En el natalicio de los apóstoles Pedro y Pablo.
1. La lectura evangélica que acabamos de escuchar cuadra perfectamente con la solemnidad de hoy. Lo que acaba de sonar en nuestros oídos, si de ellos ha descendido hasta el corazón y ha encontrado en él reposo —la palabra de Dios reposa en nosotros cuando nos sometemos a ella—, ha sido un aviso para que cuantos tenemos el encargo de distribuiros la palabra y el sacramento del Señor apacentemos sus ovejas. El bienaventurado Pedro, el primero de los apóstoles, amador y a la vez negador de Jesucristo el Señor, según indica el evangelio, siguió al Señor en su pasión; pero entonces no pudo seguirlo padeciendo él mismo; lo siguió con los pies, al no ser aún capaz de seguirlo con la vida. Prometió morir por él, y no pudo ni morir con él, pues se había atrevido a más de lo que soportaba su capacidad. Había prometido más de lo que podía cumplir, pues hasta era indigno que cumpliese lo que había prometido. Entregaré —dice— mi vida por ti1. Es lo que iba a hacer el Señor por el siervo, no el siervo por el Señor. En el hecho de prometer más de lo debido mostró el orden invertido de su amor. Por eso temió y negó. Mas el Señor, después de resucitado, enseña a Pedro a amar. Al amar desordenadamente, desfalleció bajo el peso de la pasión; y, una vez ordenado su amor, el Señor le anunció su pasión.
2. Hemos recordado la flaqueza de Pedro, que lamentaba que el Señor hubiese de morir. Os la traigo a la memoria. Ved que os la traigo a la memoria. Quienes la recuerdan, díganla conmigo en su interior; quienes la hayan olvidado, recuérdenla al mencionarla yo. El Señor Jesucristo había anunciado personalmente a sus discípulos la inminencia de su pasión. Entonces Pedro, lleno de amor hacia él, pero un amor todavía humano, temiendo que muriera el aniquilador de la muerte, le dijo: ¡Lejos de ti, Señor! ¡Lejos de ti eso; ten compasión de ti!2 No hubiese dicho: ¡Ten compasión de ti!, de no haberlo reconocido como Dios. Estando así las cosas, Pedro, si reconoces que es Dios, ¿por qué temes que Dios muera? Tú eres hombre, él es Dios; pero Dios se hizo hombre por el hombre, tomando lo que no era sin perder lo que era. El Señor había de morir en lo mismo que también había de resucitar. Pedro, pues, se asustó ante la muerte humana, y no quiso que tocase al Señor. En su ignorancia quería cerrar la fuente de donde iba a manar nuestro precio. Entonces escuchó de boca del Señor: Pasa detrás, Satanás, pues no gustas las cosas de Dios, sino las de los hombres3; el Señor mismo que poco antes, tras las palabras de Pedro: Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo, le había contestado: Dichoso eres, Simón, hijo de Juan, porque no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos4. ¡Poco antes era dichoso, luego Satanás! ¿De dónde le venía el ser dichoso? No de su cosecha: No te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre. ¿De dónde, en cambio, el ser Satanás? Del hombre y en el hombre: No gustas las cosas de Dios, sino las de los hombres. Este Pedro, pues, que amaba al Señor y quería morir por él, lo siguió. Y la realidad resultó como la había predicho el médico, no lo que había presumido el enfermo. Ante las preguntas de una sirvienta, lo niega una, dos y tres veces. Lo mira el Señor, llora amargamente y lava con las lágrimas de la piedad la mancha de la negación5 .
