En la solemnidad del mártir Lorenzo
(Predicado junto al altar de san Cipriano)
1. Vuestra fe reconoce el grano que cayó en tierra y, muerto, se multiplicó. Vuestra fe —repito— reconoce ese grano, porque habita en vuestra alma. En efecto, lo que Cristo dijo de sí mismo, ningún cristiano lo pone en duda. Pero, ciertamente, muerto y multiplicado él, se esparcieron por la tierra muchos otros granos1. Uno de ellos es el bienaventurado Lorenzo, cuya siembra celebramos hoy. ¡Cuán abundante mies brotó de los granos esparcidos por todo el orbe de la tierra! Lo estamos viendo, nos llena de gozo; nosotros mismos lo somos, si es que por su gracia pertenecemos también nosotros a su granero. Pues no todo lo que está en lo sembrado va a parar al granero. La misma lluvia, beneficiosa y nutritiva, alimenta al trigo y a la paja. En ningún modo serán recogidos juntos en el granero, aunque crezcan juntos en el campo y sean trillados juntamente en la era. Ahora es el tiempo de elegir. Hágase la separación por las costumbres antes de que llegue el momento de ser aventados. Como en la era, el grano se distingue mediante la limpia, aún no separado en el último aventamiento.
2. Escuchadme, granos santos, que no dudo que hay aquí; pues, si lo dudase, ni yo mismo lo sería. Escuchadme —repito—; mejor, escuchad al primer grano que se sirve de mí. No améis vuestras vidas en este siglo. Dejad de amarlas, si es que las amáis, para salvaguardarlas no amándolas, porque al no amarlas las amáis más. Quien ama su vida en este mundo la perderá2. Habla el grano; habla el grano que cayó en tierra y murió para multiplicarse; escúchesele, porque él no miente. Lo que advirtió lo cumplió él mismo; nos instruyó con su precepto y fue delante con su ejemplo. Cristo no amó su vida en este mundo; vino precisamente para perderla, para entregarla por nosotros y para recuperarla cuando quisiera3. Mas él era hombre, de modo que era también Dios. Cristo, en efecto, consta de la Palabra, el alma y la carne; verdadero Dios y verdadero hombre; pero hombre sin pecado, para quitar el pecado del mundo. Por su poder era mayor, hasta poder decir con verdad: Tengo poder para entregar mi vida y poder para recuperarla de nuevo; nadie me la quita, sino que soy yo mismo quien la entrega y la recupera de nuevo4. Siendo, pues, tan grande su poder, ¿por qué dijo: Ahora mi alma está turbada5? ¿Por qué se siente turbado el hombre Dios tan poderoso sino porque en él se halla la imagen de nuestra debilidad? Tengo poder para entregar mi vida y poder para recuperarla de nuevo. Cuando escuchas esto en boca de Cristo, habla en nombre propio; cuando —repito— escuchas esto en boca de Cristo, habla en nombre propio; cuando su alma se siente turbada ante la inminencia de la muerte, es él en ti. En efecto, la Iglesia no sería su cuerpo si no estuviese él también en nosotros.
3. Presta, pues, atención a Cristo: Tengo poder para entregar mi vida y poder para recuperarla de nuevo; nadie me la quita6. Yo me dormí7. Pues esto es lo que dice en el salmo: Yo me dormí. Como si dijese: ¿Por qué braman? ¿Por qué saltan de gozo? ¿Por qué retozan de alegría los judíos como si ellos hubiesen hecho algo? Yo me dormí. Yo —dice—; yo que tengo poder para entregar mi vida, al entregarla me dormí, y el sueño se apoderó de mí8. Y, puesto que tenía poder para recuperarla de nuevo, añadió: Y me levanté9. Pero, dando gloria al Padre, dijo: Porque el Señor me acogió10. Al escuchar estas palabras: Porque el Señor me acogió, no debe pasar por vuestras mentes la idea de que Cristo mismo no haya resucitado a su cuerpo. Lo resucitó el Padre y se resucitó también él a sí mismo. ¿Cómo podemos demostrar que él se resucitó a sí mismo? Recuerda lo que dijo a los judíos: Destruid este templo, y yo lo levantaré en tres días11. Advierte, pues, que Cristo nació de la Virgen no por necesidad natural, sino porque tenía poder; murió porque tenía poder, porque tenía poder murió como murió. Para su bien, se servía de los hombres malos, sin que ellos se diesen cuenta; para nuestra felicidad, ponía al pueblo furioso y demente al servicio de su poder y entre los que le daban muerte veía a quienes iban a vivir con él. Viéndolos aún poseídos por la locura en medio de aquel pueblo loco, dijo: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen12. «Yo —dice—, yo, como médico que soy, les tomo el pulso y desde el madero veo que están enfermos; estoy colgado y los toco; muero y les doy vida; derramo mi sangre, y de ella confecciono la medicina de salud para mis enemigos. Se ensañan y la derraman; creen y la beben».
