La ascensión del Señor
1. Hoy celebramos la ascensión del Señor al cielo en la carne en que resucitó. La fiesta anual no reitera el hecho, pero renueva su recuerdo. De momento, ascendamos en su compañía con el corazón, seguros de seguirle con la carne. No sin motivo acabamos de escuchar ahora: Levantemos el corazón, ni sin causa nos exhorta el Apóstol al decir: Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha del Padre; gustad las cosas de arriba, no las de la tierra1. Abandonad la tierra; no es posible al cuerpo, pero eche a volar el alma. Emigrad de la tierra; sufrid en la tierra las fatigas, pensad en el descanso del cielo. Obremos santamente aquí para permanecer allí por siempre. La tierra no es lugar donde el corazón pueda conservar su integridad: si permanece en ella, se corrompe. Todos ponen en un lugar elevado lo que tienen de valor; muchos hombres, mejor, todos los hombres, cuando oyen hablar de la inminencia de algunos peligros por causa de las guerras, buscan donde guardar lo valioso que tienen. ¿No es verdad? ¿Puede alguien del género humano comportarse de modo diferente a como digo? Si tiene plata, si tiene oro, si tiene joyas, si tiene collares de gran valor o vestidos costosos, busca donde guardarlos para no perder lo que posee. Lo más adecuado es que ponga en lo alto lo mejor que tiene, que lo coloque en un lugar elevado. ¿Qué tiene mejor que su corazón? Con el corazón se poseen los bienes terrenos. En efecto, los niños pequeños, que aún no tienen el sentido y el uso de razón -lo tienen dormido; aún no está despierto en ellos lo que tienen por creación-, ¿qué poseen? Nace el heredero futuro de todos los bienes y, aunque legalmente todas las cosas sean suyas, no las posee aún, porque todavía no está capacitado para poseerlas. Por eso dijo el Apóstol: Mientras el heredero es pequeño, en nada se distingue del siervo2. Si, pues, poseemos algo en la tierra, es gracias al corazón, a la inteligencia, al sentido, al ingenio, a la razón, al pensamiento, a la capacidad de decidir. ¡Cuántas cosas he mencionado! ¿Qué he dicho? ¿Quién se comprende a sí mismo? ¡Cuánto menos a quien le hizo! Confiemos a aquel lugar lo que tenemos en aprecio. Examinad, hermanos míos, las cosas en torno vuestro y hallad lo que de más valor tengáis. Mi invitación se dirige también a los avaros; ¡con cuánta mayor facilidad me escuchan los que no lo son! Dejo convictos a los avaros: ¡Oh tú, hombre avaro y acaparador, que por doquier buscas ganancias, sean justas o injustas!; mucho lodo reúnes junto a ti; lodo amontonas, y no temes atollarte en él, porque tienes en mucho los bienes terrenos. Hombre eres, tienes un cuerpo y un alma; refiriéndome primero a tu cuerpo, te pregunto qué es lo que tienes en mayor estima. Pienso que en tu cuerpo no encuentras nada más valioso que tus ojos. Hasta el punto de que quienes aman mucho a un hombre le dicen: «Te quiero como a mis ojos». Vayamos por etapas hasta llegar a lo que quiero demostrar. Entre tus miembros, no hay ninguno más cotizado que tus ojos. Considera ahora tus tesoros, mira qué es lo que guardas. Si alguien te dijera: «O me das lo que tienes guardado en la tierra o te saco ahora los ojos», ¿no darías todo por tus ojos? Lo darías todo para no quedarte ciego en medio de tus riquezas, pues no poseerías lo que no ves. Tu avaricia posee, efectivamente, el oro, no sé qué parte insignificante e ínfima de la tierra; con tus ojos posees el cielo, con tus ojos miras al sol, con tus ojos contemplas los astros, por medio de tus ojos posees el mundo. ¿Y para qué detenerme en muchas cosas? Interrógate a ti mismo; tu alma te responderá en nombre de su cuerpo: «Dalo todo, guarda mis ventanas». Esto es lo que te dice tu alma: «En tu rostro tengo dos ventanas, a través de ellas veo esta luz; entrega el oro para que no se cierren mis ventanas». Es decir, que das todo por tus ojos.
2. En verdad, no tienes cosa más valiosa que tus ojos, nada en verdad, pero limitándonos al cuerpo; pues puedo mostrarte que posees algo que aprecias más que a tus ojos. Tú, a quien hablo, confesarás que hay algo que aprecias más que a tus ojos. Lo digo al que hablo, no a aquello por lo que hablo: por el oído llego hasta la mente, por el oído estimulo la mente, por el sonido hablo a la mente, exhorto a la mente y la edifico. Pregunto a la mente acerca de la mente misma e interrogo al hombre de este modo. Poco ha hablaba de que, si alguien quisiera quitarte tus tesoros o tus ojos, una cosa de las dos, elegirías quedarte con los ojos; aunque te doliera, perderías tus tesoros para no perder los ojos. Ahora mi pregunta se centra en los ojos mismos. Si te está permitido tener ambas cosas, ojos y mente, considéralo una dicha. Pero, ¿y si no te es posible tener las dos y se te propone quedarte con una sola de ellas: «Elige lo que para ti es mejor: perder los ojos del cuerpo o la mente»? Si pierdes la mente, te conviertes en una bestia; si pierdes los ojos, tendrás la mente y serás hombre. Di, elige lo que quieras. ¿Qué quieres ser: un hombre ciego o una bestia que ve? Habéis aclamado, habéis elegido; lo que habéis elegido, ¿cómo lo visteis? ¿Qué os he mostrado para que aclamaseis? ¿Os he mostrado algunos hermosos colores, algunas formas bellísimas, oro o plata? ¿Os he presentado algunas piedras preciosas para que las contemplarais? Nada de esto; y, sin embargo, habéis aclamado, y con vuestra aclamación habéis dado a entender que habéis elegido. Lo que os sirvió para ver lo que elegisteis es la mente misma a la que estoy hablando. Con eso de que te serviste para elegir lo que escuchaste de mi boca, cree también a la palabra de Dios. Esto oyes y haces cuando se te dice: Levantemos el corazón. Piensa en Cristo sentado a la derecha del Padre; piensa en que ha de venir a juzgar a vivos y a muertos. Piénselo la fe; la fe radica en la mente, la fe está en los cimientos del corazón. Mira quién murió por ti; míralo cuando asciende y ámalo cuando sufre; míralo ascender y aférralo en su muerte. Tienes una prenda de tan gran promesa, hecha por Cristo: lo que él ha hecho hoy, su ascensión, es una promesa para ti. Debemos tener la esperanza de que nosotros resucitaremos y ascenderemos al reino de Dios, y allí hemos de estar por siempre con él, hemos de vivir sin fin, alegrarnos sin tristeza y permanecer sin molestia alguna. Allí no se te dirá: «Guárdate del mal», sino «Ten el bien». Gran cosa es lo prometido. ¿Cuándo se hubiese atrevido a prometerse esto la tímida y flaca mortalidad? ¿Cuándo hubiera osado prometérselo esta podredumbre? Considerando lo que es, ¿cuándo se hubiese hecho tal promesa? La promesa es de Dios. «Para que creas -dice- que vas a subir hasta mí, antes desciendo yo a ti, y para que creas que recibes la vida de mí, antes muero por ti».