Homilía sobre el natalicio de los santos apóstoles Pedro y Pablo
1. La celebración de la fiesta de tan grandes mártires, es decir, de los santos apóstoles Pedro y Pablo, requería una mayor afluencia de gente. En efecto, si es tan grande la asistencia para la celebración del nacimiento de los corderos, ¡cuál no debe ser para la de los carneros! De los fieles que los apóstoles ganaron con su predicación se ha dicho: Presentad al Señor los hijos de los carneros1. Para que luego pudieran pasar los fieles, los apóstoles se convirtieron en guías en las estrecheces de la pasión, en el camino cubierto de zarzas y en la tribulación de las persecuciones. Los bienaventurados Pedro y Pablo, primero y último de los apóstoles, quienes adoraron como era debido a Dios, que dijo: Yo soy el primero y el último2, coincidieron en el padecer el mismo día. Pedro fue quien ordenó a san Esteban. Cuando el mártir Esteban fue ordenado diácono, entre otros apóstoles estaba también el apóstol Pedro3. Pedro lo ordenó, Pablo lo persiguió. Mas no nos detengamos en los primeros hechos de Pablo; deleitémonos con los últimos de quien fue el último; pues, si buscamos los primeros, ni siquiera los de Pedro nos agradarán lo suficiente. He dicho que Pablo persiguió a Esteban; veamos en Pedro a quien negó al Señor. Pedro lavó con sus lágrimas el haber negado al Señor; Pablo expió con la ceguera el haber perseguido a Esteban. Lloró Pedro antes del castigo; Pablo sufrió también el castigo4. Ambos fueron buenos, santos, piadosísimos; todos los días se leen sus cartas a los pueblos. ¿A qué pueblos? ¿A cuántos? Escuchad el salmo: Su voz se extendió por toda la tierra, y sus palabras hasta el confín del orbe de la tierra5. También nosotros somos prueba de ello. También hasta nosotros llegaron sus palabras, nos despertaron del sueño y desde la locura de la incredulidad nos convirtieron a la salvación de la fe.
2. Os digo esto, amadísimos, porque en el día de hoy me encuentro alegre por la gran festividad, pero un tanto triste, porque veo que no ha acudido tanta gente como debía para celebrar el nacimiento.3 de los santos apóstoles. Si no lo supiéramos, no se nos podría echar en cara; pero, si todos lo saben, ¿a qué se debe tanta pereza? ¿No amáis a Pedro y a Pablo? Hablándoos a vosotros, me estoy dirigiendo a aquellas personas que no están presentes, pues a vosotros os agradezco, dado que al menos vosotros habéis venido. ¿Y puede el alma de un cristiano, sea quien sea, no amar a Pedro y a Pablo? Si aún se siente frío frente a ellos, léalos y ámelos; si aún no los ama, reciba en el corazón la saeta de su palabra. De los mismos apóstoles, en efecto, se dijo: Tus saetas son agudas y muy poderosas6. Gracias a ellas se realizó lo que dice a continuación: Los pueblos caerán bajo ti7. Buenas son tales heridas. La herida del amor es saludable. La esposa de Cristo canta en el Cantar de los Cantares: Estoy herida de amor8. ¿Cuándo sana esta herida? Cuando se sacie nuestro deseo de bienes9. Se habla de herida cuando deseamos algo y no lo tenemos todavía. Así es el amor: no está sin dolor. Cuando lleguemos, cuando nos adueñemos de él, pasará el dolor, pero no desfallecerá el amor.
3. Escuchasteis la palabra de la carta de Pablo a su discípulo Timoteo: Pues yo estoy ya a punto de ser inmolado10. Veía su pasión inminente; la veía, pero no la temía. ¿Por qué no la temía? Porque antes había dicho: Deseando ser desatado y estar con Cristo11. Pues yo —dice— estoy ya a punto de ser inmolado. Nadie dice que va a comer, que va a disfrutar de un gran banquete, con tanto gozo como él dice que va a padecer. Yo estoy ya a punto de ser inmolado. —¿Qué significa que estás a punto de ser inmolado? —Que seré un sacrificio. —¿Sacrificio para quién? —Para Dios, puesto que es preciosa a los ojos del Señor la muerte de sus santos12 .Yo —dice— estoy a punto de ser inmolado. Me encuentro seguro: arriba tengo al sacerdote que me ofrecerá a Dios. Tengo como sacerdote al mismo que antes fue víctima por mí. Estoy ya a punto de ser inmolado y está cerca el tiempo de mi partida13. Se refiere a la partida del cuerpo. El cuerpo es como un dulce lazo con el que está atado el hombre, y no quiere ser desatado. Con todo, el que decía: Deseando ser desatado y estar con Cristo14, se alegraba de que alguna vez hubiesen de desatarse estos lazos, los lazos de los miembros carnales, para recibir la vestimenta y los adornos de las virtudes eternas. Tranquilo se despojaba de su carne el que iba a recibir la corona. ¡Trueque dichoso! ¡Viaje feliz! ¡Qué dichosa morada! Es la fe quien la ve, no aún el ojo, puesto que ni ojo ha visto, ni oído ha escuchado, ni ha subido al corazón del hombre lo que Dios ha preparado para quienes le aman15. ¿Dónde pensamos que están estos santos? Allí donde se está bien. ¿Qué más quieres? No conoces tal lugar, pero piensa en sus méritos. Dondequiera que estén, están con Dios. Las almas de los justos están en las manos de Dios, y no los tocará ningún tormento16. Pero fue pasando por tormentos como llegaron al lugar sin tormento; pasando estrecheces llegaron al lugar espacioso. Por tanto, quien desee tal patria no tema el camino fatigoso. El tiempo de mi partida —dice— está cercano. He combatido el buen combate, he concluido la carrera, he mantenido la fe; por lo demás, ahora me aguarda la corona de justicia17. Con razón tienes prisa; con razón te gozas de que has de ser inmolado, pues me aguarda la corona de justicia. Inminente está aún la amargura de la pasión, pero el pensamiento de quien ha de sufrirla pasa de ella, y piensa en lo que hay detrás de ella; no piensa en el por dónde, sino en el adónde se va. Y como es grande el amor con que se piensa en el lugar adonde se va, se pisotea con gran fortaleza el camino por donde se va.
