El comienzo humilde de la Iglesia
Cristo, el Señor, se humilló para que nosotros aprendiéramos a ser humildes. El que todo lo contiene fue concebido; el que todo lo engendra nació; el que todo lo vivifica murió, pero resucitó al tercer día y ascendió al cielo y colocó a la derecha del Padre la carne humana que había recibido. Es algo maravilloso, hermanos -y esto es precisamente lo que no quieren creer los impíos-, es algo maravilloso que un hombre haya resucitado en la carne y haya ascendido al cielo con la carne; pero es cosa mucho más maravillosa el que todo el mundo haya creído algo tan increíble. ¿Qué es más increíble: que Dios haya hecho tales cosas o que el mundo haya podido creerlas? ¿Y qué decir si pasamos a considerar el modo como el mundo ha creído? También resulta ser verdaderamente divino y admirable en extremo. Cristo envió al mar del mundo a muy pocos pescadores equipados con las redes de la fe, todos ignorantes de las artes liberales, absolutamente desinformados por lo que se refiere a la ciencia mundana, sin el conocimiento de la gramática y sin las armas de la dialéctica. ¿Qué digo «muy pocos»? Envió a doce. Y, sin embargo, mediante ellos llenó las iglesias de tantas especies de peces, que muchos, incluso de entre los sabios del mundo, a quienes la cruz de Cristo les parecía bochornosa, se signan con ella en la frente y ponen en la ciudadela del pudor la misma cruz que consideraban algo bochornoso y a causa de la cual nos insultaban.