La ascensión del Señor
1. Hoy ha brillado el día santo y solemne de la ascensión de nuestro Señor Jesucristo: exultemos y gocémonos en él1. Al descender Cristo, los infiernos se abrieron; al ascender, se iluminaron los cielos. Cristo está en el madero: insúltenle los furiosos; Cristo está en el sepulcro: mientan los guardias; Cristo está en el infierno: sean visitados los que descansan; Cristo está en el cielo: crean todos los pueblos. Él, pues, debe ser el tema de nuestro sermón, puesto que es quien nos otorga la salvación. No os hablo de ninguno otro sino de aquel que ahora nos hablaba en el evangelio a todos nosotros y que, a punto de ascender al Padre, decía a sus discípulos: Esto es lo que os he dicho cuando estaba con vosotros. Pero el Paráclito, el Espíritu de verdad que el Padre enviará en mi nombre, os enseñará todas las cosas y os traerá a la memoria cuanto os he dicho. No se turbe ni tema vuestro corazón. Oísteis lo que os dije: Voy a mi Padre, porque el Padre es mayor que yo2.
2. Sabéis, hermanos, que nuestro Señor Jesucristo se hizo por nosotros lo que nosotros somos y que, sin embargo, permaneció en la misma forma en la que es igual al Padre. Creemos, en efecto, que el Hijo de Dios se hizo partícipe de nuestra debilidad, pero sin perder su majestad. Ésta es, por tanto, nuestra fe: Él es Dios sobre nosotros y hombre entre nosotros. Muchas cosas hizo aquí, en su forma humilde tomada por nosotros para esconder la sustancia divina que en él se ocultaba y para manifestar sólo la humana que en él saltaba a la vista. Los que no fueron capaces de distinguir y comprender esto, dieron origen a las herejías. Dentro de ellos están, entre otros, los arrianos, quienes pretenden que Dios Padre es mayor que Dios Hijo. Respóndales con brevedad y claridad la verdad católica.
3. Les preguntamos en qué dicen que el Padre es mayor que el Hijo. Si dijeran que en magnitud, o sea, en una especie de volumen corporal, igual que decimos, por ejemplo: «Este monte es mayor que aquél», o «esta ciudad mayor que aquélla», les responderemos, con el evangelio en la mano, que Dios es espíritu3 y que las cosas corporales no admiten comparación con las espirituales. En efecto, sólo se podrá hablar de mayor y menor si en ambos casos se trata de formas corporales. Pero Dios ni es extenso por su volumen, ni se distingue por formas corporales, ni se encierra en un lugar, ni sufre estrecheces, ni tiene límite alguno. Dios es grande no por su volumen, sino por su poder. Cesen, pues, y aquiétense las abyectas fantasías del pensamiento que oprimen con sus imágenes las mentes de los fieles; desaparezca también por completo el habitual modo carnal de pensar: cuando reflexionamos acerca de Dios, no ha de presentarse a nuestros ojos figura alguna carnal.
4. Pero vuelven a la carga los arrianos diciendo que el Padre es mayor en tiempo, es decir, en edad; sostienen, en efecto, que es absolutamente imposible que sean coetáneos el que engendra y el engendrado. Es necesario -dicen- que exista con anterioridad el que engendra, del cual pueda en su momento venir a la existencia el que nace. ¿De dónde proceden estos pensamientos sino de la carne? Esto lo han aprendido de lo habitual en la generación humana, sin advertir que, entre los hombres, donde hay un hijo más débil por su edad, allí hay también un padre más acabado por la vejez y que, efectivamente, al crecimiento y fortalecimiento del hijo, menor en edad, corresponde el envejecimiento y decaimiento del padre. Por tanto, en la medida en que pretenden que el Padre es más antiguo, en esa misma medida han de confesar que el Hijo es más fuerte. Si el pensar esto acerca de Dios es absurdo, cesen de una vez de confiar los secretos divinos a los sentidos humanos.
5. Pero es poco convencerlos con ese argumento, si no podemos mostrarles un ejemplo tomado de la creación visible donde el que nace es coetáneo de quien lo engendra. Para expulsar las tinieblas de este error tomemos, como término de comparación, una candela que expande la trémula llama alimentada por la mecha que arde. Lo que arde es el fuego. El fuego es la sustancia, el resplandor lo que se ve; mas no se origina el fuego del resplandor, sino el resplandor del fuego. Pero, con todo, nunca existió el fuego sin su resplandor, aunque el resplandor se origine del fuego: desde el primer momento que aquel diminuto fuego comenzó a existir, se levantó ya con su resplandor, ciertamente simultáneo. Así, pues, el resplandor es coetáneo del fuego del que nace, y, si el fuego fuese eterno, el resplandor sería también, con toda certeza, eterno.
6. Mas, ¡lejos de nosotros el dar siquiera la impresión de haber hecho una injuria a nuestro Señor mediante esta imperfectísima comparación! Así, pues, debemos probarlo con el evangelio, donde el mismo Hijo se muestra ya en la forma en la que dijo ser inferior al Padre haciéndose obediente hasta la muerte4, ya en la que manifestó ser igual a quien lo engendró: Yo y el Padre somos una sola cosa5. Ellos nos objetan: «Ved que el mismo Hijo dijo: El Padre es mayor que yo»6, sin entender que él dijo esto cuando existía en la carne, en la que no sólo era menor que el Padre, sino que también, según indica el salmo divino, fue hecho algo menor que los ángeles7. Si esto es lo único que quieren escuchar con agrado, ¿por qué no consideran lo que también él dijo en otra ocasión: Yo y el Padre somos una sola cosa? Reflexionen, además, por qué dijo: El Padre es mayor que yo. Cuando se hallaba para subir al Padre, se entristecieron los discípulos, porque los abandonaba en su forma corporal; entonces les dijo: Porque os dije que voy al Padre, la tristeza inundó vuestro corazón8. Si me amarais os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo9. Lo que equivale a decir: «Sustraigo a vuestros ojos esta forma de siervo, en la que el Padre es mayor que yo, para que, apartada de los ojos de la carne, podáis ver con el espíritu al Señor».
7. Por tanto, en atención a la forma de siervo que había recibido, es verdad lo que dijo: El Padre es mayor que yo10, porque ciertamente Dios es mayor que el hombre; y en atención a su verdadera forma de Dios, en la que permanecía con el Padre, dijo con verdad: Yo y el Padre somos una sola cosa11. Ascendió, pues, al Padre en cuanto era hombre, pero permaneció en el Padre en cuanto era Dios, porque vino a nosotros en la carne sin apartarse de Dios. Ascendió -digo- al Padre la Palabra que se hizo carne12 para habitar entre nosotros, pero volvió a prometernos su presencia con estas palabras: He aquí que yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo13. El apóstol Juan dice de él según su forma divina: Él es el Dios verdadero y la vida eterna14. Según su forma de siervo, dice de él el apóstol Pablo: Quien, existiendo en la forma de Dios, no juzgó objeto de rapiña ser igual a Dios; antes bien se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo15. Según su forma de Dios, dice de sí mismo: Yo y el Padre somos una sola cosa; según su forma de siervo, dice: Mi alma está triste hasta la muerte16. ¿De dónde procede aquel atrevimiento? ¿De dónde este temor? Las primeras palabras tienen su origen en la propiedad de su sustancia; las segundas, en la debilidad asumida de que participa.
8. Amadísimos, distingamos estas dos cosas entendiendo sabiamente lo que leemos en las Escrituras; pero mientras las distinguimos, pidamos la inteligencia de ello al Señor mismo para evitar caer en el error.