Sermón de Aurelio Agustín en el primer día de Pascua
1. Acabamos de escuchar el evangelio; se leyó la resurrección de nuestro Señor Jesucristo. Si Cristo resucitó, es que murió. La resurrección atestigua la muerte, pero la muerte de Cristo significa la destrucción del temor. No temamos morir, pues Cristo murió por nosotros; muramos con la esperanza de la vida eterna, pues Cristo resucitó para que resucitemos. En su muerte y resurrección tenemos la tarea asignada y el premio prometido; la tarea asignada es la pasión, y el premio prometido, la resurrección. Esta tarea la realizaron los mártires; realicémosla nosotros con la piedad si no podemos con la pasión, pues no a todos les acontece poder sufrir y morir por Cristo; pero morir les sobreviene a todos. Felices aquellos a quienes les sobrevino por Cristo lo que les había de sobrevenir necesariamente; morir era una necesidad para ellos, pero no morir por Cristo. La muerte ha de sobrevenir a todos, pero no a todos la muerte por Cristo. Aquellos a quienes les cupo en suerte morir por Cristo, en cierto modo le devolvieron lo que él les había dado. El Señor les había otorgado morir por ellos; ellos se lo devolvieron muriendo por él. Pero ¿qué le iba a devolver un pobre desdichado si no se lo hubiese dado el dichoso Señor? Así, pues, Cristo concedió a los mártires que pudieran devolverle lo que él les había dado. Este es el grito de los mismos: Si no hubiera sido porque el Señor estaba con nosotros, quizá nos hubiesen tragado vivos2; quizá nos hubiesen tragado vivos los perseguidores —dice—. ¿Qué significa vivos? Si, a pesar de conocer el mal que hacemos negando a Cristo, obramos ese gran mal vivos, es decir, con plena conciencia, en tal caso nos hubiesen tragado vivos, no muertos. ¿Qué significa vivos? Sabiéndolo, no en la ignorancia. Y ¿dónde sacaron la fuerza para no hacer lo que los perseguidores les obligaban a hacer? Preguntémoselo a ellos; sean ellos quienes lo digan. Ved lo que responden: Si no hubiera sido porque el Señor estaba con nosotros. Entonces, él les dio lo que iban a devolverle. Démosle gracias. Era rico, y, según está escrito de él, se hizo pobre para enriquecernos a nosotros3; su pobreza nos ha enriquecido, sus heridas nos han sanado4, su humildad nos ha exaltado, su muerte nos ha vivificado.
2. ¿Qué devolveré al Señor por todo lo que me ha dado?5, decía el mártir. Escuchad lo que sigue. Miró, pues, y buscó qué devolver al Señor. ¿Y qué dice? Tomaré el cáliz de la salvación6. Esto devolverá al Señor: el cáliz de la salvación, el cáliz del martirio, el cáliz de la pasión, el cáliz de Cristo. Es decir, el cáliz de la salvación, porque nuestra salvación es Cristo. Por tanto —dice— tomaré su cáliz y se lo devolveré. Refiriéndose al mismo cáliz, dijo al Padre antes de la pasión: Padre, si es posible, pase de mí este cáliz7. Había venido a sufrir y a morir; en su poder tenía el morir. O, si yo miento, escuchadle a él: Tengo poder —dice— para entregar mi alma y poder para recuperarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que la entrego yo y de nuevo la recupero8. ¿Habéis visto el poder? Nadie se lo quita. Sin motivo se glorían los judíos; en su muerte no tienen más que el pecado, no el poder. Cristo murió porque quiso; él mismo dice en el salmo: Yo me dormí, y me entregué al sueño9. Gritaron: ¡Crucifícalo, crucifícalo!10 Lo apresaron y lo colgaron. Así vivan ellos, puesto que algo pudieron. Yo me dormí. ¿Y luego qué? Y me entregué al sueño. Un sueño en verdad de tres días. ¿Cómo sigue? Y me levanté, porque el Señor me acogió11. Habla según la forma de siervo al decir: El Señor me acogió, como también en otro lugar: ¿Acaso el que duerme no se levantará?12 Los judíos se glorían como si me hubiesen vencido. ¿Acaso el que duerme no se levantará? Ellos, para darme muerte, me colgaron, pero yo me dormí, porque entregué mi alma cuando quise y cuando quise me levanté.
3. Así, pues, el cáliz que quería que pasara era aquel que había venido a beber. ¿Qué significa entonces, Señor, lo que dijiste: Padre, si es posible, pase de mí este cáliz?13 A punto de sufrir y de morir, dijiste a tus discípulos: Mi alma está triste hasta la muerte14. Busco en estas palabras otras también tuyas: Tengo poder para entregar mi alma y poder para recuperarla de nuevo15. ¿De dónde procede lo que escucho: Mi alma está triste hasta la muerte? Nadie te la quita, ¿por qué estás triste? Tienes poder para entregar tu alma, ¿por qué dices: Padre, si es posible, pase de mí este cáliz? Responde a quien le pregunta y te dice: «¡Oh hombre!, en mi carne te he recibido a ti; si te he recibido en mi carne, ¿no te he recibido, acaso, en mis palabras?». Cuando digo que tengo poder para entregar mi alma y poder para recuperarla de nuevo, hablo como creador; mas cuando digo que mi alma está triste hasta la muerte, te hablo como criatura. Goza de mí en ti; reconócete en mí. Cuando digo: Tengo poder para entregar mi alma, soy tu auxilio, y cuando digo: Mi alma está triste hasta la muerte, soy un espejo para ti.
