Sermón predicado en Tuneba sobre la paciencia y la parábola del administrador infiel2
1. Mientras nos hallamos en este mundo, no nos perjudicará caminar aquí abajo si procuramos tener el corazón en alto. Caminamos abajo mientras caminamos en esta carne. Al fijar nuestra esperanza en lo alto, hemos como clavado el ancla en lugar sólido3, para resistir cualquier clase de olas de este mundo; no por nosotros mismos, sino por aquel en quien está clavada nuestra ancla, nuestra esperanza, puesto que quien nos dio la esperanza no nos engañará y a cambio de la esperanza nos dará la realidad. Pues, como dice el Apóstol, la esperanza que se ve no es esperanza. En efecto, lo que uno ve ¿cómo lo espera? Si esperamos lo que no vemos, por la paciencia lo esperamos4.
2. Quiero hablar a Vuestra Caridad sobre esta paciencia cuanto el Señor me conceda. También Jesucristo el Señor dice en cierto lugar del Evangelio: Con vuestra paciencia poseeréis vuestras almas5. Y en otro lugar se dice igualmente: ¡Ay de aquellos que perdieron la paciencia!6 Sea que se hable de paciencia, de aguante o de tolerancia, única es la realidad, significada con varios términos. Nosotros hemos de fijar en nuestro corazón esa única realidad, no la diversidad de las palabras que la expresan, y poseer en nuestro interior lo que designamos fuera. Quien sabe que es un peregrino en este mundo, con independencia del lugar en que se halle corporalmente; quien sabe que tiene una patria eterna en el cielo, quien tiene la certeza de que allí se encuentra la región de la vida feliz que aquí es lícito desear, pero no es posible tener y arde en deseo tan bueno, tan santo y tan casto, ese ejercita aquí la paciencia. La paciencia no parece necesaria para las situaciones prósperas, sino para las adversas. Nadie soporta pacientemente lo que le agrada. Por el contrario, siempre que toleramos, que soportamos algo con paciencia, se trata de algo duro y amargo; por eso no es la felicidad, sino la infelicidad, la que necesita la paciencia. Con todo, como había comenzado a decir, todo el que arde en deseos de la vida eterna, por feliz que sea en cualquier tierra, tendrá que vivir necesariamente con paciencia, puesto que le resulta molesto tolerar la propia peregrinación hasta que llegue a la patria deseada y amada. Uno es el amor propio del deseo y otro el propio de la visión. En efecto, el que desea ama y el que ve ama también; y quien desea ama llegar al objeto de su amor; y quien ve ama permanecer en él. Si el deseo de los santos, originado por la fe, es tan ardiente, ¿cómo será en presencia de la realidad? Si tal es nuestro amor cuando creemos sin haber visto, ¿cómo amaremos, cuando veamos?
3. Así, pues, tres cosas son las que principalmente nos encarece el Apóstol que construyamos en el hombre interior: la fe, la esperanza y el amor; y, tras haber encomiado las tres virtudes, dice para concluir: La mayor de todas es el amor. Perseguid el amor7. ¿Qué es, pues, la fe? ¿Qué la esperanza? ¿Qué el amor? ¿Y por qué es mayor el amor? Según la define cierto texto de las Escrituras, la fe es el fundamento de lo que se espera, la garantía de lo que no se ve8. Quien espera algo aún no posee lo que espera, pero mediante la fe se hace semejante a quien lo posee. La fe es —dice— el fundamento de lo que se espera; aún no es la realidad misma que poseeremos, pero la fe está en lugar de ella. No se puede decir que no tiene nada quien tiene la fe o que está vacío quien se encuentra lleno de fe. Por eso es grande la recompensa de la fe: porque, aunque no ve, cree. Pues si viera, ¿qué recompensa sería? Por esa razón, cuando el Señor resucitó de entre los muertos y se manifestó a sus discípulos, no solo hasta ser visto, sino hasta ser tocado con las manos9, y convenció a los sentidos humanos de que él, el que poco antes colgaba del madero, era quien había resucitado, tras vivir con ellos durante algunos días, los que le parecieron suficientes para afianzar el Evangelio y asegurar la fe en la resurrección, subió a los cielos para que no le vieran, sino que le poseyeran por la fe. Si permaneciese siempre aquí, visible a estos ojos, la fe no merecería elogio alguno. Ahora, en cambio, se dice a un hombre: «Cree». Pero él quiere ver. Se le replica: «Cree de momento, para poder ver alguna vez. La fe es el mérito; la visión, el premio. Si quieres ver antes de creer, pides la recompensa antes de realizar el trabajo. Eso que quieres poseer tiene un coste. Tú quieres ver a Dios. El coste de tan gran bien es la fe. ¿Quieres llegar y no quieres caminar? La visión es la posesión; la fe, el camino. Quien rehúsa la fatiga del camino, ¿cómo busca el gozo de la posesión?».