3. Resucitado el Señor, se aparece a sus discípulos. Pedro ve que está vivo de nuevo aquel cuya muerte había temido. No ve muerto al Señor, sino a la muerte muerta en él. Así, pues, afianzado ya con el ejemplo de la carne misma del Señor de que la muerte no ha de ser tan temida, se le enseña a amarlo. Es preciso que lo ame ahora; que lo ame ahora, tras haber visto vivo al Señor después de su muerte; que lo ame ahora seguro; que lo ame seguro, porque ha de seguirlo. Le pregunta, por tanto, el Señor: Pedro, ¿me amas? Él responde: —Te amo, Señor6. Y el Señor: —Puesto que me amas, no quiero que mueras por mí; eso ya lo hice yo por ti. ¿Qué, en cambio? —¿Me amas? Si me amas, ¿qué me vas a dar? ¿Me amas? —Te amo. —Apacienta mis ovejas. Y así dos y tres veces, para que el amor confiese tres veces lo que tres veces había negado el temor. Ved, advertid, aprended. Sólo le pregunta si le ama, y sólo responde que le ama. Cuando le ha respondido, le dice: Apacienta mis ovejas7. Y, una vez confiadas a Pedro sus ovejas y confiado Pedro a sí junto con sus ovejas, le anuncia la pasión, diciéndole: Cuando eras más joven, te ceñías tú mismo e ibas adonde querías; mas, cuando envejezcas, otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras. Esto lo decía —indica el evangelista— manifestando de qué forma iba a glorificar al Señor8. Veis que el apacentar las ovejas del Señor incluye el no rehusar morir por ellas.
4. Apacienta mis ovejas. ¿Confía las ovejas a un pastor idóneo o a quien no lo es? Ante todo, ¿qué ovejas le confía? Ovejas no compradas con dinero ni con oro o plata, sino con la propia sangre9. Si un hombre confía sus ovejas a un siervo suyo, sin duda piensa antes si los haberes del siervo se corresponden con el valor de sus ovejas, y se dice: «Si las pierde, si se le extravían, si las come, tiene con qué resarcirme». Entonces confiaría, pues, sus ovejas a ese siervo idóneo y requeriría en dinero sus haberes a cambio de las ovejas que compró con su dinero. Ahora, Cristo el Señor, al confiar a su siervo las ovejas que adquirió con su propia sangre, juzga la idoneidad del siervo tomando como criterio ser capaz de sufrir la pasión hasta derramar la sangre, como diciéndole: Apacienta mis ovejas; te confío mis ovejas. ¿Qué ovejas? Las que compré con mi sangre. He muerto por ellas. ¿Me amas? Muere por ellas. Ciertamente, el siervo de un hombre pagaría con dinero las ovejas desaparecidas: Pedro entregó su sangre por las ovejas preservadas.
5. ¡Ea, hermanos!, quiero deciros algo en atención a las circunstancias. Lo que se le confió a Pedro, lo que a él se le mandó, no lo escuchó solamente Pedro. También los otros apóstoles lo oyeron, lo retuvieron, lo conservaron; sobre todo, el apóstol Pablo, su compañero de pasión y de fecha. Lo escucharon ellos, y nos lo transmitieron para que lo escucháramos nosotros también. Os alimento, me alimento con vosotros. Que el Señor me conceda fuerzas para amaros hasta morir por vosotros ya en la realidad, ya en la disponibilidad. Del hecho de que el apóstol Juan no sufrió la pasión no ha de deducirse que su alma no pudo estar dispuesta para ella. No sufrió la pasión, pero pudo sufrirla: Dios conocía su disponibilidad. Dado que los tres niños fueron arrojados al horno para que ardieran, no para que viviesen; ¿vamos a negarles el título de mártires porque la llama no fue capaz de devorarlos? Si consideras el fuego, nada sufrieron; si miras su voluntad, fueron coronados. Poderoso es Dios —dijeron— para librarnos de tus manos; pero, aunque no lo haga —aquí se ve la seguridad de los corazones, la firmeza de la fe, la virtud inconmovible y la victoria segura—; pero, aunque no lo haga, sábete, ¡oh rey!, que no adoraremos la estatua que nos has erigido10. A Dios le plugo otra: no ardieron, pero extinguieron en el ánimo del rey el fuego de la idolatría.
6. Así pues, amadísimos, estáis viendo qué se les propone en esta vida a los siervos de Dios en atención a la gloria futura que se revelará en nosotros. Frente a esa gloria carece de peso cualquier tribulación temporal, sea la que sea. Los sufrimientos del tiempo presente —dice el apóstol— no son equiparables con la futura gloria que se revelará en nosotros11. Si las cosas son así, nadie piense ahora con criterios mundanos; no es el momento: el mundo se ve sacudido, el hombre viejo es echado fuera, la carne siente la opresión, aligérese el espíritu. El cuerpo de Pedro yace en Roma, dicen los hombres; en Roma yacen los cuerpos de Pablo, de Lorenzo y de otros santos mártires; sin embargo, Roma está reducida a la miseria y es asolada: es afligida, aplastada e incendiada. El hambre, la peste, la espada, siembran la muerte por doquier. ¿Dónde están las memorias de los apóstoles? —¿Qué estás diciendo? —Esto es lo que he dicho: si tan grandes males padece Roma, ¿dónde están las memorias de los apóstoles? —Allí están, allí están, pero no en ti. ¡Ojalá estuvieran en ti, quienquiera que seas quien eso dice, quien así desvarías; quien, llamado en el espíritu, sólo entiendes lo de la carne, quien así eres! ¡Ojalá estuviesen en ti las memorias de los apóstoles; ojalá pensaras en ellos! Verías qué felicidad les fue prometida, si la terrena o la eterna.
