El bautismo perdona los pecados
1. La pasión y la resurrección del Señor nos muestran dos vidas: una, la que soportamos, y otra, la que deseamos. Quien se dignó soportar la primera en beneficio nuestro, tiene poder para otorgarnos la segunda. De esta forma nos mostró lo mucho que nos ama, y quiso que confiáramos en que nos concedería sus propios bienes, puesto que quiso tener parte a nuestro lado en nuestros males. Nacimos nosotros, y nació él; como nosotros hemos de morir, también él murió. Son éstas dos cosas que el hombre conocía bien en su vida: el comienzo y el fin, el nacer y el morir; conocía también que el nacimiento es el comienzo de las fatigas, y la muerte un viaje a lo desconocido. Estas dos cosas conocíamos: nacer y morir; es lo que abunda en nuestra región. Nuestra región es esta tierra; la región de los ángeles, el cielo. Nuestro Señor vino a esta región desde aquélla; vino a la región de la muerte desde la región de la vida; a la región de la fatiga, desde la región de la felicidad. Vino trayéndonos sus bienes y soportó pacientemente nuestros males. Traía sus bienes ocultamente y soportaba abiertamente nuestros males; se manifestaba como hombre y permanecía oculto en cuanto Dios; manifestaba su debilidad y ocultaba su majestad; se manifestaba la carne y se ocultaba la Palabra. Sufría la carne; ¿dónde estaba la Palabra cuando la carne sufría? No estaba callada la Palabra, pues nos enseñaba la paciencia. Ved que Cristo el Señor resucitó al tercer día: ¿dónde quedan las burlas de los judíos? ¿Dónde las burlas de los príncipes de los judíos rabiosos y enloquecidos que dieron muerte al médico? Recordad, amadísimos, lo que escuchasteis cuando se leía su pasión: Si es Hijo de Dios, que baje de la cruz y creeremos en él. Si es Hijo de Dios, le salvará1. Todo esto oía, pero se callaba; suplicaba por quienes tales cosas decían y no se les manifestaba. En otro evangelio está escrito que clamó por ellos, diciendo: Padre, perdónales porque no saben lo que hacen2. Veía allí a quienes iban a ser suyos, a quienes iban a creer luego en él, y quería que se les perdonase. Nuestra Cabeza pendía de la cruz, pero reconocía en la tierra a sus miembros.
2. Cuando se leyó el libro de los Hechos de los Apóstoles, escuchasteis allí cómo los presentes se admiraban de que los apóstoles y los que estaban con ellos, gracias a la inspiración del Espíritu Santo que habían recibido y que se las enseñaba, hablaban las lenguas de todos los pueblos, nunca antes aprendidas. Y cómo, llenos de espanto ante el milagro, el apóstol Pedro les dirigió la palabra, y les expuso cómo había sido la ignorancia la que les había llevado al crimen de dar muerte al Señor, y cómo Dios, a su vez, había realizado su plan3 de derramar la sangre inocente en bien del mundo entero y de borrar los pecados de todos los creyentes, pues murió aquel en quien no pudo hallarse pecado alguno. Permanecía vigente la caución, que eran nuestros pecados; el diablo poseía el decreto contra nosotros4; poseía a los que había engañado y tenía a los que había vencido. Todos éramos deudores, todos nacen con una deuda hereditaria; pero, una vez derramada la sangre sin pecado, destruyó la caución de nuestros pecados. Así, pues, quienes, según los Hechos de los Apóstoles, creyeron ante las palabras de Pedro, llenos de turbación dijeron: ¿Qué hemos de hacer, hermanos?5 Decídnoslo. No tenían esperanza de que se les pudiera perdonar crimen tan horrendo. Se les dijo: Haced penitencia; que cada cual se bautice en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, y se os perdonarán los pecados6. ¿Qué pecados? Todos. ¿Qué abarca ese «todos»? También ese tan enorme