En el natalicio de los mártires Casto y Emilio.
1. La virtud no solo grande, sino también religiosa —tal es la virtud fructífera, más aún, la única a lo que se puede llamar virtud, porque está al servicio de Dios, no del orgullo— me invita a hablar a Vuestra Caridad y a exhortaros a celebrar la solemnidad de los mártires de forma que, siguiéndolos, halléis deleite en imitarlos. Pues ni siquiera ellos mismos sacaron de sí mismos su fortaleza. El agua de aquella fuente no manó sólo para ellos. Quien se la dio a ellos tiene poder para dárnosla también a nosotros, puesto que es un único precio el que se ha pagado por todos nosotros.
2. Una cosa, sobre todo, se os ha de advertir, que debéis recordar asiduamente y en la que debéis pensar siempre: no es la pena, sino la causa, lo que hace a uno mártir de Dios. Dios se deleita con nuestra justicia, no con los tormentos que sufrimos. Y en el momento del juicio del Dios omnipotente y veraz no se pregunta por lo que uno haya sufrido, sino por qué lo ha sufrido. El que podamos signarnos con la cruz del Señor no lo debemos al sufrimiento del Señor, sino al motivo del mismo. Pues, si ello se debiese al castigo, hubiese tenido el mismo valor al efecto el castigo de los bandidos. En un mismo lugar estaban crucificados tres; en el medio estaba el Señor, que fue contado entre los malhechores1. A un lado y a otro le pusieron dos bandidos, pero el motivo no era el mismo. Se hallaban a ambos lados del crucificado, pero les separaba una gran distancia. A ellos los crucificaron sus desmanes; al Señor los nuestros. Con todo, hasta en uno de ellos se manifestó suficientemente cuánto vale no ya el tormento de un crucificado, sino la piedad de un confesor. En medio del dolor, el bandido obtuvo lo que Pedro había perdido lleno de temor. Reconoció su crimen, subió a la cruz; cambió su causa y compró el paraíso. Mereció cambiar totalmente su causa quien no despreció a Cristo por sufrir la misma pena. Los judíos despreciaron a quien hacía milagros, él creyó en quien pendía de un madero. Reconoció como Señor al compañero de cruz, y creyendo hizo violencia al reino de los cielos2. El bandido creyó en Cristo precisamente cuando vaciló la fe de los apóstoles. Justamente mereció escuchar: Hoy estarás conmigo en el paraíso3. Ni siquiera él mismo se había forjado esperanzas al respecto; se confiaba ciertamente a una gran misericordia, pero pensaba también en lo que merecía. Señor —dice—, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino4. Esperaba sufrir su pena hasta que llegase el Señor a su reino y deseaba alcanzar su misericordia, al menos en el momento de su venida. El bandido, conocedor de los propios merecimientos, lo difería; pero el Señor le ofrecía lo que él no esperaba, como diciéndole: «Tú me pides que me acuerde de ti cuando llegue a mi reino. En verdad, en verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso. Reconoce a quién te confías. Piensas que he de venir; pero antes de venir estoy en todas partes. Por tanto, aunque vaya a descender a los infiernos, hoy te tengo en el paraíso; no confiado a otro, sino conmigo. Mi humildad se abajó hasta los hombres mortales y hasta los mismos muertos, pero mi divinidad nunca se alejó del paraíso». Había, pues, tres cruces y tres causas. Un bandido insultaba a Cristo; el otro, confesando sus maldades, se confiaba a la misericordia de Cristo5. La cruz de Cristo en el medio no fue un suplicio, sino un tribunal; desde la cruz, en efecto, condenó al que lo insultaba y libró a quien creyó en él. Temed, si le insultáis, y gozad, si creéis en él. Revestido de gloria, hará lo mismo que revestido de humildad.
