La manifestación del Señor
1. 1. Hace muy pocos días celebramos el nacimiento del Señor; hoy celebramos, con solemnidad no menos merecida, su primera manifestación a los gentiles. En aquel día lo vieron recién nacido los pastores judíos1; hoy lo adoraron los magos llegados de oriente2. En efecto, había nacido aquella piedra angular en que encontraban la paz la pared de la circuncisión y la del prepucio, cuya diversidad de origen no era precisamente pequeña; había nacido para que se uniesen en él, que se convirtió en nuestra paz e hizo de los dos pueblos uno solo3. Esto fue simbolizado en las personas de los pastores de Israel y en las de los magos gentiles. Entonces comenzó lo que iba a crecer y fructificar en el mundo entero. Por la alegría espiritual asociada a ellos, consideremos, pues, como fechas gratísimas estos dos días, el del nacimiento y el de la manifestación de nuestro Señor. Los pastores judíos fueron conducidos a él por el anuncio del ángel; los magos, por la indicación de una estrella. Estrella que confunde los vanos cálculos y las adivinanzas de los astrólogos, puesto que mostró a los adoradores de los astros que quien debía ser adorado era el creador del cielo y de la tierra. En efecto, quien al morir oscureció el sol antiguo4, él mismo al nacer manifestó la nueva estrella. Aquella luz dio comienzo a la fe de los gentiles, aquellas tinieblas fueron una acusación contra la incredulidad de los judíos. ¿Qué estrella era aquella que jamás había aparecido antes entre los astros, ni se dejó ver después? ¿Qué otra cosa era sino la extraordinaria lengua del cielo aparecida para narrar la gloria de Dios y proclamar con su inusitado fulgor el inusitado parto de una virgen, a la que había de suceder, una vez desaparecida ella, el Evangelio por todo el orbe de la tierra? Finalmente, ¿qué dijeron los magos al llegar? ¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido?5 ¿Qué significa esto? ¿Acaso no habían nacido antes numerosos reyes de los judíos? ¿Por qué tanto empeño en conocer y adorar al rey de un pueblo extraño? Hemos visto -dicen- su estrella en el oriente, y hemos venido a adorarlo6. ¿Acaso lo buscarían con tanta devoción, lo desearían con afecto tan piadoso, si no hubiesen reconocido en el rey de los judíos al que es también rey de los siglos?
2. 2. De aquí que también Pilatos fue inspirado por un aura de verdad cuando en la pasión mandó escribir el título Rey de los judíos7; título que los judíos, mentirosos, quisieron corregir, y a quienes él respondió: Lo que he escrito, he escrito8, pues estaba predicho en el salmo: No modifiques la inscripción del título9. Prestemos atención a este misterio grande y maravilloso. Tanto los magos como Pilatos eran gentiles; los primeros vieron la estrella en el cielo, el segundo escribió el título en el madero, pero aquéllos y éste buscaban o reconocían no al rey de los gentiles, sino al de los judíos. Los judíos, sin embargo, ni vieron la estrella ni se mostraron de acuerdo con el título. Ya estaba allí prefigurado lo que posteriormente dijo el Señor: Muchos vendrán de oriente y de occidente y se sentarán en el reino de los cielos a la mesa de Abrahán, Isaac y Jacob; en cambio, los hijos del reino irán a las tinieblas exteriores10. En efecto, los magos habían venido de oriente, y Pilatos de occidente; de aquí que aquéllos le den testimonio como rey de los judíos cuando sale (es decir, nace) y éste cuando se pone (es decir, muere) para sentarse en el reino de los cielos a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob, de quienes traían su origen los judíos. No procedían de éstos por la carne, pero habían sido injertados en ellos por la fe, anticipando ya el acebuche que había de ser injertado en el olivo de que habla el Apóstol11. Ésta es la razón por la que los mismos gentiles no buscaban ni reconocían en él al rey de los gentiles, sino al de los judíos: porque era el acebuche el que venía al olivo, no el olivo al acebuche. Con todo, las ramas que habían de ser podadas, es decir, los judíos incrédulos, al mismo tiempo que respondían que en Belén de Judá12 a los magos que preguntaban dónde había de nacer Cristo, obstinadamente se mostraban crueles ante Pilatos, que les reprochaba el que quisieran crucificar a su rey13. Así, pues, los magos lo adoraron habiéndoles mostrado los judíos el lugar del nacimiento de Cristo, porque en la Escritura, dada a los judíos, es donde reconocemos a Cristo. El gentil Pilatos se lavó las manos cuando los judíos le pidieron la muerte de Cristo14 porque la sangre que los judíos derramaron es la que lava nuestros pecados. Para hablar del testimonio dado por Pilatos, mediante el título en el que escribió que Cristo era el rey de los judíos, hay otro momento oportuno: el tiempo de la pasión.
3. 3. Ahora dediquemos lo poco que nos queda a lo que concierne a la manifestación de Cristo después de su nacimiento. El día de esa manifestación, en que comenzó a mostrarse a los gentiles cuando los magos le adoraron, recibe en la lengua griega el nombre de Epifanía. Deleita cada vez más considerar cómo los judíos respondieron que en Belén de Judá15 a los magos, que les preguntaron dónde había de nacer Cristo, y, no obstante, no les acompañaron ellos, sino que fue la misma estrella la que, al ponerse en marcha, los condujo al lugar en que se hallaba el pequeño. De esta forma quedaba claro que también podía mostrar la ciudad, pero que se había sustraído a su vista por un breve espacio de tiempo para que pudiesen preguntar a los judíos. El preguntarles a ellos tenía por finalidad demostrar que eran portadores del testimonio divino no para su salvación y conocimiento personal, sino del de los gentiles. El pueblo judío fue expulsado de su reino y dispersado por toda la tierra con el objetivo de que fuesen por doquier testigos obligados de la fe en aquel de quien son enemigos. En efecto, perdido el templo, los sacrificios, el sacerdocio y el mismo reino, conservan su nombre y su raza, unidos a unos pocos ritos antiguos, no sea que, mezclados indiscriminadamente con los gentiles, desaparezcan y dejen de ser testimonio a favor de la verdad. De idéntica manera, Caín recibió una señal para que nadie diera muerte a quien por envidia y soberbia dio muerte a su hermano16. Esto puede entenderse también, sin violentar el texto, en el salmo cincuenta y ocho, en el que Cristo, hablando en lugar de su cuerpo, dice: Mi Dios me ofreció la prueba en mis enemigos; no les des muerte, no sea que alguna vez se olviden de tu ley17. En efecto, mediante estos enemigos de la fe cristiana se demuestra a los gentiles que Cristo fue profetizado. Pudiera darse que, al ver tanta claridad en el cumplimiento de las profecías, llegasen a pensar que las mismas Escrituras habían sido inventadas por los cristianos, pues leían como profetizado de Cristo lo que veían que se había cumplido. Los judíos aportan los códices, y Dios de esta forma nos ofrece la prueba en nuestros enemigos. No les dio muerte, es decir, no los ha exterminado completamente de la faz de la tierra, para que no se olviden de su ley. Cuando la leen y cumplen algunos preceptos de la misma, aunque carnalmente, se acuerdan de ella para su propia condenación y ofrecen un testimonio a nuestro favor.