SERMÓN 325

Traductor: Pio de Luis Vizcaíno, o.s.a.

En el día natalicio de los 20 Mártires

1. En esta fecha solemne de los mártires os debo un sermón. Ayúdenme las oraciones de los mártires para hablar de su gloria y para presentar brevemente la justicia de su causa. En estas festividades, lo primero que debe recordar Vuestra Santidad es que no cabe pensar que se otorga algo a los mártires por el hecho de celebrar estos días festivos. Ellos no tienen necesidad de nuestras festividades, porque gozan en los cielos en compañía de los ángeles; con nosotros, en cambio, gozan no si los honramos, sino si los imitamos. El mismo hecho de honrarlos a ellos es de provecho para nosotros, no para ellos. Pero honrarlos y no imitarlos no es otra cosa que adularlos mentirosamente. Con esta finalidad, pues, se han establecido estas festividades en la Iglesia de Cristo: para que a través de ellas la comunidad de los miembros de Cristo se sienta invitada a imitar a los mártires de Cristo. Esta es, sin duda alguna, la utilidad de esta fiesta, no otra. En efecto, si se nos propusiera la imitación de Dios, la fragilidad humana luego replicaría que es mucho para ella imitar a aquel con quien no puede compararse. Si luego se nos propone, para que lo imitemos, el ejemplo de Jesucristo nuestro Señor, quien, siendo Dios, se revistió de carne precisamente para dar a conocer el precepto a los hombres de carne mortal y mostrarles el ejemplo del cual está escrito: Cristo padeció por nosotros, dejándonos un ejemplo para que sigamos sus huellas1, también aquí replica todavía la fragilidad humana: «¿En qué nos parecemos Cristo y yo? Aunque él es carne, es, sin embargo, Palabra y carne, pues la Palabra se hizo carne para habitar entre nosotros2; asumió la carne, pero no abandonó la Palabra; recibió lo que no era sin perder lo que era. En efecto, Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo3. ¿En qué nos parecemos, pues, Cristo y yo?». Para quitar toda excusa a la fragilidad carente de fe, los mártires nos han abierto un camino empedrado, pues había de ser pavimentado con piedra tallada para que caminásemos tranquilos por él. Esto fue obra de los mártires, que lo realizaron con su sangre y la confesión de su fe. Al fin, despreciando sus cuerpos, los tendieron en el suelo como alfombras para Cristo4, que venía a ganar a los pueblos, como si fuera sentado en aquella cabalgadura. ¿Quién se avergüenza de decir: «Soy desigual a Dios»? Absolutamente desigual. ¿Desigual a Cristo? Desigual también a Cristo en su condición mortal. Pedro era lo mismo que tú, Pablo lo mismo que tú, y también los apóstoles y los profetas. Si eres perezoso para imitar al Señor, imita a tu consiervo. Delante de ti ha pasado un ejército de siervos; se privó de toda excusa a los perezosos. Como último recurso, dice todavía: «Soy desigual a Pedro y a Pablo». ¿Eres desigual a la verdad? Gente sin letras recibe la corona; no tiene excusas la vanidad. Por último, ¿eres desigual a los niños, a las niñas, a santa Valeriana? Si aún eres perezoso para seguirlos, ¿no quieres estar unido a Victoria? Así se nos ha leído la serie de los veinte santos mártires. Comienza con el obispo Fidencio y concluye la lista con una fiel mujer, la santa Victoria. El comienzo está en la fe, el término en la victoria.

2. Ved, pues, hermanos; celebrad las pasiones de los mártires pensando en imitarlos. Para que el suplicio que había de sufrir fuese fructífero, ellos eligieron la causa. En efecto, pusieron sus ojos en el Señor, que no decía: «Dichosos los que padecen persecución», sino: Dichosos los que padecen persecución por la justicia5. Elige tu causa y no te preocupes del suplicio. Pero si no eliges la causa, encontrarás el suplicio ahora y en el futuro. No te conmuevan los tormentos y suplicios de los malhechores, sacrílegos, de los enemigos de la paz y de la verdad, pues ellos no mueren por la verdad; mueren más bien para que la verdad no sea anunciada, no sea predicada, no sea mantenida; para que no se quiera la unidad, no se ame la caridad ni se posea la eternidad. ¡Oh causa pésima y, por tanto, suplicio infructuoso! Tú que te jactas del suplicio que sufres, ¿no adviertes que, cuando sufrió el Señor, había tres cruces? El Señor sufrió la pasión en medio de dos bandidos; no los distinguía el suplicio, pero sí la causa. Por eso son palabras de los mártires lo que dice el salmo: Júzgame, ¡oh Dios.No teme el juicio, pues nada tiene en sí que pueda consumir el fuego; donde todo es oro, ¿a qué temer la llama? Júzgame, ¡oh Dios!, y distingue mi causa de la de la gente malvada.6 ¿Dijo acaso: «Distingue mi suplicio»? Se le respondería: «El mismo suplicio lo sufrió el bandido». ¿Dijo acaso: «Distingue mi cruz»? Ahí está incluido también el adúltero. ¿Dijo tal vez: «Distingue mis cadenas»? Con ellas fueron atados muchos ladrones. ¿Dijo acaso: «Distingue mi llaga»? Muchos criminales murieron también a espada. Viendo, pues, que todos los tormentos eran comunes a buenos y malos, exclamó y dijo: Júzgame, Señor, y distingue mi causa de la de la gente malvada. Si distingues mi causa, coronas mi paciencia. Baste lo dicho en este lugar como exhortación a Vuestra Caridad, pues los días son cortos.1y todavía nos queda algo que hacer en vuestra compañía en la basílica mayor, ahora y en el futuro. No te conmuevan los tormentos y suplicios de los malhechores, sacrílegos, de los enemigos de la paz y de la verdad, pues ellos no mueren por la verdad; mueren más bien para que la verdad no sea anunciada, no sea predicada, no sea mantenida; para que no se quiera la unidad, no se ame la caridad ni se posea la eternidad. ¡Oh causa pésima y, por tanto, suplicio infructuoso! Tú que te jactas del suplicio que sufres, ¿no adviertes que, cuando sufrió el Señor, había tres cruces? El Señor sufrió la pasión en medio de dos bandidos; no los distinguía el suplicio, pero sí la causa. Por eso son palabras de los mártires lo que dice el salmo: Júzgame, ¡oh Dios.No teme el juicio, pues nada tiene en sí que pueda consumir el fuego; donde todo es oro, ¿a qué temer la llama? Júzgame, ¡oh Dios!, y distingue mi causa de la de la gente malvada. ¿Dijo acaso: «Distingue mi suplicio»? Se le respondería: «El mismo suplicio lo sufrió el bandido». ¿Dijo acaso: «Distingue mi cruz.»? Ahí está incluido también el adúltero. ¿Dijo tal vez: «Distingue mis cadenas»? Con ellas fueron atados muchos ladrones. ¿Dijo acaso: «Distingue mi llaga»? Muchos criminales murieron también a espada. Viendo, pues, que todos los tormentos eran comunes a buenos y malos, exclamó y dijo: Júzgame, Señor, y distingue mi causa de la de la gente malvada. Si distingues mi causa, coronas mi paciencia. Baste lo dicho en este lugar como exhortación a Vuestra Caridad, pues los días son cortos.1y todavía nos queda algo que hacer en vuestra compañía en la basílica mayor.