7. Escucha al apóstol, si vive en ti el recuerdo de él: Pues la momentánea y ligera tribulación produce un peso eterno de gloria en manera y medida increíble en nosotros, que no ponemos los ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles, pues las visibles son temporales, mientras que las invisibles son eternas12. El mismo Pedro tuvo carne temporal, ¿y no quieres que sea temporal la piedra de Roma? El apóstol Pedro reina con el Señor, mientras que su cuerpo yace en un determinado lugar. Es un recuerdo que despierta el amor a las cosas eternas, no para que te apegues a la tierra, sino para que pienses en el cielo con el apóstol. Dime, si eres fiel; trae a la mente las memorias de los apóstoles, trae a la mente incluso la memoria del Señor tu Dios, ciertamente ya sentado en el cielo. Escucha adonde te envía el apóstol: Si habéis resucitado con Cristo, gustad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha del Padre; buscad las cosas de arriba, no las de la tierra. Pues estáis muertos y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando aparezca Cristo, vuestra vida, entonces apareceréis también vosotros con él en la gloria13. Todo ello lo oyes en esta breve expresión: «¡En alto el corazón!». ¿Te lamentas y lloras porque se derrumbaron las piedras y maderos, y porque han muerto quienes tenían que morir? ¿Hemos de suponer que uno de esos muertos estaba destinado a vivir siempre? ¿Te lamentas y lloras porque se derrumbaron las piedras y murieron quienes habían de morir? Si tienes en alto el corazón, ¿dónde lo tienes? ¿Qué murió allí? ¿Qué se derrumbó allí? Si tienes en alto el corazón, donde está tu tesoro, allí está también tu corazón14. Tu carne es de aquí abajo; aunque tu carne se asuste, no se inmute tu corazón. —Con todo, dices, no lo quería. —¿Qué es lo que no querías? —No quería que Roma padeciese tantos males. —Te excusamos por ello; no te aires tú contra Dios porque lo quiso. Tú eres hombre, él es Dios. ¿Dices tú: «No quiero», allí donde Dios dice: «Quiero»? No te condena él por tu «No quiero», ¿y blasfemas contra él por su «quiero»? —Mas ¿por qué lo quiso Dios? ¿Por qué lo quiso? — De momento, sométete a la voluntad del Señor tu Dios haciéndote su amigo, puesto que conoces su intención. ¿Qué siervo hay tan soberbio que, si su señor le ordena que realice algo, le responde: «Por qué»? El Señor tiene cabe sí su intención: se somete a él si la cumple, si la realiza bien, si de siervo se convierte en amigo, según lo dijo el mismo Señor: Ya no os llamaré siervos, sino amigos15. Quizá llegue a conocer también la intención de su señor; entre tanto, antes de conocerla, sufra de buen grado su voluntad.
