El amor a Dios y el amor al mundo
1. En esta vida, toda tentación es una lucha entre dos amores: el amor al mundo y el amor a Dios; el que vence de los dos atrae hacia sí, como por gravedad, a su amante. A Dios llegamos con el afecto, no con alas o con los pies. Y, al contrario, nos atan a la tierra los afectos contrarios, no nudos o cadena alguna corporal. Cristo vino a cambiar el amor y hacer de un amante de la tierra, un amante de la vida celestial; por nosotros se hizo hombre quien nos hizo hombres; Dios asumió al hombre para hacer a los hombres dioses. He aquí el combate que se nos ha propuesto: la lucha contra la carne, contra el diablo, contra el mundo. Pero tenemos confianza, puesto que quien concertó el combate es espectador que aporta su ayuda y nos exhorta a que no presumamos de nuestras fuerzas. En efecto, quien presume de ellas, en cuanto hombre que es, presume de las fuerzas de un hombre, y maldito todo el que pone su esperanza en el hombre2. Los mártires, inflamados en la llama de este piadoso y santo amor, hicieron arder el heno de su carne con la leña resistente de su mente, pero llegaron íntegros en su espíritu hasta aquel que les había hecho arder. En la resurrección de los cuerpos se otorgará el debido honor a la carne que ha despreciado esas mismas cosas. Por esto fue sembrada en ignominia: para resucitar en gloria3.
2. Ardiendo en este amor, o, mejor, para que ardamos en él, dice: Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí, y quien no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí4. No ha eliminado el amor a los padres, a la esposa, a los hijos, sino que lo ha colocado en el lugar que le corresponde. No dijo: «Quien ama», sino: quien ama más que a mí. Es lo que dice la Iglesia en el Cantar de los Cantares: Ordenó en mí el amor5. Ama a tu padre, pero no más que al Señor; ama a quien te ha engendrado, pero no más que a quien te ha creado. Tu padre te ha engendrado, pero no fue él quien te dio forma, pues al procrearte ignoraba quién o cómo ibas a nacer. Tu padre te alimentó, pero no sacó de sí el pan para saciarte. Por último, sea lo que sea lo que tu padre te reserva en la tierra, él muere para que le sucedas, y con su muerte te hace sitio en la vida. En cambio, Dios es Padre, y lo que reserva, lo reserva juntamente consigo, para que poseas la herencia junto con el mismo padre y no tengas que esperar a que él muera para sucederle, sino que, permaneciendo siempre en él, te adhieras a quien permanece siempre. Ama, pues, a tu padre, pero no más que a tu Dios; ama a tu madre, pero no más que a la Iglesia, que te engendró para la vida eterna. Finalmente, deduce del amor que sientes por tus padres cuánto debes amar a Dios y a la Iglesia. Pues si tanto ha de amarse a quienes te engendraron para la muerte ¡con cuánto amor han de ser amados quienes te engendraron para que llegues a la vida eterna y permanezcas por la eternidad! Ama a tu esposa, ama a tus hijos según Dios, inculcándoles que adoren contigo a Dios. Una vez que te hayas unido a él, no has de temer separación alguna. Por tanto, no debes amar más que a Dios a quienes con toda certeza amas mal si descuidas llevarlos a Dios contigo. Llegará, quizá, la hora del martirio. Quieres confesar a Cristo. Quizá te sobrevenga, por confesarlo, un tormento temporal; quizá la muerte. Tu padre, o tu esposa, o tu hijo te agasajan para que no mueras, y con sus halagos te procuran la muerte. Si no te la procuran, entonces te vendrá a la mente: Quien ama al padre, o a la madre, o a la esposa o a los hijos más que a mí, no es digno de mí.