4. ¿No habéis leído que murió? ¿O acaso lo negamos? Si negamos la muerte, negamos también la resurrección. Murió y resucitó en cuanto que se dignó hacerse hombre, puesto que también nosotros los hombres hemos de morir y resucitar. ¿Acaso murió en él la Palabra? ¿Acaso pudo padecer algo la Palabra que existía en el principio, la Palabra que estaba junto a Dios y la Palabra que era Dios?16 ¿Qué puede padecer tal Palabra? Y, con todo, convenía que padeciese por nosotros esa Palabra: a la vez, no podía morir, y convenía que muriese. En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. ¿Dónde está la sangre? ¿Dónde está la muerte? ¿Acaso hay muerte en la Palabra? ¿Acaso tiene sangre la Palabra? Si en la Palabra no hay ni muerte ni sangre, ¿dónde está nuestro precio? ¿O no es nuestro precio su sangre? ¿Cómo podría pagar ese precio de haber permanecido siendo solo la Palabra, de no haber asumido la carne la Palabra? Una carne vivificada por el alma humana, para que como la Palabra no podía recibir la muerte, la recibiera solamente la carne, a la que vivificaba su alma. Pues ni siquiera podía recibir la muerte el alma; alma que, adherida a la divinidad, era un solo espíritu, porque el Señor se había revestido de ella, no porque ella hubiera creído en él, según está escrito de nosotros: Quien se une al Señor, se hace un solo espíritu17. Cuando aún éramos infieles, no éramos dignos de ello y estábamos alejados de Dios; mas por la fe nos adherimos a él. Aquella alma, en cambio, fue creada digna de la unión con Dios cuando, recién creada y virgen, fue asumida en la unidad de la persona divina. Al disolverse esta unidad singular de dos espíritus desiguales, la carne murió, carne que, recibiendo su vida de un nuevo modo y de otro género de la misma unidad de dos espíritus, esto es, poseyendo una vida doble y admirable, fue abandonada por un pequeño espacio de tiempo. Dios, que es espíritu, y el espíritu humano, su imagen, son inmortales.
5. Por tanto, el Señor, nuestro Dios y nuestro Salvador se dirige a nosotros, en cierta manera y nos dice: «¡Oh hombres!; yo hice al hombre derecho, y él se torció18. Os apartasteis de mí y perecisteis en vosotros. Mas yo he de buscar lo que se había perdido19. Os alejasteis de mí —dice—, perdisteis la vida: Y la vida era la luz de los hombres20. Ved lo que dejasteis cuando perecisteis todos en Adán. La vida era la luz de los hombres». ¿Qué vida? En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios21. Ella era la vida, mientras vosotros yacíais en vuestra muerte. La Palabra no tenía en qué morir; tú, hombre, no tenías de qué vivir. Por dignación de Cristo el Señor, acogí sus palabras. Si él aceptó lo mío, ¡cuánto más yo lo suyo! Hablando en silencio mediante los hechos Cristo nuestro Señor dice en cierto modo: «Yo no tenía en qué morir; tú, hombre, no tenías de qué vivir. Recibí de ti en qué morir por ti; recibe tú de mí de qué vivir conmigo. Hagamos un contrato: yo te doy a ti y tú me das a mí. Yo recibo de ti la muerte; recibe tú de mí la vida. Despierta: mira qué te doy y qué recibo. Siendo excelso en el cielo, recibí de ti la humildad sobre la tierra; soy tu Señor, y he recibido de ti la forma de siervo; soy tu salud, y he recibido de ti tus heridas; soy tu vida, y he recibido de ti la muerte. Siendo la Palabra, me hice carne para poder morir. Junto al Padre no tenía carne; la tomé de tu masa para donártela —la virgen María era de nuestra masa; de ella recibió Cristo nuestra carne de nosotros, es decir, la del género humano—. Recibí de ti la carne en la que morir por ti; recibe de mí el espíritu vivificador de qué vivir conmigo. Para concluir, he muerto en lo tuyo; vive tú de lo mío».
