La resurrección de Cristo y la de los fieles
1. La resurrección de Jesucristo el Señor es lo que da especificidad a la fe cristiana. El nacer hombre de hombre en un momento del tiempo quien era Dios de Dios, Dios con exclusión de todo tiempo; el haber nacido en carne mortal, en la semejanza de la carne de pecado1; el hecho de haber pasado por la infancia, haber superado la niñez, haber llegado a la madurez y haberla conducido a la muerte, todo ello estaba al servicio de la resurrección. Pues no hubiese resucitado de no haber muerto, y no hubiese muerto si no hubiese nacido; por esto, el hecho de nacer y morir sirvió a la resurrección. Que Cristo el Señor nació hombre de hombre, lo creyeron muchos, incluso extraños e impíos; aunque desconocen su nacimiento virginal, que Cristo nació como hombre, lo creyeron tanto los amigos como los enemigos; que Cristo fue crucificado y muerto, lo creyeron tanto los amigos como los enemigos; que resucitó sólo lo saben los amigos. ¿Y ello por qué motivo? Al querer nacer y morir, Cristo el Señor tenía la mirada puesta en la resurrección; en ella estableció los límites de nuestra fe. Nuestra raza, es decir, la raza humana, conocía dos cosas: el nacer y el morir. Para enseñarnos también lo que desconocíamos, tomó lo que conocíamos. En la región de la tierra, en nuestra condición mortal, era habitual, absolutamente habitual, el nacer y el morir; tan habitual que, así como en el cielo no puede darse, así en la tierra no cesa de existir. En cambio, ¿quién conocía el resucitar y el vivir perpetuamente? Ésta es la novedad que trajo a nuestra región quien vino de Dios. ¡Gran acto de misericordia: se hizo hombre por el hombre; se hizo hombre el creador del hombre! Nada extraordinario era para Cristo ser lo que era, pero quiso que fuera cosa grandiosa el hacerse él lo que había hecho. ¿Qué significa «hacerse él lo que había hecho»? Hacerse hombre quien había hecho al hombre. He aquí su obra de misericordia.
2. Todo lo que se hace en esta vida en que los hombres quieren ser dichosos sin conseguirlo... Buena cosa es lo que tanto aman, pero no buscan lo que desean en el lugar adecuado. Cada cosa se da en su lugar. Aun en la tierra no se encuentra el oro en cualquier lugar, ni tampoco la plata ni el plomo; los mismos frutos del campo llegan cada uno de un lugar diferente. Como si cada región aceptase unos y rechazase otros, unos frutos se dan en un lugar y otros en otro; son diversos según los diferentes lugares. Lo único que existe en todas partes es el nacer y el morir. Con todo, el mismo nacer y morir no se da en la creación entera, sino sólo en este estrato inferior; en el cielo no se da ni el nacer ni el morir ya desde el momento en que fueron creadas todas las cosas. Ciertamente pudo caer el príncipe de los ángeles con sus compañeros, pero en sustitución de los ángeles caídos irán allí los hombres a ocupar el puesto que ellos dejaron. Al ver el diablo que el hombre iba a subir al lugar del que él había caído, se llenó de envidia; cayó él y derribó a otros. ¿Qué significa que el diablo cayó? ¿Qué significa que derribó al hombre? Todo lo venció quien no cayó, sino que descendió. Cayó el hombre: descendió Dios y se hizo hombre. Donde abunda el nacer y el morir es la región de la miseria. Los hombres buscan ser dichosos en la región de la miseria; buscan la eternidad en la región de la muerte. El Señor, la Verdad, nos dice: Lo que buscáis no se halla aquí, porque no es de aquí. Es bueno lo que buscáis y todo hombre lo desea; es bueno lo que buscáis, pues buena cosa es vivir; pero hemos nacido para morir. No mires lo que quieres; considera más bien la condición en que has venido. Hemos nacido para morir. Quienes van a morir desean la vida sin obtenerla, y por eso su miseria es mayor. Si estuviésemos muertos y deseásemos vivir, nuestra miseria no sería tan grande; pero queremos vivir y se nos obliga a morir: he aquí la enormidad de nuestra miseria. ¿Ignoras que cualquier hombre quiere también dormir, pues no puede estar siempre despierto? El dormir no es contra su voluntad; como no puede estar siempre en vela, quiere también dormir. Uno no puede ser hombre a no ser alternando los tiempos de vigilia y de sueño. Se entra en la vida y todo hombre dice: «Quiero vivir» y nadie quiere morir; y, aunque nadie quiere morir, se ve impelido a ello. Hace cuanto puede comiendo, bebiendo, durmiendo, procurándose medios de vida, navegando, caminando, corriendo, tomando precauciones: quiere vivir. Con frecuencia sobrevive a muchos peligros; pero detenga, si puede, su edad; no llegue a la vejez. Pasa un día de peligro, y se dice el hombre: «He toreado a la muerte». ¿Cómo es que la has toreado? «Porque ha pasado el día de peligro». En realidad se te ha dado un día más; has vivido un día más y, si hago cuentas, tienes uno menos. Si habías de vivir, por ejemplo, treinta años, una vez transcurrido este día, se resta de la cantidad de quien ha de vivir y se suma a la de quien ha de morir. Y, con todo, se dice que le llegan los años al hombre; pero yo digo que se le van; me fijo en la cantidad que le queda, no en la que ya se fue. Le llegan, ¿por qué se habla así? Quien vivió ya cincuenta años, cumple cincuenta y uno. ¿De qué hablamos, de los que vivió o de los que le quedan por vivir? Supongamos que iba a vivir ochenta años; de ellos ha vivido ya cincuenta; le quedan treinta. Vivió uno más; tiene los vividos, es decir, cincuenta y uno, pero le quedan sólo veintinueve de vida; disminuyó uno de esa cuenta para acrecentar aquélla. Pero este acrecentamiento significa una mengua en la otra parte. Lleno de temor, vive otro año aún: le quedan veintiocho; vive un tercero, le quedan veintisiete. A medida que vas viviendo, va menguando el caudal de donde vives, y con el pasar de la vida mengua tanto que deja de existir, pues no hay forma de evadirse del último día.