3. Los dones divinos provienen del abismo del juicio de Dios; podemos maravillarnos ante ellos, pero no investigarlos. Pues ¿quién ha conocido la mente del Señor?6 Y ¡cuán inescrutables son sus juicios, e inaccesibles sus caminos!7 Pedro, que sigue paso a paso las huellas de Cristo, se turba y lo niega; es mirado, y llora8 el llanto borra lo que el temor había causado. No abandonó a Pedro, pero le dio una lección. Habiéndosele preguntado si amaba al Señor, la presunción de su corazón lo llevó a declararse dispuesto hasta a morir por él. Lo había atribuido a sus fuerzas; de no haber sido abandonado por un poco de tiempo por quien lo guiaba, no se le habría mostrado la verdad. Se atrevió a decir: Entregaré mi vida por ti9. Se jactaba de que iba a entregar su vida por Cristo aquel presuntuoso por quien aún no la había entregado el Liberador. Luego, ante el temor, se turba, como lo había predicho el Señor, y niega tres veces a aquel por quien había prometido ir a la muerte. Como está escrito, le miró el Señor10. Pero él lloró amargamente11. Amargo era el recuerdo de la negación para que fuese dulce la gracia de la redención. De no haber sido abandonado, no lo habría negado; y, de no haber sido mirado, no habría llorado. Dios detesta a quienes presumen de sus fuerzas y, en cuanto médico, saja este tumor en aquellos a quienes ama. Al sajarlo les produce ciertamente dolor, pero luego robustece su salud. De este modo, después de resucitar, el Señor confía a Pedro sus ovejas, es decir, a quien lo había negado; lo había negado por presumir; luego fue pastor, por amarlo. ¿Por qué le interroga tres veces, cuando ya le amaba, sino para que se duela por la triple negación?12 De esta manera, Pedro hizo luego, con la gracia de Dios, lo que no pudo hacer antes confiado en sí mismo. Después que le confió las ovejas, no las de Pedro, sino las suyas propias, no para que las apacentase para sí, sino para el Señor, le anunció su pasión futura, a cuya cita no había acudido antes, puesto que había adelantado indebidamente el momento. «Cuando seas anciano —dice—, otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras». Esto lo dijo indicando de qué muerte glorificaría al Señor13. Así se cumplió; Pedro, que con sus lágrimas había lavado la negación, hubo de enfrentarse a la pasión. El tentador no pudo privarle de lo que le había prometido al Salvador.
4. Algo parecido pienso que ha sucedido con estos santos mártires Casto y Emilio.5, cuya festividad celebramos hoy. Quizá también ellos presumieron con anterioridad de sus fuerzas, y lógicamente desfallecieron. El Señor les mostró quiénes eran ellos y quién él. Los reprendió cuando eran presuntuosos y los llamó cuando eran creyentes. Les ayudó a luchar y los coronó al vencer. Ya el enemigo se alegraba por ellos en el primer combate, cuando cedieron ante los dolores, contándolos ya entre los suyos. Ya exultaba de gozo, ya los tenía en su poder; pero en la medida en que les fue concedido por la misericordia de Dios, unos mártires vencieron al diablo cuando los tentaba, pero estos hasta cuando triunfaba sobre ellos. Así, pues, hermanos míos, recordemos de quiénes es la fiesta que celebramos hoy; no queremos imitarlos en el haber sido vencidos, sino en el haber vencido. Si no se han ocultado las caídas de los grandes es para que teman quienes han presumido de sí mismos. Por doquier se nos recomienda con diligencia suma la humildad del maestro bueno. También está en Cristo nuestra salvación, que es su humildad. Careceríamos en absoluto de salvación si Cristo no se hubiese dignado hacerse humilde por nosotros. Recordemos que no hemos de confiar en nosotros mismos. Confiemos a Dios lo que tenemos e imploremos de él lo que aún no tenemos.
5. La justicia de los mártires es perfecta, porque alcanzaron la perfección al sufrir la pasión. Por esta razón no se ora por ellos en la Iglesia. Se ora por otros fieles difuntos, pero no por los mártires; tan perfectos salieron de esta vida que no son nuestros protegidos, sino nuestros protectores. Ni siquiera esto lo son en sí, sino en aquél, la cabeza, a la que se unieron como miembros perfectos. Él es, en verdad, el único abogado que, sentado a la derecha del Padre, intercede por nosotros; pero no hay más que un abogado14, como no hay más que un solo pastor. Pues conviene —dice— que yo atraiga también a las ovejas que no son de este redil15. ¿No es Pedro pastor, como lo es Cristo? En efecto, también Pedro es pastor, y quienes son como él, son, sin duda alguna, pastores. Pues si no es pastor, ¿cómo se le dice: Apacienta mis ovejas?16 Con todo, el verdadero pastor es el que apacienta las propias ovejas. A Pedro no se le dijo: «Apacienta tus ovejas», sino: las mías. Por tanto, Pedro es pastor no en sí, sino en el cuerpo del pastor.6. En efecto, si apacentase sus propias ovejas, al instante se convertirían en cabritos los apacentados por él.