4. La fe no desfallece, porque la sostiene la esperanza. Elimina la esperanza, y desfallece la fe. ¿Cómo va a mover, aunque solo sea los pies, para caminar quien no tiene esperanza de poder llegar? Si, por el contrario, a la fe y a la esperanza les quitas el amor, ¿de qué aprovecha creer, de qué sirve esperar, si no hay amor? Mejor dicho, tampoco puede esperar lo que no ama. El amor enciende la esperanza, y la esperanza brilla gracias al amor. Pero ¿qué fe habrá que elogiar cuando lleguemos a la posesión de aquellas cosas que hemos esperado creyendo en ellas sin haberlas visto? Porque la fe es la garantía de lo que no se ve10. Cuando veamos, ya no se hablará de fe, pues verás, no creerás. Lo mismo sucederá con la esperanza. Cuando se haga presente la realidad, ya no la esperarás. Pues lo que uno ve, ¿cómo lo espera?11 ¡Ved que cuando hayamos llegado, dejará de existir la fe y la esperanza! Y ¿qué pasará con el amor? La fe aboca a la visión; la esperanza, a la realidad. Allí existirá ya la visión y la realidad, no la fe y la esperanza. Y el amor, ¿qué? ¿Acaso puede desaparecer también él? Si ya se inflamaba ante lo que no se veía, cuando lo vea, sin duda, se inflamará más. Con razón, pues, se dijo: Pero el amor es la mayor de todas12, porque a la fe le sucede la visión; a la esperanza, la realidad; pero al amor nada le sigue: el amor crece, el amor aumenta, y alcanza su perfección mediante la contemplación.
5. Deseando ya desde aquí ver el rostro de Dios y suspirando por llegar a la patria de la eterna felicidad, ¿no es cierto que, independientemente de la felicidad mundana de que nos veamos rodeados y de la abundancia y sobreabundancia de bienes de que nos sintamos llenos, nosotros que ardemos en tal deseo experimentaremos siempre como miserable nuestro peregrinar y que desde esa misma miseria suplicamos al Señor, diciéndole siempre: Líbrame, Señor?13 Dice el pobre: Líbrame, y piensas que se refiere a su pobreza. Dice el rico: Líbrame, y tal vez está enfermo. Pero se da el caso de que está sano y es rico, y grita aún: Líbrame. ¿De qué sino de lo que dice la misma oración: Líbranos del mal?14 Cualesquiera que sean los bienes entre los que viva, el cristiano ha de clamar necesariamente: Líbranos del mal. Si grita: Líbranos del mal, hay algo de lo que ha de ser librado; si ha de ser librado de algo, es que vive en medio de algún mal; y, si se halla envuelto en algún mal, sean cuales sean los bienes que puedan deleitarle, tiene qué tolerar hasta el momento de disfrutar de Dios. Así, pues, el aguante es necesario en este mundo a todos: a los pobres, a los ricos, a los sanos, a los enfermos, a los cautivos, a los libres, a los forasteros, a los residentes en su propia patria; el aguante es necesario, puesto que todos somos forasteros en este mundo. Y hasta que no se vean libres de esta condición y se adhieran a aquella verdad y sustancia inmutable, por la que suspiraron siendo forasteros, se encuentran entre tentaciones y gritan al Señor con sincero corazón: Líbranos del mal.
