Sermón sobre los mártires
1. Nos hemos dirigido al Señor nuestro Dios con las palabras del salmo: La muerte de sus santos es preciosa a los ojos del Señor1. La muerte de los santos mártires es de gran valor porque su precio es la sangre de su Señor. El, en efecto, sufrió su pasión pensando en quienes la iban a sufrir después de él. Él fue delante, y le siguieron muchos. El camino era muy áspero, pero lo hizo suave al pasar él antes que los demás. Como él lo recorrió primero, los otros no temieron recorrerlo. Murió él, y esto llenó de terror a sus discípulos. Resucitó, y les quitó el temor y les otorgó el amor. De hecho, cuando Cristo murió, se asustaron los discípulos y pensaron que había perecido aquel al que habían seguido. Ved allí la gracia de Dios. El bandido creyó en él precisamente cuando los discípulos temblaron de miedo. Estaba clavado con él en la cruz un bandido, y de tal manera creyó en él que llegó a decir: Señor, piensa en mí cuando llegues a tu reino2. ¿Quién le instruía sino quien pendía a su lado? Estaba clavado a su vera, pero habitaba en su corazón.
2. Pero en el mismo salmo en que dijimos: ha muerte de sus santos es preciosa a los ojos del Señor3, allí está escrito también lo que oísteis: Yo dije en mi arrobamiento: «Todo hombre es mentiroso»4. ¿Qué acabo de decir, hermanos? Todo hombre es mentiroso. Entonces, ¿también fueron mentirosos los mártires? Si, por el contrario, los mártires fueron veraces, ¿cómo es cierto que todo hombre es mentiroso? Lo dice la Escritura: Todo hombre es mentiroso. Si decimos que los mártires eran veraces, convertimos en mendaz a la Escritura. Y si dice verdad la Escritura al afirmar que todo hombre es mentiroso, entonces los mártires fueron mentirosos. ¿Cómo, pues, hemos de mostrar que tanto la Escritura como los mártires son veraces? ¿Acaso los mártires no fueron hombres? Y si fueron hombres, ¿cómo es verdad que todo hombre es mentiroso? ¿Qué hacer, entonces? Me voy a esforzar en mostraros que la Escritura es verdadera, y que todo hombre es mentiroso, y que los mártires fueron veraces, porque murieron por la verdad. En efecto, si son mártires, se debe a que murieron por la verdad. «Mártir» es un término griego que en nuestra lengua equivale a «testigo». Por tanto, si fueron testigos verdaderos, dijeron la verdad, y al decir la verdad recibieron las coronas. Si, por el contrario, fueron testigos falsos —¡lejos de nosotros el pensarlo!—, no se dirigieron hacia la corona, sino a los suplicios, puesto que está escrito: El testigo falso no quedará impune5. Mostremos, pues, que ellos fueron veraces. Ya ellos mismos se mostraron así al querer morir por la verdad. ¿Cómo entonces es verdadera la Escritura, que dice: Todo hombre es mentiroso? Supliquemos a nuestro Señor Jesucristo y él nos resolverá este problema. ¿De qué se servirá para resolvérnoslo? Del evangelio. ¿Cómo hablaba cuando se nos leía —pues lo escuchasteis—, cuando se leía el evangelio?
3. Cristo el Señor Jesús a los mártires: Cuando os entreguen —dijo—, no penséis en lo que vais a hablar o a decir; en aquel momento se os dará lo que tenéis que hablar. Pues no sois vosotros los que habláis, sino que es el Espíritu de vuestro Padre el que habla en vosotros6. Pues si habláis vosotros, decís mentira, puesto que todo hombre es mentiroso7. Así, pues, vio el Señor que todo hombre es mentiroso, y dio a los mártires su Espíritu, para que no fueran ellos quienes hablasen, sino su Espíritu; para que no fuesen mentirosos, sino veraces. Ved aquí por qué fueron veraces: porque no eran ellos quienes hablaban, sino el Espíritu de él. E incluso en lo que os estoy diciendo ahora, si hablo de lo mío, hablo mentira. Si, por el contrario, lo que os digo es del Espíritu de Dios, por eso mismo es verdad. Sacad provecho también vosotros: no queráis hablar de lo vuestro, si queréis hablar verdad, para no permanecer en vuestra condición de hombres mentirosos, en vez de ser hijos de Dios veraces. Todos los herejes sufren incluso por la falsedad, no por la verdad, puesto que mienten en relación a Cristo mismo. Cualquier cosa que sufran los impíos paganos, por la falsedad lo sufren. Por tanto, que nadie se enorgullezca y se gloríe de haber sufrido; muestre antes la verdad de su lengua. Tú muestras el suplicio. Yo busco la causa. Tú dices: «He sufrido»; yo pregunto por qué has sufrido; pues, si nos fijamos solo en los sufrimientos, hasta los bandidos son coronados. ¿Acaso se atreve a decir él: «He sufrido esto y esto»? En ningún modo. ¿Porqué? Porque se le responde: «Lo has sufrido por realizar tus malas acciones; por eso tu suplicio fue penoso: porque antes fue mala tu causa». Si el haber sufrido es motivo de gloria, hasta el diablo puede gloriarse. Ved cuánto sufre: sus templos son destruidos por doquier, por doquier se abaten sus ídolos, por doquier son hechos desaparecer sus sacerdotes y posesos. ¿Acaso puede decir él: «También yo soy mártir, puesto que padezco penas tan grandes»? En consecuencia, el hombre de Dios elíjase primero la causa y acérquese confiado al suplicio; pues, si se acerca al suplicio teniendo una buena causa, después del suplicio recibirá también la corona.
