SERMÓN 3591

Traducción: Pío de Luis

Sobre lo escrito en el Deuteronomio 25,2, la concordia entre los hermanos y el amor del prójimo, etc. Sobre el litigio y la paz con los donatistas

1. La primera lectura de la palabra divina, tomada del libro denominado «Eclesiástico», nos ha recomendado tres cosas excelentes y dignas de la más alta consideración: la concordia entre los hermanos, el amor al prójimo y el entendimiento mutuo entre varón y mujer. Se trata de cosas ciertamente buenas, gozosas y merecedoras de alabanza aun en el aspecto humano, pero mucho más vigorosas aún desde la perspectiva divina. ¿Quién hay que no halle gozo en la concordia entre los hermanos? Y, cosa digna de lamentar, eso tan grande es muy raro entre los hombres; se trata de algo que todos alaban y muy pocos custodian. Dichosos quienes abrazan en sí mismos lo que se ven obligados a alabar aun en los otros. No hay hermano que no alabe el que los hermanos vayan de acuerdo. ¿Y a qué se debe el que sea tan difícil la concordia entre ellos? A que litigan sobre asuntos terrenos, a que quieren ser tierra. El hombre pecador oyó ya desde el comienzo: Tierra eres, y a la tierra volverás2. Así, pues, discutamos y examinemos las palabras que, por el contrario, debe escuchar el justo. Si al pecador se le ha dicho con razón: Tierra eres, y a la tierra volverás, con justicia se dice al justo: «Cielo eres, y al cielo irás». ¿Acaso no son cielos los justos? De los evangelistas se ha dicho con toda claridad: Los cielos proclaman la gloria de Dios. Que lo dicho se refiere a ellos, lo indica con suficiencia lo que sigue: Y el firmamento —dice— anuncia las obras de sus manos3. A los que llamó cielos los llamó también firmamento. El día comunica al día la palabra y la noche proclama a la noche la ciencia. No hay idiomas ni palabras en los que no se oigan sus voces4. ¿Las voces de quién? Preguntas, y no hallas otras más que las de los cielos. Se refieren a los apóstoles, a los anunciadores de la verdad. Por lo cual sigue así: Por toda la tierra se oyó su sonido, y sus palabras llegaron hasta el confín del orbe de la tierra. No hay idiomas ni palabras en los que no se oigan sus voces5. Cuando el Espíritu Santo descendió sobre ellos6 y comenzó Dios a habitar el cielo que hizo de la tierra, llenos del Espíritu Santo, hablaban las lenguas de todos los pueblos. Por eso se dijo: No hay idiomas ni palabras en los que no se oigan sus voces. Y también que, a partir de entonces, fueron enviados a predicar el Evangelio a todos los pueblos: Por toda la tierra se oyó su sonido, y sus palabras llegaron hasta el confín del orbe de la tierra. ¿Las palabras de quiénes? Las de los cielos, a quienes se dice con razón: «Cielo eres, y al cielo irás», igual que se dice al pecador: Tierra eres, y a la tierra volverás7.