6. Los hombres que se hallan en la miseria fijan su mirada en aquellos a quienes el mundo llama dichosos y quieren ser como ellos, pensando que, cuando eso sea realidad, se verán libres de todo mal. Es un pensamiento errado, además de no cristiano, rebosante de apetencia insana, no de fe: piensan que no hay nada para ellos después de esta vida. No digo: «En esta vida es feliz quien abunde en cualquier clase de bienes». Lejos de mí el afirmar tal cosa; pero, si no cree que haya algo después de esta vida, nunca será feliz. La razón y la misma verdad prueban que aquí nadie puede ser feliz; me refiero a la felicidad tal como la considera la sabiduría, no la avaricia. Mas he aquí que, al yo proponerlo, todo hombre considera que puede ser feliz. Y comienzo a preguntarle si la felicidad se halla en esta tierra. ¿Digo acaso: «Feliz es quien está sano, quien es rico, quien goza de honores, quien vive con salud con todos los suyos»? No es eso lo que digo, sino esto otro: «Feliz es aquel a quien nada le falta». Se me responderá al instante: «Entonces el rico es feliz, porque nada le falta». Si nada le falta, nada desea; pero, si desea, es que algo le falta. Tú te fijas en lo que tiene, yo en lo que ambiciona. ¿Cómo es que nada le falta a quien le parece poco lo que tiene y desea tener más? Adviertes que todo lo que ha reunido y posee es como leña que alimenta la llama y la hace crecer, pero que no la sacia. Por tanto, si cuanto más tiene, más ardientemente ambiciona, no te voy a decir: «Está necesitado», sino: «Está más necesitado que aquel otro mendigo». Los deseos de un mendigo se sacian con pocas monedas, mientras que la ambición de un hombre avaro no la sacia ni el mundo entero. Quizá aquí repliques: «¿Qué, si se conforma con lo que tiene?». Lo alabo, si encuentro a ese hombre; me congratulo enormemente; puso límites a algo ilimitado, pudo decir a la avaricia: «Hasta aquí». Se requiere grandes fuerzas y un gran dominio de la mente para establecer una medida, para quebrar el ávido apetito, poner frenos a la avaricia y establecer un límite a la pasión ardiente. Gran fortaleza, lo confieso; gran fortaleza. Con todo, según mi definición anterior, aún no lo considero feliz. ¿Qué dije? ¿Quién es feliz? Aquel a quien nada le falta. He aquí que a este nada le falta; abunda en todo y nada más quiere. Pero sigo preguntando: ¿Es verdad que no quiere tener más? Se me responde: —No, no quiere tener más. —¿No teme perder lo que posee? Se me responde: «Sí, tiene ese temor». ¿Cómo entonces no le falta nada? Aunque no le falten bienes, le falta, al menos, seguridad. ¿Y quién hay en este mundo que pueda darle seguridad de que no puede perecer lo que posee? ¿Quién puede ofrecerle seguridad respecto a cosas inseguras y huidizas? Muchos, ricos cuando se fueron a dormir, se levantaron pobres. Así, pues, nadie puede darle esa seguridad. El mismo lo sabe, y por eso teme. Es preciso, por tanto, que recobre ánimo, que reciba fuerzas mayores, que obtenga una fortaleza más sólida, para que así como impuso un límite a su ambición, de igual manera deje de temer la pérdida de lo que posee, afiance su corazón de modo que, después de haber perdido todo, pueda decir: Desnudo salí del seno de mi madre, desnudo volveré a la tierra. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó. Como plugo al Señor, así sucedió; sea bendito el nombre del Señor15. Gran atleta de Dios fue este, puesto que luchaba también contra un poderoso adversario. Supongamos que hay un hombre tan magnánimo que ni se hincha con los bienes que posee ni se resquebraja si alguna vez los pierde, sino tal que los tiene como si no los tuviera, usa de este mundo como si no usara16; que tenga como su gran riqueza la misma voluntad de su Señor, como el hombre que acabamos de recordar: Como plugo al Señor, así sucedió; sea bendito el nombre del Señor; que tanto si es rico como si es pobre diga: «Es voluntad de mi Dios». Ved cómo cumplió él lo que muchos cantan, pero pocos llevan a la práctica: Bendeciré al Señor en todo momento; su alabanza está siempre mi boca17. ¿Qué significa en todo momento? Cuando las cosas van bien y cuando van mal: esto significa en todo momento; es decir, siempre. Es rico en verdad el que lo es en su interior; no en el interior de unas paredes, sino en el interior de sus pensamientos; en su conciencia, no en su cofre. Tales riquezas no las puede perder ni un náufrago; puede salir de entre las olas desnudo y lleno al mismo tiempo. ¿Podemos pensar que hemos hallado al hombre feliz? Si es feliz aquel a quien nada le falta, si tal hombre existiera en la tierra, ¿por qué no iba a ser feliz? Considero que descubrimos que también a él le falta algo; y, si algo le falta, aún no es feliz. Nada ambiciona, puede perderlo todo sin alterarse, no se hincha con la prosperidad ni decae ante la adversidad. ¿Cómo no es feliz aún? No me atrevo a considerarlo feliz si descubro que aún le falta algo. Dirá alguien: «¿Cómo podrás descubrir que a él le falta algo?». Lo descubro ciertamente. Si cree en Dios, aún le falta algo, aún es mendigo de Dios. Pudiera darse el caso que ese hombre no diga en la oración: Líbranos del mal18; pero dice: «Algo me falta». ¿Qué le falta? La vida eterna, que aún no posee. Se encuentra rodeado de tentaciones. Mira al mismo Job, puesto en situación de amar gratuitamente a Dios, situación provocada por el diablo; después de haber perdido todas sus cosas, perdido el solaz de los hijos, cuando solo le quedaba su mujer, tentadora, no consoladora, fue herido aún con una gran llaga que llegaba de la cabeza hasta los pies, quitándosele así hasta el patrimonio del pobre. En efecto, el patrimonio del pobre es la salud, cuya ausencia hace amargos al rico todos sus bienes. Quizá encuentres un pobre que no tenga necesidad del patrimonio del rico, pero no encuentras a un rico a quien no sea necesario el patrimonio del pobre. Job perdió hasta el patrimonio de los pobres, es decir, la salud, al verse llagado de la cabeza hasta los pies. Pero no llegó hasta atribuir a Dios la necedad; ni siquiera en sus males le desagradó Dios; Dios siempre fue de su agrado. La nueva Eva le sugirió la blasfemia, inspirada por la serpiente, contra la que él luchaba invisiblemente: Pronuncia algo contra Dios —dice— y muere. Y él le replicó: Has hablado como una mujer necia. Si recibimos los bienes de la mano de Dios, ¿por qué no hemos de soportar los males?19 Ella era otra Eva, pero él no era otro Adán. Aquel fue vencido en el paraíso, este venció en el estiércol. Pero, sin embargo, en medio de los males que padecía, dijo en cierto lugar: ¿Acaso no es la vida humana una tentación sobre la tierra?20 Hallándose, pues, en esta vida humana, se encontraba ciertamente en medio de la tentación. Quería verse libre de tal prueba. Aún él echaba de menos la vida en que no existe tentación. Si la echaba de menos, aún no era feliz. En consecuencia, sea el que sea el hombre que aquí hayas presentado, descrito, imaginado, has deseado lo que no encuentras. En esta tierra nadie puede ser feliz.
7. ¿Qué me había propuesto? Me había propuesto hablar de la paciencia. Si Vuestra Caridad no lo ha olvidado, es lo que me propuse. Así, pues, cuán gran bien sea la paciencia... resistimos en esta felicidad terrena gracias a ella. Quien no la tiene desfallece, y quien desfallece en el camino no llegará a la patria deseada. Veis cuán verdadero es que en nuestra paciencia poseeremos nuestras almas21.