6. Por tanto, hermanos, cuando oís que nació del Espíritu, de la virgen María, que padeció, fue azotado y abofeteado; cuando oís que Cristo padeció todas estas cosas, no penséis que pudo padecer semejantes cosas en su naturaleza y en su sustancia aquella Palabra que estaba en el principio junto a Dios22. Pero ¿podemos decir, acaso, que no sufrió por nosotros la Palabra de Dios, el Dios unigénito? Padeció, pero en cuanto que tenía alma y carne pasibles. Recibió, pues, la forma de siervo para sufrir en cuanto hombre. Tenía alma y cuerpo, puesto que había venido a librar al hombre entero; no perdiendo, sino donando la vida. Voy a poner una comparación para que veáis más rápidamente lo que estoy diciendo. Por ejemplo, cuando el mártir Esteban, o Focas, o cualquier otro sufrió la pasión, fue muerto y sepultado, solo murió y fue sepultada su carne; a su alma, en cambio, no pudieron ni darle muerte ni sepultura, y, no obstante, se dice con toda razón: «Esteban, o Focas, o cualquier otro murió por el nombre de Cristo»; de idéntica manera, cuando el unigénito de Dios sufrió la pasión, fue muerto y sepultado, solo recibió la muerte y la sepultura su carne; pero su alma, y con mayor razón su divinidad, no pudo morir. Y por eso decimos con tranquilidad que el Hijo único de Dios, es decir, el Dios unigénito de Dios, murió y fue sepultado por nosotros. En consecuencia, el mismo Cristo, el Señor, que es la verdad sin mentira, dijo con verdad y sin engaño: Tanto amó Dios al mundo, que le entregó su Unigénito, para que nadie que crea en él perezca, sino que tenga la vida eterna23. Lo mismo dice el Apóstol de Dios Padre: Quien no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros24. ¿Queréis saber lo que es Cristo? No os fijéis solo en la carne que yació en el sepulcro; ni solo en el alma de la que dijo: Mi alma está triste hasta la muerte25; ni solo en la Palabra, puesto que la Palabra era Dios; fijaos, más bien, en que Cristo entero consta de la Palabra, alma y carne.
7. Nada quitéis al alma de Cristo. Los herejes apolinaristas dijeron que no tuvo mente, es decir, que aquella alma no tuvo inteligencia, sino que la Palabra hacía las veces de la mente y la inteligencia. Esto es lo que dijo Apolinar. Los arríanos, en cambio, dicen: «No tuvo ningún alma». Vosotros, por tanto, retened conforme a la fe que Cristo entero lo forman la Palabra, el alma y la carne. Y cuando escucháis: Mi alma está triste26, pensad en un alma humana, no en la de las bestias, pues un alma sin entendimiento es propia de las bestias, no alma humana. No tuvo mente, si no vino a librar a la mente. Así, pues, el único Cristo es Palabra, alma y carne. ¿Qué es un hombre? Alma y carne. ¿Qué es Cristo? Palabra y hombre, y, por tanto, Palabra, alma y carne, pero un único Cristo. Cuando golpeas con los puños a un hombre, ¿qué parte de él golpeas? ¿El alma o la carne? Reconoces que la carne. Y, no obstante, grita el alma: «¿Por qué me golpeas? ¿Por qué me pegas?». Si dices al alma: «¿Quién te ha tocado? Yo hiero la carne, no a ti», ¿no se reirán de ti quienes te oigan decir eso? ¿No te tendrán por un necio e insensato? Tampoco, pues, pueden decir quienes flagelaron a la carne de la Palabra de Dios o la abofetearon: «Nosotros hemos flagelado o abofeteado a la carne, no a la Palabra o al alma de Cristo»; flagelaron o abofetearon al Cristo entero, es decir, a la Palabra, al alma y a la carne, pues no flagelaron o abofetearon a un cuerpo muerto. Y, aunque ciertamente no pudieron dar muerte en la cruz ni a su alma ni a la misma divinidad, que es la verdadera vida, sin embargo, en su corazón y en su mala voluntad se deleitaron en dar muerte a Cristo entero. Todo el que persigue a otro para darle muerte, quiere que se extinga del todo, como se extingue toda la luz de una lámpara derribada a tierra para que deje de lucir del todo cuando un malhechor cualquiera ve que impide hacer lo que piensa. Esto, es decir, que se extinga del todo, es absolutamente imposible en el hombre, puesto que tiene una parte mortal y otra inmortal; en él no es mortal más que la carne. Mucho menos pudo extinguirse del todo Cristo, el unigénito de Dios, aunque los judíos así lo pensasen, dado que de sus tres sustancias, es decir, una eterna y divina y dos temporales o humanas, solo tuvo una mortal: su carne; su alma, en cambio, y sobre todo su divinidad, eran, sin duda, inmortales. Por eso solo pudo redimirnos de nuestra muerte eterna mediante su breve muerte temporal quien no solo era alma y cuerpo, sino también Dios, alma y cuerpo, es decir, el único unigénito de Dios. Quien descendió hasta las partes más bajas de la tierra es quien ascendió por encima de todos los cielos27, cosa que el hombre solo no puede hacer.
8. Por tanto, amadísimos hermanos, exultemos confiados y alegrémonos porque nos redimió con su muerte quien aun muerto triunfó de sus enemigos. Muerto dio muerte a la muerte y nos libró para siempre de su dominio, y al subir a lo alto llevó cautiva la cautividad, y, enviado el Espíritu Santo, dio a los hombres sus dones28, él que incluso, yaciendo en el sepulcro, pudo introducir al ladrón creyente en el paraíso29.