En el aniversario de la muerte de un obispo
1. El siervo de Dios motiva, hermanos míos, esta festividad en honor de Dios. En efecto, cuando se honra como se debe al siervo de Dios, se le honra en el nombre de su Señor. Así, pues, el bienaventurado..., siervo de Dios, depuso hoy la carga de su carne y mandó a la tierra su carne que ha de resucitar. La tierra fue devuelta a la tierra, y el espíritu, al espíritu de Dios. La deposición de cada hombre se corresponde con su vida en el cuerpo. La muerte es una cosa en cierto sentido neutra; por sí misma no es ni buena ni mala; pero, cuando llega el día último de esta vida, distingue y separa dos cosas que habían estado juntas: el alma, invisible, de la carne, visible; el alma, sujeto de sensaciones, de la carne, en la que el alma siente, puesto que la carne sin el alma nada siente. Por tanto, la muerte consiste en la separación de estas dos cosas que están unidas, aunque muy distintas entre sí. Luego la muerte, que desune y separa estas dos cosas, por sí misma no parece ser ni buena ni mala, sino que para los buenos es buena y para los malos, mala.
2. Habéis escuchado lo que decía el apóstol: No sé qué elegir. Por ambas partes me siento apretado: por un lado, deseo morir y estar con Cristo, que es, con mucho, lo mejor; por otra, permanecer en la carne es necesario por vosotros1. Una cosa es buena y la otra necesaria. Lo bien recibe su nombre de la bondad, y lo necesario, de la necesidad. Si todos hubiesen sido doctos, ¿qué necesidad había de que el apóstol fuese retenido en esta vida por más tiempo? Mas como muchos requerían ser edificados, se retenía al arquitecto que sabía colocar muy hábilmente el cimiento que es Cristo2 en los corazones de los creyentes. De idéntica manera, también el bienaventurado <...> dispensó la palabra y el sacramento de Dios durante el tiempo que el Señor quiso. Pero, cuando el padre de familia quiso llamar a su siervo de su morada de barro y trasladarlo al cielo, la misma casa de barro fue confiada a la tierra y espera la resurrección, cuando ha de ver al creador. Pues llegará el día —como dice el Señor— en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz, y saldrán los que obraron el bien para la resurrección de vida, y quienes obraron el mal, para la resurrección de condena3. Hay que amar a la vida y temer la condena. Elige ya aquí lo que tienes que amar y evita lo que debes temer, pues nadie evita la condena temiéndola sino viviendo santamente. ¿De qué aprovecha temer y vivir mal? Si vives mal y temes, llegarás a lo que amas; pero ¿evitarás lo que temes?
3. Aquí, pues, se da el combate; esta vida es un anfiteatro, con Dios como espectador; aquí tiene lugar la pelea, aquí la batalla contra todos los vicios, y, sobre todo, contra el principal de ellos, como contra Goliat4. El diablo, en efecto, en cierto modo reta al alma a un combate singular: Se le vence mientras está en pie, pero en el nombre del Señor, no confiando en las fuerzas del combatiente. Así, pues, cuanto de malo e ilícito se sugiera a tu corazón, cuantos malos deseos surjan de tu carne contra tu alma, son dardos de aquel enemigo que te reta a un combate singular. Acuérdate de luchar. Tu enemigo es invisible, pero invisible es también tu protector. No ves a aquel contra quien luchas, pero crees en aquel que te protege. Y, si tienes los ojos de la fe, hasta lo ves, pues todo fiel ve con los ojos de la fe al adversario que lo reta día a día. Pero ¿con qué vas a luchar? ¿Con qué, según tu parecer? Mira, como lo hizo David. Tomó del río cinco cantos ligeros. El río es el fluir de las cosas temporales; en ese mismo fluir de las cosas temporales, el alma humana recibió la ley de Dios. Y como la ley se contenía originariamente en los cinco libros de Moisés, por eso tomó cinco cantos del río. Y se habla de cinco cantos ligeros porque quien se sirvió de ellos era suave, era humilde, era manso, era sumiso: Pues mi yugo es suave y mi carga ligera5. ¿Qué ayuda puede prestar la ley si no se hace presente la gracia?
