Sermón sobre los que desprecian los bienes temporales (Predicado en el natalicio de los mártires tuburbitanos)
1. Tanto la solemnidad de los mártires como el hecho de que sea el día del Señor me están invitando a hablar a Vuestra Caridad sobre lo que concierne al desprecio del mundo presente y a la esperanza del futuro. Si preguntas qué has de despreciar, todo santo y piadoso mártir despreció incluso la vida presente. Si preguntas qué has de esperar, en el día de hoy resucitó el Señor. Si vacilas en cuanto a la realidad, sé fuerte en la esperanza; si la tarea te agobia, levántete la recompensa. La primera lectura del Apóstol, tomada de la carta a Timoteo, nos exhorta a que cumplamos también nosotros lo que le ordenó a él al decir: Manda a los ricos de este mundo que no se comporten orgullosamente y que no pongan su esperanza en las riquezas inseguras, sino en el Dios vivo, que nos da todo con abundancia para disfrutarlo. Sean ricos en buenas obras, den con facilidad, repartan, atesórense un buen fundamento para el futuro, a fin de alcanzar la vida verdadera2. Y no os parezca que esta lectura no se adecúa a la solemnidad de los bienaventurados mártires, pues incluye en sí el desprecio del mundo. En efecto, si se ordena a los ricos que se atesoren un buen fundamento para el futuro y alcancen la vida verdadera, sin duda esta vida es falsa. Y esto deben oírlo, sobre todo, los ricos, pues cuando los ven los pobres murmuran de ellos, se lamentan, los alaban, los envidian, desean serles iguales, lamentan ser desiguales, y entre las alabanzas que les dirigen se oye esto con frecuencia: «Ellos son los únicos; son los únicos que viven». Con la vista puesta en estas palabras con las que los hombres con sentido social adulan a los ricos diciéndoles que ellos son los que viven, los únicos que viven, para que no piensen, inflados por las palabras de esos aduladores, que viven en verdad, dijo: Manda —dice— a los ricos de este mundo que no se comporten orgullosamente y que no pongan su esperanza en las riquezas inseguras, sino en el Dios vivo, que nos da todo con abundancia para disfrutarlo. Sean ricos; pero ¿en qué? En obras buenas; den con facilidad, puesto que no pierden lo que dan; repartan con quienes no tienen. ¿Y en qué ha de resultar esto? Atesórense un buen fundamento para el futuro, a fin de alcanzar la vida verdadera, no asintiendo a las palabras de los aduladores, que les dicen que viven y que son los únicos que viven. Esta vida es un sueño; estas riquezas se escurren como en sueños. Escucha el salmo, ¡oh rico extremadamente pobre!: Durmieron su sueño, y nada hallaron en sus manos todos los varones ricos3. A veces, hasta el mendigo que yace en la tierra, temblando de frío, pero dominado por el sueño, sueña con tesoros, y en su sueño se goza y se enorgullece hasta no dignarse reconocer a su padre andrajoso. Hasta que despierte es rico. Mientras duerme goza, aunque falsamente; cuando despierte se encontrará con el dolor verdadero. Así, pues, el rico, a la hora de la muerte, es semejante al pobre cuando despierta tras haber soñado con tesoros. En efecto, también vestía con púrpura y lino finísimo cierto rico cuyo nombre ni se conoce ni merece conocerse, que despreciaba al pobre que yacía a su puerta; según testimonio del Evangelio, vestía con púrpura y lino finísimo y banqueteaba a diario espléndidamente. Murió, fue sepultado; despertó, y se halló envuelto en llamas4. Durmió, pues, su sueño, y aquel varón rico se halló con las manos vacías, puesto que ningún bien hizo con ellas.
