Aparición a los apóstoles1
1. 1. Hablemos de la resurrección de la carne, en la medida de nuestras posibilidades y de la gracia que nos otorgue Dios, en estas fechas sagradas dedicadas a la resurrección del Señor. Tal es, en efecto, nuestra fe; tal el don que tenemos prometido en la carne de nuestro Señor Jesucristo; él nos precedió como ejemplo. No sólo quiso anunciarnos, sino también mostrarnos lo que nos tiene prometido para el final. Quienes entonces se hallaban con él lo vieron, y, como se habían asustado, creyendo estar ante un espíritu, tocaron la solidez de su cuerpo. Habló a sus oídos con palabras y a sus ojos con la propia presencia; pero era poco prestarse a que lo vieran si no se ofrecía también a que lo palparan y tocaran. Les dice, en efecto: ¿Por qué estáis turbados y suben esos pensamientos a vuestro corazón? Ellos pensaban estar viendo un espíritu. ¿Por qué estáis turbados -les dijo- y por qué suben esos pensamientos a vuestro corazón? Ved mis manos y mis pies; palpad y ved que los espíritus no tienen carne y huesos, como veis que tengo yo2. ¡Contra tal evidencia aún discuten los hombres! ¿Qué otra cosa podían hacer unos hombres que no sacan gusto más que a las cosas de hombres sino discutir sobre Dios, pero contra Dios? Pues él es Dios, ellos son hombres. Pero Dios conoce que los pensamientos de los hombres son vanos3. El hombre carnal no tiene más norma para comprender que lo que acostumbra a ver. Creen lo que suelen ver; lo que no suelen ver no lo creen. Dios, precisamente porque es Dios, hace cosas milagrosas que salen de lo normal. Pero el que a diario nazcan tantos hombres que antes no existían es ciertamente mayor milagro que la resurrección de unos pocos que ya existían. Sin embargo, a esos milagros no se les presta atención, pues la frecuencia los ha hecho ordinarios. Resucitó Cristo: es un hecho inapelable. Era cuerpo, era carne, colgó de un madero, exhaló el último aliento y fue colocada en el sepulcro. Quien vivía en ella la mostró viva. ¿Por qué nos extrañamos? ¿Por qué no creerlo? Dios es quien lo ha hecho; considera quién es el autor y elimina toda duda.
2. 2. Preguntan los hombres si ha de existir tras la resurrección de los muertos la corrupción física que experimentan en su carne. Les respondemos que no. Ellos nos replican: «Si no existe, ¿qué necesidad habrá de comer? O si no se habrá de comer ¿por qué comió el Señor después de la resurrección?» Acabamos de oír, cuando se leyó el evangelio, que, para mostrarles su realidad corpórea, le pareció poco presentarse vivo a los ojos y manos de sus discípulos, sino que añadió: ¿Tenéis aquí algo que comer? Y le ofrecieron un trozo de pez asado y un panal de miel; él comió de ello y les dio lo sobrante4. Se nos dice, pues: «Si la corrupción del cuerpo no sobrevivirá tras la resurrección, ¿por qué comió Cristo el Señor?». Habéis leído que comió, pero ¿habéis leído acaso que tuviese hambre? Si comió fue porque pudo hacerlo, no porque tuviera necesidad. Si hubiera deseado comer, hubiese tenido necesidad de algo. Y, a su vez, si no hubiera podido comer, su poder hubiese sido menor. ¿Acaso no comieron también los ángeles cuando nuestros padres los recibieron como huéspedes5, sin que ello significase que estuviesen sujetos a corruptela alguna?
3. Preguntan todavía: «¿Resucitarán los cuerpos con los defectos que poseían cuando murieron?» Les respondemos que no. Se nos objeta: «¿Por qué, entonces, resucitó el Señor con las cicatrices de sus heridas?» ¿Qué podemos responderles sino que también eso fue resultado de su poder, no de necesidad alguna? Así quiso resucitar y así quiso mostrarse a algunos que dudaban. La cicatriz de la herida en aquella carne curó la herida de la incredulidad.