4. Así, pues, el mismo Cristo, Señor y Salvador nuestro, cabeza de la Iglesia, nacido del Padre sin madre; el mismo —repito— Jesucristo, Señor y Salvador nuestro, por lo que a él se refiere, entregó por poder propio su vida y por poder propio la recuperó13. Propiamente, no cae dentro de este poder lo dicho: Mi alma está turbada14. Nos personificó en sí mismo; nos vio, nos examinó, nos acogió fatigados y nos estimuló, no fuera que, cuando llegara para alguno de sus miembros el último día, momento en que ha de llegar a su término la vida, se sintiese turbado por su flaqueza, desconfiase de alcanzar la salvación y dijese que no pertenecía a Cristo por no hallarse preparado para la muerte. Prueba de lo cual sería que aún no estaba en condiciones de no sentir en él ninguna turbación, de que ninguna tristeza obnubilase al alma devotísima. Sus miembros podrían hallarse en peligro por la desesperación si, al acercarse la muerte, alguno sentía que perdía la calma al no desear concluir esta vida miserable y siendo perezoso para dar comienzo a la que nunca termina. Por ello, para que no los quebrantase la desesperación, dirigió su mirada a esos miembros débiles y a esos miembros no demasiado fuertes los reunió en su seno y los cubrió como la gallina a sus pollos, y como dirigiéndose a ellos dice: «Ahora mi alma está turbada15. Reconoceos en mí, para que, si alguna vez os sentís turbados, no os desesperéis, antes bien dirijáis la mirada a vuestra cabeza y os digáis: Cuando el Señor pronunciaba estas palabras: Mi alma está turbada, estábamos nosotros en él; en nosotros tenía puesta su mirada».3. Nos sentimos turbados, pero no perecemos. ¿Por qué estás triste, alma mía, y por qué me llenas de turbación?16 ¿No quieres que llegue a su fin esta mísera vida? Es tanto más miserable cuanto que, aun siendo mísera, es amada y no quieres que se termine; sería menos miserable si no se la amase. ¡Cómo es la vida feliz, si así es amada la vida miserable por el simple hecho de llamar se vida! ¿Por qué estás triste, alma mía? ¿Por qué me llenas de turbación? Sabes ya qué hacer. ¿Has desfallecido en ti? Espera en el Señor17. ¿Sientes turbación en ti? Espera en el Señor, que te eligió antes de la creación del mundo18, que te predestinó, que te llamó; que, siendo tú impío, te justificó19; que te prometió la gloria eterna, que sufrió por ti una muerte que no merecía, que por ti derramó su sangre, que se transfiguró en ti cuando dijo: Mi alma está turbada. Perteneciendo a él, ¿temes? ¿Ha de dañarte en algo el mundo por el que murió su creador? Perteneciendo a él, ¿temes? Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros? Quien no perdonó a su propio hijo, sino que lo entregó por nosotros, ¿cómo no nos donará todo con él?20Opón resistencia a las perturbaciones, no seas condescendiente con el amor del mundo. Insinúa, halaga, acecha; no le creáis y quedaos con Cristo.