En la dedicación de una Iglesia
1. La fe que lleva en el corazón el ojo de la piedad ve cómo se depositan en los tesoros celestes las buenas obras de los fieles hechas con sus bienes temporales y terrenos. Razón por la cual, cuando ve con los ojos de la carne estos edificios que están siendo levantados para reunir a la comunidad de hombres piadosos, alaba interiormente lo que ve en el exterior, y de la luz visible recibe de que gozarse por la verdad invisible. Pero la fe no se dedica a mirar la hermosura de los elementos de este recinto, sino la gran hermosura del hombre interior, de la que proceden estas obras de amor. El Señor, pues, recompensará a sus fieles que realizan esto tan piadosa, tan alegre y tan devotamente que hasta se sirve de ellos para levantar su propia construcción, a la que corren las piedras vivas, formadas en la fe, robustecidas con la esperanza y unidas por la caridad. El apóstol, aquel sabio arquitecto, puso en ella como cimiento a Jesucristo, suprema piedra angular1, rechazada por los hombres, pero elegida y honrada por Dios2, como dice Pedro, citando una profecía de la Escritura. Uniéndonos a ella, encontramos la paz; reposando sobre ella, conseguimos firmeza. Ella es, al mismo tiempo, cimiento, porque nos sostiene, y piedra angular, porque nos une. Ella es la piedra sobre la que el hombre prudente, al edificar su casa sobre ella, se mantiene totalmente seguro frente a todas las tentaciones de este mundo: ni los torrentes de lluvia la hacen caer, ni los ríos desbordados la derrumban, ni la fuerza de los vientos la sacuden3. Ella es también nuestra paz, quien hizo de los dos uno solo4; en ella, en efecto, no vale nada ni la circuncisión ni el prepucio, sino la creación nueva5. En efecto, estos dos pueblos, cual paredes que traen distinta dirección, estaban muy distantes uno de otro hasta que, conducidos a ella, como al ángulo, también se unieron el uno con el otro.
2. Así, pues, como este edificio visible ha sido construido para reunimos corporalmente, de la misma manera se construye el edificio que somos nosotros mismos para Dios, que ha de habitarlo espiritualmente. El templo de Dios es santo —dice el apóstol— y ese templo sois vosotros6. Como este lo construimos con piezas terrenas, de idéntica manera hemos de levantar el otro con las costumbres correspondientes. En efecto, este se dedica ahora, con motivo de mi visita; el otro, al final del mundo, cuando venga el Señor, cuando esto nuestro corruptible se vista de incorrupción y esto mortal se revista de inmortalidad, porque nuestro cuerpo humilde se modelará según el cuerpo de su gloria. Ved, pues, lo que dice en el salmo de la dedicación: Has cambiado mi llanto en gozo, has rasgado mi sayal y me has ceñido de alegría para que mi gloria te cante a ti y nada me punce7. De hecho, mientras somos edificados, gime ante él nuestra humildad; cuando seamos dedicados, le cantará a él nuestra gloria, porque la edificación requiere fatiga y la dedicación pide alegría. Mientras se extraen de los montes las piedras y de los bosques las vigas, mientras se les da forma, se tallan y se ajustan, no falta la fatiga y la preocupación; mas, cuando se celebre la dedicación del edificio ya concluido, a las fatigas y preocupaciones les sucederán el gozo y la seguridad. De idéntica manera —la construcción espiritual, que tendrá a Dios por morador, no será temporal, sino eterna—, mientras los hombres son apartados de una vida de infidelidad y conducidos a la fe; mientras se desbasta y se corta lo que hay en ellos de no bueno y defectuoso; mientras los ensamblajes se realizan en la forma adecuada, en paz y piedad, ¡cuántas tentaciones se temen, cuántas tribulaciones se soportan! Pero, cuando llegue el día de la dedicación de la casa eterna, cuando se nos diga: Venid, benditos de mi Padre; recibid el reino, preparado para vosotros desde el comienzo del mundo8; ¡cuál no será el gozo y la seguridad! Cantará la gloria y no punzará la debilidad. Cuando se nos manifieste el que nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros9 y el que se apareció a los hombres nacido de madre se les aparezca a ellos como el Dios creador que estaba en el Padre; cuando el morador eterno entre en su casa concluida y decorada, cimentada en la unidad, vestida de inmortalidad, él brillará en todos para que Dios sea todo en todos10 .