3. 4. Prosiguen aún con la discusión y nos preguntan: «Los que mueren siendo niños, ¿resucitarán también como niños? O, aunque tenían poca edad al morir, ¿resucitarán en la plenitud de la misma?». Esto no lo encontramos explícitamente establecido en la Escritura. La promesa se limita a afirmar que los cuerpos han de resucitar incorruptibles e inmortales. Y si se les devuelve su corta edad, si se les restituye su baja estatura, ¿significa eso que les acompañará también su debilidad? Por el hecho de que sean chiquitos, ¿van a estar siempre acostados sin poder andar? Se acepta como más creíble, más probable y más razonable que han de resucitar en la edad madura, de modo que se les restituya como don aquello a lo que habrían de acceder con el tiempo. Pues no hemos de creer que vayan a resucitar en una edad decrépita, achacosa y encorvada. En resumidas cuentas, elimina toda tacha y añade lo que quieras.
5. Pero preguntas: «¿Cómo estará en el cielo el cuerpo terreno?» Los más célebres entre los filósofos gentiles, cuyas opiniones necias, o en todo caso humanas, ya os he mostrado -en efecto, no investigaron estas cosas con el espíritu de Dios, sino en base a conjeturas del corazón humano-, dan la máxima importancia a esta cuestión. Tratan con sutileza sobre las leyes de la gravedad y el orden de los elementos, y dicen -cosa que también vemos- que este mundo está ordenado de tal manera que la tierra es lo que está más abajo, en su base; en segundo lugar, sobre ella, las aguas; luego viene el aire, y en cuarto lugar el éter, por encima de todo lo demás. El elemento superior, que denominan éter, es, según ellos, un fuego líquido y puro del que se han formado los astros; en él nada terreno puede existir, porque no lo permiten las leyes de la gravedad. Si les respondemos que nuestros cuerpos no han de estar en el cielo, sino que han de vivir en una tierra nueva, pecamos de osados y atrevidos; más aún, hablamos contra lo que dice la fe. Pues debemos creer que tendremos cuerpos tales que nos permitan estar donde y cuando queramos. En efecto, si, para solucionar la cuestión que plantea el peso de los cuerpos, respondemos que hemos de vivir en la tierra, se nos replantea la cuestión respecto al cuerpo del Señor, cuerpo con el que subió al cielo.
4. 6. Escuchasteis el evangelio recién leído; en nuestros oídos sonaron estas palabras: Levantando sus manos, los bendijo. Y sucedió que, mientras los bendecía, se separó de ellos y era llevado al cielo6. ¿Quién era llevado al cielo? Cristo el Señor. ¿Quién es Cristo el Señor? El Señor Jesús. Entonces, ¿vas a separar al hombre de Dios, haciendo de él dos personas, una divina y otra humana, de forma que no sea ya una Trinidad, sino una Cuaternidad? Como tú, hombre, eres alma y cuerpo, de la misma manera, Cristo el Señor es Palabra, alma y cuerpo. Pero la Palabra no se alejó del Padre; aunque vino a nosotros, no abandonó al Padre; tomó carne en el seno materno y gobernó el mundo. ¿Qué fue elevado, pues, al cielo sino lo que tomó de la tierra, es decir, aquella carne y aquel cuerpo? Hablando de él, dijo a los discípulos: Palpad y ved que los espíritus no tienen huesos ni carne, como veis que tengo yo7. Demos fe a estas palabras, hermanos; y, aunque tengamos dificultad en responder a las cuestiones que plantean los filósofos, retengamos y creamos sin dificultad lo que se nos ha manifestado en el Señor. Charloteen ellos; nosotros creamos.