8. Estoy todavía enseñando la paciencia, aún no la sabiduría; sé paciente, el Señor lo quiere. ¿Buscas saber por qué lo quiere? Difiere ese afán por conocerlo, deja de lado la prisa, disponte a obedecerle. Quiere que sufras lo que él quiere; sufre lo que él quiere que sufras y te concederá lo que quieres. Y, sin embargo, hermanos míos, me atrevo a decirlo, vais a escucharlo con agrado si ya tenéis con vosotros lo primero, esto es, la obediencia; si ya mora en vosotros la suave y mansa paciencia para soportar la voluntad del Señor; no sólo la que es ligera, pues ésta no la soportamos, sino que la amamos; es la dura la que soportamos, mientras que, frente a la ligera, gozamos. Mira a tu Señor, mira a tu cabeza, mira al ejemplo para tu vida. Considera a tu redentor y a tu pastor. Padre, si es posible, pase de mí este cáliz16. ¡Cómo muestra su voluntad humana, aunque al instante convierte la resistencia en obediencia! Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú, Padre17. Advierte que lo mismo se le dijo a Pedro: Cuando envejezcas, otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras18. También en él manifestó la voluntad humana frente al temor de la muerte. ¿Acaso por el hecho de que murió sin quererlo fue coronado sin quererlo? De idéntica manera, tampoco tú querías. ¿Qué no querías? ¿Tal vez perder tu caudal, que tendrías que dejar aquí? Estate atento, no sea que te quedes también tú junto con lo que has de dejar. Deseabas, quizá, que tu hijo o tu mujer no muriesen antes que tú. ¿Qué, pues? Aun en el caso de que Roma no hubiese sido conquistada, ¿no hubiese muerto alguno de vosotros antes que los otros? No querías que tu mujer muriese antes que tú; por otra parte, tu mujer no quería que su marido muriese antes que ella: ¿tenía Dios que obedeceros a los dos? Establezca el orden aquel que sabe disponer lo que creó; sométete a su voluntad.
9. Ya estoy viendo lo que aún estarás diciendo en tu interior: «Advierte que Roma es o ha sido saqueada e incendiada en tiempos cristianos; ¿por qué en los tiempos cristianos? —¿Quién eres tú que esto preguntas? —Un cristiano. —Entonces, si eres cristiano, respóndete a ti mismo: «Porque Dios lo quiso». —Pero ¿qué respondo al pagano que me insulta? —¿Qué te dice? ¿Por qué te insulta? —He aquí que, cuando ofrecíamos sacrificios a nuestros dioses, Roma se mantenía en pie; ahora, cuando ha prevalecido y abundado el sacrificio ofrecido a vuestro Dios y son rechazados y prohibidos los ofrecidos a los nuestros, ved lo que sufre Roma. —Respóndele brevemente por ahora, para deshacerte de él. Por lo demás, sea otra tu reflexión, pues no has sido llamado para abrazar la tierra, sino para conquistar el cielo; no has sido llamado a la felicidad terrena, sino a la celeste; no al éxito temporal y a la prosperidad vana y transitoria, sino a la vida eterna con los ángeles. Con todo, responde rápidamente a este amante de la felicidad temporal y murmurador contra el Dios vivo que lo que quiere es servir a los demonios, a los troncos y a las piedras. Respóndele de inmediato. Según la historia escrita por ellos mismos, este incendio de la ciudad de Roma es el tercero; según la historia escrita por ellos mismos, según sus propios escritos, el incendio que acaba de sufrir Roma es el tercero. La que ahora, coincidiendo con los sacrificios cristianos, ha ardido una sola vez ya había ardido antes otras dos veces cuando sacrificaban los paganos. Una vez la incendiaron los galos, quedando a salvo solamente la colina del Capitolio; otra Nerón —no sé decir si por crueldad o embriaguez— cuando el fuego devoró por segunda vez a Roma. Nerón, emperador de la misma Roma, siervo de los ídolos, asesino de los apóstoles, lo mandó, y Roma fue incendiada. ¿Cuál os parece que fue la causa? Hombre vanidoso, soberbio y débil, encontró su deleite en el incendio de la ciudad. «Quiero ver —dijo— cómo ardió Troya». Así, pues, Roma ardió una, dos y tres veces. ¿Por qué te deleita tanto gritar contra Dios por aquella ciudad para la que arder es una costumbre?
10. «Pero —dicen— muchos cristianos han sufrido en la ciudad grandes males». ¿Te olvidas de que es propio de los cristianos sufrir los males temporales y esperar los bienes eternos? Tú, un pagano cualquiera, tienes algo por qué llorar, pues has perdido los bienes temporales sin haber hallado los eternos. El cristiano ha de pensar en esto: Hermanos míos, considerad todo vuestro gozo el que os sobrevengan muchas tentaciones19. Cuando en el templo oíste cosas como éstas: «Los dioses tutelares de Roma no protegieron la ciudad porque ya no están allí», podías decir: «Que la hubieran protegido cuando estaban». Nosotros mostramos que nuestro Dios es veraz; todo esto lo predijo; lo habéis leído, lo habéis escuchado; pero ignoro si lo recordáis quienes os sentís turbados por tales palabras. ¿No habéis escuchado a los profetas, a los apóstoles y al mismo Jesucristo anunciando desastres futuros? A medida que el mundo crece en edad y se acerca a su fin —lo habéis oído, hermanos; juntos lo hemos oído—, habrá guerras, habrá revoluciones, habrá estrecheces y hambre. ¿Por qué nos contradecimos a nosotros mismos, de modo que, cuando lo leemos, lo creemos, y cuando se cumple, murmuramos?