de haber dado muerte a Cristo. ¿Pudisteis realizar acción más criminal que dar muerte a vuestro creador, hecho criatura por vosotros? ¿Pudo un loco hacer algo más grave que dar muerte al médico? También este pecado se os perdona, se les dijo; todos se os perdonan. Os ensañasteis, derramasteis sangre inocente; creed y bebed la sangre que derramasteis. Allí estaban, pues, quienes, sin esperanza alguna, preguntaron: «¿Qué hemos de hacer?». Como respuesta escucharon que, si creían en quien habían matado, podrían recibir el perdón por tan gran crimen. Allí estaban y él los veía; vio junto a su cruz a quienes había visto desde antes de la creación del mundo7. A favor de ellos dijo: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen8. Ellos daban muerte al médico, y el médico hacía de su sangre un medicamento para sus asesinos. ¡Grande misericordia y gloria! ¿Qué no se les iba a perdonar, si se les perdonaba hasta el haber dado muerte a Cristo? Por tanto, amadísimos, nadie debe dudar de que en el baño de la regeneración se perdonan absolutamente todos los pecados, tanto los leves como los graves. Hay, en efecto, un ejemplo y una prueba extraordinaria. No hay pecado más grave que el dar muerte a Cristo; si hasta éste ha sido perdonado, ¿cuál quedará sin perdón en el creyente que ha sido bautizado?
3. Mas centremos nuestra reflexión, amadísimos, en la resurrección de Cristo, pues del mismo modo que su pasión fue símbolo de nuestra antigua vida, así su resurrección encierra el misterio de la vida nueva. Por eso dice el Apóstol: Por medio del bautismo, hemos sido sepultados con Cristo para la muerte, a fin de que, como Cristo resucitó de entre los muertos, así también nosotros caminemos en la vida nueva9. Creíste y te has bautizado: murió la vida antigua, recibió la muerte en la cruz, fue sepultada en el bautismo. Ha sido sepultada la vida antigua, en la que viviste mal; resucite la nueva. Vive bien; vive para vivir; vive de manera que, cuando mueras, no mueras. Considerad, amadísimos, lo que en el evangelio dijo el Señor al hombre que curó: Ve que has sanado; no peques más, no sea que te acontezca algo peor10. Esta frase nos había dejado sin escapatoria y en sumo aprieto; pero su misericordia nunca nos abandona. Puesto que aquí es imposible vivir sin pecado, dejó a los bautizados una oración para que digamos a diario: Perdona nuestras deudas11. Hay deudas; la oración es la fianza para todas, pero no cesamos de convertirnos en deudores. Estamos hablando de cómo obtener el perdón diario; pero no por eso debemos quedar tranquilos viviendo en la lujuria, en la maldad y en el delito. No debemos contar a los pecados entre nuestros amigos; los hemos vomitado y aborrecido; no volvamos, como los perros, a nuestro vómito12. Y si se nos filtran, que sea sin quererlo nosotros, sin amarlos ni buscarlos afanosamente, pues quien quiera tener como amigo al pecado será enemigo de quien vino a quitar los pecados al no tener él ninguno. Hermanos míos, reflexionad sobre lo que estoy diciendo: quien es amigo de la enfermedad es enemigo del médico. Dime qué pretendería con su venida el médico, si estuvieras físicamente enfermo y viniera a ejercer su profesión; ¿qué querría sino sanarte? Siendo amigo tuyo, necesariamente tendría que ser enemigo de la fiebre; pues, si amara tu fiebre, no te amaría a ti. Él odia, por tanto, tu fiebre; para luchar contra ella entró en tu casa, subió a tu habitación, se acercó a tu lecho, te tomó el pulso, te dio órdenes, te recetó medicamentos y te los aplicó; todo lo hizo para luchar contra ella, todo por ti. Si él hizo todo eso contra la fiebre y en bien tuyo, amando la fiebre, sólo tú estarás