Las tribulaciones y aflicciones del mundo
1. Siempre que padecemos alguna aflicción o tribulación hemos de ver en ellas un aviso y, al mismo tiempo, una corrección. En efecto, ni siquiera nuestras mismas Sagradas Letras nos prometen paz, seguridad y descanso, pues el Evangelio no deja de hablar de tribulaciones, aflicciones y escándalos, pero el que persevere hasta el final, ese se salvará2. ¿Qué cosa buena tuvo esta vida, a partir del primer hombre, desde que él mereció la muerte y recibió la maldición, maldición de la que nos libró Cristo el Señor? Por tanto, hermanos, no hay que murmurar como murmuraron algunos de ellos —según dice el Apóstol— y perecieron mordidos por las serpientes3. ¿Qué sufre ahora, hermanos, el género humano de nuevo que no hayan sufrido nuestros padres? O ¿cuándo vamos a padecer nosotros algo semejante a lo que sabemos que padecieron ellos? Te encuentras con hombres que murmuran de los tiempos en que les ha tocado vivir, afirmando que fueron buenos los de nuestros padres. ¡Qué no murmurarían también entonces si pudieran ser devueltos a la época de sus padres! Piensas que los tiempos pasados fueron buenos porque ya no son los tuyos; por eso son buenos. Si ya has sido librado de la maldición, si ya has creído en el Hijo de Dios, si ya estás imbuido o instruido en las Letras Sagradas, me maravilla que tengas por buenos los tiempos en que vivió Adán. También tus padres llevaron en sí a Adán. Ciertamente fue a Adán a quien se dijo: Comerás el pan con el sudor de tu frente y trabajarás la tierra de la que has sido sacado, y ella te dará espinas y abrojos4. Eso es lo que mereció, lo que recibió, lo que consiguió por justo juicio de Dios. ¿Por qué, pues, piensas que los tiempos pasados fueron mejores que los tuyos? Desde aquel Adán hasta el Adán de hoy ha habido fatiga y sudor, espinas y abrojos. ¿Vino sobre nosotros el diluvio? ¿Nos han sobrevenido aquellos tiempos lastimosos de hambre y guerras, que fueron escritos precisamente para que no murmuremos contra Dios por lo que sucede en nuestros días? ¿Nos ha tocado vivir una época como aquella de nuestros padres, muy lejanos ya de vuestros tiempos, cuando la cabeza de un asno muerto se vendía a peso de oro, cuando la palomina se compraba por una cantidad no pequeña de plata, cuando dos mujeres pactaron comerse a sus hijos y cuando, después de haber matado y comido uno, la otra no quería dar muerte al suyo; y la causa pasó al juez, al rey, y él mismo se encontró más bien reo que juez?5 ¿Y quién es capaz de mencionar las guerras y hambrunas de aquella época? ¡Qué tiempos aquéllos! ¿No sentimos todos horror al oírlo o leerlo? Ello ha de conducirnos a congratularnos antes que a murmurar de nuestros tiempos.
2. ¿Cuándo, pues, le fue bien al género humano? ¿Cuándo no experimentó el temor, el dolor? ¿Cuándo gozó de felicidad asegurada, cuándo no sufrió la verdadera infelicidad? Si nada tienes, ardes en deseos de poseer. ¿Posees algo? Tiemblas ante la posibilidad de perderlo y —el colmo de la miseria— te consideras sano a pesar de aquel ardor y de este temor. ¿Has de tomar mujer? Si es mala, será tu tormento; si buena, está el temor de que muera. Los hijos no nacidos atormentan con dolores; los nacidos, con temores. ¡Cuánto gozo causa al nacer! E inmediatamente se teme que haya que llorarlo muerto. ¿Dónde se hallará la vida tranquila? ¿No es esta tierra como una gran nave de viajeros bamboleada por las olas, en peligro, y expuesta a tantas tormentas y tempestades? Temen naufragar, suspiran por llegar al puerto, habiéndose hecho conscientes de que son peregrinos. Así, pues, los días buenos son días inseguros, volátiles, días que se van antes de haber venido, días que vienen precisamente para dejar de existir. Entonces, ¿quién quiere la vida y ama ver días buenos?6 Mas aquí no hay ni vida ni días buenos, pues los días buenos son la misma eternidad. Se llama propiamente días a los que carecen de fin. Habitaré —dice— por siempre, por días sin fin7. Igualmente se ha dicho: Porque mejor es un día solo en tu casa que mil8: mejor uno solo que no tenga fin. Deseemos, por tanto, algo así. Algo semejante se nos promete con palabras ordinarias, pero de contenido distinto. ¿Quién es el hombre que quiere la vida? A diario se habla de una y otra vida; pero ¿qué decir en relación a aquella vida? Y ama ver días buenos. A diario se habla también de días buenos; pero, si bien se examinan, no se les encuentra. «Hoy he tenido un buen día». Si hubieras encontrado a un amigo, lo considerarías como un día bueno si hubiera querido estar contigo; ¿no se queja siempre el hombre de su amigo, si este lo ve y pasa de largo? Así es, pues, ese día bueno: te ve y pasa de largo. —He tenido un día bueno. —¿Dónde está? Tráemelo acá. —He pasado un día bueno. —Si gozas de haberlo pasado bien, llora porque se ha ido. ¿Quién es el hombre que quiere la vida y ama ver días buenos? Todos respondemos: «Yo»; mas después de esta vida, después de estos días. Si, pues, se nos difieren, ¿qué se nos manda hacer para llegar a lo que se nos ha diferido? ¿Qué he de hacer en esta vida, sea como sea, para llegar a la vida y a los días buenos? Lo que sigue en el mismo salmo: Refrena tu lengua del mal y no hablen tus labios engaño; apártate del mal y haz el bien9. Haz lo que se te manda, y recibirás lo que se te promete. Si lo consideras fatigoso y te vienes abajo por el peso de la tarea, levántete el resplandor de la recompensa.