11. «Pero —dicen— la desolación que sufre el género humano es mayor ahora que nunca». De momento, si analizamos la historia pasada prescindiendo de lo que nos ocupa, ignoro si el desastre es mayor ahora; mas aceptemos que sea así, como yo creo. El mismo Señor nos resuelve la cuestión. «Ahora, la devastación del mundo es mayor que nunca» —dice—. ¿Por qué es mayor que nunca ahora, cuando el Evangelio se predica en todas partes? Prestas atención solamente a la fama que acompaña a su predicación y no a la impiedad con que se le desprecia. Dejemos de lado, hermanos, a los paganos de fuera y volvamos la mirada a nosotros mismos. Se predica el Evangelio, el mundo entero está lleno de él. Antes de ser predicado se desconocía la voluntad de Dios; con su predicación quedó al descubierto. Al predicarse el Evangelio, se nos dijo lo que debemos amar, lo que debemos despreciar, hacer, evitar y esperar. Todo esto lo hemos oído; en ninguna parte del mundo se desconoce la voluntad de Dios. Suponte que el mundo es un siervo, y presta atención al evangelio. Escucha la voz del Señor. El siervo es el mundo: El siervo que ignora la voluntad de su señor y no hace lo debido recibirá pocos azotes20. El siervo es el mundo; siervo porque el mundo fue hecho por él, y el mundo no lo conoció21. Un siervo que ignora la voluntad de su señor: esto era antes el mundo. El siervo que desconoce la voluntad de su señor y no hace lo que debe recibirá pocos azotes. Pero el siervo que conoce la voluntad de su señor22: Ved que así es ahora el mundo; ahora decíos, mejor, digámonos: El siervo que conoce la voluntad de su señor y no hace lo que debe recibirá muchos azotes23. ¡Ojalá reciba muchos azotes! Son preferibles a ser condenado una sola vez. ¿Por qué rehúsas ser abundantemente azotado, tú, siervo que conoces la voluntad de tu señor y haces cosas merecedoras de los azotes? Para indicar uno solo de los deseos de tu Señor, se te dice: Atesorad tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni la herrumbre ni el orín los devora y donde los ladrones no los desentierran ni los roban24. Tú estás en la tierra, y él desde el cielo te dice: «Confíamelos a mí; ten tu tesoro allí donde estoy yo de guardián; envíalos delante de ti; ¿por qué los dejas contigo?» ¿Acaso puede quitar el godo, lo que custodia Cristo? Pero tú, más prudente y sabio que tu Señor, no quieres acumular tesoros sino en la tierra. Conoces ya la voluntad de tu Señor, que quiere que lo coloques allí arriba; por tanto, al dejarlo en la tierra, prepárate para recibir azotes en abundancia. Ya conoces la voluntad de tu Señor; él quiere que guardes tu tesoro en lo alto; tú, al guardarlo en la tierra, te haces merecedor de los azotes con tu acción. Y, cuando eres azotado, blasfemas, murmuras y osas decir que tu Señor no debió hacer contigo lo que está haciendo. ¿Debías hacer tú, siervo malo, eso que estás haciendo?