3. Pero el afecto carnal cede ante sus agasajos de los suyos y en cierto modo se desliza la debilidad humana. Recoge los pliegues de tu vestido, cíñete de valor. ¿Te atormenta el amor carnal? Toma tu cruz y sigue al Señor. También tu mismo Salvador, aunque Dios en la carne, aunque Dios con carne, te mostró su sensibilidad humana allí donde dice: Padre, si es posible, pase de mí este cáliz6. Sabía que tal cáliz no podía pasar, pues había venido para beberlo. Había de beber aquel cáliz por propia voluntad no por necesidad. Era omnipotente; si lo hubiera querido, hubiera pasado ciertamente, puesto que era Dios con el Padre, un solo Dios con Dios Padre. Pero en su forma de siervo7, en lo que tomó de ti por ti, emitió la voz del hombre, la voz de la carne. Se dignó personificarte a ti en sí para que, a ejemplo suyo, manifiestes tu debilidad y en él consigas fortaleza. Te mostro la voluntad sometida en ti a la tentación, e inmediatamente te enseñó qué voluntad debes anteponer y a cuál. Padre —dice—, si es posible, pase de mí este cáliz. Esta es la voluntad humana, soy hombre, hablo en la forma de siervo: Padre, si es posible, pase este cáliz. Es el grito de la carne, no del espíritu8; el grito de la debilidad, no de la divinidad. Si es posible, pase este cáliz. Es esta la voluntad respecto a la cual se dice incluso a Pedro: Mas, cuando envejezcas, otro te ceñirá, te cogerá y te llevará a donde no quieras9. ¿A qué se debe, pues, que también los mártires hayan vencido? A que antepusieron lo que quería el espíritu a lo que quería la carne. Amaban esta vida y la despreciaban. De ahí deducían cuánto había de amarse la eterna si tanto se ama esta, perecedera. Quien ha de morir, no quiere morir, y, sin embargo, morirá necesariamente, aunque no cese de rehusar la muerte. Aunque no quieres morir, nada haces en contra, nada realizas, nada consigues: no tienes poder alguno para eliminar la necesidad de morir. Aunque no lo quieras, vendrá lo que temes; aunque lo rehúses, llegará lo que difieres. Es evidente que te esfuerzas por diferir la muerte; ¿acaso por eliminarla? Por tanto, si los amantes de esta vida se dan tanto que hacer para diferir la muerte, ¡cuánto no hay que esforzarse para hacerla desaparecer! Es cierto que no quieres morir. Cambia tu amor, y se te mostrará la muerte; no la que va a llegar aunque tú no quieras sino la que, si tú quieres, no existirá.
4. Mira, pues, si el amor ha despertado en alguna medida en tu corazón, si ha saltado alguna chispa de él de las cenizas de tu carne, si ha logrado algo de fuerza en tu interior, tal que no sólo no lo apague el viento de la tentación, sino que, al contrario, lo encienda aún más; mira si ardes como la estopa, que la mínima corriente de aire la apaga, o ardes como el roble, como el carbón, de forma que el soplo te aviva. Considera las dos clases de muerte: una temporal, la primera, y otra eterna, la segunda. La primera está dispuesta para todos; la segunda sólo para los malos, los impíos, los infieles, los blasfemos y cualquier cosa que se oponga a la sana doctrina10. Fíjate, pon delante de tus ojos estas dos muertes. De ser posible, no quieres padecer ni una ni otra. Sé que amas la vida, que no quieres morir, y que quisieras pasar de esta vida a la otra no resucitando después de muerto, sino cambiando en vida a un estado mejor. Eso querrías; así se comporta la sensibilidad humana; la misma alma, no sé en qué manera, lo quiere y lo desea. Amando la vida, odia la muerte, y como no odia su carne, ni siquiera a ella quiere que le suceda lo que odia. Pues nadie ha odiado jamás a su carne11. Este mismo sentimiento muestra el Apóstol cuando dice: Tenemos por don de Dios una morada eterna en los cielos, no una casa hecha por mano humana. Ved que en este nuestro estado gemimos deseando revestir nuestra morada del cielo. No queremos —dice— ser