8. Mientras vivamos aquí, sea cual sea nuestra felicidad, vivamos con paciencia. Todos, o casi todos, tememos morir. La enfermedad puede hacer acto de presencia o no. Tememos perder los seres queridos; podemos perderlos y podemos no perderlos. Cualquier mal que temas en esta tierra puede hacerse realidad o no. La muerte es lo único que no puede no ser realidad. Puede diferirse, pero no eliminarse; sin embargo, pensando en diferirla, todos se fatigan, velan, se defienden, trancan las puertas, se dan a la mar, aran. Todas sus fatigas, sea en la tierra, sea en casa, no tienen como objetivo no morir, sino morir un poco más tarde. Considerad, amadísimos, cuánto esfuerzo derrochan todos los hombres para diferir su muerte. Si tanto nos esforzamos para morir un poco más tarde, ¿cuánto no hemos de esforzarnos para no morir nunca? También esto hay que contarlo entre las cosas que hay que aguantar, soportar y llevar con paciencia; es decir, este temor a la muerte con el que lucha toda alma. Ved, en efecto, lo que dice el Apóstol: Gemimos en esta tierra oprimidos por el peso de esta carne corruptible, de la que no queremos vernos despojados, antes bien vernos revestidos para que lo mortal sea absorbido por la vida22. Nos vemos oprimidos —dice— por el peso del cuerpo corruptible; y, aun gimiendo bajo el cuerpo, no queremos vernos despojados de él. ¿Qué significa que no queremos vernos despojados? No queremos abandonar el cadáver bajo el cual gemimos. No queremos despojarnos de él. ¡Oh carga infelizmente dulce! Gemimos oprimidos —dice—. Entonces, si gimes bajo su peso, déjalo de buena gana. Del cual no queremos vernos despojados. ¿Qué querernos entonces? Vernos revestidos. ¿Para cargar con un doble peso? «No», dice. Entonces, ¿con qué finalidad? Para que lo mortal sea absorbido por la vida. Deseamos llegar a la vida eterna. Queremos llegar al lugar donde nadie muere; pero no a través de la muerte, si fuera posible, es decir, siendo arrebatados en vida hacia aquel lugar y adquiriendo aun en vida nuestro cuerpo aquel carácter espiritual que recibirá tras la resurrección. ¿Quién no desearía esto? ¿No lo quiere todo hombre? Pero al que quiere se le dice otra cosa: «Emigra». Recuerda lo que has cantado en el salmo: Soy un inquilino en esta tierra23. Si eres inquilino, habitas en morada ajena. Si habitas en morada ajena, tendrás que salir de ella cuando te lo mande el propietario de la misma. Es necesario que alguna vez te mande salir. Tampoco te ha fijado fecha de permanencia. No te ha firmado nada. Mientras habites de forma gratuita, tu salida depende de que él te lo mande. También esto hay que tolerarlo y requiere la paciencia.
9. Así vio aquel siervo que su amo iba a mandarle salir de la administración; pensó en su futuro y se dijo: Mi amo me va a expulsar de la administración. ¿Qué voy a hacer? Cavar no puedo, mendigar me da vergüenza24. De una cosa le aparta la fatiga; de la otra, la vergüenza; pero en ese momento de apuro no le faltó decisión. He hallado —dice— lo que he de hacer25. Citó a los deudores de su amo y les presentó los contratos firmados. —Di tú, ¿cuánto le debes? Él responde: —Cien barriles aceite. —Siéntate rápidamente y escribe cincuenta. Toma tu recibo. Y al otro: —Tú, ¿cuánto debes? —Cien fanegas de trigo. —Siéntate y escribe de prisa ochenta. Toma tu recibo26. Esta fue su reflexión: cuando mi amo me expulse de la administración, ellos me recibirán, y la necesidad no me obligará ni a cavar ni a mendigar.
10. ¿Por qué propuso Jesucristo el Señor esta parábola? No le agradó aquel siervo fraudulento; defraudó a su amo y sustrajo cosas, y no de las suyas. Además le hurtó a escondidas, le causó daños para prepararse un lugar de descanso y tranquilidad para cuando tuviera que abandonar la administración. ¿Por qué propuso el Señor esta parábola? No por el hecho de que el siervo aquel hubiera cometido un fraude, sino porque fue previsor para el futuro, para que se avergüence el cristiano que carece de determinación al ver alabado hasta el ingenio de un fraudulento. En efecto, así continuó: Ved que los hijos de las tinieblas son más sagaces que los hijos de la luz27. Cometen fraudes mirando por su futuro. ¿Pensando en qué vida tomó precauciones aquel mayordomo? A esta vida de la que tendría que salir cuando se lo mandasen. Él se preocupó por la vida que tiene un fin, y ¿no te preocupas tú por la eterna? No améis, pues, el fraude, sino lo que el Señor dice: Haceos amigos; haceos amigos con la «mammona» inicua28.