2. Por tanto, si los hermanos quieren vivir en concordia, no amen la tierra; pero, si quieren no amar la tierra, no sean tierra. Busquen la posesión que no puede dividirse y vivirán siempre en concordia. ¿Qué origina la discordia entre los hermanos? ¿Qué causa la alteración de la piedad fraterna? ¿A qué se debe que sea uno solo el seno y no una sola el alma, sino a que sus almas están encorvadas, y cada uno mira su parte y se esfuerza por engrosarla y aumentarla, y quiere que sea únicamente suyo lo que posee, él que comparte lo de su hermano? —Esta es una hermosa finca; pero ¿de quién es? —Es nuestra. —¡Magnífica finca! Así se acostumbra a decir. —¿Es tuya en su totalidad, hermano? —No. La comparto con otro; pero, si Dios quiere, me venderá su parte. El adulador le responde: «¡Dios lo haga realidad!». Haga realidad Dios, ¿qué? Que sea presionado el vecino para que venda al vecino. «Dios lo haga realidad». Bueno es tu pensamiento; que Dios te lo haga realidad. Porque el pecador es alabado en los deseos de su alma y quien obra el mal es bendecido8. ¿Hay cosa más perversa que querer enriquecerse a costa de la pobreza ajena? Y, sin embargo, es algo muy frecuente: Quien obra el mal es bendecido, a pesar de que tal vez se impuso por la fuerza, tal vez presionó y oprimió, atormentó y extorsionó no a un socio cualquiera, sino quizá a un hermano. «Es preferible que lo compre yo antes que un extraño». Pero también el oprimido, si es justo, puede consolarse fácilmente. Escuche la Escritura que acaba de oír. Uno sufre en la indigencia, mientras su hermano nada en la abundancia; en abundancia de tierra y vaciedad de justicia. Fíjate, ¡oh tierra!, en lo que escucha el pobre: No temas cuando el hombre se haga rico ni cuando se multiplique la gloria de su casa, pues al morir nada ha de llevarse de eso9. Tú, pobre, ten lo que no hayas de abandonar al morir y lo que puedas poseer en la vida eterna. Ten la justicia; no te arrepientas de ello. ¿Te entristece ser pobre en la tierra? Pobre fue en ella quien la creó. Te consuela el Señor tu Dios, te consuela tu creador, te consuela tu redentor. Te consuela tu hermano, que no es avaro. En efecto, nuestro Señor se dignó hacerse nuestro hermano. Es el único hermano, merecedor de toda confianza sin duda, con quien hay que poseer la concordia. Dije que no era avaro, y tal vez lo encuentro avaro. Sí, es avaro, pero porque quiere poseernos a nosotros, quiere adquirirnos a nosotros. Por nosotros pagó precio tan grande como grande es él mismo; nada más se puede añadir a él. Se dio a sí mismo como precio y se constituyó en nuestro redentor. Mas no se dio como precio de modo que el enemigo nos diera libertad a nosotros, pasando a poseerlo a él. Se entregó a la muerte dando muerte a la muerte. Con su muerte dio muerte a la muerte; no recibió él la muerte de parte de la muerte. Muerta la muerte, nos libró de la muerte. La muerte vivía gracias a nuestra muerte, y morirá cuando vivamos nosotros, en el momento en que se le diga: ¿Dónde está, ¡oh muerte!, tu contienda?10

3. Este hermano fue interpelado por otro hermano contra su propio hermano, con quien no vivía en concordia a causa de una propiedad, y le dijo: «Señor, di a mi hermano que reparta conmigo la herencia11. Se quedó con toda ella, no quiere darme mi parte, no me tiene en cuenta; que al menos te escuche a ti». ¿Qué tenía que ver esto con el Señor? Aun siendo nuestros pensamientos humildes, por ser nosotros humildes; arrastrándonos por tierra, nosotros, que no queremos contristar a nadie en esta vida y por eso mismo con frecuencia somos causantes de una tristeza mayor, ¿qué le diríamos? «Ven, hermano, da a tu hermano su parte». No fue esto lo que dijo el Señor. Pero ¿hay algo más justo que su respuesta? ¿Quién encontrará otro juez semejante al que interpelar contra la avaricia del hermano? ¿No se gozaba aquel hombre por haber hallado al fin un gran protector? Sin duda esperaba una ayuda poderosa cuando dijo a tan gran juez: Señor, di a mi hermano que reparta conmigo la herencia. Pero ¿qué le respondió el Señor? ¡Oh hombre! ¿Quién me ha