Homilía sobre el día natalicio de Cipriano
1. Celebramos la santa festividad de aquel mártir que con su palabra hizo que muchos le precedieran en el martirio y, con su ejemplo, otros muchos le siguieran. ¿Qué puedo decir que sea digno de ocasión tan grande, a él tan grande, sino que no espere alabanzas de mi boca, pero que no cese de orar por nosotros? Aunque no con los mismos méritos que él tuvo aquí, nos hallamos en la misma vida en la que también él se fatigó. Vivió, pues, esta vida mortal y ahora... mereció conseguir la inmortal. Este modo de vivir la vida mortal para llegar a la inmortal no se la prescribió él a sí mismo, sino el jefe, el rey emperador, el precursor, el auxiliador, el salvador, el liberador, el coronador de todos los mártires, es decir, Jesucristo, Señor Dios y Salvador nuestro, Hijo único de Dios para hacernos e hijo del hombre para rehacernos; el que no sabe mentir, quien ni engaña ni es engañado, dictó la regla en la que se contiene el modo de vivir la vida mortal y de llegar a la eterna. Esta regla la conocía y la enseñaba el bienaventurado Cipriano; no sólo la enseñaba, sino que también la cumplía, demostrando de esta manera que no engañaba a los discípulos, porque su vida era una enseñanza y la puesta en práctica, su vida. ¿Qué dice, entonces, el Señor? ¿En qué consiste ese modo de vivir la vida mortal y de merecer la inmortal? Lo acabamos de oír cuando se leyó el evangelio. Quien quiera seguirme —dice— niéguese a sí mismo1. Como si esto pareciese un tanto oscuro, el maestro celeste añadió: Quien ama su alma, la perderá2, y quien la pierda por mí, la hallará3. Este es el modo de vivir la vida temporal para conseguir la inmortal. Ayudándome aquel cuya fiesta celebramos y orando por mí, voy a decir algo a Vuestra Caridad sobre ello, pues grande es, hermanos amadísimos, la recompensa que se nos propone. Celebramos ciertamente la fiesta solemne del muy bienaventurado mártir; con este motivo se ha reunido la muchedumbre de todos los hermanos y hermanas, y se alegran de celebrar el nacimiento del mártir. Si es su nacimiento, es que ha nacido; para nacer hubo de ser concebido. ¿Cuándo fue concebido? En esta vida en la que volvió a nacer. Todos sabemos que esta vida está llena de tribulaciones; aquella otra vida para la que renació aquí el bienaventurado Cipriano, sabemos bien cuál es; sin embargo, celebramos su nacimiento. Y ¿quién de nosotros, que suele celebrar en casa su nacimiento, se atreverá a compararlos, aunque sea en un pequeño detalle, con estos otros nacimientos de los bienaventurados mártires? Quienquiera que lo haga, se considerará a sí mismo un sacrílego.
2. Veamos, pues, qué es el niéguese a sí mismo4, Pues grande es, amadísimos hermanos, la recompensa que se nos propone. Acabamos de escuchar la confesión del bienaventurado mártir Cipriano: «Yo adoro a un único Dios, que hizo el cielo y la tierra, el mar y cuanto hay en ellos»5.6Calla Dios, pero hablan sus obras. Ved a qué Dios, a cuál Dios; mejor, no tal o cual, sino simplemente el Dios en quien creyó Cipriano. ¿Qué significa, entonces, niéguese a sí mismo?Niégate. ¿Y qué significa esto? ¿Se te obliga a negar a Dios? Niégate a ti, pero no niegues a Dios. No ames esta vida temporal y no te opongas a la vida eterna; más aún, cede ante la vida eterna para hacerte eterno también tú; niégate para confesar a Dios; niégate, hombre, para ser hecho como los ángeles; niégate, hombre mortal, para que, después de haber confesado a Dios, merezcas vivir por siempre. Advierte que amas la vida temporal: no quieres negarla a ella, pero quieres negar a Dios. Si Dios, a quien negaste y a quien no quisiste confesar, se aparta de ti, tendrás la vida temporal, que no quisiste negar. Veamos, pues, por cuánto tiempo has de durar en esta vida. Llegará el mañana, y después del mañana, otro día, y después de muchos más llegará el fin. ¿Y adónde irás? ¿Adónde saldrás? Ciertamente, hacia Dios, a quien negaste. ¡Oh desgraciado e infeliz! Has negado a Dios y, quieras o no, has perdido también la vida temporal. En efecto, esta vida, hermanos amadísimos, queramos o no, pasa, corre; neguémonos, pues, en esta vida temporal para merecer vivir por siempre. Niégate a ti, confiesa a Dios. ¿Amas tu alma? Piérdela. Pero me dirás: «¿Cómo voy a perder lo que amo?» Es lo que haces en tu casa. Amas el trigo, y esparces ese trigo que con tanto cuidado habías almacenado en tu granero, que con tanta fatiga de siega y trilla habías limpiado; ya guardado y limpio, cuando llega la sementera, lo arrojas, lo esparces, lo cubres de tierra para no ver lo que esparces. Mira cómo, por amor al trigo, esparces el trigo; esparce la vida por amor a la vida; pierde tu alma por amor a ella, puesto que, una vez que la hayas perdido por Dios en este tiempo, la encontrarás en el futuro para que viva eternamente. Esparce, pues, la vida por amor a la vida.