4. Así, pues, el justo vivirá en la memoria eterna y no temerá oír una mala noticia8. Efectivamente, según leemos en el evangelio, llegará el juez de vivos y muertos. Eso es verdad, puesto que lo que estamos viendo ahora tampoco existía cuando se nos anunciaba como futuro. Estáis viendo ahora cómo el nombre de Cristo se anuncia a todos los pueblos, cómo se convierten los hombres al único Dios, cómo son abandonados los ídolos y los demonios, a la vez que se derrumban sus templos y se hacen añicos sus imágenes; todas estas cosas no existían entonces, pero se anunciaban y ahora las vemos. Así, pues, en las mismas Escrituras en que se halla anunciado lo que ahora vemos —fueron escritas cuando no se veían, pero se prometían para el futuro—, en esas mismas Escrituras leemos también lo que aún no ha llegado. En efecto, aún no ha llegado el día del juicio, aún no ha llegado la resurrección de los muertos; aún no ha venido a juzgar quien había venido antes a ser juzgado. Juzgado injustamente, juzgará con justicia. Difiere el manifestar su poder porque quiere mostrar su paciencia. Ha de venir, pues, y, dado que prometió que había de venir en compañía de sus ángeles, así vendrá y se manifestará también envuelto en gloria a todos los que resuciten. De hecho, cada uno ha de resucitar con su causa. Al presente, cuando uno muere, tal como es recibido en la prisión, así se presenta ante el juez. Es preciso, pues, que arregle su situación antes de entrar en ella; una vez dentro, ya no le es posible. Por tanto, si esa situación es buena es recibido para el descanso; si, en cambio, es mala, será recibido para el suplicio. Pero los mayores suplicios los sufrirán una vez resucitados; en comparación de ellos, los que padecen los hombres malos que han muerto son iguales a los sueños de los hombres que sueñan ser atormentados. En efecto, las almas de los que duermen sufren, pero no su carne. El tormento es mayor si se produce estando despierto. Así, pues, una vez que hayan resucitado todos y se hayan presentado ante el juez justo, según él mismo predijo los separará como el pastor separa las ovejas de los cabritos: a los cabritos los pondrá a la izquierda y a las ovejas a la derecha. Y dirá a los que estén a su derecha: Venid, benditos de mi Padre; recibid el reino, preparado para vosotros desde el comienzo del mundo9. Ante esta voz se llenarán de gozo los que estén a la derecha, se gozarán los justos. En cambio, a los que estén a su izquierda les dirá: Id al fuego eterno con el diablo y sus ángeles10. El justo no temerá oír esta mala noticia11.
5. Así, pues, ahora, antes de recibir sus frutos.4, los santos mártires son bienaventurados, puesto que sus almas están con Cristo. ¿Quién puede explicar con pocas palabras lo que está preparado para ellos en la resurrección? Lo que ni el ojo ha visto, ni el oído ha oído, ni ha subido al corazón del hombre: eso tiene preparado Dios para los que le aman12. Si nadie puede explicar con palabras los bienes tan grandes que han de recibir los buenos fieles, que no han sido mártires, ¿quién expondrá con palabras los títulos de gloria que alcanzarán los mártires? De hecho, no sin motivo se les preparan tales premios, dado que lucharon por la verdad hasta derramar la sangre13. Ni el mundo los arrastró con sus halagos ni el terror los quebrantó; ni los vencieron los tormentos ni los engañaron las blanduras. Sus mismos cuerpos, en los que padecieron grandes tormentos, poseerán gran esplendor.