constituido a mí en repartidor de vuestra herencia?12 El Señor lo rechazó, no le concedió lo que le pedía, no le concedió el beneficio gratuito. ¿Qué tenía de grande para él? ¿Qué perdía con ello? ¿Qué le costaba concedérselo? Pero no se lo concedió. ¿Dónde queda aquello: Da a todo el que te pide?13 Este precepto no lo cumplió quien nos dio ejemplo de vida. ¿Cómo hemos de cumplirlo nosotros? O ¿cómo daremos lo que nos cuesta si no concedemos un favor que nada nos cuesta, que no exige que demos nada y por el que no perdemos nada? No lo concedió el Señor, mas no por eso no dio nada. Le negó lo menos y le dio lo más. Dijo claramente: Da a todo el que te pide; él lo dijo. ¿Qué hacer si alguien te pide no digo ya lo que es inútil dar, sino lo que es vergonzoso? ¿Qué, si te pide una mujer lo que pidió aquella mujer a José?14 ¿Qué, si un varón te pide lo que aquellos ancianos falsos pidieron a Susana?15 ¿También en estos casos hay que ser fieles a aquel, en principio, precepto general: Da a todo el que te pida? En ningún modo. ¿Obraremos entonces contra el precepto del Señor? Al contrario, obremos de acuerdo con él, neguemos las cosas malas a quienes nos las piden y no obraremos contra él. Se ha dicho, en efecto: Da a todo el que te pide; pero no se dijo: «Da lo que sea a quien te lo pida». Da a todo el que te pide, da sin reparos; aunque no sea lo que él te pida, tú dale algo. Si te pide algo malo, dale un bien. Eso hizo José. No concedió a aquella mujer impúdica lo que le pedía, pero le dio, en cambio, lo que a ella le convenía escuchar: que no fuera impúdica, de lo cual él le daba ejemplo. No cayó en la fosa de la lujuria y le dio el consejo de la castidad. Así le respondió: Lejos de mí hacer esto a mi señor; no mancharé el lecho de quien me confió la custodia de toda tu casa16. Si un siervo comprado con dinero guardó tal fidelidad a su señor, ¡cuál no debe guardar la mujer a su marido! He ahí su amonestación: Yo, que soy siervo, no haré tal cosa a mi señor; tú, su esposa, ¿debes hacerlo a tu marido? También Susana les dio algo; no los dejó marchar vacíos, si ellos hubieran querido llenarse del consejo de la pureza. No solo no les dio su consentimiento; tampoco calló por qué no consintió: Si os doy mi asentimiento —dice—, perezco para Dios; pero, si no os lo doy, no escaparé de vuestras manos; mejor es para mí caer en vuestras manos que perecer ante Dios17. ¿Qué significa: Mejor es caer en vuestras manos que perecer para Dios? Vosotros que tales cosas reclamáis de mí habéis perecido para Dios. Ajustaos, pues, a esta norma: dad cuando os pidan, aunque no sea lo que os piden. Eso hizo el Señor. Alguien le pidió el reparto de la herencia. El Señor le dio algo. ¿Qué? Eliminar la avaricia. ¿Qué le pidió? ¿Qué recibió? Di a mi hermano que reparta la herencia conmigo. Di, ¡oh hombre!, quién me constituyó a mí en repartidor de vuestra herencia. Pero yo os digo. ¿Qué? Guardaos de toda avaricia18. Y voy a deciros porqué. Quizá pidas la mitad de la herencia para enriquecerte. Escucha: La hacienda de cierto rico le produjo una gran cosecha19; dio una abundante cosecha, es decir, se vio bendecida con abundantes frutos. Y comenzó a pensar en su interior, diciendo: «¿Qué he de hacer? ¿Dónde voy a almacenar tanto fruto?». Y, pensando con la cabeza, dice: Ya he hallado qué hacer. Destruiré los graneros viejos, construiré otros nuevos y los llenaré. Los haré mayores que los viejos. Y diré a mi alma: «Tienes bienes en abundancia; sáciate y disfruta». Dios le dice: «Necio, que te crees muy cuerdo, pues sabes destruir los viejos graneros y levantar otros nuevos, mientras tú te has quedado en la vieja ruina, tú que debiste haber destruido lo viejo que había en ti mismo para no gustar ya de las cosas terrenas. Necio, ¿qué dijiste? ¿A quién se lo dijiste? A tu alma dijiste: Disfruta; tienes bienes en abundancia. Esta noche te será reclamada tu alma, a la que tales bienes prometiste. ¿A quién irán a parar esos bienes que prometiste a ella?»20. Así, pues, no temas cuando un hombre se enriquezca, pues al morir no se llevará tales cosas consigo21.

