SERMÓN 3471

Traducción: Pío de Luis

El temor de Dios

1. 1. Muchos son, hermanos, los preceptos que se nos han dado referentes al temor de Dios; han sonado innumerables pasajes de la Escritura que pregonan cuán útil es temer a Dios. Prestad gustosos atención, pues entre tanta abundancia voy a recordar y comentar unos pocos, según me lo permita la brevedad del tiempo. ¿Quién no se alegra de ser sabio y, si aún no lo es, no desea serlo? Mas ¿qué dice la Escritura? El principio de la sabiduría es el temor del Señor2. ¿A quién no agrada reinar? Escuchemos lo que nos advierte el Espíritu en el salmo: Y ahora, reyes, comprended; instruíos los que juzgáis la tierra; servid al Señor con temor y exultad ante él con temblor3. A propósito de lo cual dice también el Apóstol: Obrad vuestra salvación con temor y temblor4. También leemos que está escrito: Deseaste la sabiduría; guarda la justicia y el Señor te la concederá5. Hemos encontrado a muchos hombres totalmente despreocupados de la justicia y avidísimos de la sabiduría. A los tales enseña la divina Escritura que no pueden llegar a lo que desean si no es guardando lo que desprecian. Guarda —dice— la justicia, y el Señor te concederá la sabiduría que deseaste. Mas ¿quién puede guardar la justicia si no teme a Dios? Pues dice en otro lugar: Quien no tiene temor no podrá ser justificado6. Por tanto, si el Señor no concede la sabiduría sino a quien guarda la justicia, quien carece de temor no podrá ser justificado; basta recurrir a aquella sentencia: El principio de la sabiduría es el temor del Señor.

2. 2. También el profeta Isaías, al encarecer aquellos siete conocidísimos dones del Espíritu, comenzó por la sabiduría hasta llegar al temor de Dios, como descendiendo desde lo más sublime hasta nosotros, para enseñarnos a ascender. Comenzó por el don al que deseamos llegar y llegó al don por donde debemos empezar. Reposará sobre él —dice— el Espíritu de Dios; Espíritu de sabiduría y entendimiento, Espíritu de consejo y fortaleza, Espíritu de ciencia y piedad, Espíritu del temor del Señor7. Así como él descendió de la sabiduría al temor no por desfallecimiento, sino enseñando, así también nosotros tenemos que ascender desde el temor hasta la sabiduría no enorgulleciéndonos, sino progresando. Pues el principio de la sabiduría es el temor del Señor8. Tal es, en efecto, aquel valle de llanto del que dice el salmo: Dispuso en su corazón los peldaños en el valle del llanto9. En el valle se simboliza la humildad. ¿Y quién es humilde sino el que teme a Dios quebrantando su corazón con ese temor, con las lágrimas de la confesión y la penitencia? Dios no desprecia un corazón contrito y humillado10. Pero no tema quedarse en el valle. El mismo dispuso en el corazón contrito y humillado, que no desprecia, los peldaños para ascender hasta él. Pues así dice el salmo: Dispuso en su corazón, en el valle del llanto, los peldaños hasta el lugar dispuesto por él. ¿Dónde están los peldaños? En el corazón —dice—. Pero ¿de dónde hay que ascender? Sin duda, del valle del llanto. ¿Y adonde hay que ascender? Al lugar dispuesto por él. ¿Qué lugar es éste sino el del descanso y la paz? Allí, en efecto se halla aquella sabiduría resplandeciente que nunca se marchita. Por eso Isaías, para ejercitarnos en ciertos grados de doctrina, descendió desde la sabiduría hasta el temor, es decir, desde el lugar de la paz eterna hasta el valle del llanto temporal. El objetivo es que, doliéndonos con la confesión de la penitencia, gimiendo y llorando, no permanezcamos en el dolor, el gemido y el llanto, sino que, ascendiendo desde este valle hasta el monte espiritual, sobre el que está fundada la ciudad santa, Jerusalén, nuestra madre11, disfrutemos de la alegría imperturbable. Por consiguiente, habiendo antepuesto la sabiduría, es decir, la luz indeficiente de la mente, le adjuntó el entendimiento, como para responder a quienes preguntasen desde qué peldaño se llegaba a la sabiduría: «Desde el entendimiento; y al entendimiento, desde el consejo; al consejo, desde la fortaleza; a la fortaleza, desde la ciencia; a la ciencia, desde la piedad, y a la piedad, desde el temor». Así, pues, a la sabiduría, desde el temor, dado que el principio de la sabiduría es el temor del Señor: desde el valle del llanto hasta el monte de la paz.