4. Precisamente por eso puso los cinco cantos en el zurrón de la leche, pues la leche significa la gracia, porque se da gratuitamente. La mujer recibe el alimento; lo necesario para el sustento del cuerpo pasa a líquido de la carne, mientras que las restantes cosas superfluas van por sus propios conductos, a la vez que el jugo de la leche va a los pechos para alimentar gratuitamente a los niños hambrientos. La madre, en efecto, tiene los pechos llenos, y busca labios donde introducirlos, y, si nadie mama, la leche es un peso para la madre. De idéntica manera, los santos de Dios tienen los pechos llenos de su gracia, y buscan a quienes amamantar con ella. Ved también lo que el mismo Señor hizo para, en cierto modo, amamantarnos. Ninguno de vosotros puede comprender con la mente, en cuanto alimento sólido, su sabiduría, que solo los ángeles están capacitados para percibir, pues ellos la tienen como alimento propio. Dado que los hombres no pueden tomar tal alimento, por ser débiles, ¿qué hizo Dios sino lo que la cariñosa madre? Como el niño pequeñito no puede tomar alimento sólido, la madre lleva el alimento sólido a la propia carne y en cierto modo lo encarna para que sea adecuado al niño. Así encarnó Dios a su Palabra para adaptarse a nosotros cual niños. He aquí el alimento sólido: En el principio existía la Palabra, y la Palabra era Dios6. Este es el alimento sólido que toman los ángeles: comen, se alimentan y no mengua aquello de que se alimentan. ¿Quién de nosotros puede acceder con la debilidad de esta mente y esta carne a alimentarse allí de aquello de lo que se dijo: En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios? Todo fue hecho por ella y sin ella nada se hizo. Lo que fue hecho era vida en ella. Y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la acogieron7. ¿Qué debilidad humana puede tener acceso a este alimento sólido? ¿Qué capacidad nuestra puede apoderarse de ella? Pero no os asustéis, ¡oh multitud de niños!: La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros8.
5. Así, pues, para significar esta gracia puso el siervo de Dios los cinco cantos en el zurrón que suele usarse para recoger la leche cuando se ordeña, y, armado de la gracia, avanzó a la lucha, tanto más invicto cuanto más fiel. Goliat lo maldijo por sus dioses9, pero este no devolvió maldición por maldición; aquel habló, este presumió. Dignos eran aquellos de ser maldecidos y digno era nuestro Dios de que se presumiese de él. Con una sola piedra postró en tierra a enemigo tan cruel y temible. La recibió en la frente, donde no tenía la señal de la gracia y cayó. Corrió David, se mantuvo en pie sobre el derribado, pero aún no del todo exánime —yacía, pero aún con un hilo de vida—, y con la espada del otro le cortó lo poco que le quedaba de vida. También esto significa algo. Hermanos míos, con la primera intervención de nuestro Señor Jesucristo, cual David espiritual procedente del linaje de David, nuestro enemigo recibió un golpe en la frente y quedó postrado. Quedó derribada toda superstición de los gentiles, que a partir de entonces no pudo levantarse contra la Iglesia de Dios, porque incluso cuando se reponía, era golpeada ella, pero el martirio recibía la corona. Luego, con el crecimiento de la Iglesia como aquel Goliat llevaba una gran espada de doble filo, desmesuradamente grande, es decir, la elocuencia de este siglo que sometía a sí muchas mentes, muchos siervos de Dios aprendieron también esa elocuencia para dar muerte a Goliat con su propia espada. ¡Cuán elocuente fue el santo Cipriano! ¡Cuán resplandeciente se mostró su espada en sus cartas! Es la espada de Goliat, pero arrebatada a quien yace en el suelo para darle muerte como a enemigo. Con esa misma elocuencia luchamos día a día contra Goliat, ¡y ojalá nos acontezca triunfar sobre él dándole muerte! Día a día lucha con lo poco de vida que le queda en los corazones de los hombres; nosotros derrotémosle en el nombre del Señor.
6. Que nadie, hermanos míos, que nadie absolutamente luche en su corazón contra algún vicio y presuma de sus fuerzas. No seáis perezosos para luchar ni soberbios hasta el punto de presumir de vosotros. Cualquier cosa que sea la que te azuza, sea que proceda de la ignorancia o de la concupiscencia, lánzate a la lucha, no seas perezoso; pero invoca a tu espectador para que te ayude en tu fatiga. De esta manera vences. De otra manera no vences porque no eres tú quien vence. Pues ¿acaso fue David el que venció? Fijaos en sus palabras, y ved que no venció él personalmente. Dice en efecto: Esta pelea es de Dios10. ¿Quésignifica: Esta pelea es de Dios, sino: «Dios lucha por medio de mí»? Usa de mí como de su instrumento: él mismo derriba al enemigo, él mismo libera al pueblo, él mismo da la gloria: pero no a nosotros, sino a su nombre. Luchando y confesándole de esta manera, acabamos esta vida seguros, y, una vez acabado el combate, descansamos en el seno del santo reposo, en el que reposa el bienaventurado <...>, después, ciertamente, de duros combates y de admirables peleas. En efecto, a veces lucha un hombre sin que lo vea otro hombre; el otro hombre no ve los pensamientos que padeces en tu corazón, qué sugestiones te ponen en peligro y qué concupiscencias te estimulan. Unas te halagan, otras te infunden pánico; hay que temer que no te cautiven los halagos ni te quebrante el pánico. En este combate no queda otra cosa que decir: Lo venceré en el nombre del Señor, mi Dios11. En este combate, ¿qué otra cosa se puede decir sino: No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da gloria?12 Si mantenéis esto, teniendo la ley en el zurrón de la leche, quedaréis invictos. Sea fácilmente abatido cuanto os ofrece resistencia, de modo que él que os convocó al combate contemple vuestra lucha, y os ayude cuando estéis en dificultad, y os corone una vez que hayáis vencido.