4. Ved qué consejo dio el Señor a los hermanos en desacuerdo entre sí: que viviesen en concordia, de modo que careciesen de ambición y, al instante, se vieran llenos de la verdad. Tratemos, pues, de encontrar esa herencia. Mientras hablemos de la concordia entre hermanos aquí en la tierra, ¡qué rara, qué sospechosa y qué difícil es! Hablemos de la concordia fraterna que debe y puede ser auténtica. Sean hermanos todos los cristianos, todos los fieles, los nacidos de Dios y de las entrañas de la madre Iglesia por el Espíritu Santo; sean hermanos, posean también ellos la herencia que ha de ser poseída y no dividida. Su herencia es el mismo Dios. Aquel de quien ellos son herencia es, a la vez, herencia de ellos. ¿Cómo es que son ellos su herencia? Pídemelo, y te daré los pueblos como herencia tuya22. ¿Cómo es él herencia de ellos? El Señor es mi porción de la herencia y mi cáliz23. En esta herencia se custodia la concordia, nunca se litiga por ella. Cualquier otra herencia se adquiere pleiteando, esta se pierde por ese medio. Los hombres que no quieren perderla evitan pleitear. No pleitean ni cuando dan esa impresión. A veces parecen entrar en litigios o se piensa que están litigando cuando quieren mirar por el bien de los hermanos. Ved cuán concorde es su litigar, cuán pacífico, cuán benigno, cuán justo, cuán fiel. En efecto, nosotros damos la impresión de litigar con los donatistas, pero no litigamos, pues litiga quien quiere el mal para su adversario; litiga quien quiere que su adversario sufra mengua para aumentar él; que al otro le falte, para sumar a lo propio. Nosotros no somos de estos. Lo sabéis también vosotros, lo sabéis los que litigáis desde fuera de la unidad; lo sabéis también vosotros que habéis sido recuperados del seno de la división; sabéis que este litigio no es litigio, porque no es malévolo, porque no tiene en mente el detrimento del adversario, sino su ganancia. Queríamos, en efecto, que adquiriesen con nosotros la herencia aquellos con quienes dábamos o más bien damos la impresión de estar en litigio; no que sufriesen pérdidas para enriquecernos nosotros. Nuestro grito es distinto del grito de aquel hermano que interpeló a Cristo cuando caminaba en la tierra. También nosotros lo interpelamos sobre este asunto, una vez sentado ya en el cielo, pero no decimos: Señor, di a mi hermano que reparta conmigo la herencia24, sino: «Di a mi hermano que la posea conmigo».