2. Las riquezas se buscan con la mirada puesta en la vida, no la vida con la mirada puesta en las riquezas. ¡Cuántos han pactado con sus enemigos que le llevasen todo, con tal que les dejasen la vida! Compraron su vida a precio de todo lo que tenían. ¡Cuánto ha de darse por la vida eterna si tan valiosa es la perecedera! Da algo a Cristo para vivir feliz, tú que das todo al enemigo para vivir en la mendicidad. Por tu vida temporal, que rescatas a precio tan alto, valora cuánto vale la vida eterna, que descuidas, para vivir unos pocos días, aun en el caso de que llegues a la senectud. Pocos son los días del hombre desde su infancia hasta la vejez; y, aunque el mismo Adán hubiese muerto hoy, habría vivido pocos días, puesto que eran limitados. ¿Pagas, pues, un rescate por estos escasos días vividos en la fatiga, en tan gran miseria y tentación? ¿Cuánto pagas? Estás dispuesto a quedarte sin nada con tal de quedarte contigo mismo. ¿Quieres conocer cuánto vale la vida eterna? Súmate a ti mismo a todo lo demás. He aquí que el enemigo que te había tenido cautivo te dijo: «Dame cuanto tienes si quieres vivir»; y, con tal de vivir, se lo entregaste todo tú que, rescatado hoy, quizá morirás mañana; liberado de uno y mañana quizá degollado por otro. Estos peligros, hermanos míos, han de aleccionarnos. ¿Cómo es posible ser tan ignorantes en medio de las palabras de Dios y la experiencia humana? He aquí que entregaste todo y saliste gozoso, porque aún vives; aunque pobre, necesitado, desnudo, mendigo, te sientes gozoso, porque vives y sientes la dulzura de la luz. Hágase presente Cristo; haga un trato también él; él, que no te cautivó, sino que fue cautivo por ti; que no busca darte muerte, sino que se dignó morir por ti. Quien se entregó a sí mismo por ti —¡qué precio tan enorme!—, quien te hizo, te dice: «Ven a un pacto conmigo. ¿Quieres tenerte a ti a costa de perderte? Si quieres tenerte a ti, es preciso que me poseas a mí; que te odies a ti para amarme a mí, y, perdiendo tu vida, la halles, para no perderla poseyéndola. Ya te he dado un consejo saludable a propósito de esas tus riquezas que posees con amor, y que, sin embargo, estás dispuesto a entregar por tu vida presente. Si también las amas, no las pierdas; pero donde las amas, allí han de perecer contigo. También respecto a ellas te doy un consejo. ¿Las amas? Envíalas adonde has de ir tú después, no sea que, amándolas en la tierra, o las pierdas en vida o tengas que dejarlas una vez muerto. También a este respecto te he dado un consejo. «No dije: "Piérdelas", sino: "Guárdalas". ¿Quieres atesorar? No te digo que no lo hagas, antes bien te indico dónde. Acéptame como a uno que te da un consejo, no como a uno que te prohíbe algo. ¿Dónde, pues, te digo que has de atesorar? Acumulad vuestro tesoro en el cielo, donde el ladrón no entra y donde ni la polilla ni la herrumbre lo echan a perder»5.
3. «Pero no veo —dices— lo que deposito en el cielo». ¿Ves, en efecto, lo que ocultas en la tierra? Te sientes seguro ocultándolo en la tierra, y ¿pones reparos en darlo a quien hizo el cielo y la tierra? Guárdalo donde quieras; confíalo a un guardián, si encuentras alguien mejor que Cristo. «Lo confío —dices— a mi siervo». ¿Cuánto mejor es que lo confíes a tu Señor? El siervo quizá te lo quita y se da a la fuga; y entre tantos males que ya han sido realidad, lo más deseable sería que el siervo lo quitase y se diese a la fuga antes que guiar a los enemigos a la casa de su señor. Muchos siervos se convirtieron de repente en enemigos de sus señores y los entregaron traidoramente a ellos con cuanto tenían. ¿A quién, pues, se lo confías? —De momento —dices— confío mi oro a mi siervo. —Yo guardo tu oro; ¿a quién confías tu alma? —Mi alma —dices— la confío a Dios. ¡Cuánto mejor harías confiando también tu oro al mismo a quien confías tu alma! ¿O, acaso, es fiel para guardar tu alma y no para guardar tu dinero? ¿No lo guarda para ti quien te guarda a ti? Ten confianza, pues, en él. El siervo puede no sustraerlo; mas ¿puede, acaso, evitar perderlo? Toda su fidelidad se reduce a que no te robe; te fijas en su fidelidad; mas ¿por qué no paras mientes en su debilidad? Lo depositó, no lo ocultó; vino otro y lo robó. ¿Acaso hay alguien que pueda hacer tal cosa a Cristo? Sacude tu pereza, acepta mi consejo: atesora en el cielo. ¿Por qué he dicho: «Sacude tu pereza»? ¡Como si fuera fatigoso el atesorar en el cielo! Mas, aunque lo fuera, habría que hacerlo; habría que aceptar esa fatiga y colocar lo que consideramos de gran valor en un lugar seguro, de donde nadie pueda sacarlo. Cristo no te dice: «Atesora en el cielo; busca unas escaleras, acomódate unas alas», sino: «Dámelo a mí en la tierra, y yo te lo guardaré allí. Dámelo —dice— en la tierra; para eso vine a ser pobre aquí: para que tú seas rico allí. Haz el traslado». ¿Temes perderlo en manos de un timador? ¿Buscas quién te lo lleve al lugar adonde te diriges? Cristo te asiste en ambos casos: no te engaña y te lo transporta.