6. Por nuestra parte, si los amamos, imitémosles de modo que primero elijamos una causa buena y por esa causa buena soportemos con ánimo sereno cuanto de molesto haya en esta vida. Muchos, en efecto, no eligieron esa causa, y, siendo malos, murieron por una causa mala. Perdieron lo que sufrieron porque no mantuvieron la sabiduría. Al mártir no lo hace el suplicio, sino la causa. Pues si es el suplicio lo que hace al mártir, hasta el bandido es mártir cuando se le causa la muerte. ¿Queréis saber que no es el suplicio, sino la causa, la que hace al mártir? Considerad aquellas tres cruces que había cuando el Señor fue crucificado en medio de dos bandidos. El suplicio era igual, pero la causa separaba a aquellos a quienes unía el suplicio. Uno de aquellos bandidos creyó en Jesucristo el Señor mientras pendía del madero. Primeramente dice a su compañero —el otro bandido, su compañero, insultó a Jesucristo el Señor, diciéndole: Si eres Hijo de Dios, sálvate a ti mismo14—;pero el otro le replicó: Tú no temes a Dios; nosotros padecemos estos males por nuestras acciones, pero este es el Santo de Dios15. ¡Oh confesión! Si así lo confesaba, no sin motivo estaba colgado. A continuación dice al mismo Cristo el Señor: Señor, piensa en mí cuando llegues a tu reino16. ¡Qué fe! Esperaba que hasta había de reinar aquel a quien veía crucificado. Tal bandido no despreciaba en Cristo el suplicio que padecían uno y otro. Le veía morir como él y esperaba que había de reinar sobre él. ¡Grande fue este bandido! Hizo fuerza y arrebató el reino de los cielos17. ¿Dónde aprendió eso? Atracaba a mano armada en los desfiladeros; conducido ante el juez, acogió la sentencia: del desfiladero al juez, y del juez a la cruz. ¿Cómo aprendió sino porque estaba a su lado el maestro que se lo enseñó? En efecto, Cristo el Señor, el maestro de todos, pendía a su lado y le enseñaba en el corazón. ¿Por qué he dicho esto, hermanos? Porque al mártir no lo hace el suplicio, sino la causa. Allí había tres cruces: el suplicio era el mismo, pero distinta la causa. De los bandidos, uno iba a ser condenado y el otro salvado, y en medio se hallaba quien condenaba y salvaba. A uno le castiga, al otro le absuelve. Aquella cruz fue un tribunal.
7. Así, pues, hermanos, luchemos mientras vivimos por mantener la verdadera fe, por estar en la verdadera Iglesia de Dios, por llevar una vida santa, si es que amamos a los santos, para poder imitarlos a ellos que tienen una causa santa. Que nadie diga: «No puedo ser mártir, puesto que ahora no hay persecuciones». No cesan las tentaciones. Lucha, que la corona está preparada. ¿Cuándo? Mira, solo por decir algo, puesto que sería cosa de nunca acabar el mencionar todos los casos en los que el alma cristiana es tentada, en los que con la ayuda de Dios vence y logra una gran victoria, aunque nadie la vea, por hallarse encerrada en el cuerpo; lucha con el corazón y es coronada en el corazón, mas por aquel que ve en el corazón; mira, pues —solo por decir algo—: Tal vez alguno de vosotros se encuentre enfermo. Dada la condición humana, ¡cuántos se hallan en peligro! Y se acercan otros a quien yace en el lecho y le hablan o le hacen no sé qué amuletos o no sé qué figuras mágicas y le tientan con estas palabras: «Haz esto y lo otro». Quien hace todo eso perece en compañía del diablo, puesto que todo ello no son más que artilugios de los demonios, no signos salvíficos de los ángeles. Por tanto, el que desprecia todas esas prácticas, y si le dicen alguna vez: «Si no haces esto, morirás», responde: «Es mejor para mí morir que hacer eso», yace en el lecho y afronta el martirio. Tendido en el lecho y fatigado por la fiebre, aunque no pueda moverse, está luchando. No mueve los miembros, mas con los brazos de la fe ahoga al león, del que dice el apóstol Pedro: Ignoráis que vuestro adversario el diablo ronda, cual león rugiente, buscando a quién devorar18. Describió al diablo como a un león rugiente que merodea y busca arrebatar o herir alguna oveja del redil. Nunca desiste. Nunca, hasta el final, renuncia a tender emboscadas. Si, pues, nuestro adversario no duerme, nuestra lucha es diaria. Sin ver ni siquiera a nuestro adversario, le vencemos. ¿Por qué no le vemos? Porque sentimos en nuestro interior aquello con lo que él quiere vencernos y lo domamos. No ves al diablo, tu enemigo, pero sientes en ti tu avaricia. No ves al diablo, tu enemigo, pero sientes en ti tu concupiscencia. No ves al diablo, tu enemigo, pero sientes tu ira. Vence lo que sientes en tu interior y quedan vencidos los que acechan desde fuera. En esto consiste amar a los mártires y celebrar con religiosa piedad su día: no es anegarse en vino, sino en imitar su fe y paciencia.