3. Pero vino nuestro Señor Jesucristo y, por así decir, se dirigió a nosotros: «¿Por qué teméis, ¡oh hombres!, a quienes creé y no abandoné? ¡Oh hombres!, la ruina vino de vosotros, la creación de mí; ¿por qué temíais, ¡oh hombres!, morir? Ved que muero yo, que sufro la pasión; no temáis lo que temíais, puesto que os muestro qué habéis de esperar». Así lo hizo; nos mostró la resurrección para toda la eternidad; los evangelistas dejaron constancia de ella en sus escritos y los apóstoles la predicaron por el orbe de la tierra. La fe en su resurrección hizo que los mártires no temieran morir, y, sin embargo, temieron la muerte; pero mayor hubiese sido la muerte si hubieran temido morir y, por temor a la muerte, hubieran negado a Cristo. ¿Qué otra cosa es negar a Cristo sino negar la vida? ¡Qué locura negar la vida por amor a la vida! La resurrección de Cristo marca los límites de nuestra fe. Por eso está escrito, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, que se haga penitencia para recibir el perdón de los pecados en el hombre, en quien delimitó la fe para todos al resucitarle de entre los muertos2. La resurrección de nuestro Señor Jesucristo delimita nuestra fe. Vivís si vivís, es decir, viviréis por siempre si habéis vivido bien. No temáis morir mal; temed, sí, pero vivir mal. ¡Extraña aberración! Todo hombre teme lo que nadie puede evitar y deja de hacer lo que puede hacer. No puedes evitar morir; pero puedes vivir bien. Haz lo que puedes, y dejarás de temer lo que no puedes evitar. Nada tiene el hombre más cierto que la muerte. Comienza desde el principio. Un hombre es concebido en el seno; quizá nazca, quizá no. Ya ha nacido; quizá crezca, quizá no; quizá aprenda a leer, quizá no; quizá se case, quizá no; quizá tenga hijos, quizá no; es posible que sean buenos y es posible que sean malos; es posible que le caiga una mujer buena o que le caiga una mujer mala; quizá sea rico, quizá sea pobre; quizá sea un plebeyo, quizá un aristócrata. ¿Acaso puede decir, entre todas estas cosas: «Quizá muera, quizá no muera»? Así, pues, todo hombre nacido cae en una enfermedad de la que nadie se escapa. De ella se muere, como suele decirse. Tiene hidropesía: morirá necesariamente, pues nadie se evade de ella; padece elefantiasis: morirá necesariamente, pues nadie se evade de ella; ha nacido: morirá necesariamente, pues nadie se evade de ello. Puesto que el morir es una necesidad, y ni siquiera se permite a la vida del hombre ser larga aunque pase de la infancia a la decrepitud senil, no queda más solución que acudir a quien murió por nosotros y resucitando nos abrió la esperanza, para que, como en esta vida en que nos encontramos no tenemos más salida que la muerte y no podemos hacer perpetua esa vida que tanto amamos, nos refugiemos en quien nos prometió la eterna. Considerad, hermanos, lo que nos prometió el Señor: vida eterna y feliz al mismo tiempo. Esta vida es, evidentemente, miserable; ¿quién lo ignora, quién no lo reconoce? ¡Cuántas cosas nos suceden en esta vida; cuántas tenemos que soportar sin desearlo! Riñas, disensiones, pruebas, la ignorancia recíproca de nuestro corazón de forma que a veces abrazamos sin querer a un enemigo y sentimos temor de un amigo; hambre, desnudez, frío, calor, cansancio, enfermedades, celos. Evidentemente, esta vida es miserable. Y, con todo, si, aunque miserable, nos la concedieran para siempre, ¿quién no se felicitaría? ¿Quién no diría: «Quiero ser como soy; morir es lo único que no quiero»? Si quieres poseer esta mala vida, ¿cómo será quien te la dé eterna y feliz? Pero, si quieres llegar a la vida eterna y feliz, sea buena la temporal. Será buena en el momento de obrar, y feliz en el momento de la recompensa. Si te niegas a trabajar, ¿con qué cara vas a pedir el salario? Si no has de poder decir a Cristo: «Hice lo que me mandaste», ¿cómo te atreverás a decirle: «Dame lo que me prometiste»?