11. Mammona es el nombre hebreo de las riquezas; por lo que también en púnico el lucro se le llama mamón. ¿Qué hemos de hacer, pues? ¿Qué mandó el Señor? Haceos amigos con la «mammona» inicua, para que, cuando comencéis a sentir necesidad, también ellos os reciban en los tabernáculos eternos29. De estas palabras es fácil deducir que hay que hacer limosnas, que hay que dar a los necesitados, puesto que en ellos es Cristo quien recibe. El mismo dijo: Cuando lo hicisteis con uno de estos míos más pequeños, conmigo lo hicisteis30. En otro lugar dijo también: Quien dé a uno de mis discípulos un vaso de agua fría solo por ser discípulo, en verdad os digo que no perderá su recompensa31. Comprendemos que hay que dar limosnas, y no hay que perder mucho tiempo en elegir a quién se damos, puesto que no podemos escrutar los corazones. Si das a todos, entonces llegarás a los pocos que son dignos de ellas. Eres hospitalario; ofreces tu casa a los forasteros; admite también al que no lo merece, para no excluir al que lo merece. No puedes juzgar ni examinar los corazones. Aunque hasta en el caso que pudieras decir: «Es malo, no es bueno», yo añado: más todavía, es tu enemigo. Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer32. Si hay que hacer el bien hasta al enemigo, ¡cuánto más al desconocido, que, aunque sea malo, no es, sin embargo, tu enemigo! Entendemos esto, es decir, que quienes así obran se adquieren amigos para que los reciban en los tabernáculos eternos una vez que sean expulsados de esta administración. En efecto, todos somos mayordomos; a todos se nos ha confiado en esta vida una tarea de la que tenemos que rendir cuentas al gran padre de familia. Y a quien más se le haya confiado, se le exigirán cuentas más estrictas33. El primer texto que se leyó llenó de espanto a todos, y más todavía a los que presiden a los pueblos, sean ricos, reyes o emperadores, jueces u obispos, u dirigentes de las iglesias. Cada cual ha de rendir cuentas de su administración al padre de familia. Esta administración es temporal, pero la recompensa para quien la lleva es eterna. Mas, si hemos llevado la administración de forma que podamos dar buena cuenta de ella, estamos seguros de que luego nos confiarán cosas mayores. Ponte al frente de cinco fincas34, dice el amo al siervo que le había dado buena cuenta del dinero que le había confiado para administrarlo. Si obramos rectamente, nos llamará a tareas mayores. Mas como es difícil no faltar muchas veces en una administración grande, no debe faltar nunca la limosna, para que, cuando tengamos que rendir cuentas, lo veamos más como padre misericordioso que como juez insobornable. Pues, si comienza a examinar todo, encontrará mucho que condenar. Debemos socorrer en esta tierra a los necesitados para que se cumpla en nosotros lo que está escrito: Dichosos los misericordiosos, porque Dios tendrá misericordia de ellos35. Y en otro lugar: El juicio será sin misericordia para quien no practicó la misericordia36.