contra ti. Me responderás: «Lo sé»; me responderás diciendo: «¿Quién hay que ame la fiebre?». También yo sé que el enfermo no ama la fiebre, pero ama lo que le pide la fiebre. ¿Qué dijo el médico cuando entró en tu casa armado de su ciencia contra tu fiebre? Te dice, por ejemplo: «No bebas nada frío». De boca del médico, enemigo de tu fiebre, escuchaste: «No bebas nada frío». Una vez que haya marchado el médico, la fiebre te dice: «Bebe algo frío». Cuando te diga eso, has de reflexionar: «Esta calentura no es otra cosa que la fiebre». Un lenguaje sin palabras te está hablando, produce sequedad en la garganta, la bebida fría produce satisfacción: acuérdate de lo que te dijo el médico; no la bebas. El médico se ha marchado, pero la fiebre persiste. ¿Qué había dicho el médico? ¿Quieres vencerla? No cedas ante ella. Si te unes al médico en la lucha contra la fiebre, seréis dos; si te pones de parte de la fiebre, el médico queda derrotado, pero el mal no es para el médico, sino para el enfermo. Lejos de nosotros pensar que Cristo médico vaya a ser vencido en aquellos a los que conoció de antemano y a los que predestinó; porque a esos mismos los llamó, y a los que llamó los justificó, y a los que justificó los glorificó13. Refrenad los vicios; reprimid las pasiones, que el diablo y sus ángeles se reconcoman de envidia. Si Dios está con nosotros, ¿quién está contra nosotros?14
4. Comenzad a realizar en el espíritu, viviendo santamente, lo que Cristo nos manifestó mediante la resurrección de su cuerpo. Pero no esperéis ahora la realidad misma, la verdad, la incorrupción de la carne; es el salario de la fe, y el salario se otorga una vez acabada la jornada. Mientras tanto trabajemos en la viña a la espera de que concluya; quien nos contrató no nos abandona para que no desfallezcamos. El que se dispone a darle su salario al acabar la jornada, alimenta al obrero mientras trabaja; de idéntica manera, el Señor nos alimenta ahora a quienes trabajamos en este mundo con alimento no sólo para el vientre sino también para la mente. Si él no me alimentase, yo no estaría hablándoos; como nos alimenta con la palabra, esto mismo hacemos quienes predicamos no a vuestros vientres, sino a vuestras mentes. Hambrientos lo recibís y banqueteando prorrumpís en alabanzas; si no ha llegado ningún alimento a vuestras mentes, ¿por qué aclamáis? Pero ¿qué somos nosotros? Somos sus ministros, sus siervos; lo que os dispensamos a vosotros, lo sacamos de su despensa, no de la nuestra. De ella vivimos también nosotros, puesto que somos consiervos vuestros. ¿Y qué os dispensamos: el pan de él o a él mismo como pan? Cualquier hombre que contrate a un obrero para trabajar en su viña podrá darle pan, pero no a sí mismo. Cristo se da a sí mismo a sus obreros; se da a sí mismo en el pan y se reserva a sí mismo en el salario. No hay motivo para decir: «Si lo comemos ahora, ¿qué tendremos al final?». Nosotros lo comemos, pero él no se acaba; robustece a los hambrientos, pero él no se debilita. Alimenta ahora a quienes trabajan y les queda íntegro el salario. ¿Qué vamos a recibir mejor que él mismo? Si tuviese algo mejor que sí mismo, lo daría, pero nada hay mejor que Dios, y Cristo es Dios. Pon atención: En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios15. La Palabra estaba en el principio junto a Dios. ¿Quién entiende esta Palabra? ¿Quién la comprende? ¿Quién la ve y la contempla? ¿Quién la piensa dignamente? Nadie. La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros16. Para esto te llama, para que trabajes como un obrero. La Palabra se hizo carne. Ella misma te llama; la Palabra será tu alabanza, y el Señor, tu salario.