4. Después de haber dicho: Me aguarda la corona de justicia, añadió: con que me retribuirá aquel día el Señor, juez justo18. Siendo justo, le retribuirá, cosa que no hizo antes. Pues, ¡oh Pablo!, antes Saulo, si, cuando perseguías a los santos de Cristo, cuando guardabas los vestidos de los que lapidaban a Esteban, hubiera ejercitado sobre ti su justo juicio el Señor, ¿dónde estarías? ¿Qué lugar podría encontrarse en lo más hondo del infierno proporcionado a la magnitud de tu crimen? Pero entonces no te retribuyó como merecías para hacerlo ahora. Pues en tu carta hemos leído lo que dices sobre tus primeras acciones y, gracias a ti, las conocemos. Tú dijiste: Pues yo soy el último de los apóstoles, y no soy digno de ser llamado apóstol19. No eres digno, pero lo hizo. Entonces no te dio lo que merecías, puesto que otorgó un honor a un indigno que merecía el suplicio. No soy digno, dice, de ser llamado apóstol. ¿Por qué? Porque perseguí a la Iglesia de Dios20. Si perseguiste a la Iglesia de Dios, ¿cómo es que eres apóstol? Mas por la gracia de Dios soy lo que soy21. Antes era gratuito, ahora debido; antes se daba como gracia, ahora se retribuye como deuda. Por la gracia de Dios soy lo que soy. Yo no soy nada. Lo que soy, lo soy por la gracia de Dios. Lo que soy, pero ahora, es decir, apóstol, pues lo que era antes lo era yo: Por la gracia de Dios soy lo que soy, y la gracia de Dios no fue estéril en mí, sino que trabajé más que todos ellos22. ¿Qué es esto, apóstol Pablo? Da la impresión de haberte envanecido; parece que lo dicho procede de una cierta jactancia: Trabajé más que todos ellos. Reconócelo, pues. «Lo reconozco —dice—; pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo»23. No se le olvidaba, sino que reservaba para los últimos lo que les iba a agradar en él, el último: Pero no yo, sino la .gracia de Dios conmigo.—Entonces no se le restituyó; ahora, ¿qué?— He concluido la carrera, he mantenido la fe. Por lo demás, me aguarda la corona de justicia con me retribuirá aquel día el Señor, juez justo24 .
5. Combatiste el buen combate. Pero ¿a quién se debió que vencieras? Te leo a ti, que dices: Doy gracias a Dios, que nos otorga la victoria por Jesucristo nuestro Señor25. ¿De qué hubiera servido el haber luchado si no hubieras podido vencer? Así, pues, en tu haber tienes el haber combatido, pero fue Cristo quien te dio la victoria. Sigue adelante: He concluido la carrera26. Pero esto, ¿quién lo hizo en ti? ¿No habías dicho tú: No es ni del que quiere ni del que corre, sino de Dios que se compadece?27 Sigue adelante: He mantenido la fe28. ¿De dónde te ha llegado también esto? Escucha tus propias palabras: He alcanzado misericordia —dices— para creer29. Entonces mantuviste la fe por misericordia de Dios, no por fortaleza tuya. Por lo demás, te aguarda la corona de justicia con que te retribuirá aquel día el Señor, juez justo30. Retribuirá, pues, tus méritos; por eso es juez justo. Pero no por esto has de levantar tu cerviz, porque tus méritos son dones suyos. Lo que he dicho a Pablo, de él lo he aprendido, y conmigo también vosotros, asistentes a esta escuela. Estamos sentados delante y en un lugar más elevado para proclamar la palabra, pero en esta única escuela tenemos un maestro común que está en el cielo.