5. 7. «Pero -replican- no es posible que un cuerpo terreno esté en el cielo». ¿Y si lo quiere Dios? Responde contra Dios y di: «Dios no puede hacer eso». ¿No afirmas también tú, pagano, quienquiera que seas, que Dios es todopoderoso? ¿No se lee en cierto libro de Platón que ayer mencioné que el dios no hecho dijo a los dioses hechos por él: «Puesto que habéis tenido principio, no podéis ser inmortales ni estar libres de disolución. Pero no os disolveréis, ni un destino mortal os hará perecer, pues no será más poderoso que mi decisión, una cadena más fuerte para vuestra perpetuidad que el destino a que estáis atados?» Dios, que puede hasta lo imposible, lo tiene todo sometido a su voluntad. Pues ¿qué otra cosa significa: «No podéis ser inmortales, pero yo hago que no muráis», sino: «Yo hago incluso lo que no puede hacerse»?
6. 8. No obstante lo dicho, quiero comentar también algo acerca de la diversidad de pesos. Dime, te ruego: ¿no es tierra la tierra, agua el agua, aire el aire, y el éter, es decir, el cielo y aquel fuego líquido, el cielo? Estos cuatro elementos, como gradualmente superpuestos, construyeron y edificaron el mundo; con otras palabras, el mundo consta de esos cuatro elementos. Averigua qué está en la parte inferior: la tierra; qué está sobre ella: el agua; qué está sobre el agua: el aire; qué sobre el aire: el cielo, el éter. ¿Qué decir de los cuerpos sólidos, que pueden agarrarse y manejarse? No me refiero a los líquidos, que se deslizan y fluyen, sino a los cuerpos manejables; ¿de qué están hechos? ¿Son tierra, agua, aire o éter? Has de responder que son de la tierra. La madera, ¿es un cuerpo terreno? Nadie lo duda. Nace en la tierra, se alimenta en la tierra y en la tierra crece. Es cosa sólida, no líquida. Vuelve conmigo al lugar que corresponde a cada peso. La tierra está en la base. Continúa por orden. ¿Qué está sobre la tierra? El agua. ¿Por qué flota la madera sobre las aguas? La madera es un cuerpo terreno; si te atienes al orden que le corresponde por su peso, debió estar bajo el agua, no sobre ella. Entre la tierra y la madera encontramos el agua. Debajo la tierra, encima el agua, y sobre el agua otra vez la tierra, puesto que la madera es tierra. Tu pretendido orden no existe; abrázate a la fe. Hemos hallado cuerpos terrenos por encima del segundo elemento en cuanto al peso: cuando el madero flota sin que se hunda.
7. 9. Considera ahora otra cosa que te ha de causar mayor admiración. Los cuerpos más pesados, terrenos ciertamente, nada más ser arrojados al agua, al instante se sumergen y van a parar a lo más hondo; por ejemplo, el hierro y, sobre todo, el plomo. ¿Hay algo más pesado que el plomo? No obstante, si actúa sobre él la mano de un artesano, hace de él una superficie cóncava y hasta el plomo flota sobre el agua. En consecuencia, ¿no podrá dar Dios a mi cuerpo lo que otorga el artesano al plomo? Además, ¿dónde colocáis el agua? Considerad de nuevo el lugar propio de cada elemento. Con toda certeza vais a responder que al agua le corresponde un lugar por encima de la tierra. ¿Por qué, pues, antes de correr por la superficie de la tierra, penden de las nubes los ríos?