3. 3. Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos12. Ellos son los humildes que se encuentran en el valle, los temblorosos que ofrecen en sacrificio a Dios su corazón contrito y humillado; de ahí ascienden hasta la piedad para no resistir a su voluntad, ni la expresada en su palabra —cuando no comprenden su significado—, ni la que se manifiesta en el mismo orden y gobierno de la creación —cuando acontecen muchas cosas de forma distinta a como lo desea la voluntad privada del hombre—. Allí ha de decirse: Mas no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú, Padre13. Dichosos, pues, los mansos, porque ellos poseerán la tierra como herencia14; no la tierra de los que mueren, sino aquella de la que se dijo: Tú eres mi esperanza, mi porción en la tierra de los vivos15. A partir de esta piedad merecen el grado de la ciencia para que conozcan no sólo el mal de sus propios pecados pasados, por los que ya lloraron con dolor en el primer grado de la penitencia, sino también el mal en que se encuentran, el mal de esta mortalidad y de esta peregrinación lejos del Señor, aun cuando sonría la felicidad temporal. Por eso mismo está escrito: Quien aporta ciencia, aporta también dolor16. Dichosos, pues, los que lloran, porque ellos serán consolados17. De éste ascienden al grado de la fortaleza, para que el mundo esté crucificado para ellos, y ellos para el mundo18, de forma que la caridad no se enfríe en la perversidad de esta vida19 y por la abundancia de la iniquidad, antes bien se tolere el hambre y la sed de justicia hasta que llegue el momento de saciarlas en aquella inmortalidad de los santos y compañía de los ángeles. Dichosos, pues, los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados20. Mas, en atención al desasosiego que causan las tentaciones y a lo que se dijo: ¡Ay del mundo por los escándalos!21, si tal vez se deslizan poco a poco y furtivamente algunos delitos con que los que se obsesiona la fragilidad humana, no debe faltar el consejo. En efecto, en esta vida mortal, el grado de la fortaleza no tiene tanto poder como para conseguir que quien se encuentra en lucha continua con adversario tan astuto no sea herido nunca, especialmente a través de las tentaciones de la lengua, donde, si alguien dice a su hermano: «Necio», será reo de fuego eterno22. ¿Qué es entonces el consejo sino lo que dice el Señor: Perdonad, y se os perdonará?23 Y así, en la escala que hemos aprendido en el profeta Isaías, el consejo está en el quinto grado; de idéntica manera, en las alabanzas evangélicas de la bienaventuranza aparece en quinto lugar: Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia24. El sexto grado de Isaías es el entendimiento, donde los corazones se purifican de cuanto tiene de falso la vanidad de la carne para dirigir hacia el fin la intención purificada. Por eso dijo también el Señor en el sexto lugar: Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios25. Una vez que se ha llegado al fin, se detiene uno, descansa y se alcanza el triunfo de la paz asegurada. ¿Y cuál es el fin sino Cristo Dios? Pues el fin de la ley es Cristo para justificación de todo creyente26. Y la Sabiduría de Dios, ¿qué es sino Cristo?27 Y el Hijo de Dios, ¿quién sino Cristo? Por tanto, quienes se hacen sabios e hijos de Dios, en él se hacen tales, y esa es la paz plena y eterna. En consecuencia, como en Isaías la sabiduría ocupa el séptimo grado en orden ascendente, desde donde comenzó él a descender para enseñarnos a nosotros, el Señor, que nos levantó, puso también en séptimo lugar: Dichosos los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios28. Teniendo estas promesas y tendiendo por estos grados hacia el Señor, toleremos todas las asperezas y durezas de este mundo y no dejemos que nos quiebre su crueldad, vencida la cual gozaremos en la eterna paz. A ello nos exhorta, una vez mostrado ya el fin, la octava bienaventuranza: Dichosos los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos29.