En el día natalicio de los santos mártires escilitanos
1. La solemnidad de este día nos exhorta a hablaros de los mártires de Cristo, es decir, de los testigos de Cristo que no se avergonzaron de confesar su nombre delante de los hombres1; Quien les dijo a ellos: No penséis en lo que vais a decir, pues el Espíritu Santo os enseñará lo que conviene que habléis2, concédame a mí deciros lo que os conviene a vosotros. «Mártires» es un término griego que equivale, en nuestra lengua, a «testigos». Los santos mártires, testigos veraces, no falsos, atestiguaron con su sangre que hay que anteponer la otra vida a la presente; ellos, en efecto, despreciaron valientemente ésta, que es transitoria. Escuchasteis, cuando se leyeron, las confesiones de fe de los mártires cuya fiesta solemne celebramos hoy. Puesto que no podemos decirlo todo, recordemos, al menos, algo sobre la constancia que ardía en ellos, sobre el deseo del reino de los cielos que se manifestaba en el fuego de las palabras que los envolvía durante el interrogatorio y sobre la persona a quien estaban unidos, de la que tal vez recibían las propias respuestas.
2. Recordáis, amadísimos, cómo, cuando el juez que presidía la audiencia habló de su confesión de fe en términos de «persuasión de vanidad», uno de ellos le respondió: «Persuasión de la vanidad es cometer un homicidio y proferir un falso testimonio».En estas dos cosas ¿cómo ha de entenderse la persuasión de la vanidad? Ciertamente como un mal. ¿Acaso no eran cosas malas lo que les que persuadió la vanidad? No en vano, no sin motivo, entonces, mencionó las dos aquel a quien se le indicó que no pensase en lo que iba a decir, porque se lo sugeriría el Espíritu Santo en el momento oportuno; de eso se trataba. Era lo que estaba en juego. «Persuasión de la vanidad —dice— es cometer un homicidio y proferir un falso testimonio». Que equivale a decir: «Tú quieres cometer un homicidio y me fuerzas a proferir un falso testimonio. Negar a Cristo es testimoniar falsamente». —«Di que Cristo no es Dios y que lo son aquellos a quienes nosotros adoramos». —Ambas afirmaciones son falsas pues Cristo es Dios y los otros no lo son. —«Niega lo que crees»—. «Lo que no quieres que tenga en la boca, arráncamelo del corazón; ¿por qué me prohíbes que hable lo que no puedes quitarme del corazón?» El testigo veraz profiere fuera lo que lleva dentro.
3. En efecto, he escuchado al apóstol; mejor, a Cristo por boca del apóstol: Con el corazón se cree para la justicia y con la boca se confiesa en orden a la salud3. Pero dice el burlador de la verdad y amante de la vanidad: «¿Cómo es que con la boca se confiesa en orden a la salud? Hablan, y les sobreviene la muerte. ¿Cómo, pues, hablan en orden a la salud, si cuando hablan solo consiguen la muerte? Si nada dijeran, no morirían». ¿Cómo? Se confiesa en orden a la salud que veían quienes daban testimonio, pero no quienes atemorizaban con la muerte. El enemigo, en efecto, les amenazaba con quitarles la salud, pero ellos miraban a otra que iban a recibir y que nunca perderían. Mirarla los hacía fuertes, y, encendidos por su hermosura, despreciaban la salud transitoria que tienen en común con los animales. Una es la salud que se posee en común con los ángeles y otra la que se posee en común con los animales. El hombre está a mitad de camino de unos y otros. Tiene algo semejante a los ángeles. ¿Qué? La mente, la razón, la inteligencia, la sabiduría. Y ¿qué tiene en común con las bestias? La carne, la debilidad, la indigencia, la mortalidad. Mire a aquellas otras cosas, desentiéndase de éstas. Ame aquellas, desprecie éstas. Aquellas permanecen, estas pasan. Llegará la salud prometida por el mismo salvador, que con su muerte nos enseñó a despreciar esta de aquí, y con su resurrección, qué deben amar quienes desprecien aquella. En la persona de mi Señor se me han mostrado ambas cosas. Todo se me ha mostrado en la Palabra que se hizo carne y habitó entre nosotros. Así, pues, se dignó tomar carne por nosotros para mostrarnos en la misma carne que recibió de nosotros qué hemos de amar y qué hemos de despreciar. La Palabra no tenía sangre que derramar por nosotros; en la vida no había muerte. La vida era la luz de los hombres4. ¿De dónde le vino, pues, la sangre, la muerte, el sufrir por nosotros, sino de que la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros?5Esto lo obtuvo él de lo nuestro, dándonos grandes bienes de lo suyo. Conocíamos el morir, pero no teníamos de qué vivir. Habíamos quedado en pobreza en esta tierra. Esto suele decirse de los que son extremadamente pobres: «Es tan pobre que no tiene de qué vivir». Así nos hallábamos todos, tanto los pobres