despojados, sino ser revestidos, de manera que lo mortal sea absorbido por la vida12. No quieres verte despojado, pero has de serlo. Conviene, sin embargo, que actúes para que, cuando la muerte te despoje del vestido de carne, te encuentres protegido con la coraza de la fe. Pues esto añadió a continuación: En el caso de ser hallados vestidos y no desnudos13. La primera muerte, en efecto, te ha de despojar de la carne, que has de abandonar por un espacio de tiempo para recuperarla en el justo momento. Y ello, lo quieras o no, pues no vas a resucitar porque lo quieras o a no resucitar porque no quieras, ni vas a dejar de resucitar por el hecho de no creer en la resurrección. Ya que has de resucitar, quieras o no, es preciso, pues, que actúes de modo que al resucitar tengas lo que quieres. El mismo Señor Jesús dijo: Llega la hora cuando todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y saldrán, tanto los buenos como los malos; todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y saldrán, y serán sacados fuera de los lugares recónditos. Ninguna creatura sujetará a un muerto ante la voz del creador vivo. Todos —dice— los que estén en los sepulcros oirán su voz y saldrán. Al decir todos causó una cierta confusión y mezcla. Pero escucha la distinción, oye la separación: Los que hicieron el bien —dice— resucitarán para la vida; quienes el mal, para la condena14. Esta condena, para sufrir la cual resucitan los impíos, recibe el nombre de muerte segunda. ¿Por qué, pues, ¡oh cristiano!, temes la primera? Vendrá aunque tú no lo quieras, llegará aunque tú la rehúses. Quizá puedas redimirte de los bárbaros para que no te maten; te redimes a costa de un gran precio; no perdonas absolutamente ninguna de tus cosas y hasta despojas a tus hijos; y, una vea redimido, mueres al día siguiente. Es preciso que te redimas del diablo, que te arrastra consigo a la segunda muerte, en que los impíos, colocados a la izquierda, escucharán: Id, malditos al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles15. Es de esta segunda muerte de la que es preciso que te redimas. Responderás: «¿Con qué?». No busques cabritos ni becerros, no revuelvas tampoco en tu arca, ni digas en tu interior: «Tenía dinero para redimirme de los bárbaros»; para redimirte de la muerte segunda posee la justicia. El dinero podría quitártelo el bárbaro mismo y luego llevarte cautivo, de forma que carecerías de medios para redimirte al poseer todas tus cosas quien también te posee a ti. La justicia no la pierdes si tú no quieres; permanece en el tesoro íntimo de tu corazón. Retenla a ella, poséela; con ella te redimirás de la muerte segunda. Muerte que, si no quieres que exista, no existirá, porque existirá aquello con lo que, si quieres, puedes redimirte de esa muerte. La justicia la obtiene del Señor la voluntad y la bebe como en su fuente. Fuente a la que a ninguno está prohibido acercarse si lo hace dignamente. Por último, fíjate en tu ayuda. Tu plata te ha redimido de los bárbaros, tu dinero te ha redimido de la muerte primera; de la muerte segunda te ha redimido la sangre de tu Señor. Tuvo él sangre, con la que redimirnos, y precisamente para esto recibió la sangre: para tener qué derramar para redimirnos a nosotros. Sí lo quieres, la sangre de tu Señor se ha entregado por ti; pero si no lo quieres, no se ha entregado. Quizá digas: «Mi Dios tuvo sangre para redimirme, pero ya la entregó toda en la pasión. ¿Qué le quedó para entregar por mí?» Aquí está la grandeza: en que la entregó de una vez y la entregó por todos. La sangre de Cristo es salvación para quien la quiere y tormento para quien no la quiere. Tú que no quieres morir, ¿por qué dudas en ponerte, más bien, a salvo de la muerte segunda? De ella te verás libre si quieres tomar tu cruz y seguir al Señor16, puesto que él tomó la suya y buscó a su siervo.