6. Contra lo que se dice a Pedro: Apacienta mis ovejas17, se encuentra en el Cantar de los Cantares: Si no te conoces a ti misma, ¡oh hermosa entre las mujeres! Reconocemos, ciertamente, a quién se dicen estas palabras, y en ella las oímos también nosotros. Es la Iglesia quien lo escucha de la boca de Cristo; la esposa, de boca del esposo: Si no te conoces a ti misma, ¡oh hermosa entre las mujeres!, sal tú18. ¡Qué desagradable es esta palabra: Sal! Salieron de nosotros —dice— pero no eran de los nuestros19. A esta triste palabra, sal, se opone aquella otra, grata por el bien que expresa: Entra en el gozo de tu Señor20. Por tanto, si no te conoces a ti misma, ¡oh hermosa entre las mujeres, oh católica, hermosa entre las herejías!; si no te conoces a ti misma, ¡oh hermosa entre las mujeres!, sal tú; no te echo fuera yo, pero sal tú. Pues de entre los nuestros salieron quienes se separan a sí mismos, hombres animales, que no tienen el Espíritu21. No se dijo: «Fueron expulsados», sino: Salieron22. Tal fue la manera de proceder de la justicia divina hasta con los primeros padres al pecar. Como propensos ya por el propio peso, los dejó salir del paraíso, no los expulsó23. Por tanto, si no te conoces a ti misma, ¡oh hermosa entre las mujeres!, sal tú; yo no te echo fuera, sal tú. Yo quiero sanarte dentro de mi cuerpo; tú deseas que amputemos la podredumbre que eres tú. Así se les dijo a quienes se preveía que iban a salir, para que pudieran reconocer su estado y procurasen permanecer. ¿Por qué, pues, salieron ellos sino porque no se conocieron? Si, en efecto, se hubiesen conocido, hubiesen visto que no era suyo, sino de Dios, lo que ellos daban. «Soy yo quien lo da; mío es lo que doy; y además es santo, porque lo doy yo». Al no conocerte, justo fue que te salieras. No quisiste escuchar a quien te decía: Si no te conoces a ti misma, ¡oh hermosa entre las mujeres! Fuiste hermosa en otro tiempo, cuando estabas unida a los miembros de tu esposo. No quisiste escuchar y apreciar lo que significa: Si no te conoces a ti misma. En efecto, él te encontró siendo horrible; de fea, te hizo hermosa al convertirte de negra en blanca24. ¿Qué tienes que no hayas recibido?25 ¿No te das cuenta cómo se dijo: Si no te conoces a ti misma, sal tú? Pero pensaste que debías apacentar tus propias ovejas, contra lo que se le dijo a Pedro: Apacienta mis ovejas26 . Pero mira lo que añadió para ti quien para ti lo predijo: Sal tú tras las huellas de los rebaños27; no del rebaño, sino de los rebaños. Pues se apacientan ovejas de Cristo donde hay un solo rebaño y un solo pastor. Sal tú, pues, tras las huellas de los rebaños; tú sujeta a división, dividida de hecho y desgarrada. Sal tú tras las huellas de los rebaños y apacienta tus cabritos28. No mis ovejas, como Pedro, sino tus cabritos. En las tiendas de los pastores29, no en la del único pastor. Pedro entra por amor, tú sales por animosidad. Pedro se conoció a sí mismo, y por eso lloró sus presunciones y mereció encontrar quien lo ayudara; así, pues, sal tú. Apaciente él mis ovejas y tú tus cabritos. Entre él en la tienda del pastor, y tú en las de los pastores. ¿Por qué te jactas de la dura pena, si tu causa no es buena?
7. Honremos, pues, a los mártires en el interior de la tienda del pastor, en los miembros del pastor que poseen la gracia, no la audacia; la piedad, no la temeridad; la constancia, no la pertinacia; la unión, no la división. Por tanto, si queréis imitar a los verdaderos mártires, elegid vosotros la causa para poder decir al Señor: Júzgame, Señor, y discierne mi causa de la gente no santa30. Discierne no mi pena, que la tiene también la gente no santa, sino mi causa, que no la tienen sino los santos. Elegíos, pues, la causa; sea vuestra causa justa y buena, y, con la ayuda del Señor, no temáis ninguna pena. Vueltos al Señor...