La fe del apóstol Tomás1
1. El día de hoy encierra para nosotros un gran misterio: el de la felicidad eterna. Pasará este día, pero no pasará igualmente la vida simbolizada en él. Por tanto, hermanos, en el nombre de Jesucristo nuestro Señor, que ha perdonado nuestros pecados, que quiso que su sangre fuese el precio pagado por nuestros pecados, que se dignó hacernos hermanos, indignos como éramos hasta de ser sus siervos, os exhorto y suplico que toda vuestra mirada -por eso sois cristianos y lleváis su nombre en la frente y en el corazón- vaya dirigida a aquella vida que hemos de tener en común con los ángeles. Allí el descanso será eterno, eterna la alegría, inagotable la felicidad; allí no habrá subversión, ni tristeza, ni muerte. Tal vida no pueden conocerla más que quienes la experimentan; pero no pueden experimentarla más que quienes creen. Si me exigís que os muestre lo que os ha prometido Dios, no me es posible. Sin embargo, habéis oído cómo acaba el evangelio de Juan: Dichosos los que creen sin haber visto2 Queréis ver, también yo. Creamos juntos y lo veremos a la vez. No seamos duros frente a la palabra de Dios. ¿Acaso estaría bien que Cristo descendiera ahora del cielo para mostrarnos sus cicatrices? Si se dignó mostrarlas a aquel incrédulo3 fue para reprender a los que dudaban e instruir a los futuros creyentes.
2. Este octavo día simboliza, pues, la vida nueva que seguirá al fin del mundo, y el séptimo, el descanso futuro de los santos en esta tierra. Como dice la Escritura, Dios reinará con sus santos en la tierra, y tendrá aquí una Iglesia de la que no formará parte malvado alguno, aislada y purificada de todo contagio de maldad; Iglesia simbolizada en aquellos ciento cincuenta y tres peces4 que ya he comentado en alguna ocasión, según recuerdo. La Iglesia aparecerá aquí por primera vez envuelta en gran gloria y perfección. No será posible allí el engaño, ni la mentira, ni el que un lobo se oculte bajo la piel de oveja. Pues, como está escrito, vendrá el Señor e iluminará lo que ocultan las tinieblas y manifestará los pensamientos del corazón, y entonces cada uno recibirá la alabanza de parte de Dios5. Allí no estarán los malvados, que serán separados antes. Entonces, como en una era, aparecerá el muelo limpio, la muchedumbre de los santos, y así será llevado al granero celeste de la inmortalidad. Como al trigo, se lo limpia en el mismo lugar en que ha sido trillado, y el lugar en que los granos sufrieron la trilla para ser separados de la paja se embellece con la hermosura del muelo ya limpio. En efecto, después de la limpia veremos en la era por un lado la parva de paja y por otro el muelo de trigo. Conocemos el fin a que se destina la paja y cómo el trigo es lo que produce satisfacción al labrador. En la era el trigo aparece ya separado de la paja y, después de tantas fatigas, causa satisfacción ver aquel montón escondido antes bajo la paja e invisible mientras duraba la trilla; después se le lleva al granero donde se conserva oculto. Lo mismo sucede en este mundo: veis cómo en esta era está teniendo lugar una trilla; pero la paja está tan unida al trigo que es difícil distinguirla, porque aún no se ha aventado. De la misma manera, después de la aventación del día del juicio, aparecerá el muelo de santos, resplandeciente por su dignidad, poderoso en méritos, poniendo por delante la misericordia de quien lo ha librado. Tal será el séptimo día. El día primero, por así decir, de todo este mundo es el período que va desde Adán hasta Noé; el segundo, desde Noé hasta Abrahán; el tercero -como ya lo establece el evangelista Mateo- desde Abrahán hasta David; el cuarto, desde David hasta la transmigración a Babilonia; el quinto, desde la transmigración hasta la llegada de nuestro Señor Jesucristo6. Desde la llegada del Señor, por tanto, está en curso el día sexto; en él vivimos. Por eso, como, según el Génesis, el hombre fue creado en el sexto día a imagen de Dios7, así también en este período, cual sexto día de la totalidad del