como los ricos. En efecto, tampoco tiene de qué vivir el rico que ignora la vida eterna. Miradnos a nosotros, hijos de hombre, aquí abajo, y al Hijo, la Palabra de Dios, arriba. Ni nosotros teníamos de qué vivir ni él de qué morir. La Palabra, Hijo unigénito de Dios, igual y coeterno al Padre, está arriba; nosotros abajo. Nosotros los hijos de los hombres, mortales, débiles, necesitados, hinchados, ambiciosos, verazmente tristes y vanamente alegres, no teníamos con qué vivir ni él de qué morir. ¿Qué recibió de nosotros? ¿Qué nos otorgó? Recibió de nosotros en qué morir y nos dio de qué vivir. Pues la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Siendo Hijo de Dios, se hizo hijo del hombre. Sintió hambre para alimentar, sed para saciar; durmió para despertar, se fatigó en el camino para darse como viático a los fatigados; finalmente, fue deshonrado para honrarnos y murió para darnos la vida. A esto se agarraban los testigos veraces; con la mente veían sus dones futuros. Por eso despreciaban todo lo pasajero: Vana es la salud de los hombres6. He ahí por qué no se asustaba cuando oía: «Si confiesas a Cristo, se te castigará»: porque se fijaban en aquello: El testigo falso no quedará impune7. Los santos bienaventurados dijeron la verdad, y se les causó la muerte. ¿Y qué? ¿Vivirían todavía si nadie los hubiese matado? Cuánto mejor que hiciera la confesión de la verdad lo que no mucho después iba a hacer la fiebre. Se condesciende con esta vida a costa de perder la vida verdadera. Se condesciende con la vida transitoria a costa de no recibir la eterna. Compradla ricos; compradla pobres. Que nadie diga: «No tengo con qué». No busque el dinero en su arca. Que nadie diga: «No tengo con qué; soy pobre». El que ha de ser comprado, da también con qué ser comprado. Te dice: «Habitaré en ti para que tengas con qué comprarme; me confiesas y me poseerás.»
4. Oren por nosotros los mártires santos para que no nos limitemos a celebrar sus fiestas solemnes, sino que imitemos también sus costumbres. Amemos sus confesiones de la fe, alabemos sus coronas y no perdamos la esperanza. También nosotros somos hombres como ellos y nos creó quien los creó también a ellos. Tenemos una única fuente, un único granero de donde alimentarnos y beber y, en definitiva, de dónde vivir. Que nadie diga: «Aquel pudo, yo no puedo». ¿Cómo pudo aquel? ¿Qué hubiera podido si no se lo hubiese concedido quien dijo a los suyos: Sin mí no podéis hacer nada?8 Por eso dijo el apóstol: ¿Quién nos separará —escribe— del amor de Dios? ¿La tribulación? ¿La angustia? ¿La persecución? ¿El hambre? ¿La desnudez? ¿El peligro? ¿La espada? Así está escrito: «Pues por ti somos conducidos a la muerte día a día9 ». ¡Oh causa buena! Por ti somos conducidos a la muerte día a día. Fructuosa y felizmente, precisamente porque es por ti. Porque la causa es buena, por eso hay corona. Por ti somos conducidos a la muerte día a día; somos considerados como ovejas de matadero10. Quienes sin pausa eranentregados a la muerte e inmolados por quienes no sabían lo que hacían, eran públicamente abatidos y ocultamente coronados. Por ti somos conducidos a la muerte día a día11. La caridad misma dice lo que vale; por ti vino ella del Espíritu de Dios. El deseo del mundo procede del mundo, no de Dios; no obstante, es fuerte en su ámbito. ¡Cuánto no padecen los hombres por el dinero! ¡Cuán grandes peligros! Se confían a las olas, a las tempestades marinas.
Quieren morir para no vivir pobres. Y, sin embargo, cuando se ven en peligro, por amor a la vida arrojan sus mercancías al mar. Arrojan al mar toda su carga: para vivir arrojan aquello de que viven. En esas circunstancias, la vida aparece dulce y se antepone al dinero; mas una vez que, durante la navegación, habiendo perdido todo, escapa del peligro, increpa a Dios: «Mira adonde me has conducido; ¿por qué no dejaste que me tragara el mar?» ¡Necio! Cuando te hallabas en peligro, no hablabas así. Ved cuántas cosas sufren por su amante los amantes del dinero. A algunos los trituran las fatigas y desfallecen en ellas; otros son asesinados por los bandidos; otros son tragados por las olas y otros perecen de distintas muertes. También ellos pueden decir al dinero lo que los mártires a la sabiduría: «Por ti somos conducidos a la muerte día a día». Pueden decirlo absolutamente con las mismas palabras: «Por ti somos conducidos a la muerte día a día». Pero lo dicen a quien no les oye. Mas, si pudiera oírte, sentirte y responderte, quizá te increparía y te diría: «¡Necio! La sabiduría dice a los mártires: ?Si mueres por mí, me poseerás a mí?. Yo, en cambio, te digo: ?Si mueres por mí, te perderás tú y me perderás a mí?».