12. Haceos, pues, amigos37. Hágalos cada cual con lo que tenga. Que nadie diga: «Soy pobre». Nadie diga: «Que se los hagan los ricos». Quienes más tienen, hagan más con su mayor caudal. ¿Acaso los pobres no tienen también con qué hacérselos? Zaqueo fue rico, Pedro pobre. El primero compró el reino de los cielos con la mitad de sus riquezas38; el segundo lo compró solamente con una red y una barquichuela39. Ni del hecho de haberlo comprado el primero se sigue que no le quedara al segundo qué comprar. El reino de Dios no se vende de forma que, cuando uno lo adquiere, se queda el otro sin tener qué comprar. Ved que nuestros padres lo adquirieron y nos dejaron qué comprar nosotros. ¿Acaso ellos compraron una cosa y nosotras otra? No, es la misma. Siempre es comprado, y hasta el fin del mundo sigue en venta. No temas quedar excluido por el aumento de compradores. No hay razón para decir: «Lo va a comprar aquel, pues dispone de una cantidad de la que no dispongo yo». Te responde quien te lo propuso a la venta: «Trae lo que tienes; tendrás íntegro, también tú, lo que compres». Dije que Pedro lo obtuvo íntegro a cambio de la única navichuela que poseía. Integro lo obtuvo aquella viuda que echó dos pequeñas monedas en el cepillo del templo. Echó dos monedas y lo compró íntegro, pues mucho echó quien nada se reservó40. Y lo que dije poco ha: ¿qué hay que cueste menos que un vaso de agua fría? Ese es también el precio del reino de los cielos41. Quien no tenga ni una barca ni redes, quien no tenga las riquezas de Zaqueo, quien no tenga ni siquiera aquellas dos monedas de que disponía aquella viuda, tiene, al menos, un vaso de agua fría42. Pienso que hasta añadió el adjetivo fría para que no te turbaras pensando en la leña. Pero hasta puede darse en un momento dado que no tengas o encuentres ni siquiera un vaso de agua fría que dar a un sediento. No lo encuentras y te compadeces de ese sediento; Dios ve lo que tienes dentro; no ve en tu mano el poder, pero ve en tu corazón el querer. También tú lo has comprado, estate seguro. Lo que tú posees se llama paz: Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad43.
13. Mas volvamos, hermanos, al tema al que habíamos pasado. ¿Qué significa la «mammona» inicua? ¿A qué quiso exhortarnos el Señor? ¿Debemos cometer fraudes para tener con qué dar limosnas? Son muchos los que hacen esto, pero no obran bien. Muchos quitan a otros y de ello dan algo, pensando que así se les perdonan sus pecados, sobornando, en cierta manera, al juez. Goza aquel a quien das, pero llora aquel a quien se lo quitas. Dios tiene sus oídos en medio de uno y otro. En él no hay acepción de personas44. Oye mejor a quien gime quejándose de ti que a quien le da gracias por ti. Que nadie, pues, crea que por el hecho de haber nombrado el Señor la «mammona» inicua en contexto de hacer limosnas hay que dedicarse al fraude, a la rapiña, al expolio y cualquier otra cosa desagradable. ¿Qué significa, pues: Haceos amigos con la «mammona» inicua?45 Yo pienso, hermanos, que la mammona no es otra cosa que el oro, es decir, las riquezas. Usemos ya nuestro término para que lo entendáis. Hay riquezas auténticas y hay riquezas falsas. La iniquidad llama riquezas a las falsas riquezas, pues las auténticas están en Dios. Las auténticas riquezas las poseen los ángeles, a quienes nada les falta. Nosotros, en cambio, buscamos las riquezas que creemos poseer como medicamentos para nuestra debilidad. Si estuviésemos sanos, es decir, si nos encontrásemos ya en aquella inmortalidad que hemos de tener después, no iríamos detrás de ellos. Es a estas a las que la iniquidad llama riquezas. Por eso dijo: «Haceos amigos con las riquezas inicuas»; no con las que acumula tu iniquidad, sino con aquellas a las que la iniquidad llama así, aunque no lo sean en verdad.
