El ayuno, la limosna, el perdón
1. Ha llegado la ocasión solemne de amonestar y exhortar en el Señor a vuestra caridad a que os entreguéis, con fervor más intenso y alegre de lo acostumbrado, al ayuno, a la oración y a la limosna. En realidad, esa amonestación y exhortación os la brinda ya el mismo tiempo litúrgico, aunque yo me calle. Pero se añade el servicio de nuestra palabra, para que, con el sonido de trompeta de esta voz, vuestro espíritu acopie fuerzas para la lucha contra la carne. Vuestros ayunos estén libres de querellas, gritos y muertes, de manera que hasta quienes os están sometidos experimenten un alivio prudente y benigno1, que no signifique echar por tierra la disciplina siempre saludable, sino moderar su severidad y aspereza. Cuando os abstenéis de alguna clase de alimento, incluso de los permitidos y lícitos, para mortificar el cuerpo, acordaos de que todo es puro para los puros2; a ninguno consideréis impuro, si no lo ha manchado la infidelidad. Como dice el Apóstol, para los impuros e infieles nada hay puro3. Cuando los cuerpos de los fieles son sometidos a servidumbre, toda disminución del placer corporal va en provecho de la salud del espíritu. Por ello, cuando os abstenéis de carnes de animales, debéis guardaros de buscar manjares costosos, o simplemente sustituirlos por otros, a veces más caros. La mortificación del cuerpo y su reducción a servidumbre4 conlleva reducir los placeres, no cambiarlos por otros. ¿Qué importa un alimento u otro, si la culpa está en el deseo inmoderado del mismo? La voz divina condenó a los israelitas por apetecer no sólo carnes, sino también algunos frutos y alimentos del campo5. Y Esaú perdió su primogenitura no por una chuleta de cerdo, sino por un guiso de sólo lentejas6. Omitiré lo que el Señor, hambriento, respondió al tentador a propósito del mismo pan7, él que con toda certeza no domaba su carne como si se le rebelara, sino que nos indicaba misericordiosamente qué debemos responder en tales tentaciones. Por lo tanto, amadísimos, sean cuales sean los alimentos de que os plazca absteneros, recordad las palabras antes mencionadas para manteneros en vuestros propósitos de templanza, motivada con sentimientos de piedad filial, sin condenar, por sacrílego error, a ninguna criatura de Dios. Tampoco vosotros, los casados, echéis en saco roto, sobre todo en estas fechas, los consejos del Apóstol de absteneros temporalmente de vuestros cónyuges para vacar a la oración8. Sería demasiada desfachatez no hacer ahora lo que es útil hacer en todo tiempo. Pienso que no debe ser carga pesada para los casados hacer en estos días solemnes, de observancia anual, lo que las viudas han profesado para una parte de su vida y lo que las santas vírgenes han asumido para toda ella.
2. En cualquier caso, es casi un deber acrecentar las limosnas en estas fechas. ¿Hay forma más justa de gastar lo que os ahorráis con vuestra abstinencia que haciendo misericordia? ¿Y hay algo más perverso que entregar a la custodia de la avaricia siempre presente o a que lo consuma el derroche aplazado lo que se gastó de menos por motivos de abstinencia? Considerad, pues, a quiénes debéis aquello de que os priváis para que la misericordia añada a la caridad lo que la templanza sustrae al placer.
¿Qué decir ahora de aquella obra de misericordia que no comporta sacar nada diablo ni de la despensa ni de la cartera, sino sólo extraer del corazón lo que comienza a ser más dañino si queda allí dentro que si sale fuera? Me refiero a la ira contra cualquiera que anide en el corazón. ¿Hay cosa más necia que evitar el enemigo exterior y retener otro mucho peor en lo íntimo de las entrañas? Por eso dice el Apóstol: No se ponga el sol sobre vuestra ira9, añadiendo a continuación: Y no deis lugar al diablo10, como indicando que hace eso quien no arroja inmediatamente la ira de su alma, de modo que por ella, como si de una puerta se tratase, le diese entrada. Ante todo tenéis que procurar que no os encuentre airados la puesta de este sol, para que el sol de justicia no abandone vuestro mismo espíritu. Pero, si la ira ha permanecido en el interior de alguno hasta hoy, expúlsela al menos ahora, próximo ya el día de la pasión del Señor, que no se encolerizó contra sus asesinos, por quienes derramó súplicas y la sangre cuando colgaba del madero11. Si con suma desvergüenza ha resistido hasta estos santos días en el corazón de alguno de vosotros la ira, que al menos ahora salga de él12, para que la oración avance segura, sin tropiezos, sin sacudidas, y no tenga que callar bajo las punzadas de la conciencia cuando llegue el momento de decir: Perdónanos nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido13. Sin duda, habéis de pedir que algo no se os tome en cuenta y que algo se os conceda. Perdonad, pues, y se os perdonará; dad, y se os dará14. Estas cosas, hermanos, las debéis realizar y meditar perpetuamente, aunque yo no os lo advierta. Como mi voz, al servicio de tantos testimonios divinos, se siente apoyada también por la celebración de este día, no he de temer que ninguno de vosotros me desprecie a mí, o más bien al Señor de todos en mi persona; al contrario, he de esperar que su grey, reconociendo que lo dicho son palabras suyas, le escuche para ser, a su vez, escuchada de forma eficaz.