5. Hermanos míos, ¿no son quienes así aman la vida temporal los que más os incitan a amar la eterna? ¡Cuánto no hacen los hombres para vivir unos pocos días! ¿Quién podrá enumerar los esfuerzos y conatos de todos los que quieren vivir, aunque han de morir un poco después? ¡Cuánto no hacen por esos pocos días! ¿Hacemos otro tanto por la vida eterna? ¿Qué voy a decir? ¿Por redimir estos pocos días a vivir en estas tierras? Hablo de pocos días aun en el caso de que el liberado sea anciano; de que, liberado de niño, haya llegado a la decrepitud. Y eso sin hablar de que, redimido hoy, quizá muera mañana. Ved cuánto hacen por algo incierto, por esos pocos días que no tienen asegurados. ¡En qué cosas no piensan! Si, debido a una enfermedad corporal, van a parar en manos de un médico y todos los que le examinan y le ven pierden la esperanza de que vaya a recuperar la salud, si se ofrece otro médico capaz de curar incluso un caso desesperado, ¡cuántas cosas no se le prometen! ¡Cuánto no se le da, aun sin la certeza de que lo curará! Para vivir un poco se abandona hasta aquello de lo que se vive. Y si un padre cae en las manos de un enemigo o de un salteador y le llevan cautivo, los hijos corren para que no le den muerte, para rescatarlo, y gastan lo que él iba a dejarles para liberar a quien podían llevar a enterrar. ¡Qué instancias, qué ruegos, qué esfuerzos! ¿Quién puede explicarlos? Y, con todo, quiero decir algo aún más grave e increíble de no ser realidad. ¿Por qué hablar de que los hombres entregan el dinero a cambio de la vida, de que se quedan sin nada para sí? ¡Cuánto gastan para vivir con temor y entre fatigas unos cuantos días, no siempre asegurados! ¡Cuánto dan! ¡Ay del género humano! He dicho que para vivir gastan los recursos con que vivir; escuchad lo que es peor, más grave, más deletéreo; lo que es, como dije, increíble, de no ser realidad. Para que se les permita vivir un poco de tiempo, entregan incluso aquello con que podrían vivir por siempre. Escuchad y comprended lo que acabo de decir. Aún no lo he esclarecido y ya sacude a algunos, a quienes ya se lo abrió el Señor cuando estaba cerrado. Deja de lado a aquellos que dan y pierden los recursos para vivir, para que se les conceda vivir un poco más. Centrad vuestra atención en los que pierden aquello con que pueden vivir eternamente para que se les conceda el vivir un poco más. ¿De qué se trata? Se llama fe, se llama piedad, realidades que son como el dinero con el que se adquiere la vida eterna. Se te presentará de improviso un enemigo aterrador; no te dirá: «Entrégame tu dinero, si quieres vivir», sino: «Niega a Cristo, si quieres vivir». Si tú haces esto para que se te permita vivir por un poco de tiempo, pierdes aquello con que podrías vivir por siempre. ¿Es esto amar la vida, oh tú que temías la muerte? Hombre bueno, ¿por qué temías la muerte sino porque amabas la vida? Cristo es la vida. ¿Por qué te apetece la breve, hasta perder la que es segura? ¿O acaso no perdiste la fe, sino que no tuviste qué perder? Agárrate pues, a lo que te permite vivir siempre. Considera cuánto hace tu prójimo para vivir un poquito; considera también cuánto mal hizo quien negó a Cristo por unos pocos días de su vida. Y ¿no quieres tú despreciar esos pocos días de tu vida para no morir nunca, para vivir en el día sempiterno, para sentirte protegido por tu redentor y asemejarte a los ándeles en el reino eterno? ¿Qué es lo que has amado? ¿Qué lo que has perdido? No has tomado tu cruz para seguir al Señor17.