5. Que esto es lo que deseamos, lo atestiguan también las actas públicas; que esto es lo que hemos querido, lo muestran no solo los discursos pronunciados, sino también las cartas que les entregamos. ¿Amáis poseer el episcopado? Poseedlo con nosotros. Ninguna otra cosa odiamos, detestamos, abominamos y anatematizamos en vosotros más que el error humano. Detestamos —he dicho— el error humano, no la verdad divina; reconocemos lo que habéis recibido de Dios, pero corregimos lo que tenéis de malo. Reconozco en el desertor la señal de mi Dios, la señal de mi emperador, el distintivo de mi rey. Lo busco, lo encuentro, me pongo en movimiento, me acerco, tomo de la mano, conduzco y corrijo al desertor, pero no destruyo el distintivo. Para quien lo advierta, para quien lo vea, esto no es litigar, sino amar. Dijimos que, dentro de la única Iglesia, los hermanos podían vivir concordes en bien de la paz; hermosa cosa es, en efecto, la concordia fraterna. «No puede haber dos obispos a la vez». Dijimos que ambos ocuparan un asiento en una misma basílica; uno en la cátedra, otro como huésped; que uno se sentara en la cátedra cristiana; el otro, al lado, en la del hereje, en condición de colega; además, que uno presida en su asamblea, y el otro, a su vez, en la suya. Dijimos que los apóstoles habían predicado la penitencia a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. ¿Qué responderás a esta Iglesia que los apóstoles edificaron por todo el mundo, comenzando por Jerusalén? Dijimos: «Supongamos que Ceciliano hubiera sido culpable». Un hombre, o dos, o cinco, o diez que hayan sido culpables, ¿han de prejuzgar a tantos miles de fieles extendidos por todo el orbe de la tierra con maravillosa fecundidad? Esto dijimos. Creyó Abrahán, y se le prometieron todos los pueblos; pecó Ceciliano, y ¿perecieron todos los pueblos, de modo que pesa más la obra de la maldad que la promesa de la verdad? Todo eso se dijo y puede leerse. Contra los ejemplos divinos, contra los testimonios que proclaman que la Iglesia está extendida por todo el orbe de la tierra, de cuya Iglesia mantenemos la unidad en el nombre del Señor, nada encontraron que pudieran replicar.

6. Salvaguardada la causa de la Iglesia, afianzada, fijada y establecida de forma inamovible, como cimentada sobre la roca que las puertas del infierno no vencerán25; salvaguardada, pues, la Iglesia, pasamos también a examinar la causa de Ceciliano ya tranquilos, independientemente de lo que se averiguase que hubiese admitido él. Si como hombre se le hubiese hallado responsable de alguna culpa, ¿íbamos, tal vez, a litigar como si pensáramos que por culpa de un solo hombre habían de ser condenados o rebautizados los demás? Dijimos también: «Salvaguardada la causa de la Iglesia, a la que en nada le afecta el pecado de Ceciliano, pues ni la justicia de Ceciliano corona a la Iglesia ni su culpa la condena, examinemos también su causa personal». Emprendimos su examen como quien examina la causa de un hermano, no como la del padre o la madre. Tenemos por padre a Dios, por madre a la Iglesia; Ceciliano fue o es un hermano; si bueno, un buen hermano; si malo un mal hermano, pero siempre hermano. Si halláramos que fue inocente, ¿en qué situación os hallaréis vosotros que habéis sucumbido a la calumnia humana? Si, por el contrario, se le descubrirá culpable, si se le descubriera reo, ni siquiera de este modo resultamos vencidos, porque conseguimos la unidad de la Iglesia, que es invicta. Supongamos que se descubre que fue culpable: condeno al hombre, pero no abandono a la Iglesia. Esto es lo que hicimos y lo que dijimos; en adelante, en la celebración litúrgica ya no mencionaremos su nombre junto al de los obispos que consideramos fieles e inocentes. Esto es lo único que hicimos. ¿Acaso vais a rebautizar a todo el orbe de la tierra a causa de Ceciliano? Con esta firme seguridad se comenzó a examinar su causa. Fue hallado inocente, fue hallado blanco apetecido de la calumnia. Fue condenado dos veces ausente él y tres veces absuelto en su presencia; condenado por una facción, absuelto por la verdad eclesiástica. Todo esto fue leído y probado. Se les preguntó si tenían algo que alegar en contra. Agotados todos los subterfugios de sus calumnias, cuando ya nada pudieron aportar contra documentos tan evidentes ni contra la inocencia del mismo Ceciliano, se dictó sentencia contra ellos. Y, no obstante, ellos proclaman haber vencido. Venzan, pero a sí mismos, para que los posea Cristo; vénzalos quien los redimió.

