Esta vida como peregrinación
1. Que en esta nuestra vida, hermanos amadísimos, somos peregrinos alejados de la patria de los santos, la Jerusalén celeste, lo enseña clarísimamente el apóstol Pablo al decir: Mientras estamos en el cuerpo somos peregrinos lejos del Señor2. Y como todo peregrino tiene una patria, pues nadie que carezca de ella es peregrino, debemos conocer cuál es la nuestra, adonde conviene que nos apresuremos a llegar, dejando de lado todos los placeres y delicias de esta vida, adonde tendamos y único lugar donde nos es lícito descansar. Dios quiso que en ningún otro lugar tuviéramos descanso verdadero a no ser en aquella patria; pues, si nos concediera descanso también aquí, no agradaría el regresar. Y llama a esta patria Jerusalén; no la terrena, que aún es esclava con todos sus hijos, según el mismo Apóstol enseña3. Esta fue dada en la tierra cual símbolo oscuro para los hombres carnales, quienes, aunque adoran a un único Dios, esperan de él la felicidad terrena. Hay otra Jerusalén, que dice estar en los cielos: la Jerusalén de arriba, la madre de todos nosotros4. La llama madre, cual si fuera la metrópoli, pues «metrópoli» significa ciudad madre. A ella, pues, hemos de apresurarnos, sabedores de que somos peregrinos hacia ella y de que estamos en camino.
2. Todo hombre que aún no cree a Cristo no se halla ni siquiera en el camino: está extraviado, pues. También él busca la patria, pero no sabe por dónde ha de ir ni conoce dónde se halla. ¿Qué quiero decir al afirmar que busca la patria? Toda alma busca el descanso y la felicidad; nadie a quien se le pregunte si quiere ser feliz duda en responder afirmativamente; todo hombre grita que quiere serlo; pero los hombres ignoran por dónde se llega a esa felicidad y dónde se la encuentra; por eso están extraviados. Quien no va a ninguna parte no está extraviado; el extravío surge siempre cuando se inicia la marcha y no se sabe por dónde hay que ir. El Señor te reconduce al camino; al hacernos fieles, que creen a Cristo, no podemos decir que estamos ya en la patria, pero hemos comenzado ya a hacer el camino. De esta manera, recordando que somos cristianos, exhortamos y amonestamos a todos los que nos son amadísimos, a quienes yerran en las vanas supersticiones y herejías, a que vengan al camino y caminen por él; así también, quienes ya están en el camino deben exhortarse mutuamente. Nadie llega sino quien está en el camino; mas no todo el que está en el camino llega. Se hallan, por tanto, en mayor peligro quienes aún no poseen el camino; mas tampoco quienes ya están en él deben sentirse todavía seguros, no sea que, retenidos por los encantos del camino mismo, no tengan suficiente amor para sentirse arrastrados hacia aquella patria, la única en que existe el descanso. Nuestros pasos en él son el amor de Dios y del prójimo. Quien ama corre, y cuanto más intensamente ama uno, tanto más velozmente corre; al contrario, cuanto menos ama uno, tanto más lentamente se mueve por el camino. Y si carece de amor, se ha quedado totalmente parado en él; en cambio, si ansia el mundo, desde el camino mismo ha vuelto la mirada atrás y dado la espalda a la patria. ¿De qué le aprovecha estar en el camino si no avanza, sino que, al contrario, da marcha atrás? Es decir, ¿de qué sirve ser cristiano católico —esto es estar en el camino—, si, al amar el mundo, marcha por el camino pero habiendo vuelto su mirada atrás? Vuelve al punto de donde partió. Si alguna emboscada del enemigo que le tienta y le asalta en este camino lo separa de la Iglesia católica o lo arrastra a la herejía, o hacia algunos ritos paganos, o a cualesquiera otras supersticiones o maquinaciones del diablo, ya perdió también el camino y volvió al error.
3. Por tanto, hermanos, puesto que somos cristianos católicos, corramos por este camino que es la única Iglesia de Dios, según está predicha en las Sagradas Escrituras. Dios no quiso que permaneciera oculta, para que nadie tuviera excusa; se predijo que iba a extenderse por todo el orbe de la tierra y a mostrarse a todos los pueblos. Y tampoco deben turbarnos las innumerables herejías y cismas; más nos turbarían en el caso de no existir, puesto que han sido predichas. Todos, tanto los que permanecen en la Católica como quienes se hallan fuera de ella, dan testimonio a favor del Evangelio. ¿Qué estoy diciendo? Dan testimonio de que es verdad todo lo que afirma el Evangelio. ¿Cómo se predijo que se iba a extender por los pueblos la Iglesia de Dios, única, cimentada sobre la roca, invencible para las puertas del infierno?5 Las puertas del infierno son el principio del pecado: La paga del pecado es la muerte6, y la muerte pertenece ciertamente a los infiernos. ¿Cuál es el inicio del pecado? Preguntemos a la Escritura. El principio de todo pecado —dice—es la soberbia7; y si la soberbia es el principio del pecado, la soberbia es la puerta de los infiernos. Considerad ya qué es lo que ha engendrado todas las herejías; no hallaréis ninguna otra madre que no sea la soberbia. Pues cuando los hombres se atribuyen mucho a sí mismos, llamándose santos y queriendo arrastrar a las masas tras de sí y arrancarlos de Cristo, sólo por soberbia dieron origen a las herejías y a los cismas, útiles a sus fines. Mas como a la Iglesia católica no la vencen los hijos de la soberbia, es decir, todas aquellas herejías y cismas, se predijo: Y las puertas del infierno no la vencerán8.
4. Por consiguiente, hermanos, como había comenzado a decir, estamos en camino; corramos con el amor y la caridad, olvidando las cosas temporales. Este camino quiere gente fuerte y no perezosa. Abundan las embestidas de las tentaciones; el diablo acecha en todas las gargantas del camino9, por doquier intenta entrar y hacerse dueño. Y a aquel de quien se adueña, o bien le aparta del camino o bien le retarda; le vuelve atrás y hace que no avance, o le saca del camino para sujetarle con los lazos del error y de las herejías o cismas y hacerle pasar a otros tipos de supersticiones. Él tienta mediante el temor o mediante la codicia; primero mediante la codicia, sirviéndose de promesas y buenas palabras o de la seducción de los placeres; cuando se encuentra con que el hombre desprecia tales cosas y que en cierto modo ha cerrado a sí mismo la puerta de la codicia, comienza a tentarle por la puerta del temor, porque, si ya no deseabas adquirir nada en este mundo, cerrando así la puerta de la codicia, aún no has cerrado la del temor, si aún temes perder lo que has adquirido. Permaneced fuertes en la fe10; que ninguna promesa os induzca al engaño ni ninguna amenaza os fuerce a él. Sea lo que sea lo que promete el mundo, mayor es el reino de los cielos; sea la que sea la amenaza del mundo, mayor es la amenaza del infierno. En consecuencia, si quieres superar todo temor, teme las penas eternas con que te amenaza Dios. ¿Quieres pisotear todos los deseos de la concupiscencia? Desea la vida eterna que te promete Dios. De esta manera, de una parte cierras la puerta al diablo, de otra se la abres a Cristo.