4. «Pero —dirás— ¿dónde encuentro a Cristo? Como mi fe contiene lo que he oído en la Iglesia, esto he aprendido, así lo he creído, de este misterio estoy imbuido, a saber: que fue sepultado, que resucitó al tercer día, que después de cuarenta días ascendió al cielo en presencia de sus discípulos, que está sentado a la derecha del Padre y que al final de los tiempos ha de volver. ¿Cuándo puedo encontrarlo aquí? ¿A quién daré mis riquezas?» No te afanes; escucha todo; o, si lo escuchaste todo, dilo todo. Sé que se te enseñó esto: Cristo fue colgado de la cruz, bajado del madero, colocado en el sepulcro, resucitó y subió al cielo. Pero también leíste6 que, cuando perseguía a su Iglesia, Pablo, lleno de soberbia, cruel, ávido de muerte y sediento de la sangre de los cristianos; cuando él la atormentaba y la perseguía, llevando cartas a Damasco para conducir presos al castigo a cuantos varones y mujeres encontrase seguidores de tal estilo de vida..., ¿oíste lo que le gritó aquel que confiesas estar sentado en el cielo? Haz memoria, pues, de lo que dijo, de lo que escuchaste y leíste: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?7 Pablo ni lo veía ni lo tocaba, y, sin embargo, le decía: ¿Por qué me persigues? No le dijo: «¿Por qué persigues a mi familia, a mis siervos, a mis santos —añade un honor mayor—, a mis hermanos?» Nada de esto dijo, sino: ¿Por qué me persigues? Es decir, ¿por qué persigues a mis miembros, en favor de quienes, al ser pisoteados en la tierra, gritaba, en cuanto cabeza, desde el cielo? En efecto, hasta por tu pie, en caso de ser pisoteado en la tierra, tu lengua no dice: «Estás pisando mi pie», sino: «Me estás pisando». ¿Por qué, pues, tienes dudas sobre a quién dárselo? Quien dijo: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?, es el mismo que dice: «Dame de comer en la tierra». Saulo se mostraba cruel en ella, y, sin embargo, perseguía a Cristo; así también tú: da aquí en la tierra y alimentas a Cristo. El mismo Señor predijo esta interpretación que te sacude, y que sacudirá a quienes sean colocados a la derecha. Y cuando él haya dicho: Tuve hambre, y me disteis de comer, preguntarán: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento? Y oirán al instante: Cuando lo hicisteis con uno de estos míos más pequeños, conmigo lo hicisteis8.