6. Mira cuán prudente quiso que fueras quien te dijo: Toma tu cruz y sígueme. Quien encuentre su alma —dice— la perderá, y quien la pierda por mí, la encontrará18. Quien la encuentre la perderá, quien la haya perdido la encontrará. Para perderla es preciso que la encuentres antes, y, una vez que la hayas perdido, lo último es volver a encontrarla. Se la encuentra, pues, dos veces, y entre una y otra se pasa por una pérdida. Nadie puede perder su alma por Cristo si antes no la ha encontrado, y nadie puede encontrar su alma en Cristo si antes no la ha perdido. Encuéntrala para perderla, piérdela para encontrarla. ¿Cómo has de encontrarla la primera vez para poder perderla? Cuando piensas que eres en parte mortal, cuando piensas en quien te hizo y con su soplo creó tu alma, y adviertes que se la debes a quien te la dio, que has de devolvérsela a quien te la concedió, que ha de custodiarla quien la creó, has encontrado tu alma al encontrarla en la fe. Si has creído eso, has encontrado tu alma. En efecto, antes de creer estabas perdido. Encontraste tu alma: te hallabas muerto en la incredulidad, recuperaste la vida con la fe. De ti puede decirse: Había muerto, y ha resucitado; se había perdido, y ha sido encontrado19. Por tanto, encontraste tu alma en la fe de la verdad si recuperaste la vida, evitando la muerte en la infidelidad. Esto significa el haber encontrado tu alma. Piérdela y que tu alma se convierta en semilla para ti. Pues también el agricultor encuentra el trigo en la trilla y en la limpia y vuelve a perderlo en la siembra. Se encuentra en la era lo que se había perdido en la siembra. Perece en la siembra lo que se encontrará en la cosecha. Por tanto, el que encuentre su alma la perderá. Quien se fatiga por recolectar, ¿por qué es perezoso para sembrar?
7. Pero estate atento a dónde la encuentras y por qué la pierdes. ¿Cómo podrías encontrarla si no se te encendiera aquella luz a la que se le dice: Tú encenderás mi lámpara, Señor?20 Ya la encontraste, pues, gracias a que él encendió tu lámpara. Mira por qué la pierdes. No hay que perder a cada instante lo que con tanto esmero se encontró. No dice: «Quien la pierda la encontrará», sino: Quien la pierda por mí21. Si por casualidad ves en la costa el cadáver de un comerciante que naufragó, se te caen lágrimas de condolencia y dices: «¡Pobre hombre! Perdió su alma por causa del oro». Justamente lloras y te compadeces. Otorga el llanto a quien no prestas auxilio, pues pudo perder su alma por el oro, pero no podrá encontrarla en él. Fue capaz de acarrear daño a su alma, pero no lo fue para recuperarla. No hay que pensar en que la perdió, sino en por qué la perdió. Si fue por la avaricia, mira dónde yace la carne; mas ¿dónde está lo que él amaba? Y, con todo, bajo las órdenes de la avaricia, se perdió el alma por causa del oro; en cambio, por Cristo no perece, ni cabe que perezca. ¡Necio, no dudes! Escucha el consejo del creador. Quien te hizo, antes de que existieses tú, a quien hacer sabio, te creó para que lo fueras. Escucha: no dudes en perder tu alma por Cristo. Lo que tú llamas perderla no es otra cosa que confiarla al fiel creador. Tú, ciertamente, la pierdes, pero la recibe aquel a quien nada se le pierde. Si amas la vida, piérdela para encontrarla, porque, una vez que la hayas hallado, ya no tendrás qué perder, pues no habrá por qué perderla. Efectivamente, la vida que se encuentra es aquella que se encuentra de modo que en manera alguna puede perderse. Puesto que también Cristo, que al nacer, morir y resucitar te dio ejemplo, resucitado de entre los muertos, ya no muere y la muerte ya no tiene dominio sobre él22.