La pasión del señor
1. Hoy celebramos con toda solemnidad el misterio grande e inefable de la pasión del Señor. Misterio que, a decir verdad, nunca se aparta ni del altar al que asistimos, ni de nuestra boca y frente, para que retengamos siempre en el corazón lo que continuamente nos presentan también los sentidos del cuerpo. No obstante, esta solemnidad anual ocupa mucho más a la mente en el recuerdo de tan gran acontecimiento, de modo que lo que hace muchos años cometió la maldad de los judíos en un único lugar y lo que sus ojos vieron, ahora se contempla en todo el orbe de la tierra con la mirada de la fe cual si hubiera tenido lugar hoy mismo. Si ellos veían entonces con agrado el resultado de su crueldad, ¡con cuánto mayor agrado, ayudados por la memoria, hemos de traer de nuevo a nuestras mentes lo que piadosamente creemos! Si ellos miraban con placer su maldad, ¿no hemos de recordar nosotros, con gozo mayor aún, nuestra salvación? En el único acontecimiento se manifestaban los crímenes que cometían en aquel momento y se borraban también los nuestros futuros. Por último, donde detestamos las maldades cometidas por ellos, allí mismo nos alegramos del perdón de las nuestras. Ellos obraron la maldad, nosotros celebramos la solemnidad; ellos se congregaron porque eran despiadados, nosotros porque somos obedientes; ellos estaban perdidos, nosotros encontrados; ellos vendidos, nosotros rescatados; ellos le miraban para insultarle, nosotros le adoramos con veneración. En consecuencia, Cristo crucificado es, para los infieles, escándalo y necedad; para nosotros, en cambio, el poder y la sabiduría de Dios. He aquí la debilidad de Dios, que es más fuerte que los hombres, y la necedad de Dios, más sabia que los hombres1. El sucederse de los acontecimientos lo mostró con mayor claridad aún. ¿Qué deseaba entonces la ira rabiosa de los enemigos sino eliminar su memoria de la tierra? Pero quien fue crucificado en una sola nación se ha establecido en los corazones de tantas otras; y quien entonces fue entregado a la muerte en un solo pueblo, ahora es adorado por todos. Y, sin embargo, no solamente entonces, sino incluso ahora, leen como ciegos y cantan como sordos lo que la voz profética anunció con tanta antelación que había de suceder: Taladraron mis manos y mis pies, contaron todos mis huesos; ellos, sin embargo, me contemplaron; dividieron mis vestidos y sobre mi túnica echaron suertes2. En el evangelio leemos estas cosas cumplidas tal y como fueron anunciadas en el salmo; pero entonces las manos de los judíos hacían realidad lo que en balde golpeaba sus oídos; y la profetizada pasión del Señor se cumplía tanto más eficazmente cuanto menos la comprendían ellos. Ahora, en cambio, leen que ha sido predicha y reconocen que se ha cumplido, y eligen todavía negar a Cristo, porque ya no pueden volver a darle muerte.
2. Peores que los judíos son los herejes, pues aquéllos niegan a Cristo, a quien no ven, mientras que éstos atacan a la Iglesia, que ven. Más miserable es la locura de los herejes que la de los judíos; no sólo la de quienes niegan actualmente a Cristo, sino incluso de quienes le dieron muerte. Pues éstos no destruyeron el rótulo puesto sobre el madero, mientras que aquéllos exorcizan el bautismo de quien está sentado en el cielo. Con las palabras del presente salmo respondemos a ambos adversarios: a quienes niegan la cabeza y a quienes niegan el cuerpo, pues la cabeza es Cristo, y el cuerpo, la Iglesia3. Contra los judíos leemos: Taladraron mis manos y mis pies, contaron todos mis huesos4, etc. Contra los herejes: Se recordarán y se volverán al Señor todos los confines de la tierra, y le adorarán en su presencia todas las patrias de los gentiles, porque del Señor es el reino y él dominará sobre los gentiles5. Pero retengamos lo que significa aquel vestido cosido de arriba abajo que no dividieron ni siquiera quienes dieron muerte a Cristo y que obtuvieron por sorteo quienes lo consiguieron6. La multitud de los herejes pueden dividir, por tanto, los sacramentos de Cristo, pero ningún fiel rasga o divide la caridad de Cristo. Quienes pertenecen al lote que ha tocado en suerte a los santos en la luz7, retienen como cosa propia la caridad, porque aman espiritualmente la unidad. Por tanto, amadísimos, celebremos este aniversario con devoción; gloriémonos en la cruz de Cristo8, pero no una sola vez al año, sino con una continua santidad.