5. Así, pues, si rehúsas dar, tienes de qué acusarte, pero no con qué excusarte. A propósito de estas riquezas te dice tu Señor: «Te he dado un consejo salubérrimo. ¿Las amas? Trasládalas; y, cuando las hayas trasladado, las seguirás. Vete tras ellas, de momento, con el corazón, pues donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón9. Si confías a la tierra tu tesoro, en la tierra entierras también tu corazón; y, si tienes tu corazón enterrado en la tierra, avergüénzate cuando a las palabras «Levantemos el corazón», respondes «Lo tenemos levantado hacia el Señor». Te he dado —dice— un consejo saludable respecto a tus riquezas. Si lo pones en práctica, si lo escuchas, si eres un rico tal cual lo describe el Apóstol, un rico que no te comportas orgullosamente ni pones tu esperanza en riquezas inseguras, que das con facilidad, que repartes y te atesoras un buen fundamento para el futuro con el fin de alcanzar la vida verdadera10, entonces pregúntame —dice el Señor—. He aquí que he trasladado al cielo todo lo que poseo, ya sea dándolo en su totalidad, ya sea teniendo como si no tuviera11 lo que me quedó, usando de este mundo como si no usara. —¿Tan grande es el precio a pagar por el reino de los cielos? Si he realizado eso; ¿tan grande es su valor? Es caro. —Su valor es mayor, pues en verdad no es tal que tenga que valer eso. Vivirás por siempre. Estarías dispuesto a dar todos estos tesoros por la vida de unos pocos días; allí serás verdaderamente rico, puesto que no sentirás necesidad. Mas al ser rico no pretendes otra cosa que no sufrir necesidad en la tierra, y por eso amontonas y acumulas un barro denso que pesa sobre ti, que te oprime y que, una vez seco, te impide moverte. Por tanto, para no sentir necesidad buscas animales en buen número que te trasladen, manjares copiosos con que alimentarte y vestidos sumamente caros para cubrirte. Mas no creas que por tener mucho eres tú rico y pobre el ángel, que ni se sirve de un caballo, ni de un carro para ser transportado, ni llena su mesa de vajilla, ni se cubre con vestidos, puesto que está vestido de luz. Aprende cuáles son las verdaderas riquezas. Quieres poseerlas para tener con qué satisfacer tus fauces y llenar tu vientre; quien te concede el no tener hambre es quien en verdad te hace rico. En esto consiste no necesitar absolutamente nada: en no tener hambre; pues, tengas lo que tengas, si, cuando llega la hora de la refección matinal o incluso antes de acercarte a la mesa, sientes hambre, estás necesitado. Además, retirada la mesa, suspiras lleno de soberbia. No se trata de satisfacer unas necesidades, sino del humo de las preocupaciones. Considera cuánto cavilas con el fin de aumentar tus riquezas; mira si duermes tranquilo mientras piensas en cómo no perderlas donde las guardaste o en aumentar las guardadas. Por tanto, al lograr descansar has hallado las verdaderas riquezas. Despierto, estás pensando en aumentar tus riquezas; dormido, sueñas con ladrones; durante el día estás preocupado; durante la noche, amedrentado: siempre menesteroso. Quien te ha prometido el reino de los cielos quiere hacerte verdaderamente rico. ¿Y en cuánto piensas que vas a comprar aquellas verdaderas riquezas, aquella vida verdadera y eterna? ¿En cuánto? ¿Es que la consideras verdadera porque la has de comprar con tanto cuanto estuviste dispuesto a dar para comprar estos pocos días fatigosos y miserables? Algo más debe valer lo que es mucho mayor.
6. «¿Y qué he de hacer? —preguntas—. He dado a los pobres todo lo que tenía y reparto con los necesitados lo que poseo. ¿Qué más puedo dar?». Tienes algo más: a ti mismo, te tienes a ti mismo; tú formas parte de tus bienes, has de sumarte a ti mismo. Considera el consejo que dio tu Señor al rico: Vete, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres. ¿Acaso lo dejó después de haberle dicho esto? Y para que él no pensase que perdía lo que amaba, primero le aseguró de que no lo perdió, sino que lo escondió: Tendrás —dijo— un tesoro en el cielo. ¿Basta con esto? No. Y ven y sígueme12. ¿Lo has amado? ¿Quieres seguirlo? Aquel a quien quieres seguir corrió, voló. ¿Por dónde? Por tribulaciones, oprobios, falsas acusaciones, escupitajos en el rostro, bofetadas y azotes, coronas de espinas, la cruz y la muerte. ¿Por qué eres perezoso? Querías seguirlo, se te ha mostrado el camino. Pero replicas: «¿Quién puede seguirle allí?» Avergüénzate, hombre de barbas; le siguieron las mujeres cuyo nacimiento celebramos hoy. Hoy celebramos la festividad de las mártires de Tuburbo. Vuestro Señor, nuestro Señor, el Señor de ellas, el Señor de todos, el redentor de la vida, al precedernos, convirtió el camino estrecho en ancho, regio, protegido y limpio, por el que hasta las mujeres sintiesen agrado en caminar. ¿Y eres perezoso aún? ¿No quieres derramar tu sangre por una sangre de tanto valor? Esto es lo que te dice tu Señor: «Yo he padecido antes por ti; da lo que recibiste, devuelve lo que bebiste». ¿No puedes tú? Lo pudieron niños y niñas; lo pudieron hombres y mujeres delicados; lo pudieron ricos y grandes ricos, quienes, al irrumpir repentinamente la prueba de la pasión, no se sintieron retenidos por la abundancia de sus riquezas ni apresados por la dulzura de esta vida, pensando en aquel rico que, al acabársele los deleites, se encontró con los tormentos13; ellos no enviaron delante sus riquezas, sino que más bien las precedieron ellos en su martirio. Teniendo delante tantos ejemplos, ¿eres aún perezoso? Y, no obstante, celebras la fiesta de las mártires. «Hoy es el día del nacimiento de las mártires; iré —dices— y quizá con la mejor túnica». Mira con qué conciencia lo haces: ama eso que haces, imita lo que celebras, haz lo que alabas. «Pero yo no puedo». El Señor está al lado; nada os preocupe14. «Yo —repites— no puedo». No temas la fuente misma; la que las llenó a ellas puede llenarte también a ti si te acercas con avidez, si no te hinchas como una colina, sino que te humillas como un valle para merecer ser llenado.
