La pasión del señor
1. Si, cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, con mayor razón, una vez reconciliados, seremos salvados en su vida1. Así, pues, Cristo murió por los pecadores. Y Cristo es Dios. ¿Cómo no va a reinar el que sea encontrado justo en la vida de Dios, si, cuando era pecador, fue buscado con la muerte de Dios para que no pereciese? Seremos salvados en la vida de Dios, puesto que en la nuestra habíamos perecido. Pero, al oír hablar de la vida y de la muerte de Dios, distingamos de cuál se trata y de dónde le llega. La vida nos la aportó él a nosotros; la muerte, en cambio, la recibió él de nosotros; no porque él la mereciese, sino en beneficio nuestro.
2. Contra lo que algunos piensan, no es el cuerpo el hombre viejo, y el alma el nuevo; el cuerpo es, eso sí, el hombre exterior, y el alma, el interior. Esta vetustez y novedad de que hablamos se encuentra en el hombre interior. Cuando el Apóstol decía: Despojaos del hombre viejo y revestíos del nuevo2, no mandaba despojarse del cuerpo, sino cambiar a una vida más santa. Esto lo enseñó luego a continuación, pues queriendo explicar sus palabras, dijo: Por lo cual, repudiando la mentira, que cada cual hable la verdad con su prójimo3.