La ascensión del Señor
1. Después de resucitar de entre los muertos, nuestro Señor Jesucristo, queriendo mostrar con una prueba segura y digna de toda fe que había resucitado en el mismo cuerpo con el que colgó de la cruz, vivió cuarenta días con sus discípulos, entrando y saliendo, comiendo y bebiendo1. Así convenía, en efecto, que fuesen afianzados los vacilantes, que se predicase la verdad del evangelio a la posteridad, que se mostrase a los creyentes la incorrupción e inmortalidad futura de su carne en aquella bienaventuranza eterna y que se refutase a los hombres extraviados que piensan y enseñan acerca del Señor cosa distinta al contenido de la verdad. Efectivamente, una vez resucitado, subió al cielo en el mismo cuerpo en el que muerto visitó los infiernos. Colocó en el cielo la morada de su carne ya inmortal, que él mismo se había construido en el seno de la virgen madre.
2. A algunos les extraña lo que dice el Señor en el evangelio: Nadie ha subido al cielo sino el que ha bajado del cielo: el hijo del hombre que está en el cielo2. ¿Cómo se afirma -dicen- que descendió del cielo el hijo del hombre, si fue asumido aquí en el seno de una virgen? A quienes así hablan no hay que despreciarlos, sino enseñarlos, pues pienso que buscan con piedad, pero que aún no pueden comprender lo que buscan. Ignoran que la divinidad misma tomó aquella humanidad, de forma que Dios y el hombre constituían una sola persona y que aquella humanidad se unió a la divinidad de tal forma, que el único Cristo era Palabra, espíritu y carne. Y por eso se dijo: Nadie ha subido al cielo sino quien ha bajado del cielo: el hijo del hombre que está en el cielo.
3. Una y otra sustancia se comunican los nombres que son de su propiedad: la divina a la humana y la humana a la divina, de modo que al Hijo de Dios se le llama hombre, y al hijo del hombre Dios, siendo en ambos casos el mismo e idéntico Cristo. En efecto, nuestro Señor Jesucristo se dignó tomar al hombre de manera que no desdeñó llamarse hijo del hombre, como leemos en muchos textos evangélicos. Él mismo pregunta al bienaventurado Pedro: ¿Quién dicen los hombres que es el hijo del hombre?3 Pedro, inspirándoselo el mismo Cristo, la piedra, le respondió: Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo4. He aquí el citarista simbolizado en David; se ha manifestado ahora, al tocar los corazones de los suyos y producir el sonido deseado y conocido por todos. Y en su pasión, llenando de terror a los judíos, dijo respecto a su última venida: Un día veréis al hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo5. Y en otro lugar: Veréis a los ángeles subir y bajar hasta el hijo del hombre6. Al decir subir manifestó estar en el cielo; al decir bajar mostró que tampoco faltaría nunca de la tierra, como lo prometió también a sus discípulos al ascender al cielo con estas palabras: He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo7.
4. Tanto amó Dios al género humano que entregó a su hijo unigénito por la vida del mundo8. Si el Padre no nos hubiese entregado la vida no tendríamos vida. Si la vida no hubiese muerto, no se hubiese dado muerte a la muerte. El mismo Cristo el Señor es la vida de la que dice el evangelista Juan: Éste es el Dios verdadero y la vida eterna9. Él mismo dice a la muerte por boca del profeta, amenazándola con la muerte: ¡Oh muerte!, yo seré tu muerte; seré mordedura para ti, ¡oh infierno!10 Como si dijera: «Muriendo, te daré muerte, te destruiré, te privaré de todo poder y daré libertad a los que tienes cautivos. Quisiste apoderarte de mí, que soy inocente; justo es que pierdas a los que quisiste tener en tu poder».
5. Así, pues, la vida murió, la vida permaneció, la vida resucitó y, dando muerte a la muerte, con su muerte nos aportó la vida. Por tanto, la muerte fue absorbida por la victoria11 de Cristo, que es la vida eterna12; como dice el Apóstol: Devoró a la muerte para que seamos herederos de la vida13. Por Cristo nos hemos convertido en herederos de la vida eterna, pues hemos sido liberados de la muerte eterna por él, de quien no dudamos ser también sus miembros. A los cuarenta días, es decir, hoy, el Señor Jesús subió al cielo contemplándolo sus discípulos, llenos de admiración. Estando en pie y hablando entre sí, repentinamente lo arrebató una nube y lo quitó de su vista, elevándolo al cielo14.