tiempo, somos renovados en el bautismo para recibir la imagen de nuestro Creador. Mas, una vez que haya pasado este sexto día, después de la aventación vendrá el descanso, y disfrutarán del reposo sabático los santos y justos de Dios. Después del séptimo, cuando aparezca en la era el resplandor de la mies, el fulgor y el mérito de los santos, iremos a aquella vida y a aquel descanso del que se dijo: Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni subió al corazón humano lo que Dios ha preparado para los que lo aman8. Entonces, digámoslo así, se vuelve al comienzo. En efecto, cuando se hayan cumplido estos siete días, el día octavo será de nuevo el primero; después de concluidas y transcurridas las siete edades del tiempo presente, volveremos a la inmortalidad y felicidad de la que cayó el hombre. He aquí por qué en la octava de Pascua llegan a su término los misterios relativos a los recién bautizados. El mismo número siete, multiplicado por sí mismo, da cuarenta y nueve; y, si se le añade uno volviendo en cierto modo al comienzo, se obtiene el cincuenta. El número cincuenta lo celebramos hasta Pentecostés con valor de símbolo. El número resulta también de otra operación: al cuarenta se le añade el número diez, el denario de la recompensa. Ambos métodos conducen al cincuenta, que, multiplicado por tres en atención al misterio de la Trinidad, da ciento cincuenta. Si se le añade el número tres, como testigo e indicador de la Trinidad y de la anterior triplicación, advertimos que la Iglesia está simbolizada en aquellos ciento cincuenta y tres peces.
3. Pero, mientras llegamos a aquel descanso, ahora, en este tiempo de fatigas, mientras nos hallamos en la noche, mientras no vemos lo que esperamos y caminamos por el desierto hasta que lleguemos a la Jerusalén celestial, cual tierra de promisión que mana leche y miel; ahora, pues, mientras persisten incesantes las tentaciones, obremos el bien. Esté siempre a mano la medicina para aplicarla a las heridas prácticamente cotidianas, medicina que consiste en las buenas obras de misericordia. En efecto, si quieres conseguir la misericordia de Dios, sé tú misericordioso. Si tú que eres hombre niegas a otro hombre el trato humano, también Dios te negará el don divino, es decir, la incorrupción de la inmortalidad por la que nos convierte en dioses. Dios no necesita nada de ti; tú, en cambio, tienes necesidad de él. Él nada te pide para ser bienaventurado; tú, en cambio, no podrás serlo si no lo obtienes de él. ¿Qué recibes de él? Ignoro si te atreverías a quejarte si recibieras de quien creó todo la más excelente de las cosas creadas. Pero él no te da cosa creada alguna, sino que se te da a sí mismo para que goces de él; el creador de todo te da a sí mismo. ¿Qué cosa de las creadas por él puede ser mejor y más hermosa que quien la hizo? ¿Y cómo te la dará? ¿Por tus méritos acaso? Si preguntas por tus méritos, presta atención a tus pecados. Escucha la sentencia proferida por Dios contra el hombre trasgresor: Eres tierra, y a la tierra volverás9. Al precepto le había precedido la amenaza: El día que lo toquéis moriréis10. Si vas tras el mérito de los pecados, ¿qué te sale al encuentro sino el castigo? Olvida, pues, tus méritos, no sea que estremezcan tu corazón. O, mejor, no los olvides, no sea que por soberbia rechaces la misericordia. Nos confiamos a Dios, hermanos, mediante las obras de misericordia. Confesad al Señor, porque es bueno, porque su misericordia es eterna11. Confiesa que Dios es misericordioso y que quiere perdonar los pecados a quienes los confiesan. Mas ofrécele un sacrificio. Compadécete, ¡oh hombre!, del hombre, y Dios se compadecerá de ti. Tú y el otro sois dos hombres, es decir, dos miserables. Dios, en cambio, no es miserable, pero sí misericordioso. Si un miserable no tiene compasión de otro miserable, ¿cómo va a suplicar misericordia de quien nunca será miserable? Atended a lo que voy a decir, hermanos. Si alguien se muestra cruel con un náufrago, por ejemplo, su crueldad le durará