sido que primero levantase de la tierra al necesitado y elevase del estiércol al pobre para ponerlo en medio de los príncipes de su pueblo5, de manera que el don de la inteligencia y de la doctrina no solo procediese realmente de Dios, sino que también apareciese con claridad que procedía de él! ¡Con cuánta alegría y gloria para Dios contemplamos cómo el alma del pescador desprecia las riquezas del emperador y cómo el emperador suplica ante la tumba del pescador! De esa manera, ni el pescador se sintió postergado por carecer de aquellas ni el emperador se vanaglorió por poseerlas. Indíquenos el mismo Apóstol qué valor tiene para la salvación de los hombres —para que nadie, consciente de sus maldades, desespere de la misericordia de Dios— el hecho de que Cristo haya transformado a su perseguidor en su predicador. Es palabra humana —dice— y digna de ser acogida por todos, que Cristo vino a este mundo para salvar a los pecadores, el primero de los cuales soy yo. Mas para esto he alcanzado misericordia: para que Cristo mostrase en mí en primer lugar toda su magnanimidad, para instrucción de quienes han de creer en él para la vida eterna6. ¿Quién puede perder la esperanza en su salvación bajo la mano del médico todopoderoso, tras haber conocido ejemplo tan notable y viendo que Pablo, mensajero ahora de la fe que antes perseguía7, no solo se libró del castigo merecido en cuanto perseguidor, sino que hasta alcanzó la corona de doctor, y que, una vez creyente, derramó su sangre por el nombre de aquel cuya sangre deseaba derramar cruelmente en sus miembros? Roma, la cabeza de la gentilidad, tiene, pues, las dos lumbreras de los gentiles encendidas por aquel que ilumina a todo hombre que viene a este mundo; una, en la que exaltó a la humildad abyecta, y otra, en la que sanó la iniquidad punible. Aprendamos en la primera a no vanagloriarnos, y en la segunda, a no perder la esperanza. ¡De qué forma tan breve se nos han propuesto unos ejemplos magníficos y saludables! Tengámoslos siempre en nuestra memoria y, alabándolos a ellos, ensalcemos la luz verdadera. Por tanto, que nadie se envanezca de su dignidad mundana: Pedro fue pescador. Que nadie rehúya la misericordia de Dios considerando su propia maldad: Pablo fue perseguidor. El primero dice: El Señor se ha convertido en refugio de los pobres8; y el segundo: Enseñaré a los malvados tus caminos, y los impíos se convertirán a ti9.