La pascua, fiesta de cada día
1. Siempre habéis de tener bien presente, hermanos, que Cristo fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación1, sobre todo en estos días en que, alertados por gracia tan grande, la celebración anual no nos permite olvidar ese acontecimiento único. Iluminados por la fe, fortalecidos por la esperanza e inflamados por la caridad, asistamos solemnemente a estas realidades temporales y suspiremos incesantemente por las eternas. Pues si Dios no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dio todo con él?2 Cristo sufrió la pasión: muramos al pecado; Cristo resucitó: vivamos para Dios. Cristo pasó de este mundo al Padre3: no se apegue aquí nuestro corazón, antes bien sígale al cielo; nuestra Cabeza pendió del madero: crucifiquemos la concupiscencia de la carne4; yació en el sepulcro: sepultados con él, olvidemos el pasado; está sentado en el cielo: transfiramos nuestros deseos a las realidades sublimes; ha de venir como juez: no llevemos el mismo yugo que los infieles; ha de resucitar también los cadáveres de los muertos: merezcamos la transformación del cuerpo transformando la mente; pondrá a los malos a su izquierda y a los buenos a su derecha: elijamos nuestro lugar con las obras; su reino no tendrá fin: no temamos en absoluto el fin de esta vida. Toda enseñanza referente a nuestra paz está en aquel por cuyas llagas hemos sido sanados5.
2. Por tanto, amadísimos, celebremos diariamente la Pascua meditando asiduamente todas estas cosas. La importancia que concedemos a estos días no debe ser tal que nos lleve a descuidar el recuerdo de la pasión y resurrección del Señor cuando cada día nos alimentamos con su cuerpo y sangre; con todo, en esta festividad el recuerdo es más luminoso; el estímulo, más intenso, y la renovación, más gozosa, porque cada año nos pone, como ante los ojos mismos, el recuerdo del acontecimiento. Celebrad, pues, esta fiesta transitoria y pensad que el reino futuro ha de permanecer por siempre. Si tanto nos llenan de gozo estos días pasajeros en los que recordamos con devota solemnidad la pasión y resurrección de Cristo, ¡qué dichosos nos hará el Día eterno en que le veremos a él y permaneceremos con él, día cuyo solo deseo y expectación presente ya nos produce alegría! ¡Qué gozo otorgará a su Iglesia, a la que, regenerada por Cristo, quita el prepucio -por hablar así- de su naturaleza carnal, es decir, el oprobio de su nacimiento! Por eso se dijo: Y a vosotros, que estabais muertos por vuestros pecados y el prepucio de vuestra carne, os vivificó con él perdonándonos todos los pecados6. Pues como todos mueren en Adán, así también serán todos vivificados en Cristo7. Por lo cual en el bautismo de Cristo se manifiesta lo que estaba oculto bajo la sombra de la antigua circuncisión; y el mismo quitar la piel de la ignorancia carnal pertenece ya a esa circuncisión no efectuada por mano humana8. Pero cuando pases a Cristo -dijo- desaparecerá el velo9.