12. Al menos, quédate en esta posición; no murmures ni blasfemes, antes bien alaba a tu Dios, porque te corrige; alábale, porque te enmienda para consolarte: El Señor corrige a quien ama, pero azota a todo hijo que acoge25. Tú, hijo delicado del Señor, quieres que te acoja y que no te azote; para vivir tú en blandenguerías, ¡que él mienta! La memoria de los apóstoles, por medio de la cual se te prepara el cielo, ¿debió entonces mantener por siempre la locura de los teatros aquí en la tierra? Murió Pedro, ¿y fue depositado allí precisamente para que no se derrumbaran las piedras del teatro? Como a niños indisciplinados, Dios les quita de las manos los juguetes. Hermanos, hagamos que disminuyan nuestros pecados y murmuraciones; seamos enemigos de nuestras iniquidades y murmuración. Airémonos contra nosotros, no contra Dios. Airaos, airaos ciertamente; pero ¿con qué finalidad? Y no pequéis26. Airaos para no pecar. En efecto, todo hombre que se arrepiente se aíra contra sí; el arrepentido dirige su ira contra sí. ¿Quieres, pues, que te perdone Dios? No te perdones tú a ti mismo; pues, si te perdonas tú, no te perdona él; más aún, si él condesciende contigo, estás perdido. No sabes lo que deseas, desgraciado; estás perdido. Está escrito: Azota a todo hijo que acoge; pero teme igualmente esto otro: El pecador irritó al Señor27. ¿Cómo lo sabes? Suponte que te preguntan: «¿Cómo sabes que el pecador irritó al Señor?» Vi a un pecador que vivía feliz; le vi que diariamente obraba mal y que blasfemaba contra el Espíritu Santo28 sin sufrir el mínimo mal; me horroricé y sentí dolor. El pecador irritó al Señor. Este pecador que hizo tanto mal y no sufre ninguno irritó al Señor; lo provocó: Tan grande es su ira que no se lo demandará29. Esta es la lógica: El pecador irritó al Señor; tan grande es su ira que no se lo demandará. No se lo demandará precisamente por ser tan grande su ira; quien elimina la corrección está preparando la condenación. No se lo demandará; pues, si se lo demandase, lo azotaría; y, si lo azotase, se corregiría. Ahora, en cambio, está airado, muy airado con los malvados que viven felices; no tengáis envidia de ellos, no queráis ser como ellos. Mejor es ser azotado que ser condenado. Así, pues, en el hecho de confiar sus ovejas a Pedro, el Señor me las confió también a mí, si es que soy digno de pisar, aunque sea en una mínima parte, el polvo de las huellas de Pedro; si es que soy capaz, el Señor me confió sus ovejas. Vosotros sois sus ovejas, y yo con vosotros, por el hecho de ser cristianos. Ya dije que, a la vez que apaciento, soy apacentado. Amad a Dios, para que Dios os ame a vosotros. No podéis mostrar cuánto amáis a Dios más que en la medida en que demostréis amar las ganancias de Dios. ¿Qué tienes que puedas dar a Dios, hombre prudente? ¿Qué vas a otorgarle? Lo mismo que Pedro; todo esto: apacienta mis ovejas30. ¿Qué puedes dar a Dios? ¿Que sea mayor? ¿Que sea mejor, más rico, más honrado? Como quiera que seas tú, él seguirá siendo lo que era. Por tanto, mira en torno a ti, por si tal vez puedes dar a tu prójimo algo que llegue hasta Dios. Lo que hicisteis a uno de estos mis discípulos más pequeños, a mí me lo hicisteis31. Si se te manda que repartas tu pan con el hambriento, ¿debes tú cerrar la Iglesia a quien llama?
14. ¿Por qué he dicho esto? Nos ha entristecido lo que acabamos de oír —pues no estuve presente—: que algunos hermanos protestaron y rechazaron a cierto donatista que volvía a la Iglesia confesando el pecado de reiteración del bautismo tras haber sido exhortado a la penitencia por el obispo. Lo digo a vuestra caridad: mis entrañas están convulsas; os confieso que no me agradó tanta diligencia. Sé que lo hicieron llevados del celo por Dios. Lo sé, no dudo que lo hicieron movidos por ese celo; pero deben considerar también aquellas palabras del apóstol Pablo cuando llora incluso por los que tienen celo de Dios, pero no según ciencia32. Suponed que hoy se le niega la admisión y mañana muere; ¿a quién se le exigirá la responsabilidad?33 Dirás: «Está fingiendo». Respondo: «Pero pide entrar». Yo te muestro que pide entrar; muéstrame tú que finge. ¡Oh cristiano! Quiero que me instruyas incluso a mí: —¿Cómo sabes que finge? —Porque teme por sus bienes.