14. Escuchad cómo la iniquidad llama riquezas a lo que no son auténticas riquezas. Dice el salmo en cierto lugar —gime en él un hombre queriendo verse libre de ciertos hijos ajenos y dice al Señor—: Líbrame de la mano de los hijos ajenos, cuya boca ha hablado vanidad y cuya diestra es diestra de iniquidad46. No hablan de otra cosa más que de fraudes, y para fraudes se preparan aquellos de quienes se dice: Su diestra es diestra de iniquidad. ¿No ha de llamar o nombrar a alguien defraudador? Mas ¿qué ha de decir? Cuyos hijos son como retoños asegurados, y sus hijas están ataviadas y adornadas a semejanza del templo. Sus silos están repletos, rebosantes de una y otra cosa. Sus bueyes están cebados, sus ovejas son fecundas, multiplicándose en sus partos. No hay brecha en su cerca ni alarma en sus plazas47. ¡Cuán grande es la felicidad temporal que describe! ¿Dónde está, pues, la iniquidad? ¿Dónde la vanidad? Escucha lo que sigue: Proclamaron dichoso al pueblo que tiene esto48. Ved de dónde surge la iniquidad: de proclamar dichoso al pueblo que abunda en tales cosas. No vieron ninguna otra felicidad ni buscaron la otra, la auténtica. Agotaron todo su deseo en la felicidad terrena. No quisieron elevar hacia lo alto su corazón. ¿Qué dice, en cambio, el que quiere verse libre de esa gente? Después de haber dicho de los inicuos hijos ajenos: Proclamaron dichosos al pueblo que tiene esto, como si se le hubiese preguntado: «Tú, ¿a quién proclamas dichoso?», añadió: Dichoso el pueblo cuyo Dios es el Señor49. He aquí las auténticas riquezas. Las otras son riquezas inicuas. Quien posee tales riquezas inicuas, hágase con ellas amigos antes de salir de esta administración. En efecto, si se hace amigos con ellas, las usa bien. ¿Acaso las considera riquezas? Él tiene otras riquezas verdaderas: considera a su Dios como sus riquezas. Pisotea a la tierra con la tierra. Finalmente, tú las amas. Dice el Señor a cierto rico que amaba mucho sus posesiones: «¿Amas lo que posees? Traspásalas adonde yo te indico. No quiero que las pierdas». Pero ¿qué le dijo en concreto? Acumulad un tesoro en el cielo, adonde no entra el ladrón, ni la polilla lo echa a perder50. Amando tus riquezas, las perderás. Traspásalas a donde no las pierdas. Colócalas en el lugar a donde vas a llegar.
15. Haceos, pues, amigos con la «mammona» inicua, para que también ellos os reciban en los tabernáculos eternos51. Así ha de ser expuesta esta frase: considera que la mammona inicua es el dinero obtenido mediante fraude. Tu padre lo adquirió mediante usura y te hizo rico. No te agrade la usura de tu padre; no seas heredero de la iniquidad; sé heredero del dinero inicuo. Tampoco le imites en el prestar con usura. ¡Pero aquella gran fortuna ya está en casa! Haz amigos con la mammona inicua no cometiendo fraudes para dar de lo que defraudes, sino dando lo que ya tienes acumulado fraudulentamente. Si tu padre había aprendido a robar, tú aprende a dar.
16. Pero ¿por qué hizo que escribiera cincuenta en vez de cien, y luego ochenta en vez de cien?52 Al poner cincuenta en lugar de cien, quiso significar la mitad. Eso fue lo que hizo Zaqueo. Daré a los pobres la mitad de mis bienes53. Al poner ochenta en lugar de cien, en cambio, no quiso significar dos décimas, es decir, de cien dar veinte para quedarse con ochenta. Por lo cual daban solo una décima. Pero dijo el Señor en el Evangelio: Si vuestra justicia no supera la de los fariseos y escribas, no entraréis en el reino de los cielos54. Si la justicia de los escribas y fariseos consistía en dar una décima, ¿cómo va a ser superior la tuya, a no ser que des, al menos, dos? Ser superior equivale a dar más. Superar equivale a dar más.
17. Así, pues, haces amigos, pones en tensión la esperanza, ejercitas el deseo, toleras con paciencia las cosas presentes, tanto las prósperas como las adversas, puesto que quien busca la felicidad de arriba ha de tolerar incluso la felicidad de aquí abajo. Es tolerada porque mientras somos peregrinos se computa entre los males cuanto nos tiene alejados de nuestro Dios. Y es mayor el combate del pecho que lucha contra la felicidad para no dejarse corromper, que el otro que lucha contra la infelicidad para no dejarse romper. Por tanto, mediante esta paciencia, llegado a su término el mundo o acabada dentro de no mucho tiempo nuestra vida, cuyo fin se apresura para cada uno, estaremos seguros de alcanzar los tabernáculos eternos, porque nos hicimos amigos con la mammona inicua.