3. Es cosa dura, dolorosa y triste; tengo compasión de ti, como también se compadeció de nosotros nuestro Dios y Señor. Cuando dijo: Mi alma está triste hasta la muerte6, se mostró a sí mismo en ti, y a ti en él. Él padeció por nosotros: padezcamos nosotros por él; él murió por nosotros; muramos nosotros por él para vivir eternamente con él. Pero tal vez dudes en morir, ¡oh hombre mortal!, que alguna vez has de morir, porque has nacido mortal. ¿Quieres no temer la muerte? Muere por Dios. Pero, quizá, temes morir precisamente porque la muerte es cosa triste. Fíjate en la mies; en el tiempo de la siembra hay frío pero, si el agricultor rehúsa la tristeza del frío invernal, no se alegrará en el verano. Mira a ver si es perezoso para sembrar, aunque durante la siembra se va a encontrar con la tristeza del frío. Pon atención al salmo: Quienes siembran con lágrimas cosechan con gozo. A la ida iban llorando arrojando sus semillas7. Eso lo cantábamos ahora. Hagamos lo que hemos cantado; sembremos nuestras almas en este tiempo, como se siembra el trigo en el invierno, para cosecharlas en la eternidad, como se cosecha el trigo en el verano. De idéntica manera, los santos mártires, todos los justos, fatigándose en la tierra, arrojaron llorando sus semillas; el llanto, en efecto, abunda en esta vida. ¿Y qué sigue? Pero al volver vuelven con gozo trayendo sus gavillas8. Tu semilla es el derramamiento de tu sangre; tu gavilla, la corona percibida.
4. Esto creyó nuestro mártir; esto enseñó antes de hacerlo, esto hizo puesto que ya lo había enseñado. A quienes habló el bienaventurado Cipriano, les enseñó con sólo su palabra; nosotros tenemos su doble enseñanza: su palabra en sus escritos y su ejemplo en el recuerdo. Exhórtenos, pues, y ore por nosotros; consíganos del Señor esa buena voluntad de la que habló él en su pasión al decir: «Una voluntad buena que conoce a Dios no puede cambiarse».7El juez le decía amenazándole: Mira por ti;8tal juez parecía odiar, no amar al hombre, al decir a un hombre mortal: Mira por ti, es decir, preocúpate de vivir ahora unos pocos días y morir para siempre. Pero el santo Cipriano no hizo caso al juez humano, que poseía poder en la tierra, sino al juez divino, que hizo cielo y tierra. Así, pues, si el bienaventurado Cipriano no se hubiese negado a sí mismo, si no hubiese perdido su alma por amor a ella, para encontrarla por haberla perdido, le hubiese respondido: «Ciertamente, voy a mirar por mí, y te agradezco que me des ocasión para ello o un plazo para pensarlo»; o: «Recibe ahora mi acatamiento, pues acepto realizar los ritos ordenados por los emperadores». Si hubiese dicho esto, no se hubiese negado a sí mismo; y, amando de forma equivocada su alma, no la hubiese perdido, es decir, no hubiese sembrado para después cosechar. En cambio, despreciando el frío del invierno y pensando en la alegría del verano, respondió a aquel hombre como al adversario a quien veía, dejando convicto a aquel a quien no veía. Que el diablo actuaba mediante aquel juez, lo ignoraba el juez mismo, pero lo sabía el santo Cipriano. Le respondió con estas palabras: «Haz lo que se te ha mandado».9En relación con este precepto el santo mártir tenía miras más altas, acordándose de su Dios y Señor, quien, compareciendo ante Pilato, cuando él le dijo enardecido: ¿No sabes que tengo poder para dejarte libre y poder para matarte?9, le respondió él, veraz y la verdad misma: No tendrías poder sobre mí si no te la hubiesen dado de lo alto10. En verdad, hermanos, el santo Cipriano no iba a sufrir la pasión porque así lo hubiese dispuesto el emperador, sino porque lo había mandado quien nos regaló este mártir. Acordándose, pues, del Señor su Dios, respondió al juez: «Haz lo que se te ha mandado; en cosa tan justa no cabe deliberación alguna».1Eso suele hacerse cuando existen dudas; pues, si delibero, aún dudo. Pero «en cosa tan justa no cabe deliberación alguna» —¿Cuál es esa cosa tan justa?—. Es cosa justa que siga a los mártires, a quienes con mi palabra hice que me precedieran en el martirio; no es justo que abandone a quienes me precedieron. En verdad, si no cumplo yo lo que enseñé, aunque ellos estén ya coronados, los demás se enfriarán. Es justo, pues, que cumpla lo que enseñé, y, cumpliéndolo, enseñe lo que cumplí. Así lo hizo el bienaventurado Cipriano. «En cosa tan justa no cabe deliberación alguna»: asumió la sentencia, mereció la corona. El juez, que vio a quien había atormentado, no vio adonde lo envió, porque no fue digno de ello. ¿Qué hemos de hacer, hermanos amadísimos, ante tantos dones de Dios, sino lo que el mismo mártir dijo? Como colofón, cuando el juez dijo: «Nos place que Tascio Cipriano muera a espada», Cipriano respondió: «Gracias a Dios». Así, pues, también nosotros presentes en esta festividad, que vemos esto con los ojos de la fe y esperamos llegar igualmente adonde él se apresuró a ir, digamos también: «Gracias a Dios». Vueltos al Señor.....