—Hemos conocido a muchos que temían por sus cosas, y se hicieron católicos precisamente por eso. Cuando recuperaron la libertad, algunos volvieron a donde antes, pero otros permanecieron con nosotros. Hasta que no entraron temieron por sus bienes; una vez dentro, aleccionados, se quedaron. ¿Cómo sabes, pues, que este que teme por sus bienes se hallará entre los que se encontró haber fingido, sobre todo presentándose tan iluminado por la verdad como convicto de falsedad? ¿Por qué quieres juzgar el corazón humano, oh hombre? ¿He sudado, me he fatigado y mostrado cuán invicta es la verdad para que aparezca como enemiga de quienes la buscan? Me fatigué en mostrar la verdad y dejar convicta la falsedad. Con la ayuda del Señor, así tuvo lugar. En vista de una persona se hizo todo; quizá el reflexionar sobre ello lo hizo cambiar. ¿Por qué quieres juzgar el corazón? Yo le veo pidiendo entrar, y ¿tú le acusas de fingir? Cristiano, acepta lo que ves, y lo que no ves déjalo en manos de Dios. Brevemente digo a Vuestra Caridad: de boca del Señor he escuchado que es preciso apacentar sus ovejas. Y sabemos lo que dice referente a ellas por boca del profeta Ezequiel: que una oveja no engorde a expensas de otra, que una oveja no empuje a otra, que la fuerte no oprima a la débil34. Pon atención a lo que dice el apóstol: Corregid a los inquietos, consolad a los pusilánimes, acoged a los débiles35. Corregid a los inquietos: hágase. Consolad a los pusilánimes: hágase. Acoged a los débiles: hágase. Sed pacientes con todos: hágase. Que nadie devuelva mal por mal a nadie36: hágase. Muchas cosas dice, pero sólo hemos prestado atención a ésta: corregid a los inquietos. Estad atentos: Corregid a los inquietos. Contad: consolad a los pusilánimes, acoged a los débiles, sed pacientes con todos, que nadie devuelva mal por mal a nadie. Tú no prestas atención mas que a lo primero: Corregid a los inquietos. Mira no sea que el inquieto seas tú, y, lo que sería peor, quieras ser inquieto y no ser corregido. Por Cristo os ruego y suplico que no echéis a perder mi trabajo. ¿O pensáis que mi satisfacción procede de haber vencido yo a la falsedad? La victoria es siempre de la verdad. ¿Qué soy yo? La falsedad fue vencida hace tiempo, pero demos gracias a Dios, porque fue vencida de forma clara y manifestada a los hombres. Larga fue la tarea del cultivo; ¿por qué se ponen dificultades al fruto?
15. Por lo demás, hermanos, ¡que no vuelvan a ocurrir estas cosas! ¡Nadie ame a la Iglesia de manera que le molesten sus ganancias! Hace dos o tres días aconteció lo que he mencionado. Y grande fue la repercusión entre la gente del hecho de que no se admita a los donatistas cuando vienen a la Iglesia. ¿Pensáis que no hay nada de malo en que esto haya llegado a todos? Os lo suplico: que la voz que ha resonado hoy sirva para enterrar con esta buena noticia la mala anterior. Esforzaos en ello; esto he dicho y predicado. Vengan y sean admitidos, como de costumbre, quienes nunca antes han sido católicos. En cambio, quienes han sido católicos con anterioridad y se hallaron haber sido prófugos, inconstantes y débiles, pérfidos —¿soy acaso condescendiente con ellos? Sin duda alguna, pérfidos—, quizá lleguen a ser fieles los que fueron pérfidos: vengan también ellos que han de ser admitidos a la penitencia. Ni se lisonjeen por haberla hecho ya cuando pasaron al partido de Donato. Entonces hicieron penitencia de una cosa buena; háganla ahora de la mala. Cuando hicieron penitencia en el partido de Donato, se arrepintieron de haber hecho el bien; arrepiéntanse ahora de haber obrado mal. Por el hecho de que se extraviaron de la fe, ¿teméis que pisoteen lo santo? También contemplo ese temor vuestro. Se les perdona en la penitencia. Formarán parte de los penitentes hasta que quieran reconciliarse, sin que nadie los obligue ni les atemorice. Al hacerse penitente católico, ya no caen sobre él las amenazas de la ley; comenzó a querer ser reconciliado cuando nadie le infundía temor: créele, al menos, entonces. Suponte que se hizo católico coaccionado; se hace penitente. ¿Quién le obliga a pedir la reconciliación sino su propia voluntad? Por tanto, de momento admitamos la debilidad, para después probar su voluntad.