7. Sin embargo, son muchos quienes nos han dado motivo de gozo. Muchos de ellos fueron fructuosamente vencidos, porque en realidad no fueron vencidos. Fue vencido el error humano y salvado el hombre. En efecto, el médico no litiga con el enfermo; y, si el enfermo colabora con el médico, se vence a la fiebre y sana el enfermo. No otra cosa busca el médico sino vencer, y lo mismo la fiebre. El enfermo queda como en el medio de ambos. Si vence el médico, sana el enfermo; si vence la fiebre, el enfermo muere. En nuestra pugna, el médico luchaba por vuestra salud, y el enfermo en favor de la fiebre. Quienes hicieron caso del consejo del médico vencieron y derrotaron a la fiebre. Ahora los tenemos sanos y llenos de gozo en la Iglesia. Antes blasfemaban contra nosotros porque no nos reconocían como hermanos; la fiebre había perturbado su mente. Pero, a pesar de que nos detestaban y se ensañaban con nosotros, los amamos y nos poníamos al servicio de esos crueles enfermos. Les oponíamos resistencia, luchábamos y dábamos la impresión de litigar y, sin embargo, los amábamos. Quienes sirven a tales enfermos les resultan molestos, pero esa molestia les aportaba salud.

8. Pero a veces encontramos hombres perezosos que nos dicen: —Es verdad, Señor, es verdad; nada hay que decir en contra. —Entonces, ¿qué? Anda, ven. —Mi padre murió como uno de ellos y como una de ellos fue sepultada mi madre. —Has nombrado a dos personas, una muerta y otra sepultada. Pero tú aún vives, aún tienes con quién hablar. Tus padres fueron cristianos en el partido de Donato; los padres de ellos quizá fueron también cristianos, pero sus abuelos o tatarabuelos fueron ciertamente paganos. ¿Acaso se mostraron fríos frente a la verdad los primeros en hacerse cristianos, a pesar de haber sido paganos sus padres? ¿Acaso siguieron la autoridad de sus padres y no antepusieron, más bien, a Cristo vivo a sus padres muertos? Por tanto, si aquí está la auténtica unidad, fuera de la cual morirás necesariamente por siempre, ¿por qué quieres seguir a tus padres muertos, muertos para ti y para Dios? ¿Qué dices? Responde. —Dices la verdad; nada hay que oponer. ¿Qué quieres que haga? No sé qué costumbre tiene aprisionados a tales hombres. Son letárgicos, sufren la enfermedad opuesta, han de morir durmiendo. Otros son frenéticos, molestos. En efecto, el letárgico, aunque ha de morir, al menos no molesta a quien le atiende. Los frenéticos, que han perdido la mente, son en verdad molestos; dementes y furiosos vagan armados de aquí para allá buscando a quiénes matar y a quiénes extraer los ojos. Nos han llegado noticias de que a cierto presbítero católico le han arrancado la lengua. Esos son los frenéticos. Hay que ejercitar el amor, hay que amarlos también a ellos. Muchos, una vez corregidos, lloraron; muchos de esos furiosos de su bando —yo los conozco—, una vez corregidos, pasaron a nosotros. Lloran a diario sus acciones pasadas y no se sacian de derramar lágrimas al mirar el furor de quienes aún se ensañan al no haber digerido la borrachera de la vanidad. ¿Qué hacemos, pues? El amor nos obliga a ponernos también a su servicio. Aunque causamos molestias a una y otra clase de enfermos, al letárgico despertándolo y al frenético sujetándolo, a todos los amamos.