10. Vuelve tu atención y tu pensamiento a lo que voy a decirte, si es que lo consigo con la ayuda de Dios. ¿Qué se mueve más fácilmente, qué es más veloz, un cuerpo pesado o un cuerpo ligero? ¿Quién no responderá que un cuerpo ligero? En efecto, los cuerpos ligeros se mueven más fácilmente y son más rápidos; los más pesados lo hacen con mayor dificultad y lentitud. Has establecido una norma cierta; has reflexionado rectamente y, considerado todo, respondiste que los cuerpos ligeros se mueven con mayor facilidad y rapidez que los más pesados. «Así es», dices. Respóndeme, pues, ahora: «¿Por qué una araña, tan ligera de peso, se mueve con tanta lentitud, mientras que un caballo pesado corre tan velozmente?» Voy a hablar de los hombres. Un cuerpo humano es tanto más pesado cuanto mayor es, mientras que un cuerpo pequeño, al tener menos peso, es más ligero. Así es en verdad, pero sólo si otro lo lleva. Si, en cambio, el mismo hombre puja por su propio cuerpo, el hombre fuerte corre, mientras que el flaco y débil apenas puede andar. Pon en la báscula a un hombre flaco y a otro robusto. El primero, en su debilidad, apenas pesa unas cuantas libras; el segundo, en cambio, por la robustez de su cuerpo, lleva en su carne muchas más. Intenta levantarlos a los dos: el fuerte pesa mucho, el flaco poco. Deja ya de levantarlos; hazte ahora caminante; déjalos a ellos, que pujen solos por sus cuerpos. Veo cómo el flaco apenas se mueve y cómo corre el fuerte y robusto. Si ésta es la fuerza de la salud, ¡cuál no será la de la inmortalidad!
8. 11. Dios nos dará, por tanto, una admirable agilidad y levedad. No sin razón se llaman espirituales esos cuerpos. No reciben ese nombre porque sean espíritus en vez de cuerpos. Los que tenemos ahora se llaman cuerpos animados y, sin embargo, no son almas, sino cuerpos. Como ahora llamamos animados a estos cuerpos sin que sean almas, del mismo modo aquéllos reciben el nombre de espirituales, pero no son espíritus, sino que serán cuerpos. ¿Por qué se habla, amadísimos, de un cuerpo espiritual sino porque estará al servicio de lo que quiera el espíritu? Nada dentro de ti te contradirá a ti mismo, nada en ti se rebelará contra ti. Allí no tendrá lugar lo que hace gemir al Apóstol: La carne tiene deseos contrarios a los del espíritu, y el espíritu contrarios a los de la carne8. Tampoco existirá allí esto otro: Veo en mis miembros otra ley que se opone a la ley de mi mente9. Allí no existirán estas guerras; allí habrá paz, paz perfecta. Estarás donde quieras estar, pero nunca lejos de Dios. Estarás donde quieras; pero, vayas donde vayas, tendrás a tu Dios. Siempre estarás con aquel que te hace feliz.
12. Que nadie, pues, se engañe; que nadie discuta y delire en medio de sus suposiciones. Creamos con toda certeza que ha de tener lugar lo que Dios nos ha prometido. Hermanos míos, cuando los apóstoles veían a Cristo, cuando creían que era un espíritu, para convencerles de que tenía realmente cuerpo, no sólo se prestó a que lo viesen con los ojos, sino también a que lo tocasen con las manos. Para mostrarles esta verdad de fe, a saber, que tenía cuerpo, se dignó incluso tomar alimento; pero no porque lo necesitase, sino porque pudo hacerlo. No obstante, puesto que aún estaban temblorosos de alegría, afianzó su corazón con las Sagradas Escrituras, diciéndoles: Éstas eran las palabras que os hablé cuando aún estaba con vosotros: que era necesario que se cumpliese todo lo que está escrito de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos. Entonces les abrió la inteligencia -así continúa el evangelio leído hace poco- para que comprendiesen las Escrituras. Y les dijo: Así está escrito, y convenía que Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y que en su nombre se predicara la penitencia y el perdón de los pecados en todos los pueblos, comenzando por Jerusalén10. No vimos lo anterior, pero vemos esto último. Cuando se anunciaba para el futuro, aún no estaba a la vista. Los apóstoles veían a Cristo presente ante ellos, pero aún no veían a la Iglesia extendida por todo el orbe de la tierra. Veían la cabeza y creían lo referente al cuerpo. Ahora es nuestro turno; tenemos la gracia por la que entramos al reparto y a la distribución: los tiempos se han distribuido para nosotros para que podamos creer, apoyados en sólidos argumentos, en la única fe. Ellos veían la cabeza y creían lo referente al cuerpo; nosotros que vemos el cuerpo, creamos lo que se refiere a la cabeza.