hasta que él se encuentre en la misma situación. Si también él lo ha experimentado en sí mismo, cuando le acontezca ver a un náufrago, se acordará de su historia pasada y tal desgracia, semejante a la suya, le conmoverá. Si el participar de la misma condición humana no le había podido doblegar a practicar la misericordia, le doblega la participación en la misma desgracia. Quien alguna vez fue esclavo, ¡qué pronto se compadece de otro esclavo! El que fue jornalero, ¡cuán pronto se asocia al dolor del jornalero defraudado en su salario! Quien en alguna ocasión lloró por lo mismo, se compadece del hombre que llora amargamente a su hijo. Así, pues, cualquiera que sea la dureza del corazón humano, la ablanda el compartir un dolor semejante. Si, pues, tú, que o bien fuiste miserable o bien temes serlo -mientras vives aquí no sólo debes temer ser lo que no fuiste, sino también acordarte de lo que fuiste y pensar en lo que eres-; si, pues -repito-, tú que te encuentras entre las miserias pasadas y el temor al futuro y el dolor presente, no te compadeces de un hombre desdichado que necesita tu ayuda, ¿esperas que se compadezca de ti aquel a quien nunca alcanza la miseria? No das tú de lo que recibiste de Dios, ¿y quieres que te dé Dios de lo que no recibió de ti?
4. Hermanos míos, todos vosotros que vais a regresar a vuestras casas y que, a partir de este momento, apenas volveremos a vernos a no ser quizá en alguna otra fiesta solemne, practicad la misericordia, puesto que los pecados son muchos. No hay otro descanso ni otro camino para llegar a Dios, para reintegrarnos a él, para reconciliarnos con aquel a quien hemos ofendido con gran peligro para nosotros. Hemos de llegar a su presencia; que nuestras obras hablen allí en favor nuestro y hablen de tal manera que superen a nuestras ofensas. Se merecerá el castigo o el descanso según que sean más numerosos los pecados o las buenas obras. En la Iglesia hay dos clases de misericordia: una es tal que no conlleva gasto de dinero ni tampoco fatiga; otra que requiere de nosotros o bien el servicio de la acción o bien gasto de dinero. La que no nos exige ni dinero ni fatiga radica en el alma, y consiste en perdonar a quien te ofendió. Para dar esta limosna tienes el tesoro en tu corazón: en él resuelves el asunto en presencia de Dios. No se te dice: «Saca tu cartera, abre la caja fuerte o el almacén»; ni tampoco: «Ven, camina, corre, apresúrate, intercede, habla, visita, esfuérzate». Sin moverte del sitio, arrojaste de tu corazón lo que tienes contra tu hermano: hiciste una obra de misericordia sin ningún gasto, sin ninguna fatiga, con la sola bondad, con el solo pensamiento misericordioso. Si dijéramos: «Entregad vuestros bienes a los pobres», se nos podría tachar de exigentes. Ciertamente somos blandos e indulgentes, al menos ahora cuando os decimos: «Dad sin perder nada; perdonad para que se os perdone». Pero digamos también esto: Dad, y se os dará12. El Señor unió ambas cosas en un solo precepto, mencionando estos dos tipos de misericordia: Perdonad, y seréis perdonados13: la misericordia del perdón; Dad, y se os dará: la misericordia del generoso. Ved si no es más lo que nos da Dios. Tú perdonas a un hombre, pues fue un hombre el que en ti dañó a otro hombre; a ti te perdona Dios, en quien tú, hombre, ofendiste a Dios. ¿Acaso es lo mismo ofender a un hombre que ofender a Dios? Así, pues, es más lo que él te otorgó, puesto que tú perdonaste una ofensa hecha a un hombre, mientras que él perdonó la ofensa hecha a Dios. Poned atención a otra clase de misericordia: la de la limosna. Tú das pan, él te da la salud; tú das a un sediento un vaso de cualquier bebida, él te da la bebida de su sabiduría. ¿Admite comparación lo que das y lo que recibes? Ved cómo hay que trabajar con intereses. Si quieres prestar con intereses, no te lo prohíbo en absoluto, pero presta a quien no se empobrece al devolver más y de quien es propio también el hacer que recibas mejor y más abundantemente lo mismo que le das, sea lo que sea.
