En la solemnidad del mártir Lorenzo
1. La Iglesia romana nos encarece hoy el día del triunfo del bienaventurado Lorenzo; día en que pisoteó los rugidos del mundo, despreció sus halagos, y en ambas cosas venció a su perseguidor, el diablo. Toda Roma es testigo de cuán gloriosa y distinguida es la corona del mártir Lorenzo, cuál la multitud de sus virtudes y cuál la variedad de sus flores. En esa misma Iglesia ejercía el oficio de diácono, según soléis oír. Allí administró la sagrada sangre de Cristo y allí derramó la suya por el nombre de Cristo. Se había acercado sabiamente a la mesa del poderoso, mesa de la que nos hablaban ahora los Proverbios de Salomón, donde está escrito: Si te sientas a cenar a la mesa de un poderoso, mira y advierte qué se te ofrece, y así alarga tu mano, sabiendo que conviene que tú prepares cosas semejantes1 El misterio de esta cena lo expuso con toda claridad el bienaventurado apóstol Juan al decir: Como Cristo entregó su vida por nosotros, así también nosotros debemos entregarla por nuestros hermanos2. Esto, hermanos, lo entendió san Lorenzo; lo comprendió y lo realizó. En efecto, preparó cosas semejantes a las tomadas en aquella mesa. Amó a Cristo en su vida y le imitó en su muerte.
2. Por tanto, imitémosle también nosotros, hermanos, si lo amamos verdaderamente. Con ningún fruto de amor podremos retribuirle mejor que con la imitación de su ejemplo, pues Cristo padeció por nosotros, dejándonos un ejemplo para que sigamos sus huellas3. En esta frase, el apóstol Pedro da la impresión de haber visto que Cristo padeció solo por aquellos que siguen sus huellas y que la pasión de Cristo no aprovecha más que a los que le siguen. Los santos mártires lo siguieron hasta el derramamiento de su sangre, hasta asemejarse a él en la pasión; le siguieron los mártires, pero no ellos solos. De hecho, el puente no fue derruido después de pasar ellos, ni se secó la fuente después de beber ellos. ¿Cuál es, si no, la esperanza de los fieles santos que llevan bajo la alianza conyugal, con castidad y concordia, el yugo del matrimonio, o la de quienes doman en la continencia de la viudez los placeres de la carne, o la de quienes, poniendo más alta la cima de la santidad y floreciendo en la nueva virginidad3, siguieron al cordero adondequiera que fuera? ¿Qué esperanza —repito— les queda; qué esperanza nos queda a nosotros, si solo siguen a Cristo quienes derraman su sangre por él? Entonces ¿ha de perder la madre Iglesia a sus hijos, que engendró con tanta mayor fecundidad cuanta mayor era la tranquilidad de que gozaba en tiempo de paz? ¿Ha de suplicar que llegue la persecución y la prueba para no perderlos? En ningún modo, hermanos. ¿Cómo puede pedir la persecución quien día a día grita: No nos dejes caer en la tentación?4 Este huerto del Señor, hermanos, tiene, tiene, tiene no solo las rosas de los mártires, sino también los lirios de las vírgenes, la hiedra del matrimonio y las violetas de las viudas. En ningún modo, amadísimos, tiene que perder la esperanza de su vocación ninguna clase de hombres: Cristo padeció por todos. Con toda verdad está escrito de él: Quien quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad5.
3. Entendamos, pues, cómo debe seguir a Cristo el cristiano, prescindiendo del derramamiento de la sangre y de la prueba de la pasión. Hablando del mismo Cristo, dice el apóstol: Quien, existiendo en la forma de Dios, no consideró una rapiña ser igual a Dios6. ¡Sublime majestad! Sino que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, hecho a semejanza de los hombres y hallado como un hombre en el porte exterior7. ¡Qué humildad! Cristo se humilló: tienes, ¡oh cristiano!, a qué agarrarte. Cristo se hizo obediente8, ¿por qué te ensoberbeces? ¿Hasta dónde llegó la obediencia de Cristo? Hasta encarnarse la Palabra, hasta participar de la mortalidad humana, hasta ser tentado tres veces por el diablo, hasta ser el objeto de las burlas del pueblo judío, hasta ser escupido y encadenado, abofeteado y flagelado9; y si esto es poco, hasta la muerte. Y si todavía hay que añadir el género de muerte: la muerte de cruz10. Tal es nuestro ejemplo de humildad, medicina para nuestra soberbia.
¿Por qué te hinchas, oh hombre! ¿Por qué te extiendes, pellejo muerto? Pus fétido, ¿por qué te hinchas? Jadeas, te lamentas, te sofocas, porque no sé quién te injurió. ¿Por qué reclamas venganza? ¿Por qué la sed de ella te quema las fauces, hasta el punto que solo desistes de ir tras ella cuando te has vengado de quien te hirió? Si eres cristiano, espera a tu rey; que se vengue antes Cristo, pues aún no se ha vengado quien por ti padeció tantos males, a pesar de que su majestad es tal que podía o no haber padecido nada o haberse vengado al instante. Pero en él la medida de su poder fue también la medida de su paciencia, pues padeció por nosotros, dejándonos un ejemplo para que sigamos sus huellas11. Sin duda, estáis viendo, amadísimos, que hay muchas maneras de seguir a Cristo, aun dejando de lado el derramamiento de la sangre, las cadenas y las cárceles, los azotes y los garfios. Pasada esta humildad y derrotada la muerte, Cristo ascendió al cielo: sigámosle. Escuchemos al apóstol, que dice: Si habéis resucitado con Cristo, gustad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios; buscad las cosas de arriba, no las de la tierra12. Rechazad cuanto de deleitable os haya inoculado el mundo de las cosas temporales; aunque brame asperezas y cosas terribles, despreciadlo. Quien se comporte así, no dude que se ajusta a las huellas de Cristo, hasta osar decir, con razón, junto con el apóstol Pablo: Nuestra vida está en los cielos13.
4. Pero la virtud solamente podrá salir invicta si la caridad no es fingida. Por tanto, quien derrama en nuestros corazones la caridad14 es quien nos da la verdadera virtud. ¿A qué se debe que el bienaventurado Lorenzo no temiese el fuego aplicado exteriormente sino a que dentro le ardía la llama de la caridad? Así, pues, hermanos míos, el mártir glorioso no temía las atroces llamas del fuego en su cuerpo, porque en su alma ardía el violentísimo deseo de los gozos celestes. En comparación del calor con que ardía su pecho, la llama exterior de los perseguidores resultaba fría. ¿Cómo hubiera soportado los pinchazos de tantos dolores si no hubiera amado los gozos de los premios eternos? Por último, ¿cuándo hubiese despreciado esta vida de no haber amado otra mejor? Y ¿quién puede dañaros —dice el apóstol Pedro— quién puede dañaros si sois amantes del bien?15 Aunque el perseguidor te inflija algún mal, no desfallezcas, lo que sucederá si amas el bien. Si amas en verdad, con todo tu corazón, el bien, soportarás con paciencia y serenidad de ánimo cualquier mal. ¿Qué daño hicieron al bienaventurado Lorenzo los tormentos que le infligieron los perseguidores? Con los mismos suplicios lo hicieron más resplandeciente, y para nosotros convirtieron esta fecha de su preciosa muerte en un día de gran fiesta16.