3. Esta única visión fue lo que pidió al Señor cierta persona; esa persona que, si queremos, somos nosotros. Movido por ese deseo, se fatigó en medio de gemidos, lavó cada noche su lecho y con sus lágrimas regó su lecho11. Pensando en aquella visión, fueron las lágrimas su pan día y noche, mientras se le decía un día y otro: ¿Dónde está tu Dios?12. Él, en efecto, dijo: Una sola cosa he pedido al Señor, esa buscaré: habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida para contemplar el deleite del Señor y sentirme protegido como templo suyo13. Para los suyos, él es morador y ellos la morada, pues quienes habitan en la casa de Dios son también casa de Dios, casa que contempla su deleite, es protegida en cuanto su templo y se halla escondida en el escondite de su rostro14. Esta es nuestra esperanza; la realidad aún no la vemos. Pero si esperamos lo que no vemos, con paciencia lo esperamos, y con la paciencia se levanta el edificio que somos nosotros.
4. ¡Ea, pues, hermanos! Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha del Padre; gustad las cosas de arriba, no las de la tierra15. Esta es también la razón por la que Cristo, nuestro fundamento, fue puesto allí en lo alto: para ser edificados hacia arriba. Pues, como en las construcciones terrestres los cuerpos tienden por su propio peso a los lugares más bajos, se ponen allí los cimientos; lo mismo sucede en nuestro caso, pero al revés: la piedra que sirve de fundamento está colocada arriba, para elevarnos también hacia arriba por el peso de la caridad. Alegremente, pues, obrad vuestra salvación con temor y temblor. Dios es quien obra en nosotros el querer y el obrar según la buena voluntad. Haced todo sin murmurar16. Y como piedras vivas sois edificados como templo de Dios17, y como vigas incorruptibles, haced de vosotros mismos la casa de Dios. Ajustaos, tallaos en el trabajo, en la necesidad, en las vigilias, en las ocupaciones18; estad dispuestos a toda obra buena19, para que merezcáis descansar en la vida eterna, como formando parte de la sociedad de los ángeles.
5. En efecto, este lugar ha sido edificado en el tiempo y no durará por siempre, lo mismo que nuestros cuerpos, por cuya necesidad fue construido mediante obras de misericordia, no son eternos, sino temporales y mortales. No obstante, tenemos una morada originada en Dios; una casa no construida por mano humana, eterna, en los cielos20, donde han de estar también nuestros cuerpos, convertidos en celestes y eternos por la resurrección. También ahora, aunque aún no en la realidad —que consistirá en verle cara a cara—, sino por la fe, habita Dios en nosotros. Mediante nuestras buenas obras nos hacemos morada para él que así nos habita; esas obras no son eternas, pero conducen a la vida eterna. Entre ellas se cuenta también este trabajo, gracias al cual se construyó esta basílica; allí no tendremos que construir edificios como este. Allí, a donde no entra nadie que pueda morir, no se edifica nada que pueda acabar en ruinas. Sin embargo, vuestro trabajo sea ahora un bien temporal para que la recompensa sea eterna. Ahora —repito— construid con amor espiritual la casa de la fe y de la esperanza; construidla con las buenas obras que no existirán allí, porque no habrá indigencia alguna. Poned, pues, como cimiento en vuestros corazones los consejos de los profetas y apóstoles; echad delante vuestra humildad cual pavimento liso y llano; defended juntos en vuestros corazones la doctrina saludable con la oración y la palabra cual firmes paredes; iluminadlos con los divinos testimonios cual si fueran lámparas; soportad a los débiles como si fuerais columnas; proteged bajo los techos a los necesitados, para que el Señor nuestro Dios os recompense los bienes temporales con los eternos y os posea por siempre una vez acabados y dedicados.