5. Otra cosa quiero advertir a vuestra caridad: sabed que quien da personalmente algo a los pobres realiza una doble obra de misericordia. No hay que pensar sólo en la bondad del dador, sino también en la humildad del que sirve. No sé de qué manera, hermanos míos, cuando el pudiente alarga su mano hasta la del necesitado, el alma del primero parece como que se compadece de la común humanidad y debilidad. Aunque uno dé y otro reciba, se encuentran unidos el que sirve y el servido, pues no nos une la desgracia, sino la humildad. Vuestra riqueza será para vosotros y para vuestros hijos, si así place a Dios. Pero no se menciona esta abundancia terrena, que con frecuencia advertís que es dañosa. El tesoro yace tranquilo en casa, pero no deja estar tranquilo a su dueño. Teme al ladrón, al descerrajador de puertas, al siervo infiel, al vecino poderoso y sin escrúpulos. Cuanto más posee más grande es el temor. Si, en cambio, se lo das a Dios en la persona de los pobres, no lo pierdes y gozarás de tranquilidad, porque Dios mismo te lo guarda en el cielo, él que te da también lo necesario en la tierra. ¿O temes, acaso, que te pierda Cristo lo que le confíes? ¿No elige cualquier hombre un administrador fiel de entre su familia, al cual confía su dinero, el cual es libre para no quitárselo, pero no lo es para no perderlo? ¿Hay fidelidad mayor que la de Cristo? ¿Qué hay más divino que su omnipotencia? Nada puede quitarte, porque fue él quien te lo dio con la esperanza de que se lo dieras a él; ni puede tampoco perder nada, porque con su omnipotencia lo asegura todo.
Cuando celebráis los ágapes reconfortáis el corazón. Vemos que somos servidores, que se sirve lo nuestro y por medio de nosotros; y, sin embargo, todo lo servido nos lo ha otorgado Dios. Es cosa buena, hermanos, que deis con vuestra propia mano, pues le agrada mucho a Dios. Él lo recibe y te lo dará a ti, él que te otorgó el que pudieras darle, antes de deberte nada. El servir debe ir asociado al dar. Pudiendo tener dos salarios, ¿por qué pierdes uno? Si alguno no está en condiciones de dar a todos los pobres, dé según sus posibilidades, pero con alegría, pues Dios ama al que da con alegría14. El reino de los cielos hay que comprarlo a cualquier precio. Nadie, aunque tenga sólo dos denarios, ha de decir que no está en disposiciones de adquirirlo. A este precio lo compró la viuda aquella15.
6. Pasaron ya los días de fiesta; vendrán ahora los días de las comparecencias, pagos y litigios. Estad atentos a cómo vais a vivir en ellos, hermanos míos. Las vacaciones de estos días tienen que haber engendrado en vosotros mansedumbre; no tienen que haberse convertido en oportunidad para planear querellas. En efecto, hay hombres que no trabajaron estos días para maquinar maldades para llevarlas a cabo una vez pasadas estas fechas. Os pido que viváis como quienes saben que han de rendir cuentas a Dios de la vida entera, no de estos quince días solamente. Por la premura del tiempo, no he explicado las dificultades que ayer expuse respecto a las Escrituras. Reconozco que estoy en deuda con vosotros. Como en los próximos días están permitidos los pagos según el derecho forense y público, exigidme esto a mí según el derecho cristiano. La solemnidad ha hecho que todos hayan venido aquí; que el amor a la ley os haga venir, pasados estos días, a exigirme lo que os he prometido. Quien realmente da, os lo da a través de mi persona; él es quien ciertamente da a todos. Sé que el Apóstol ha dicho: Pagad a cada uno lo que le debáis; a quien tributo, tributo; a quien aduana, aduana; a quien temor, temor; a nadie debáis nada; antes bien, amaos mutuamente16. Sólo el amor hay que devolverlo siempre; nadie está libre de esta deuda. Lo que os debo, hermanos, os lo he de pagar en el nombre del Señor. Pero, os lo confieso, asumo la obligación de pagarlo a quienes me lo exijan, no a los indolentes.