9. Buena cosa es la concordia entre los hermanos26; pero ved dónde: la concordia en Cristo, la concordia de cristianos. Y el amor al prójimo27. ¿Qué hacer, si aún no es hermano en Cristo? En cuanto hombre, es nuestro prójimo; ámale también a él para ganarle. Por tanto, si vives en concordia con tu hermano cristiano, has de amar al prójimo, aun aquel con quien ahora no vives en concordia, puesto que aún no es hermano en Cristo, porque aún no ha renacido en Cristo ni conoce los sacramentos de Cristo. Es un pagano, es un judío; pero, con todo, es tu prójimo, por ser hombre. Si le amas también a él, has entrado en otro amor, fruto de otro don, y así hay en ti dos: La concordia entre los hermanos y el amor al prójimo. Todos los que viven en concordia con los hermanos y aman a sus prójimos son los que componen la Iglesia, entregada a Cristo, sometida al varón, para que resulte esta tercera realidad: el entendimiento mutuo entre varón y mujer28. Por eso amonesto a Vuestra Caridad y os exhorto en el Señor, hermanos míos, a que menospreciéis los bienes presentes que no lleváis con vosotros al morir; a que os guardéis de los pecados, de la maldad, de las ambiciones mundanas. Entonces nuestro fruto en vosotros alcanza su plenitud, y nuestra recompensa junto al Señor nos colma de gozo. Pues, aunque digo lo que tengo que decir, aunque predico lo que tengo que predicar y he cumplido en su presencia mi deber para con el Señor; puesto que no he callado lo que temo ni lo que amo, de forma que aquel sobre quien descienda la espada de la venganza del Señor no encuentre nada que imputar al centinela29, sin embargo, quiero que esté segura mi recompensa, no cuando vosotros os halláis perdidos, sino una vez encontrados. En efecto, también el apóstol Pablo estaba seguro de su recompensa, y, sin embargo, ¿qué dice al pueblo? Ahora vivimos si vosotros estáis firmes en el Señor30.

Os hablo a vosotros y a Vuestra Caridad, padres y hermanos, conforme al mandato del Señor. Levanto mi palabra en favor también de mi hermano, vuestro obispo, cuyo gozo debéis ser obedeciendo al Señor nuestro Dios. En el nombre del Señor se os ha levantado esta iglesia, obra suya, gracias a las aportaciones benéficas, misericordiosas y devotas de los hermanos, los fieles. Se os ha construido esta iglesia; pero la Iglesia la constituís ante todo vosotros. Se os ha construido la iglesia en que entren vuestros cuerpos; pero vuestras almas deben ser el lugar adonde entre Dios. Honrasteis a vuestro obispo queriendo designar a esta basílica con el nombre de Florencia, pero vosotros sois su Florencia. En efecto, así dice el Apóstol: Vosotros sois mi gozo y mi corona en el Señor31. Cuanto hay en el mundo se esfuma, pasa. ¿Qué es esta vida, sino lo que dijo el salmo: De mañana pasará como la hierba; por la mañana florecerá y pasará; a la tarde decaerá, se endurecerá y se secará?32 Así es toda carne. Por eso existe Cristo, una nueva vida, una esperanza eterna y la consolación de la inmortalidad, prometida y echa ya realidad en la carne de Cristo. Recibió de nosotros aquella carne que ya es inmortal y nos mostró lo que se cumplió en él. Por nosotros tomó la carne. Pues en sí: En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios33. Busca la carne y la sangre; ¿puede hallarse en la Palabra? Puesto que en verdad quiso sufrir con nosotros y redimirnos, se revistió de la forma de siervo y descendió quien ya estaba aquí para manifestarse, él que nunca se había ausentado; quiso hacerse hombre quien hizo al hombre, ser hecho de madre quien creó a la madre. Subió hasta la cruz, murió, y nos mostró lo que ya conocíamos: el nacer y el morir. Cumplió en sí, hecho humilde, lo que ya desde antiguo nos era habitual y conocido. Conocíamos el nacer y el morir, pero no el resucitar y el vivir por siempre. Asumió, hecho humilde, esta doble y antigua realidad nuestra; las otras dos realidades grandiosas y nuevas las cumplió en cuanto excelso. Resucitó su carne, la elevó al cielo y está sentado a la derecha del Padre. Quiso ser nuestra cabeza, y como cabeza gritó en favor de los miembros, puesto que, cuando aún estaba aquí, dijo: Padre, quiero que donde estoy yo estén también estos conmigo34. Esperemos igualmente para nuestra carne la resurrección, la transformación, la incorrupción, la inmortalidad, la eterna morada, y actuemos para conseguirlas. He ahí la Florencia, la auténtica Florencia.