7. Hermanos, estas cosas no han de resultarnos duras, sobre todo en estos tiempos en que abunda la tribulación; los mártires despreciaron el mundo cuando estaba como en flor; en verdad se alaba grandemente a quien lo despreció en flor, y ¡hay quien lo ama cuando está a punto de perecer! Ellos despreciaron sus flores y tú te abrazas a sus espinas. Si eres perezoso para emigrar, que al menos te cause pánico el estado ruinoso de la casa. Pero te insulta el pagano. ¿Por qué te insulta el pagano? En verdad es el momento de insultarte, puesto que se está cumpliendo lo que predijo el Señor; más motivo tendría para hacerlo de no haberse cumplido lo predicho. Él niega al Dios a quien tú adoras; tú aprovéchate de los males que padece el mundo para mostrar que es veraz y, no entristeciéndote con lo predicho, gozar de sus promesas. Pues llega ya aquel tiempo en que el mundo, en declino por su edad, en cuanto creado para acabar un día, va a abundar en desastres y calamidades, en estrecheces y molestias. Para tu solaz vino quien entonces vino; para que no desfallezcas en medio de los agobios de esta vida perecedera y pasajera, te prometió otra. Antes de que el mundo se fatigase en medio de estas desgracias y calamidades, fueron enviados los profetas; fueron enviados los siervos a este gran enfermo, al género humano, cual si fuera un hombre que yace tendido y enfermo de oriente a occidente; el médico poderoso envió a sus siervos. Sucedió que a este enfermo se le añadieron otros muchos achaques, que le iban a causar una fatiga mayor. Y dice el médico: «Muchas fatigas va a tener que sufrir este enfermo; necesita de mí». Diga ya el enfermo necio al médico: —Señor, comencé a fatigarme con tu llegada. —Necio, no has comenzado a fatigarte con mi llegada, sino que vine porque ibas a sufrir muchas fatigas. —¿Para qué emplear, hermanos, muchas palabras? Abreviemos: El Señor cumplió su palabra sobre la tierra en breve espacio de tiempo15. Vivamos santamente, pero no esperemos los bienes pasajeros de la tierra en cambio de nuestra vida santa. La felicidad terrena es recompensa miserable para una vida santa. El vivir bien aquí no tiene el mismo valor que lo que deseas aquí, aunque, si tales cosas deseas, no vives bien. Si quieres cambiar tu vida, cambia tus deseos. Mantienes tu fidelidad a Dios para ser feliz en la tierra. ¿Sólo para esto mantienes tu fidelidad a Dios? ¿Es ése el valor de tu fe? ¿La tasas solamente en eso? ¿Así la arrastras? Si tienes algo en venta en la tierra y entras en trato con un comprador, tú pones un precio más elevado, y él uno más bajo. Tú dices: «Vale tanto», aumentando el valor de lo que vendes; y el otro: «No vale eso, sino esto», y lo tasa más bajo, porque quiere comprar más barato. Cristo el Señor te corrige. Tú dices a Cristo, tu Señor: «Señor, me mantengo fiel a ti; tú, en cambio, págame en la tierra». ¡Necio, no es ese el valor de lo que vendes; estás en error, no sabes lo que tienes! Mantienes la fidelidad a él, y ¿buscas la tierra? Tu fe vale más que la tierra; no sabes valorarla. Yo que te la doné conozco su justo valor; vale tanto cuanto la tierra entera; añade todavía a la tierra el cielo, y aún vale más. ¿Y qué hay más que el cielo y la tierra? Aquel que hizo el cielo y la tierra. Vueltos al Señor...